Las causas por las cuales siguen apareciendo en estos cargos sujetos como los que la sociedad actualmente señala, son múltiples. El país se debate entre la “pérdida de valores”, la politización de la justicia, el contubernio mafioso, la corrupción privada, etcétera. Una lectura de las noticias llevaría a pensar que todo está perdido.
Se propone revivir la comisión de aforados o la creación de una comisión de intachables. Los problemas serán los mismos. La comisión, sea cual sea, no garantiza nada. Simplemente se traslada la discusión de un lado a otro. En primer lugar, quién integra dichas comisiones. ¿Quiénes son intachables? ¿Cómo lo verificamos? ¿Cómo resolvemos la definición de intachabilidad? ¿Cómo enfrentamos los cuestionamientos sobre la intachabilidad? Lo mismo con el de aforados, baste ver lo que propone el Gobierno: más funciones de designación por parte de las altas Cortes.
Hay varios elementos a resolver que, quiérase o no, no se enfrentan. Algunos de diseño institucional y otros, de carácter personal para los aspirantes a esos cargos. Vamos por partes. En primer lugar, el proceso de selección. No hay ninguno perfecto, pues todos los procesos de selección pensados adolecen de un vicio básico: se consideran procesos electorales, cuando son de nominación. Frente a ello, sea cooptación por las propias cortes o nombramiento por parte del Senado de la República, la decisión debería ser motivada. Quizás no sea posible justificar por qué un candidato es nombrado, pues se trata de una decisión plural y parte de un consenso. Pues bien, deberían justificar por qué no se nombra al otro candidato. Podría ser que se hicieran explícitas las razones individuales (en el caso de la cooptación) o colectivas (en el caso del Senado) para negar el apoyo a una persona. Es importante saber por qué si y por qué no. Sería interesante y oportuno conocer las opiniones, si es que las hay de fondo.
Antes de eso, claro está, debería haber una justificación sobre su selección como candidato. No se trata de mostrar que cumple con los requisitos constitucionales o de ley. No se trata de una lista de verificación, sino de un juicio razonado, soportado debidamente, que explique por qué una persona u otra merece ocupar un cargo. ¿Qué se logra con ello?
Por un lado, que se demuestren efectivamente las calidades judiciales, académicas o litigiosas del aspirante. Así no basta con la permanencia en un cargo por los años requeridos, sino que deberá mostrarse cómo los soportes de su candidatura (las sentencias o salvamentos de voto del juez, los alegatos presentados por el litigante o las investigaciones del académico) son de calidad superior y que muestran su idoneidad para el cargo.
Por otro, hacer explícitas las preferencias de quien diseña el grupo de selección (la terna). Es hora de que el país asuma que tales preferencias existen (y, de las que todos hablan). Lo graves es que sean “secretos a voces”, pues resulta imposible comprender las razones de las preferencias. En algunos casos serán ideológicos, en otros de conveniencia, otros serán de amistad. Algunas de esas preferencias podrían estar bien justificadas. Piénsese en la última selección de magistrados para la Corte Constitucional. Dado el momento político ¿no era razonable que el presidente ternara magistrados afines a su proyecto en relación con el proceso de paz? Creo que sí y hubiese sido interesante que quedara explícito que, entre tres opciones igualmente válidas, se inclinaba hacia una de las opciones por esa razón. Habría sido claro por qué el Senado se inclinó en uno u otro sentido.
Pero esto sólo soluciona una parte. De poco o nada nos sirve que se designen a los mejores, si ellos tienen su corazón en dos partes. Me refiero a qué van a hacer luego de terminar su período. Esa dimensión humana se pierde en el horizonte. Algunos tendrán que cerrar sus oficinas y perderán sus clientes. Estos, seguramente, pasarán a manos de tantos otros litigantes que existen. Otros deberán abandonar su plaza educativa, que será rápidamente llenada. Finalmente, los magistrados de tribunal verán finalizada su vida dentro de la rama judicial. Pues bien ¿qué hacer con ellos? En términos racionales, lo lógico sería diseñar alguna alternativa que les permita subsistir al cabo del tiempo de servicio. Dado que el Estado no lo diseña, lo harán ellos mismos. Mantendrán subterráneamente los clientes, ocuparán discrecionalmente plazas educativas o formarán oficinas paralelas. En el peor de los casos, venderán sus decisiones (pues hay que asegurarse el futuro).
