En los estudios de paz es ya recurrente la distinción entre mantener la paz, es decir, el despliegue de personas y recursos con la función de supervisar y monitorear acuerdos de cese al fuego y de hostilidades (peacekeeping), hacer la paz, es decir, llevar a cabo procesos de negociación política que culminen con la firma de acuerdos de paz (peacemaking) y, construir la paz, es decir, poner en marcha –en diferentes niveles que van desde lo local y lo regional hasta lo nacional y lo supranacional- un conjunto de actividades, relaciones y procesos orientados a transformar los conflictos, esto es, moldear actitudes, conductas y discursos de los actores hacia la expresión no violenta de la conflictividad y hacia la identificación de una base mínima de cooperación entre ellos y, modificar o remover aquellas características de la estructura social que acicatean la expresión violenta de los conflictos (peacebuilding). El buen desempeño en esas tres grandes áreas es condición necesaria para el éxito de los procesos de transición hacia la paz.
El gobierno del Presidente Santos ha persistido en su propósito de hacer la paz y desarrolló bastante bien esa tarea hasta el punto de llegar a la firma del Acuerdo Final con las Farc. Se trata de un logro valioso que merece reconocimiento. El error fue haber sometido el acuerdo a un plebiscito que era realmente innecesario tanto política como jurídicamente: Políticamente, porque su reelección la ganó con la oferta de mantener y culminar el proceso de paz. Jurídicamente, porque la paz está consagrada en la Constitución como un derecho fundamental y los derechos fundamentales no se someten a aprobación o rechazo de las mayorías. Ello puede conducir al suicidio de la democracia. Baste recordar que la república de Weimar murió en las urnas.
Pero ya se cometió el error y no se puede enmendar simplemente desconociendo los resultados electorales en forma ex post. Por cuenta del plebiscito, ahora los partidarios del Sí tenemos que tragarnos algunos sapos provenientes de los reclamos del No. Aunque no todos son necesariamente sapos ya que es posible que algunas propuestas, luego del tamiz de la renegociación, ayuden aclarar y definir mejor algunos temas del acuerdo. Por supuesto, hay que descartar las propuestas delirantes relacionadas con temas que ni siquiera están en los acuerdos. También hay que descartar aquellos puntos del No que quieren echar para atrás lo que no son concesiones a las Farc sino reformas a favor de la población campesina y, de las posibilidades de participación política en territorios olvidados. Reformas que el país debió haber hecho hace décadas y que quizá hubieran podido -si no evitar- al menos acortar y acotar la guerra larga y degradada en la que terminamos metidos.
Ahora bien, si el Presidente Santos saca una muy buena nota en el área de “hacer la paz” –esperando en todo caso para la evaluación final el resultado del proceso de renegociación- lo cierto es que reprueba la materia relacionada con la construcción de paz, en particular aquella parte relacionada con la tarea de modificar aquellas características de la estructura social que alientan y nutren la violencia política y la violencia social en el país. La intersección entre construcción de paz y desarrollo no le da buenos puntajes a la gestión del Presidente Santos.
La construcción de paz implica proveer oportunidades productivas y de ingreso a la población, con el fin no sólo de evitar su ingreso a las filas de algún actor armado sino también desincentivar el involucramiento de la gente en actividades entre informales e ilegales, cuyas necesidades de regulación ilegal abren espacios a grupos armados para el ejercicio potencial o efectivo de la violencia directa. Además, las desigualdades sociales y la falta de oportunidades de acceso a los recursos indispensables para participar en la vida social, erosionan el espíritu cívico de los ciudadanos, su adhesión a las instituciones y su disposición para la convivencia y el trámite pacífico de las diferencias resquebrajando así la cohesión social. Por otro lado, las desigualdades extremas reducen la calidad de los procesos políticos necesarios para el trámite pacífico de conflictos y reivindicaciones sociales y, moldean las decisiones colectivas y las políticas públicas en función de las preferencias de quienes pueden comprarlas. Como bien advierte Thomas Piketty, las desigualdades arbitrarias e insostenibles que el capitalismo genera minan los valores en los que se basan las sociedades democráticas.
El presidente Santos reprueba el área de construcción de paz y su vínculo con el desarrollo porque durante su administración, las características del estilo de desarrollo que han contribuido a la prolongación de la guerra y de la violencia social en Colombia (débil desempeño productivo, poca capacidad para incorporar a la mano de obra excedente y, desigualdad), son persistentes: En 2002, la industria manufacturera representaba el 13,69% del PIB. En 2010 esa cifra se redujo a 12,73% y en 2015 llegó a 10,97%. En 2002 el sector agropecuario representaba 8,11% del PIB. En 2010 la cifra se redujo a 6,52% y en 2015 llegó a 6,19%. El comercio (más el sector hotelero) y el sector financiero aumentaron en forma leve entre 2002 y 2015 su participación al pasar de 11,64% a 12,16% y de 19,21% a 20,11% respectivamente. La minería duplicó su participación en el mismo período: 6,86% a 12,16%.
