Antecedentes históricos de la recurrencia de la violencia contra los procesos de paz
La guerra civil conservadora- liberal con un escenario de violencia política generalizada en la población campesina de muchas regiones del país, que costó miles de víctimas y varios millones de desplazados, se cerró con el acuerdo entre estas dos vertientes que dio lugar al plebiscito de 1958 que logró la paz al imponer el régimen bipartidista excluyente del Frente Nacional. Pero su saga fue una ola de violencia política y social hasta los primeros años 60 y con responsabilidad de la Fuerza Pública el asesinato de líderes exguerrilleros amnistiados, de quienes son símbolos Guadalupe Salcedo entre los liberales y Jacobo Prías Alape entre los comunistas. El Ejército Nacional en el sur del Tolima utilizó a “Mariachi” y su grupo de exguerrilleros liberales amnistiados para a la manera paramilitar realizar atentados cruentos contra líderes campesinos que demandaban reforma agraria y garantías, bajo presupuestos anticomunistas, a la vez que se desató la represión oficial violenta contra el movimiento campesino.
En 1984 cuando el presidente Belisario Betancur optó por una importante política de paz y consiguió acuerdos de Cese al Fuego, Tregua Bilateral y Paz con las FARC, el EPL y el M19, los acuerdos se frustraron ante la negativa de las élites liberales y conservadoras a implementar reformas para la paz, a lo cual se agregó el desacato del Ejército a la orden presidencia de cese al fuego. Se produjeron entonces con responsabilidad estatal el asesinato del vocero nacional del EPL Oscar William Calvo, el atentado mortal contra Antonio Navarro vocero nacional del M19 y el inicio del exterminio de la UP, partido político conformado para posibilitar el paso de las a FARC a la actividad política legal. Producida la ruptura de estos acuerdos en los últimos años 80 se registró la primera ola de guerra sucia que significó masivas amenazas, atentados, homicidios y masacres contra militantes de izquierda, líderes sindicales y sociales y defensores de derechos humanos.
En su reconocido libro “Paramilitarismo y autodefensas” Mauricio Romero explica su tesis referida a que los acuerdos de paz desataron la reacción violenta de élites regionales que se ligaron o aliaron al paramilitarismo, con la pretensión de evitar las reformas democráticas que podían incluir la reforma agraria y la pluralización del espectro político, en menoscabo de su cerrado poder hegemónico que ha dispuesto de lo público en favor del interés privado dominante. Este período correspondió con el de la consolidación de poderes locales, económicos y políticos, que se ligaron en distintos casos con el surgimiento del narcotráfico, lo cual marcaría desde el Magdalena Medio, una ruta de expansiones narco-paramilitar con la bandera de la contrainsurgencia a otras regiones, en busca de poderes, negocios legales e ilegales, y aplicación de violencia política contra militantes de izquierda y liderazgos sociales reclamantes de derechos.
Con la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente y la nueva Constitución Política de 1991, se consolidó el acuerdo de paz con el M19 y se lograron los acuerdos de paz con el EPL, el PRT y MAQL. Este punto de inflexión histórica de reforma política institucional democrática, consagración de derechos y realización de pactos de paz, llevó a que la CRS, un sector disidencia del ELN, al igual que la mayoría de las extendidas Milicias Populares de Medellín, suscribieron en 1994 nuevos pactos de paz. Entonces, estas experiencias de aplicación de acuerdos de paz en los primeros años 90, si bien consiguieron logros significativos, no contaron con la debida protección del Estado, de forma que no recuperó el control de la mayoría de los territorios antes controlados por estas insurgencias, de forma que de los casi cinco mil excombatientes acogidos a la paz, casi un millar fue asesinado o desaparecido y un volumen mayor fue desplazado violentamente de sus territorios, por parte de los distintos actores armados que persistieron en la guerra y recurrieron a la violencia política.
Cuando el gobierno Pastrana sostuvo diálogos de paz en el Caguán con las FARC EP y simultáneamente en el exterior con el ELN, entre 1999 e inicio de 2002, sin llegar a acuerdos definitivos, paralelamente se acentuó la confrontación armada y la violencia política. El paramilitarismo desde mediados de los 90 había desatado una segunda ola de guerra sucia principalmente contra pobladores de regiones rurales donde históricamente existía presencia de las guerrillas, con centenares de masacres y miles de campesinos y trabajadores muertos, en una campaña con epicentro en Córdoba y Urabá y desplegada hacia distintas regiones a nombre de las ACCU, las AUC y otras estructuras paramilitares, en condiciones de impunidad y con formas de colaboración o permisividad de la Fuerza Pública. De manera perversa, entonces los paramilitares “protestaban” contra las conversaciones de paz del gobierno con las guerrillas realizando masacres que causaron miles de muertos entre el campesinado. Las FARC EP por su parte escaló la toma de rehenes civiles y el secuestro y junto con el ELN hicieron uso de terrorismo, homicidios, amenazas y de otras infracciones al DIH, afectando simultáneamente también a sectores de la población.
