Al final, el certamen tuvo lugar en Cartagena, en las instalaciones en las que habitualmente se desarrollan estas congregaciones ritualizadas, con sus invocaciones de rutina y sus recetas adocenadas. Era la ocasión invocada para definir la línea del partido frente al gobierno y para reelegir al jefe imprescindible, un escenario ni mandado a hacer para que prorrumpieran los gritos desaforados, aparecieran los empujones y se armaran conatos de pelea entre las distintas facciones; aunque también, realidad inocultable, para que el expresidente Cesar Gaviria que ha dominado sin problemas al liberalismo durante los últimos veinte años, se alzara nuevamente con la jefatura única, apoyado en una holgada mayoría de votos; y de paso ratificara su dominio sobre esta anticuada familia política, una institución nada despreciable, hábil en hacer elecciones en los departamentos; que por cierto cuenta con 32 representantes y 13 senadores, pues el número 14 era un corrupto de los mil demonios, rey de las contrataciones ilegales; por esa misma razón, destituido y condenado.
Ahora bien, Gaviria y los parlamentarios, que se han formado a su alrededor, lograron a lo largo de las últimas dos décadas detener meritoriamente la descolgada brutal del partido; evitaron su desaparición luego de que mucho antes, Serpa su caudillo de entonces perdiera las elecciones; y de que Uribe Vélez simultáneamente se alejara de sus filas, montara toldo aparte, ganara como outsider y, para rematar, se sostuviera ocho años en el poder con un proyecto claramente de derecha y un discurso inficionado por los prejuicios del orden y la seguridad, tendencia de moda con la que le quitó bases y cuadros al viejo partido de Alfonso López y Eduardo Santos; partido al que sobre todo dejó perplejo, sin saber si casarse con la “ideología” neoconservadora de la seguridad o sostenerse en la perspectiva de su antigua retórica, la de las transformaciones políticas y sociales.
El jefe, el aparato sobreviviente y el personal de la representación parlamentaria, no dejaron morir al partido, en efecto; pero no lo revitalizaron; mal acostumbrados al inveterado control del poder, nunca pudieron situarse bien, si en la oposición o en el gobierno; y menos pensaron convertir la vieja colectividad en una alternativa moderna; quizá por el temor a que de esa manera, saneándolo, colapsara con mayor rapidez, ante una contradicción existencial insuperable, una especie de suicidio. Más bien, empezaron a ver desconsolados cómo perdían toda capacidad para convocar a la militancia, a los adherentes y a los cuadros, en torno de cualquier candidato salido de sus filas. Quedaron obligados a la orfandad en esta materia; sus candidatos dejaron de contar en las grandes competencias por el poder; y de ese modo terminaron aceptando el mismo destino contrariado del conservatismo; el de estar en el poder, con alguna cuota, pero con presidente ajeno. Claro está, en condiciones más frustrantes si cabía, ya que el liberalismo venía de ser el partido del poder, el de la hegemonía en la opinión pública desde los años 30 del siglo pasado; era el que imponía las narrativas dominantes e implantaba los imaginarios populares.
Las crisis partidistas
La crisis de los dos partidos, que venían del siglo XIX, mostró sus grietas hace 40 años, un fenómeno que coincide más o menos con los tiempos de Belisario Betancur y su triunfo frente a un desconcertado López Michelsen, antes muy seguro de sus votos en la Costa. Solo que, a pesar de ese abandono momentáneo de sus clientelas caribeñas, el liberalismo contó con una capacidad de reacción que le alcanzó para las victorias de Barco, Gaviria y Samper.
Ya después, se hizo evidente el vacío de credibilidad en que ambos partidos comenzaron a naufragar. Algo se rompió internamente en su conexión con la ciudadanía y con sus propios votantes, los que además comenzaban a experimentar cambios socio-biológicos, demográficos y los propios de la cartografía humana, como la llamada “descomposición del campesinado” y el crecimiento urbano. El nexo entre los electores y los partidos comenzó a sufrir un quiebre en las razones de la identidad, lo que dio paso a una ruptura de las lealtades partidistas.
Mientras más aparecían electores independientes, más se aferraban defensivamente los partidos a su condición de aparatos electorales de estirpe clientelista; más se convertían en empresas políticas asociadas indisolublemente con el Estado; además, se fraccionaron internamente dentro de la competencia intensa por aprovechar los beneficios de la administración pública; también en medio de la rivalidad entre liderazgos que apostaban por sacarle jugo al sistema proporcional de escrutinio electoral, favorable a la dispersión de los partidos.
Aparatos y empresas electorales
En ese movimiento inercial, tanto el conservatismo como el liberalismo han sobrevivido, apoyándose en los recursos materiales e inmateriales que proporcionan la burocracia y la representación parlamentaria; pero han perdido la capacidad de producir identidad, así mismo, de provocar nuevas formas de lealtad y de crear sentido.
Sobre esas fortalezas y también sobre tales carencias existenciales se ha consolidado el control y el ascendiente de Cesar Gaviria y de su guardia parlamentaria en los últimos veinte años. Dicho de otra manera: su papel hegemónico se ha levantado, ya no sobre una crisis explosiva, sino sobre una prolongada decadencia; su preeminencia en el partido ha surgido más de un poder instrumental que de uno simbólico; más de la mecánica política en las regiones, que del poder para producir sentido y para capturar la imaginación popular.
Y ahora, ¿el baile de los de siempre?
Alterado, quizá desubicado, con la llegada de un gobierno, proveniente de un horizonte ideológico ajeno a las fuerzas de la tradición, el jefe del liberalismo -desestabilizado además por una bancada desobediente en la Cámara de Representantes- ha preferido como una última jugada pasarse a la oposición y – lo más importante, lo más trascendente y misional, dicho con el tonillo y el tufillo de salvación de la patria – llamar a la conformación de un Frente, el del Establecimiento, el que defenderá el status-quo mientras “endereza el rumbo”, propósito pleno de grandilocuencia; pero solo para atajar el petrismo y para ahí sí prosaicamente ganar las elecciones de 2026; todo ello en medio de una actitud puramente áspera y defensiva.
Se trata de una Unión multipartidista de la decadencia, una estrategia conservadurista en la que se plasmaría el espíritu reactivo de los partidos, protagonistas de una crisis sin fin, cuyo empuje inercial, sin embargo, se podría convertir en la pesantez de un globo que vuela bajo, sin el helio suficiente, lanzado para frenar, no ya únicamente a Gustavo Petro, sino sobre todo a cualquiera otra opción de centro-izquierda, con un potencial margen para devenir una alternativa creíble de gobierno.
Por lo pronto, Cesar Gaviria seguirá mandando en un partido, en el que la bancada del Senado efectivamente le copia, no así la de la Cámara, ésta más cercana a las propuestas del gobierno de Petro; aunque sus miembros le hagan creer al jefe que él es el que ordena, sin oposición alguna.
Ricardo García Duarte
Foto tomada de: El Heraldo – Youtube
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