Consecuentemente, se inventaron la componenda bipartidista –liberal conservadora- bautizada con el ostentoso nombre de “Frente Nacional” (1958-1974), misma componenda que subsiste en nuestros días, bajo renovados remoquetes como “Unidad Nacional” o como alianzas cristiano-conservadoras o Pastrano-Uribistas; su único fin ha sido repartirse las arcas de la Nación, so pretexto de su corazón grande y su desinteresado amor por la patria.
Pero no, no hay tal patrioterismo ni el conflicto armado interno era la causa de las desgracias. Mientras el país cayó en la enajenación de los áulicos de la guerra, las verdaderas plagas fueron carcomiendo las entrañas de un Estado dirigido por una clase política caracterizada por la soberbia y la ineptitud. Inequidad, corrupción, nepotismo, narcotráfico, paramilitarismo, crecieron exponencialmente de la mano de la indolencia gubernamental y la indiferencia social.
En un país que ha estado gobernado por mafias de diversa ralea, donde los episodios de corrupción se suceden unos tras otros en una interminable cadena, sin que los mismos sobrepasen la bulla mediática momentánea [Hidroeléctrica El Guavio, Foncolpuertos, Agro Ingreso Seguro, Coomeva EPS, Saludcoop, Caprecom, Dirección Nacional de Estupefacientes, Carrusel de la Contratación, Interbolsa, Fidupetrol, Odebrecht, etc.], no resulta insólito ni mucho menos escandaloso que el Director de la Fiscalía Nacional Especializada contra la Corrupción, Luis Gustavo Moreno Rivera, haya resultado ser un corrupto. ¿Y quién lo nombró en ese cargo? El Fiscal Néstor Humberto Martínez Neira, cuya bandera desde que se posesionó es la “lucha contra la corrupción” y quien a pesar de los cuestionamientos por sus vínculos como abogado litigante con Luis Carlos Sarmiento Angulo, socio de la multinacional brasileña Odebrecht, pretende dar lecciones de moralidad.
Y tampoco es extraño que veinticuatro operadores judiciales, entre ellos tres Magistrados de la Sala Penal del Tribunal Superior del Distrito Judicial del Meta, jueces de control de garantías, un juez penal, un juez de ejecución de penas, un juez promiscuo municipal, una investigadora del CTI, un médico psiquiatra forense de Medicina Legal, funcionarios del Inpec y abogados, hayan sido capturados bajo el cargo de conformar “una empresa criminal” que otorgaba beneficios penales a condenados por homicidio, concierto para delinquir y narcotráfico. Y muy seguramente que esa vergonzosa situación no es exclusiva del poder judicial en el departamento del Meta.
Y como si fuera poco, el Secretario de Seguridad de Medellín, Gustavo Villegas, fue recientemente capturado por presuntos vínculos con el crimen organizado, estructuras a las cuales suministraba información. Nos recuerda a Guillermo Valencia Cossio, exdirector Seccional de Fiscalías de Medellín, condenado a 15 años de prisión por sus vínculos con John Freddy Manco Torres, alias “El Indio”, exparamilitar miembro de la organización criminal de Daniel Rendón Herrera, alias “Don Mario”.
La situación no es novedosa. Con demasiada frecuencia, salen a la luz pública hechos de corrupción que envuelven a funcionarios judiciales, mientras que la inoperancia del sistema judicial y la impunidad se convirtieron en la regla general, junto con episodios de infiltración de los operadores judiciales por parte de aparatos criminales.
El Estado de Derecho supone que la actividad del Estado se encuentra regida por las normas jurídicas y que los funcionarios encargados de hacer cumplir las leyes, son los primeros en ceñirse a ellas. Por su parte, el Estado Social de Derecho comprende un conjunto armónico de valores, dentro del cual se conforma la comunidad social y política, a la vez que genera deberes para el Estado y para los asociados.
La justicia constituye uno de los valores que sostienen la sociedad, cualquiera sea su forma organizativa; de ahí que ella resulte imprescindible en las llamadas democracias actuales. Sin justicia no hay Estado Social de Derecho.
La pregunta a formular es ¿qué ocurre cuándo los encargados de administrar justicia, es decir de hacer cumplir las leyes, son los mismos que violan esas leyes?