Ante esto, ¿qué tal sacarlos del mercado? Dos caminos serían idóneos para ello. Por un lado, alargar el período. Ocho años, en términos judiciales, es poca cosa. Baste mirar cuanto demora un caso en llegar a casación o en tramitarse un proceso contencioso administrativo. Así que, si se alarga el período, la perspectiva de “terminar el mandato” y reasumir las actividades litigiosas se pierde. Pero no es suficiente. Al terminar el período deberían perder todo derecho a litigar, de manera directa o indirecta o de ocupar cargo público alguno. El país, en este caso, debería asumir el pago de su salario por un término adicional, por ejemplo, un tercio del período para el cual fueron designados. El costo puede ser alto, pero es preferible a que el riesgo de la corrupción aparezca. Algunos dirán que se ganaron la lotería. Pues sí. ¿Qué le vamos a hacer? Claro está, esto supone el cierre de toda forma de puerta giratoria. Quizás esta sea una de las razones por las cuales no se piensa en esta solución.
Ahora, el tema de juzgamiento es un problema de no acabar. Por alguna extraña razón, el país sigue convencido de que el modelo de acusación por la Cámara y decisión por el Senado es lo que debe imperar. La función del trámite congresional se ha entendido como una tarea judicial. Pero olvidamos que se trata de un ente político. ¿Cómo pretender que dejen la política y se dediquen a administrar justicia?
¿Qué tal hacer las cosas en fácil? Retomemos los elementos básicos del sistema penal acusatorio. Un sujeto investiga y acusa, otro garantiza las medidas cautelares y, otro, juzga. En algunos países (y Colombia lo tuvo hace años) existe una función adicional: controlar el mérito del juicio. Se trata de establecer si la Fiscalía tiene suficientes elementos de juicio para acusar. No para establecer si debe o no hacerlo, sino si ha hecho su tarea. Pues bien, ¿no debería ser esa la función del Congreso frente a los “aforados”? La garantía de no utilizar el poder de investigar, acusar y juzgar para fines políticos no puede confundirse con el privilegio de la impunidad. Mas bien, debe garantizarse que la investigación fue idónea y que hay razones suficientes y pertinentes para acusar. Así, en fácil, el Fiscal General debería investigar a los aforados, justificar ante el Congreso el mérito del caso y, si el Congreso así lo considera, autorizar que sea juzgado por la Corte Suprema.
Dos problemas surgen. Por un lado, el de la garantía de doble instancia y, por otro, el que los juzgados sean magistrados de la Corte Suprema de Justicia. Frente al primero, bien podría optarse por que la primera instancia fuese ante una de las salas, pero genera el problema de rivalidades entre salas y la sala plena. La otra, la creación de un tribunal especial para estos casos. ¿Cómo? Una sala de juzgamiento conformada por los presidentes de las salas penales de los tribunales superiores de distrito judicial. Así, la segunda instancia estaría a cargo de la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia.
Surgirán preguntas sobre la idoneidad, la majestad y la carga de ese tribunal especial. En cuanto a lo último, no hay manera de prever si la carga es alta o baja. Dependerá de la conducta de los aforados. En cuanto a la idoneidad, ella debería estar asegurada, pues el punto más alto en la carrera judicial es, no la Corte Suprema de Justicia, sino los tribunales. Sólo un puñado de juristas llega a la Corte Suprema. Es, reconozcámoslo, un privilegio, no una expectativa legítima dentro de la carrera judicial. Así, la rama judicial debería asegurar que los mejores sean magistrados de tribunal. Si ellos serán quienes los juzguen, los encargados de su selección tendrán un incentivo para que sean buenos (y no, además, corruptos). Téngase presente que las presidencias son rotativas, así que se diluye la posibilidad de que injerencia directa en la constitución del tribunal especial.
Por último, la majestad. Algunos dirán “yo soy magistrado, vicepresidente, presidente… o lo que sea” y la majestad de mi cargo se pierde si un inferior me juzga. Pues bien, la majestad del cargo ya está en entredicho por el hecho de que “el personaje” sea juzgado. La cuestión es el desmérito hacia los tribunales superiores de distrito judicial. No son simples inferiores. Y, además, en el equilibro entre la “majestad” del cargo y el derecho fundamental a la doble instancia, se debe reclamar que lo segundo impere.
Estas son ideas que, querámoslo o no, chocan. Lo hacen porque eleva a los mal valorados magistrados de Tribunal. Porque impide a los magistrados de las altas cortes mantener un pie en le judicatura y otro en sus negocios particulares. Porque obliga a los decisores a dar razones. En fin, porque resuelve problemas. De ahí su inutilidad.
Nota: El que algunas de las ideas que aquí se proponen ya hubiesen sido expuestas por este autor y en este medio, confirman su inutilidad… o, quizás, la terca pretensión de que en este país las ideas sean consideradas y no, como suele ocurrir, acalladas, desconocidas, olvidadas, abandonadas…
HENRIK LÓPEZ S: Profesor universitario.
Imagen: pintura henry-tresham-la-condena-de-bushy