A pesar de la devaluación del peso, el valor de las exportaciones cayó 22,2% en el primer semestre de 2016 con respecto al primer semestre de 2015, prueba de la falta absoluta de políticas activas de carácter sectorial. Minería, comercio y servicios financieros no compensan en el mercado laboral, el declive de los sectores agropecuario e industrial. En los últimos veinticinco años la tasa de desempleo en Colombia ha superado en cinco puntos en promedio la de América Latina. Además, el 48% del empleo es vulnerable según el Banco Mundial.
La desigualdad de ingresos y riqueza es de las más elevadas del mundo. El Gini de ingresos en Colombia de 0,53 se calcula con base en Encuestas de Hogares. Al tomar en cuenta los datos tributarios del 1% más rico, el Gini puede aumentar, como lo plantea la Cepal, hasta 4 puntos porcentuales adicionales. El Gini de tierras se ubica hoy por encima de 0,9, muy cerca de la desigualdad máxima y el proyecto no dice nada sobre la necesidad de contar con un predial que castigue la concentración improductiva de la tierra que llega hoy a extremos aberrantes: “Hoy, 236 propietarios concentran el 7 por ciento de la propiedad privada rural” señaló hace poco Ana María Ibáñez en el diario El Tiempo.
En ese contexto, el gobierno propone una reforma tributaria que reduce el impuesto de renta de las empresas con el argumento de que ello es necesario para aumentar la competitividad, dado que la tarifa en el país llega al 43%, mientras que en América Latina el promedio es del 27,2% y en los países de la OCDE es del 25,5%. Como lo señalan con toda claridad Jorge Iván González y Federico Corredor en un artículo sobre la propuesta de la Comisión de Expertos para la Equidad y la Competitividad Tributaria (en la que se basa en buena medida el proyecto puesto a consideración del Congreso de la República), publicado este año en la Revista de Economía Institucional, ese diagnóstico se concentra en la tarifa nominal pero no en la efectiva, la cual es mucho menor por cuenta de las deducciones y las exenciones. Según cifras del propio Ministerio de Hacienda citadas por González y Corredor, las exenciones y los descuentos en 2014 sumaron 6,7 billones de pesos. González y Corredor recuerdan que las tasas efectivas por sectores calculadas por la misma Comisión de Expertos son: agropecuario (5,5%), minero (27,9%), industrial (26,9%), eléctrico y de gas (29,5%), construcción (11,2%), comercio (39,1%), transporte (36,6%) y financiero y de seguros (21,6%). Podría ser deseable considerar una tarifa nominal más baja para las empresas pero siempre y cuando, las deducciones y exenciones sean realmente eliminadas del estatuto tributario. En la propuesta de reforma persiste el clientelismo que por el lado de los ingresos, representan las exenciones.
Carece de justificación, en un contexto de desigualdad como el colombiano, que el impuesto a los dividendos que se introdujo en el proyecto de reforma, sólo sea del 10% (considerando exentos los dividendos distribuidos a otras empresas), mientras que por el otro lado, se aumenta el IVA al 19%. Es inaceptable si se toma en cuenta que, como lo demuestran Juliana Londoño y Facundo Alvaredo en un artículo publicado en 2014, también por la Revista de Economía Institucional, el 1% más rico de la población colombiana recibe 20,4% del ingreso total (cifra calculada con base en estadísticas fiscales para 2010). Los ingresos de ese 1% dependen fundamentalmente de rentas del capital y no de salarios. De hecho, esa situación es mucho más marcada si se pasa del 1% al 1 por mil más rico de la población. De otro lado, el aumento del IVA corresponde a una disminución del salario real.
Siempre he sido un partidario de la tributación robusta porque tenemos un Estado débil y porque la columna vertebral de la estatalidad es la tributación. Pero también creo en la importancia de la justicia distributiva y de la eficiencia dinámica. Que los más ricos no paguen impuestos suficientes reduce la eficiencia en la medida en que la calidad y cobertura de los bienes públicos (defensa, seguridad, justicia, infraestructura) y de los bienes meritorios (salud y educación) que puede ofrecer el Estado, disminuyen. ¿Hay algunas cosas buenas en el proyecto de reforma tributaria? Creo que sí, por ejemplo la cárcel para evasores o los impuestos a las bebidas azucaradas. Pero sus elementos centrales van en contravía de la equidad (justicia distributiva), la eficiencia y también, de la construcción de paz. La paz requiere un Estado fuerte y una distribución equitativa de las cargas para financiarlo.
Mauricio Uribe López
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