La primera impresión es la más fácil de expresar, pues como saber inmediato o certeza sensible ella cree estar en posesión de lo real, en la medida en que se atiene a lo que se presenta “tal y como aparece”, sin modificarlo mediante el pensamiento. Esta supuesta verdad inmediata, aparentemente rica y plena, es sin embargo pobre y tosca. La política, tan abundante en fenómenos y sucesos, no escapa a este doble juego: lo que ella muestra inmediatamente suele ocultar un trasfondo que la opinión apresurada no puede captar. La política esconde más cosas de las que a simple vista parece revelar. El ajedrez es la mejor metáfora para representarla. En manos de un jugador profesional, una jugada fácil o evidente para el adversario encubre un riesgo que este no puede descifrar a menos que anticipe en varios movimientos la celada que se ha preparado. Siempre que no sea un aprendiz que mueva las fichas al azar, el ajedrecista hábil ya ha elaborado y previsto una cadena de acontecimientos. La política se rige por leyes similares que el público no siempre conoce. Y qué fácil es inducir a falsas conclusiones propagando información incompleta entre incautos lectores de periódicos y titulares.
El mundo de la inmediatez es el mundo de las apariencias, y acceder a lo que permanece oculto ante lo que a duras penas la mayoría solo puede ver, exige comprender los planos en los que interviene el juego propio de la política. El punto de contacto de lo que parece y su verdad se da en un nivel distinto de la superficie.
Todas las cosas ocultan tras de sí una realidad que no es fácil percibir, pues su conocimiento exige traspasar el ámbito de la opinión que juzga a partir de lo que ve a primera vista. La certeza sensible, a cuya inmediatez pertenecen la conciencia natural popular y sus medios fatuos de comunicación, es el tipo de saber que arrastra fácilmente a casi todos a tomar como verdad lo que no es más que una apariencia.
Política y moral tienen una relación compleja derivada de la naturaleza misma de la acción política, pues son justamente los gobernantes quienes, por estar en un lugar más elevado y por tanto más visible, se encuentran más expuestos al juicio de la multitud, por lo cual deben procurarse la alabanza, o cuando menos comportarse de tal modo que no sean objeto de censura. Para ello el actor político debe dar muestras de virtù en el juego de apariencias que caracteriza lo político.
En mi última columna escribí que el presidente tenía que rodearse de amigos que supieran defenderlo, y de ministros que quisieran protegerlo. Que los ministros no son solo funcionarios públicos, sino, sobre todo, actores políticos al servicio del presidente que los ha nombrado. Sus decisiones están políticamente condicionadas, y sus actos repercuten en la balanza de poder: en su conservación y crecimiento, o en su disminución y pérdida. Allí decía que un ministro debe actuar según el criterio y los principios del Gobierno al que representa y debe defender. Puede dar su opinión si se la solicitan, o preguntar si puede darla, pero no es un supervisor de cada decisión del presidente, ni un evaluador de sus efectivos o posibles nombramientos. Los ministros tienen que cumplir con ciertas tareas del Gobierno; son facilitadores, abreviadores, apoyos y no obstáculos que impidan la comunicación y bloqueen la acción del gobernante. Quien no esté dispuesto a eso debe retirarse. En un proyecto político sobran aquellos que no sienten como suyos los objetivos trazados para actuar, y sobran también quienes por no estar a gusto quieran irse o se han ido ya.
Un presidente debe cuidarse, en primer lugar, de los aduladores, porque no son servidores suyos y solo le obedecen mientras puedan extraer algún provecho. Queriendo disponerlo a su favor, el adulador pretende arrodillar a otro haciéndolo primero él. Considera de este modo que el adulado ha quedado en deuda con su adulación. Un buen consejo no proviene nunca de hábiles halagadores, ni de mañosos lisonjeros. Un buen consejo solo es bueno si ha sido bien considerado por quien lo recibe. La prudencia de un buen gobernante se fortalece cuando es bien aconsejado, no porque sus actos deban depender de la directriz de otro más sabio que lo gobierna en todo, sino porque su inteligencia le permite valorar cada consejo que le dan. “Los buenos consejos, escribe Maquiavelo, vengan de donde vengan, han de nacer de la prudencia del príncipe y no la prudencia del príncipe de los buenos consejos” (Maquiavelo, 2013, p. 149).
El respeto bien puede nacer de la admiración, bien del amor. Pero dado que infortunadamente la humanidad más fácilmente hiere a quien ama que a quien teme, en política es más seguro ser temido que amado. Sin embargo, y afortunadamente, el carácter del presidente Petro no alcanza para esto. Al contrario de Uribe Vélez, la arrolladora personalidad de Petro no se deriva de su poder amenazante o su capacidad para generar violencia, sino de la sinceridad de su palabra, la nobleza de sus fines, su valentía y la fuerza de su ejemplo. El presidente Petro se ha mostrado amistoso y accesible, y sus ministros se han aprovechado de esto. Lo ven como colega, y está bien, pero no como jefe del poder ejecutivo.
