Dentro de la complejidad del conflicto armado interno, el componente étnico podría poner en crisis la tesis dominante que asocia la naturaleza del enfrentamiento bélico local a un viejo problema agrario que el Estado, de la mano de la élite, no supieron solucionar, lo que derivó y justificó el levantamiento armado de los años 60.
Quizás no alcancen las pruebas, los hechos y las discusiones académicas que se logren dar al respecto para proponer una “nueva” tesis que pretenda reconocer que la expresión armada del conflicto se dio en buena medida como reacción a procesos de persecución de dichos pueblos por razones étnicas. No. Pero sí será posible establecer conexiones entre acciones violentas de origen clasista, derivadas de procesos históricos de estigmatización y animadversión que una élite mestiza, que se cree blanca, supo conectar al modelo de desarrollo económico, en particular, al actual modelo agrario, con el que se subvalora económica, social, política, cultural y étnicamente a quienes viven en la Colombia rural.
El modelo político también sirvió a los mismos propósitos de esa élite, en la medida en que no solo se excluyó de la discusión pública de temas estructurales del país a dichos pueblos, sino que las comunidades afros e indígenas fueron integradas al discurso castrense, aplicándoles el principio doctrinal del enemigo interno. Sin duda, una forma de violencia étnica, aupada desde un Estado militarista guiado por agentes “blancos”, imbuidos en la búsqueda de una modernidad particular, esto es, sin negros y sin indígenas. Bajo el modelo económico agro extractivo y el excluyente modelo político, se logró poner en riesgo o por lo menos erosionar las ontologías y las territorialidades ancestralmente construidas y recreadas por afros e indígenas. De esa forma, tanto las dinámicas del conflicto armado interno, como las apuestas política y económica de una élite “blanqueada”, terminan por aportar elementos, valores y circunstancias que bien pueden servir para ampliar la caracterización dominante del conflicto armado interno, atada a la cuestión agraria, y por ese camino indicar que estamos ante unas hostilidades derivadas de una lectura clasista de una élite que desdice de su propio proceso de mestizaje y que viene apelando a todo tipo de prácticas y decisiones con tal de eliminar, simbólica y físicamente, a las comunidades a las que están atadas genéticamente.
Es posible pensar, entonces, en que si bien no estamos ante un conflicto interétnico propiamente dicho, del tipo que hizo implosionar por ejemplo a la Yugoslavia de Tito, sí asistimos a formas de violencia sistemática contra los pueblos ancestrales, fundadas en una lectura clasista de una élite “blanqueada” que se avergüenza de aquellos que cohabitan el territorio nacional.
Quizás esa lectura clasista se desprenda de lo que Yunis Turbay llama la “regionalización de la raza” y la “regionalización de los genes”. Al respecto, el genetista señala que esa regionalización “ha sido tal vez una de las equivocaciones más profundas de nuestra historia, condicionada como fue por el imperio español y la colonización que padecimos, explotadora al extremo, falta de conocimiento y objetivos… porque no hay que engañarse, la fragmentación del país es geográfica primero, racial luego, cultural después, hasta llevar a constituir un mosaico con ciudadanos y zonas de diferentes categorías… Es muy difícil o imposible construir un Estado moderno cuando existen tales desequilibrios y discriminaciones” (Por qué somos así, págs 23-24).
Germán Ayala Osorio
Foto tomada de: Adobe Stock
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