Gobiernos seguidores del marco prohibicionista de la Convención de 1961 y voceros de sociedad civil que abogan por los derechos humanos, la regulación o la legalización de las drogas, tomarán sin duda nota de esta contradicción. En la mixtura de argumentos que le escuchamos a la canciller Laura Sarabia en Viena, unos positivos como la crítica a la Guerra contra las Drogas y su llamado a revisar críticamente la clasificación de la hoja de coca “por razones científicas y prácticas”, y otros no tanto como que “excluir la hoja de coca no implica dejar de erradicar (porque) tenemos metas ambiciosas de erradicación”, preocupa sobre manera esta última aclaración no pedida. O dicha, tal vez, al oído de Marcos Rubio que se apresta a extender las cartas de certificación próximamente.
La razón es solo una. Con la promesa de la gradualidad en la sustitución refundida en algún archivero del PNIS, la estrategia de erradicación temprana, total y condicionada en predios campesinos, regresó al país con la tesis de ser prerrequisito necesario para derrotar el narcotráfico, desarrollar los territorios y construir la paz. Sin duda tres aspiraciones legítimas y deseadas por quienes habitan el Catatumbo y el Cañón del Micay, donde empezarán los primeros pilotos de “pagos por erradicación”.
La mayoría de gobiernos reacios a revisar y menos a quitarle una coma a la Convención de 1961 se sentirán animados para desempolvar la objeción de Estados Unidos a las reservas de Bolivia sobre el uso tradicional de la hoja de coca. En el 2012, el gobierno Obama señaló que esa reserva “probablemente conducirá a una mayor oferta de coca disponible y, como resultado…más cocaína disponible para el mercado mundial de cocaína, alimentando aún más el narcotráfico y las actividades delictivas asociadas a Bolivia y los países a lo largo de la ruta del tráfico de cocaína” (https://www.tni.org/es/art%C3%ADculo/cronicas-de-la-coca-monitoreo-de-la-revision-de-la-onu-sobre-la-coca).
Asalta aquí la pregunta si este es el camino más acertado para terminar con la producción de drogas o es una invitación a transitar la misma ruta de reducción de la oferta donde se fracasó tantas veces. Con lógica silogística se supone que, eliminando los arbustos de coca hasta la raíz, la materia prima escaseará en los laboratorios y por tanto la capacidad exportadora de las mafias resultará afectada. El balance de las estadísticas en las últimas seis décadas es contraevidente. Después de millones hectáreas destruidas, la cadena de producción se reestructuró con rapidez pasmosa, gracias a que los incentivos gananciales del prohibicionismo, verdadero motor del narcotráfico, siguieron funcionando a nivel mundial.
Se olvidan también dos lecciones aprendidas: una, que los dividendos de las drogas y las disputas violentas por su apropiación se debilitan solo transitoriamente con la reducción de las hectáreas sembradas. Y dos, que las economías extractivistas lícitas e ilícitas entrelazadas, como la minería, la ganadería extensiva y el contrabando, mueven sus factores de producción donde convenga, entre renglones, países e incluso entre continentes.
En Viena escuchamos también un alegato muy bien fundamentado sobre el significado cultural y las prácticas ancestrales que los pueblos indígenas dan a las plantas sagradas. Si bien este derecho es irrenunciable, los argumentos contra la estigmatización de la planta de coca deben avanzar en otros aspectos. Colombia es una nación pluriétnica pero mayoritariamente mestiza en su composición demográfica, donde el uso tradicional de la hoja no tiene el peso que conocemos en Bolivia o Perú, y donde el 95% o más de las 253 mil hectáreas que se sembraron en 2023 fueron potencialmente transformadas en clorhidrato de cocaína para el mercado externo.
Aun así, los campesinos que la siembran, no deben ser criminalizados como narcotraficantes, ni como aliados o instrumentos de los grupos armados por coexistir, en condiciones por demás difíciles, en los mismos territorios. Esos productores tienen derecho a reconvertir su economía sin la amenaza de la erradicación forzosa y con algo más robusto que la sustitución voluntaria puntual, llámese de emergencia humanitaria o seguridad alimentaria, que como se ha demostrado no es sostenible, ni transforma integralmente los territorios, como es la aspiración del Plan Nacional de Desarrollo 2022-2026 y del Acuerdo de Paz de 2016.
La realidad de Colombia como primer productor de coca – cocaína del mundo, con 500.000 familias mestizas, negras e indígenas que cultivan coca, cannabis y amapola, con un conflicto armado que se fragmenta y degrada sin parar y desde hace mes y medio con el garrote caprichoso de Donald Trump sobre nuestras cabezas, exige al menos un discurso coherente sobre las plantas y sobre quienes las cultivan.
Digámoslo sin ambages. La desclasificación de la hoja de coca como sustancia peligrosa es políticamente relevante porque le quita un ladrillo al edificio esperpéntico del prohibicionismo internacional. Así debe resaltarse.
Aura María Puyana, Sociologa
Foto tomada de: Embajada de Colombia en Suiza
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