La naturaleza siempre estuvo en la médula del análisis económico de los llamados clásicos, incluyendo a la teoría marxista. Fue entrado el siglo XX cuando los marginalistas, los neoclásicos, los mismos desde donde se han fundamentado las teorías modernas de las bondades del crecimiento y de los mercados (neoliberalismo), cuando la naturaleza salió del modelo económico convirtiéndola en un elemento exógeno, aduciendo además que ella proporcionaba recursos perennes de los cuales no había que preocuparse; y los llamados recursos no renovables, mineros energéticos, pues se explotarían al máximo aprovechando las altas rentabilidades que ellos representaban.
Las reacciones no se hicieron esperar y vinieron no de la ciencia económica, sino de la física, de la química, la biología, la ecología y obviamente de la filosofía, con algunas figuras económicas importantes como la del economista austriaco J.A. Schumpeter, probablemente una de las personas más relevantes del pensamiento económico en el siglo XX o Nicholas Georgescu-Roegen, considerado uno de los pioneros de la bioeconomía. El argumento fue sencillo: Los economistas, obnubilados en el ciclo económico y en la productividad, no entienden las implicaciones sobre los ecosistemas del proceso de producción y del consumo. Se trata de un proceso metabólico, de transformación de energía (con base en las leyes de la termodinámica), que impacta la vida de los ecosistemas y por ende la viabilidad de la humanidad.
En los últimos 50 años se ha venido haciendo un reconocimiento del agotamiento de la naturaleza, de los recursos naturales, de la calidad del medio ambiente y la enorme energía (expresada en calor disipado, emisiones de todo tipo o residuos que no se logran reintegrar al proceso productivo, reciclaje o incluso economía circular) que no se puede controlar. No han sido pocos los análisis, estudios internacionales al respecto e incluso los compromisos para mitigar este deterioro, o mejor este consumo desaforado del planeta.
Esto ha implicado al menos dos posiciones teóricas que aun así tienen en su interior posiciones y matices diferenciales. Los teóricos neoclásicos alentaron una visión sobre la naturaleza respaldada en la economía ambiental y de los recursos naturales, que ha implicado un tratamiento del problema a partir de tasas impositivas y exigencias de acciones de mitigación, todo esto soportado en una concepción básica: las revoluciones científicas permitirán en el tiempo avanzar sobre métodos que admitan revertir los daños causados o incluso sustituir materias primas de la naturaleza por bienes producidos. A esta concepción que ha regido las normativas ambientales en los países se le ha llamado también la sostenibilidad débil. Es la fe ciega que la tecnología nos va a salvar de los daños causados por el modelo económico.
De otro lado, y soportada en los análisis de agotamiento del modelo, así como en las mediciones de las huellas ecológicas que implica el modelo de crecimiento en cada país, la economía ecológica (que cada día cobra más relevancia no solo desde la academia sino desde la política) se plantea desde una posición de sustentabilidad fuerte, donde se reconoce la urgencia de reconsiderar los modelos de producción y de consumo ante los efectos metabólicos sobre la vida natural. Esta posición si bien examina la posible incidencia de la tecnología en la mitigación de los fenómenos, no es optimista en cuanto a que se puedan descubrir las soluciones que el planeta requiere, partiendo además de diferenciar los tiempos de la producción y del consumo, con los tiempos que requiere la naturaleza para asumir los diferentes impactos causados.
También se han derivado distintas alternativas o incluso posiciones, unas más fuertes o radicales que plantean la inviabilidad absoluta del modelo de desarrollo vigente u otras que han intentado mediar entre la sustentabilidad fuerte y débil, como son las ideas de un crecimiento verde o de los beneficios que se pueden obtener al trabajar a profundidad la economía circular. Los debates se mantienen, en realidad no ha sido sencillo. También a nivel internacional se accedió en la cumbre de Rio, en 1992, a destinar por parte de los países industrializados un porcentaje mínimo de su PIB (0,7%) para fortalecer la calidad de vida en los países subdesarrollados sin tener que presionar su crecimiento. Sin embargo, esto lo lograron unos cuantos países, ha prevalecido más la desidia y la hipocresía de las grandes potencias mundiales, que se ha seguido repitiendo en las diferentes cumbres ambientales o incluso se ha dado el negacionismo sobre los impactos del modelo de desarrollo.