La transición hacia la paz acosada por la reactivación de la violencia
Ahora, asistimos al Acuerdo de Paz más importante para el logro definitivo de la paz y el cierre de la guerra, entre el Estado colombiano a través del gobierno Santos y las FARC EP en noviembre de 2016, de forma que implementarlo con las reformas políticas, sociales especialmente en lo rural y los programas y medidas de distinto orden consideradas, abre una perspectiva histórica hacia la construcción de la paz desde un enfoque territorial. Aunque resta conseguir la paz con el ELN, disolver de forma efectiva y completa las redes narco-paramilitares y mafiosas que mantienen significativos poderes regionales y superar las economías ilegales que les sirven de base, para lograr una paz completa y coherente en los territorios. Sin embargo, cuando el desafío presente, no solo para el partido de la Rosa –FARC- sino para el conjunto de la población es abocar con éxito una fase de transición hacia los cambios que dan soporte al proyecto de la paz, sobreviene durante estos tres últimos años en los territorios una nueva fase de violencia grave, masiva y sistemática, dirigida contra los liderazgos sociales, de manera que ha causado más de un millar de víctimas fatales y contra los firmantes del acuerdo de paz por parte de las FARC, causando entre tales excombatientes en proceso de reincorporación más de 230 víctimas fatales.
Se trata de un fenómeno complejo porque los agresores son varios:
- Las estructuras narco-paramilitares como mayores causantes, las cuales buscan extender su poder incursionando en anteriores zonas de las FARC, con su práctica tradicional de violencia extrema y masiva contra sectores de la población.
- Actores violentos locales, que pueden o no estar asociados al anterior actor, pero que se expresan bajo esa forma y representan el interés particular de oposición violenta a los campesinos reclamantes de sus tierras despojadas y que aspiran a un retorno con garantía a sus parcelas.
- Las redes mafiosas narcotraficantes y de otras economías ilegales, que a la vez mantienen diversas alianzas no solo con la criminalidad sino con actores sociales e institucionales o relaciones interesadas de mercados y servicios, de forma que reaccionan violentamente a las medidas del acuerdo de paz, por cuanto estas buscan la normalización y superación del estatus de ilegalidad que ha imperado en los territorios.
- La Fuerza Pública que tiene su cuota de víctimas causadas por cuanto de forma lamentable ha regresado a prácticas arbitrarias y casos de uso desproporcionado de la fuerza y violaciones a los derechos humanos, con acentuados casos en la arbitrariedad y violencia ante las protestas sociales, urbanas y rurales. Y de forma grave, en contra de las medidas del acuerdo de paz, el presente gobierno promueve la erradicación forzada ahora militarizada y violenta contra los campesinos que han apelado a siembras de cultivos de uso ilegal, causando víctimas mortales y heridos.
- El ELN al extender también posiciones en anteriores zonas de las FARC y al acentuar posiciones de guerra ante la suspensión del proceso de paz con esta guerrilla adoptada por el gobierno Duque, recurre en varias regiones a imponerse de forma arbitraria, llegando producir el ataque mortal contra líderes sociales y étnicos.
- Los grupos disidentes o rearmados o residuales de las anteriores FARC EP, que intentan mantener o conseguir controles ilegales en medio de disputas violentas con narco-paramilitares, en ocasiones chocando con el ELN o en disputas entre sus varias vertientes, algunas descompuestas o asimiladas a las redes del narcotráfico. De forma que la forma de imponerse de estos grupos ha estado signada por la violencia contra liderazgos sociales y comunitarios en áreas rurales.
Bajo este panorama, en contraste con valiosos logros de distinto orden del acuerdo de paz, el gobierno del presidente Duque a la vez que elude sus compromisos con medidas centrales del acuerdo de paz, no reconoce la profundidad ni el carácter de la ola de violencia desatada, de manera que toma medidas parciales e inconsecuentes al estimar que se trata tan solo de un fenómeno delincuencial circunscrito al narcotráfico y a otros negocios ilegales. Sin embargo, se trata es de una verdadera nueva ola de “guerra sucia” que compromete a los diversos actores referidos. De manera que, al igual que en los ochenta proliferan sufragios, amenazas y ametrallamientos de líderes sociales, defensores de derechos humanos, constructores de paz, liderazgos políticos alternativos, de colectivos de víctimas y de movimientos ambientalistas, con tal agravamiento que las víctimas fatales ya tienden a producirse a diario. Y al igual que en los 90, reaparecieron las masacres en zonas rurales, de forma que han sucedido más de 70 en lo corrido del año.
