Por eso no me sorprende para nada que el diario El Tiempo, para mencionar solo a un medio entre cientos, haya incluido en la noticia que dio del anuncio del canciller de que el motivo de su viaje a Beijing era justamente el deseo de revisar el estado de las negociaciones bilaterales sobre el ingreso a la Franja: “el proyecto ha encendido a las alarmas en los Estados Unidos”. ¡Pues cómo no las va a encender!. Washington quiere mantener a toda costa la primacía mundial que alcanzó gracias a la disolución de la Unión Soviética en 2001. Como lo demuestran de manera palmaria tanto la guerra de Ucrania, destinada según propia confesión, a desangrar a Rusia y la guerra comercial con China, desencadena por Donald Trump desde la presidencia. Y continuada por Biden que, no solo la ha continuado y agravado, sino que le introducido un inquietante componente bélico.
A comienzo de la semana, Laura Richardson, comandante del Comando Sur de los Estados Unidos, se reunió con el presidente Javier Milei en Buenos Aires, despotricó, como ya es habitual, contra China y llamó a formar un frente común de los países democráticos del continente para contrarrestar la influencia de esa potencia “comunista”. Claro: ella, por altísimo que sea su actual cargo, es una funcionaria obligada a decir lo que Washington y /o el Pentágono le digan que tiene que decir. Y tampoco Milei es quien para contradecir a la generala. ¡Está completamente de acuerdo con ella! Pero no hasta el punto de mantener la decisión tomada, apenas se hizo cargo de la presidencia, de no negociar con la “China comunista”. La realidad de la profunda crisis económica de la Argentina, causada por la decisión del presidente Macri de endeudar de nuevo al país con el FMI y desencadenada por las políticas austericidas de Milei, le ha obligado a pedir ayuda a Beijing.
Esta clase de bandazos no es sin embargo exclusividad del presidente argentino. Tiene un antecedente que es muchísimo más importante. Y es el de Washington. En 2001 China ingresa la Organización Mundial del Comercio, con el patrocinio de Bill Clinton, y como consecuencia inevitable de la legendaria entrevista del presidente Nixon con Mao de 1975. Dicho ingreso fue el pistoletazo de salida para un tsunami de empresas norteamericanas que trasladaron sus fábricas a China o abrieron muchas nuevas, deseosas de obtener los extraordinarios beneficios de producir con salarios bajos pagados en yuanes y vender los productos en dólares en el insaciable mercado norteamericano. Pero no solo obtuvieron pingues beneficios dichos empresarios. También los obtuvo el gobierno federal. China, interesada en impedir la revaluación del yuan, que obraría contra sus intereses comerciales, dedicó una parte muy significativa de sus dólares a la compra de deuda pública norteamericana. Adquirió más de 700.000 millones de dólares en bonos del tesoro. Millones que le permitieron a Washington bajar impuestos al gran capital y financiar las guerras de Irak, Afganistán, Somalia, Siria y Libia, así como otros conflictos menores.
El problema es que se les “creció el enano” y la China subdesarrollada de entonces, se ha convertido en la superpotencia económica y política de hoy, capaz de competir limpiamente con los Estados Unidos de América en el mercado mundial. Por lo que los funcionarios políticos, diplomáticos y militares de Estados Unidos se han dedicado a advertir a todos del gravísimo problema que representa China, con el fin de disuadirnos de mantener relaciones económicas, políticas y diplomáticas con el gigante asiático. Ahora se acuerdan que China es un “país comunista”, como si no lo hubiera sido también cuando hacían jugosos negocios con ella.
Carlos Jiménez
Foto tomada de: La Razón
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