Según el mandato constitucional, “se garantiza la autonomía universitaria”, entendida de manera simple como la facultad que gozan la instituciones de educación superior de autogobernarse; pero esta garantía tiene un condicionante incluido en la propia constitución: debe circunscribirse a “los términos que señale la ley”. Hasta ahí llegó la bien intencionada definición del constituyente; consagró una autonomía vacía y encargó al Congreso de la República para llenar ese vacio mediante una ley. En síntesis, en la Constitución de 1991 no se formularon unas condiciones mínimas de intervención para que los actores universitarios tuvieran peso vinculante en la definición de los parámetros de su autogobierno y se dejó en manos de la composición y voluntad política del órgano legislativo la definición del tipo de autonomía universitaria que se autorizaba y sus alcances.
Esa reglamentación se dió en 1992 con la expedición de la Ley 30 por parte de un establecimiento parlamentario que se ha caracterizado por su falta de sintonía con los principios constitucionales de participación democrática, que significan que los ciudadanos involucrados intervengan en la toma de las decisiones. La norma no estableció mecanismos de participación de sus estamentos en la conformación de ese autogobierno y por el contrario concentró el poder de la autonomía universitaria en el Consejo Superior, que definió como “el máximo órgano de dirección y gobierno de la universidad”; y en cuya composición, además de los voceros de los estamentos universitarios, incluye la representación de actores externos a la universidad: el gobierno nacional, el gobierno departamental y el sector productivo.
Con cierto romanticismo constitucional se pensó que la definición de Estado Social de derecho con un marco jurídico democrático y participativo, en el que en todas las instituciones educativas se fomentarán prácticas democráticas para el aprendizaje de los principios y valores de la participación ciudadana, bastaba para que la autonomía universitaria se estructurara sobre esos preceptos; y no fue así.
De esta forma, la preciada autonomía universitaria quedó empeñada a un selecto colectivo en el que los sectores externos tienen numéricamente la misma representación que los estamentos universitarios; sumándose a ellos, el representante de los exrectores, que puede tener o no vínculos u origen en la comunidad universitaria. La participación de los estamentos se redujo en las primeras etapas de la autonomía universitaria, a la elección del respectivo representante estamentario ante el Consejo Superior. Más recientemente, gracias a las sistemáticas luchas del movimiento universitario por la democratización de la autonomía universitaria algunas universidades dieron paso a la participación de sus estamentos mediante la realización de las consultas, pero con un alcance muy limitado, sólo para definir los candidatos finalistas a la hora del relevo de sus respectivos rectores. A manera de ejemplo, así sucede en la universidad Nacional desde 2004 y en la Universidad Tecnológica de Pereira solo a partir de 2023.
Estas consultas no cumplen con el principio de la participación democrática que ordena la Constitución Nacional porque los estamentos opinan, eligen a sus representantes, señalan sus preferencias sobre quien debería ser el rector, pero sus decisiones, por más contundentes que sean, no tienen ningún efecto sobre la decisión. Los estamentos participan, se expresan y otros, con otros intereses, deciden. Consultas que no reúnen tampoco el requisito de la participación vinculante, en este caso de la comunidad universitaria, que está consagrada en extenso en el articulado del actual Plan Nacional de Desarrollo: Ley 2294 de 2023.
Como resumen, lo que tenemos en realidad es una versión limitada de autonomía universitaria, con todo el poder del autogobierno en cabeza del Consejo Superior, un órgano típico de la democracia representativa, a la usanza del viejo orden constitucional que dejó de existir en 1991. Una fórmula para la gobernabilidad basada en las virtudes de la autoridad.
Los intentos que por vía de ley se han hecho para alcanzar la gobernanza universitaria, es decir acercar el gobierno universitario a los principios de la democracia participativa no han tenido éxito en el Congreso de la República. El más reciente en 2022, presentado por el representante de la bancada Verde-Centro Esperanza Jaime Raúl Salamanca, quien radicó un proyecto que buscaba crear la ‘democracia universitaria’, reconfigurando las mayorías del Consejo Superior Universitario y dándole más peso a los estudiantes en la toma de decisiones. Según esa iniciativa legislativa, el rector sería elegido mediante mecanismos de democracia universitaria que impliquen la participación vinculante de los estamentos; esto es, que la designación del rector la realizaría el Consejo Superior Universitario, atendiendo al resultado del mecanismo de participación de los estamentos.
La forma de designación de los rectores de las universidades públicas propuesta en esta iniciativa legislativa, ya está vigente desde junio de 1998 en la universidad de Nariño, en la que una de las funciones del Consejo Superior es designar como Rector de la Universidad a quien resulte elegido mediante el voto directo de los profesores([1]) y los estudiantes([2]) regulares de la universidad de Nariño.
No obstante este exitoso antecedente, en el momento del debate de la iniciativa legislativa en 2022, los defensores del status quo de la universidad sostuvieron que una modificación en ese sentido afectaría la autodeterminación de los Consejos Superiores y llevaría a la politización de las universidades. Claro, se afecta el monopolio de la autonomía universitaria que se concentra por la Ley 30/92 en los Consejos Superiores, excluyendo la participación de los estamentos universitarios en las decisiones fundamentales del autogobierno y negando la potestad de autodirigirse y autoregularse, que son la sustancia de la autonomía.
Como era de esperarse, esta iniciativa legislativa no prosperó. Las mayorías del Congreso cerraron filas en defensa de la “autonomía universitaria”, concebida como potestad exclusiva de los Consejos Superiores, conformado con los mecanismos de la democracia representativa y en contravía del principio de la democracia participativa que inspira nuestro ordenamiento constitucional desde 1991.