Quisieron desautorizarlo y actuaron como oposición interna al Gobierno al que le sirven (¿Sí le sirven?). Y al pretender encerrarlo se hundieron ellos mismos. El descalabro no lo sufrió Gustavo Petro, que de hecho obtuvo logros de la transmisión de su consejo y ratificó en su discurso la claridad política de su proyecto y las posibilidades de continuación y profundización de un modelo de país que necesita un nuevo cuerpo de Gobierno para convertirse en realidad. Dejó claro que hay un presidente y que la debilidad no es suya, sino que está del lado de su equipo. Algunos ministros han dejado de ser suyos y han sido insolentes en su inoperancia. Ignoraron el informe ejecutivo y actuaron como jueces en un tribunal acusatorio. Claro que la crítica es siempre necesaria, pero sin autocrítica ella se convierte en una simple excusa.
El presidente ofreció un ejercicio de transparencia en su intención de implementar una estrategia comunicativa que informe y pueda acercar al pueblo. Sus ministros no entendieron y creyeron que era un espacio de catarsis psicológica. Francia Márquez, por su parte, no comprende que la honestidad y la sinceridad que ella invocó, si bien son valores morales, pueden convertirse en lo contrario por una dialéctica de los vicios y las virtudes que se da en el juego de intercambio entre política y moral.
El presidente ha dejado claro que el proyecto progresista debe continuar su marcha en alianza con fuerzas y personas que quizá no son de nuestro agrado. La conciencia moral en busca de purezas ideológicas y principios éticos absolutos puede encontrar satisfacción en la representación formal de ideales no manchados por la grosera necesidad del mundo político real; sin embargo, una dosis suficiente de realismo indica que tal satisfacción implicaría la renuncia a la posibilidad de competir y ganar el Gobierno en el 2026. Por encima de nuestra conciencia moral, de nuestras convicciones personales hay un proyecto superior que rebasa estos recatos subjetivos, ciertamente mucho menos importantes que el futuro político y social de este país.
Hay que deponer los odios y disgustos para conseguir la paz. Una misión para la izquierda y los sectores progresistas y liberales mucho más difícil que la misión de la derecha, pues son precisamente el odio y la paz las principales causas de desacuerdo y desunión en las repúblicas. Mientras que el miedo y la guerra son las principales fuentes de unión dentro de ellas. Por eso la derecha no puede dejar de buscar consenso atizando el miedo y provocando guerras.
Pero volvamos. Es cierto que la moralidad tranquiliza mucho la conciencia, pero ella sola es impotente y no puede propiciar ni crear una condición social moral. “La moralidad, escribe Leo Strauss, solo puede darse dentro de un contexto que no puede ser creado por la moralidad, pues la moralidad no puede crearse a sí misma” (Strauss, 2014, p. 131). Así pues, es la actividad política efectiva la que no obstante su poca integridad moral, si está bien orientada, puede crear las condiciones institucionales para el buen funcionamiento de la sociedad. La moralidad se asienta sobre la inmoralidad por el simple hecho de que la vida privada solo es posible si existe un poder público que procura y posibilita su existencia. La misma Iglesia cristiana, para fundar su tabla de valores y difundir su moral de salvación entre la vida privada de sus posibles fieles tuvo que actuar como poder público invencible, la Iglesia de Roma se desplegó como una fuerza política destructora e inmoral. Su concepción del bien y del mal no pudo implantarse recurriendo a simples prédicas morales. Siempre aniquila el que tiene que ser un creador.
Aquel que sienta que la política le hace renunciar a la satisfacción y tranquilidad de su conciencia; que la lucha decisiva de fuerzas en disputa para implantar un modelo justo de sociedad riñe con su condición particular de persona pura, buena y justa; aquel que sienta que la vida pública entra en contradicción con su vida interior y le perturba la paz de burgués satisfecho de sí mismo; aquel que sienta que sus deberes religiosos de moralidad y sus principios puros doctrinarios no van a quedar indemnes por culpa de la actividad política, ese debe retirarse al espacio íntimo de su vida privada para no manchar su más puras convicciones. En este sentido hablaba Maquiavelo en sus Discursos cuando refiriéndose a Filipo de Macedona, padre de Alejandro Magno, contaba cómo se hizo príncipe de toda Grecia usando “procedimientos muy crueles, enemigos de toda vida no solamente cristiana, sino humana”. Por lo cual concluía que “cualquier hombre debe evitar emplearlos, queriendo antes vivir como un particular que como un rey” (Maquiavelo, 2012, p. 105).
Pues bien, este mensaje les transfiero a todos los ministros presentes del actual Gobierno y especialmente a Francia Márquez y a Susana Muhamad, quien en el consejo ya citado afirmó que “como feminista y como mujer yo no me puedo sentar en esta mesa de Gabinete de nuestro proyecto progresista con Armando Benedetti”. Olvidando con estas palabras que su presencia en esa mesa no se daba en calidad de mujer, ni feminista, sino de funcionaria de Gobierno encargada de la cartera de medio ambiente. Invirtió los términos de la relación y sacrificó su deber público, su condición de ministra y su compromiso de servir a quien preside el Gobierno de la causa progresista. Sacrificó los fines más altos por los cuales se designó como ministra para dar satisfacción a los escrúpulos privados de feminista biempensante.
David Rico Palacio
Foto tomada de: Claro Sports
Deja un comentario