El gobierno de espaldas a la paz y a la guerra sucia desatada
El Programa Somos Defensores en reciente informe sobre lo sucedido durante el primer semestre del 2020 indica que las personas con liderazgos sociales enfrentan el doble riesgo de estas agresiones contra su vida e integridad y el de la pandemia del COVID-19, con mayor impacto en donde son patentes “las deudas históricas que tiene el Estado” con las comunidades en muchos territorios. Para ese semestre registra 463 agresiones “entre amenazas, asesinatos, atentados, detenciones arbitrarias, judicializaciones, desapariciones forzadas y robos de información”, siendo significativo el incremento de los asesinatos en un 61% en comparación con el mismo período del 2019. “95 personas defensoras de derechos humanos fueron asesinadas durante el primer semestre (…) La mayoría de estos hechos ocurrieron en Cauca, Antioquia, Norte de Santander y Putumayo, y los liderazgos más afectados fueron los comunales, campesinos, indígenas y comunitarios”[1].
Entre tanto, “el Gobierno sigue sin tomar medidas efectivas y, por el contrario, ha despreciado los instrumentos establecidos en el Acuerdo de Paz para crear condiciones de garantías de seguridad y ha insistido en tomar medidas que tienen en el centro la militarización, hecho que no ha creado seguridad”[2]. Al respecto, este informe ilustra sobre el incremento del 157% en las agresiones que tienen presunta responsabilidad de la Fuerza Pública.
Estas circunstancias, en Colombia vivimos la paradoja de un ejercicio de transición hacia la paz histórico y valioso, pero en medio del temor, la zozobra y el terror, ante esta violencia que acecha y se acrecienta. Somos un país visto justamente con admiración por la comunidad internacional por la importancia de los logros originales contenidos en el acuerdo de paz, pero a la vez contamos con el gobierno del presidente Duque que finge tener compromiso con sus medidas ante la misma comunidad internacional, pero que en realidad se empeña junto con su partido “Centro Democrático”, de extrema derecha, en menoscabar pilares centrales del acuerdo, como es el caso de querer destruir la JEP y el de desfinanciar el conjunto de los programas de aplicación territorial.
Situación actual que explica que la reactivación del amplio movimiento social de protesta contra el gobierno que gestó con ímpetu desde noviembre de 2019 al convocar un Paro Nacional, ahora se reactiva con sus demandas en defensa de derechos sociales y de garantías laborales, pero de manera que incorpora con fuerza las exigencias de respeto a la vida y de aplicación por el gobierno del acuerdo de paz. Igualmente explica la majestuosa movilización de la Minga Étnica Campesina y Popular desde el suroccidente del país llegó a Bogotá, exigiendo diálogo directo no respondido por el presidente Duque, para exigirle respeto a la vida, cumplimiento del acuerdo de paz y defensa de los territorios y los derechos de las comunidades. Y asimismo explica, la valerosa movilización nacional de personas, familias y colectivos de excombatientes de las FARC, que también llegaron a Bogotá desde distintos lugares del país, con la consigna “Por la Vida y por la Paz” para exigirle al Gobierno Nacional y el Estado cumplir con las garantías del respeto a la vida, con la aplicación real e integral del acuerdo de paz y el que cese la brutalidad de la agresión sufrida en todas las regiones.
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[1] Informe sobre Primer Semestre de 2020, Programa Somos Defensores. Sirley Yesenia Muñoz Murillo, Coordinadora Comunicaciones, Incidencia y Sistema de Información nota de presentación. ww.somosdefensores.org
https://mail.google.com/mail/u/0/#inbox/FMfcgxwKjKngVXCtlhWVpfXqQNMldbCR
[2] Informe sobre Primer Semestre de 2020, Programa Somos Defensores. Sirley Yesenia Muñoz Murillo, Coordinadora Comunicaciones, Incidencia y Sistema de Información nota de presentación. ww.somosdefensores.org
https://mail.google.com/mail/u/0/#inbox/FMfcgxwKjKngVXCtlhWVpfXqQNMldbCR
Álvaro Villarraga Sarmiento, Fundación Cultura Democrática
Foto tomada de: RCN Radio
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