El mismo bloqueo a la democracia participativa en la educación superior se ha presentado ahora en el convulsionado trámite de la Ley estatutaria del derecho a la educación. Desde las posturas reacias al cambio se prendieron las alarmas por “los límites a la autonomía universitaria relacionados con la obligación de establecer la democracia directa” en la vida universitaria, que se sospechaba incluidos en el articulado presentado por el gobierno del presidente Petro. Por ello, en el texto de la polémica enmienda que acaba de aprobar en tercer debate la Comisión Primera del Senado y que causó el hundimiento de la iniciativa, se incluyó una adición al principio de la autonomía universitaria que dice,
“Cada institución de educación superior determinará de manera autónoma en sus estatutos la forma en que serán aplicados estos principios de manera acorde con su naturaleza, su forma de organización y su misión. Ninguna autoridad administrativa, so pretexto de promover, apoyar o garantizar la democratización del gobierno y gestión de las universidades podrá invadir esta autonomía”.
Como se ve, no existe en el establecimiento y en los sectores dominantes en el Congreso de la República, una apertura frente a la democracia universitaria que refleje el principio de la participación de los estamentos en la decisión del gobierno universitario. El concepto de autonomía universitaria que defienden es el de la concentración excluyente del poder de decisión en cabeza de un Consejo Superior, como escenario de la democracia representativa. Ley estatutaria del derecho a la educación sí, pero sin que la comunidad educativa pueda ejercer el derecho a la participación democrática en sus definiciones.
Para que la autonomía universitaria tenga una base democrática debe cumplir una condición: Debe respetar el orden constitucional. Por lo tanto, si se convoca a la comunidad universitaria para que participe en el proceso de designación de sus autoridades; esa participación debe ser incidente; esto es, con fuerza vinculante y con efectos sobre la decisión. Lo demás es un decorado mentiroso contrario a la participación democrática.
De otra parte, el argumento de la politización de la universidad si se establece la democracia participativa y se le da algún valor vinculante a la consulta, resulta menos que ingenuo y maniqueo. Los que defienden que la democracia universitaria no puede ir más allá de la escogencia de voceros estamentarios a un organo de representación que concentra los poderes de la autonomía universitaria, le temen al derecho a decidir que tendría un electorado universitario, que a diferencia de la gran masa, es más cualificado y no es tan manipulable con estrategias como la del miedo, las dadivas como el ladrillo y la teja, o la compra masiva de votos.
La autonomía universitaria en cabeza de un organo de representación como los consejos superiores ya está politizada. Clanes políticos regionales en su mayoría se han hecho al disfrute de la mieles del poder en las universidades públicas. Al amparo de esa barrera de la autonomía, que los salvaguarda de la intervención del gobierno central, administran una amplia nómina de profesores y trabajadores temporales, nominas paralelas de contratistas por prestación de servicios y procesos licitatorios para mejorar o ampliar su infraestructura. La politización no es pues una amenaza a la autonomía universitaria por el hecho de que las consultas estamentarias tengan un peso en designación de las autoridades. La política regional y los poderes de facto que en ellas se ejerce han estado incrustados en muchas de las universidades públicas del país, como en el caso de la UTP; y no basta sino recordar como ejemplo, que Mancuso era quien decidía el nombre del rector de la universidad de Cordoba hasta hace poco.
Es claro que para los clanes políticos y actores ilegales es más fácil permear y cooptar los órganos de gobierno universitario que tienen un origen en la representación, que a un electorado cualificado políticamente como es la comunidad universitaria. Y eso es lo que hemos experimentado mayoritariamente hasta hoy en las universidades.
A manera de conclusión hay que decir que la lucha por que la participación democrática de los estamentos universitarios sea incidente y tenga peso vinculante, se inspira en una lectura coherente de los principios constitucionales y con la orientación del Plan Nacional de desarrollo vigente. Que el modelo de autonomía universitaria que se implementa en el país no se deriva de una decisión del constituyente, sino que es una hechura del Congreso de la República en ejercicio de sus facultades legislativas, que concentró el poder de decisión en los Consejos Superiores. Que aunque la mayoría de universidades públicas no permiten la participación vinculante de sus estamentos en la determinación de las autoridades universitarias, existen modelos de autonomía universitaria que reconocen poder decisorio a los estamentos en la designación del rector: la universidad de Nariño elige democráticamente a su rector desde 1998 y la universidad Distrital practica un modelo que combina participación incidente (la consulta tiene un peso del 25% de la decisión), con un 75% de calificación de hoja de vida, programa y entrevista.
Una fórmula combinada que asigne el 50% de valor a los resultados de la consulta a los estamentos universitarios y el otro 50% al Consejo Superior, sería razonable porque la participación directa reuniría la condición de vinculante y haría de contrapeso a la eventual cooptación de los miembros del Consejo Superior universitario por parte de los clanes políticos y otros poderes de facto que existen en las regiones y tienen hace ya décadas politizada a la universidad pública.
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[1]. Para efectos de este Artículo son profesores de la Universidad de Nariño: Los docentes de pregrado y postgrado independientemente de la modalidad de su vinculación, tanto de la Sede Central como de las seccionales y los profesores del Liceo Integrado de Bachillerato.
[2] Hacen parte del estamento estudiantil los estudiantes regulares de la Universidad de Nariño de Pregrado y Postgrado tanto de la Sede Central como de las Seccionales y los estudiantes de los grados 10 y 11 del Liceo Integrado de Bachillerato.
German Toro Zuluaga
Foto tomada de: Minuto 30
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