En principio debe plantearse que la corrupción se convirtió en un fenómeno mundial que flagela a la mayoría de países y de gobiernos. Según el Índice de Percepción de la Corrupción (2016) presentado por Transparencia Internacional, los niveles mínimos de corrupción se presentan en Nueva Zelanda y Dinamarca, seguidos por Finlandia, Suecia, Suiza, Noruega, Singapur, Holanda y Canadá. De acuerdo con el informe, tales países “comparten características de gobierno abierto, libertad de prensa, libertades civiles y sistemas judiciales independientes”.
En América Latina, Uruguay ocupa el puesto 21, Chile el 24, Costa Rica el 41, Cuba el 60, Brasil el 79, Panamá el 87 y Colombia ocupa el puesto 90, entre 176 países.
Si bien la Constitución Política colombiana pregona la independencia de poderes, entre ellos el judicial, en la práctica ello no ocurre así: i) la aprobación de su presupuesto está sujeto a los vaivenes políticos del Congreso de la República; ii) tanto el ejecutivo como el legislativo interfieren en la designación de magistrados de las altas Cortes, que en el caso de la Corte Constitucional es el Senado el que los elige de ternas enviadas por el Presidente, la Corte Suprema y el Consejo de Estado. Y en el caso del Consejo Superior de la Judicatura, los miembros de la Sala Administrativa, son elegidos por el Congreso, y postulados por la Corte Suprema (2), la Corte Constitucional (1) y el Consejo de Estado (3). Debe tenerse en cuenta que la Sala Administrativa del Consejo Superior de la Judicatura postula a los miembros de la Corte Suprema y a los miembros del Consejo de Estado; iii) tal mecanismo de postulación y elección, lleva a la práctica corrupta del “tú me eliges” “yo te elijo” de la cual es experto el destituido exprocurador Alejandro Ordoñez, y ahora autocandidato a la presidencia de la República.
Sin embargo, la corrupción en general y la corrupción judicial en particular, no corresponden a un fenómeno que surja de manera espontánea, sino que deriva de ciertas condiciones que se presentan en el seno de una sociedad. En Colombia, la corrupción tiene sus orígenes en el extravío de los valores que deberían acompañar a la sociedad y en la imposición paralela de nuevos paradigmas por cuenta de la subcultura derivada del narcotráfico, ligada con sectores emergentes y políticos que vieron en ella el atajo rápido para ascender y hacerse al poder. Preponderaron discursos afines con el “todo vale”, “enriquecerse a como dé lugar, sin importar cómo y en el menor tiempo posible”. Pero igualmente se halla atada con el fenómeno de la impunidad en tanto en el ambiente se percibía y se percibe que la justicia solo toca a unos pocos, o que la justicia es negociable.
Jorge Eliécer Gaitán, en el discurso de su candidatura presidencial (1945) clamaba por “la restauración moral y democrática de la República” y enfatizaba que “los pensadores y exégetas del mundo presente, cuya misión consiste en organizar los elementos dispersos de que se compone la verdad social de un país, nos recuerdan con énfasis que el primordial de los problemas que confronta la actualidad es el problema moral. Y cuando dicen problema moral no enuncian una frase vana de significación teórica, ni una simple norma de carácter doméstico para la convivencia entre los miembros de la familia, ni aun la simple pulcritud en el manejo de los bienes públicos. Ellos saben, y nosotros lo sabemos también, que la moral, socialmente entendida, es todo eso y algo más que todo eso. Cuando decimos moral, definimos la fuerza específica de la sociedad”.
La respuesta puede abordarse igualmente desde la óptica del ejercicio abusivo del poder, encadenado a la ética en el ejercicio del poder y a la utilización de la mentira en la política, entendiendo que toda acción de los diferentes órganos de poder del Estado son acciones políticas, inclusive las decisiones de los jueces. Y que la corrupción se convierte en un estado de defraudación y frustración para la sociedad que la padece.
Corrupción, impunidad y mentira conllevan a la pérdida de confianza en los gobernantes, aunque pareciera que las sociedades gobernadas no aprenden la lección y el clamor de Gaitán se lo llevó el viento.
José Hilario López Rincón
4 de julio de 2017