Entre las posiciones que se han discutido sin mayor éxito es la de llegar a acuerdos para que se decrezca con el fin de restarle presión a los ecosistemas. Obviamente, si esto es difícil plantearlo desde países con alto nivel de vida, mucho más es hacerlo en países emergentes o decirles a los países pobres (subdesarrollados) que ya se les agotó el tiempo y no pueden generar riqueza. Es más, los países ricos han aprovechado sus posiciones ventajosas para comprar derechos de emisiones a los países pobres. No solamente asumen su despropósito, sino que compran el de otros.
Así, como suele suceder, el asunto pasa de la economía a la política. El expresidente Correa intentó en Ecuador evitar la explotación de petróleo en la Amazonía a cambio de un fondo financiero internacional que compensara esos recursos. No lo logró. Y ante la disyuntiva del extractivismo o conseguir recursos para su pueblo pobre, necesariamente optó por la gente, una medida de corto y mediano plazo, hacia el largo plazo es otra cosa. La ética y la moral entran también al juego.
Así señora ministra que no se equivoque. Colombia representa el 0.4% del PIB mundial y si bien puede convertirse en un actor de influencia en estos temas desde la Región, es iluso pensar que el sacrificio de nuestra gente será el aporte trascendental para el mundo. Somos un país con grandes carencias, con un mercado interno aún con muchas dificultades, con puertos, aeropuertos, vías, que requieren más y mejores condiciones; una pobreza en alza y una desigualdad que es inmoral. Ante un mundo cada vez más concentrado con un crecimiento basado en las grandes firmas globales, necesitamos, por el contrario, un crecimiento menos concentrador, que posibilite generar empleo decente y una mejor distribución de la riqueza. Que fácil es desde la comodidad y el consumo suyo y mío, que son comparables con el promedio de los países mas desarrollados, decirles a los pobres que ya no pueden aspirar a una vida digna, la misma que les hemos prometido desde siempre.
Desde su cartera se deben promocionar otro tipo de análisis e intervenciones. La transición energética, la no explotación extractivista desordenada y a cielo abierto, tienen que ser propósitos de país, desde nuestras comunidades en sus territorios, pero estos se logran con la concertación, con el diálogo y con la búsqueda conjunta de alternativas, que pasan por la ciencia, la industria y las decisiones políticas en la búsqueda del bien común. No pensemos de manera soberbia que somos conquistadores y salvadores, en otras partes del mundo se han generado avances de los cuales también debemos aprender.
La sostenibilidad sí que es un tema del cual este gobierno que comienza puede marcar un hito y pasar a la historia, pero ella, la sustentabilidad, no solo es un tema de la naturaleza y de energías, también lo es el empleo, la alimentación y en general el bienestar de nuestra gente en sus territorios. De los fundamentalistas del mercado no podemos pasar a los fundamentalistas de la nada. Por ahora el reto es crecer, con equidad, con justicia redistributiva y con responsabilidades con el medio ambiente, ecosistémica. Ir haciendo pedagogías y acciones que permitan una transición energética, de producción y de consumo. Y también, obviamente, seguir liderando en los espacios internacionales acuerdos que nos permitan lograr una confluencia real en torno a la protección de la vida.
Jaime Alberto Rendón Acevedo, Director Centro de Estudios e Investigaciones Rurales (CEIR), Universidad de La Salle
Foto tomada de: Semana.com
Luis Carvajal says
Estoy totalmente de acuerdo. Pero siempre surge la pregunta: cuál es el modelo alternativo?
Gloria Erazo says
Gracias por esta oportuna reflexión. la sostenibilidad radical en Colombia no tiene que ser fundamentalismo de la nada, lo que el presidente llamo economía popular es un gran niicho a desarrollar; agroecologia, uso de fibras, producción con semillas nativas, búsqueda de nichos de mercado para los productos de la agrobiodiversidad y mucho más que las comunidades enseñan y que se apartan mucho de ese crecimiento eterno de los países desarrollados. Hay que ser más ambicioso en los cambios que se quieren esta década es decisiva para la vida
Jesus says
Me emocionó su punto de vista dn Jaime. Alguna piquiñita le debe producir a la señora Ministra
Donaldo Acevedo Vargas says
Muy interesante e importante el escrito. ¡Felicitaciones¡
Hay al que no comprendo: la relación entre lo que dice la ministra y lo de “decirles a los pobres que ya no pueden aspirar a una vida digna, la misma que les hemos prometido desde siempre.” ¿Es algo así como que existe una relación directa y proporcional entre el crecimiento económico y el bienestar de los pobres? De ser eso no me parece que aplique para un país como Colombia, necesariamente.
Sara Del Castillo says
Excelente punto de vista