Ningún objeto es más importante a un ciudadano que la elección de sus legisladores, magistrados, jueces.
Simón Bolívar (Discurso al Congreso Constituyente de Bolivia)
El congresista tradicional colombiano es una especie parasitaria de hombre que fraudulentamente se ha dado a sí mismo el derecho de determinar la corrección y el valor legal y moral de todas las cosas. De todo habla, opina y decide sobre todo, y no se da cuenta de cuán vulgar es él; ni se avergüenza de estar muy por debajo de las cualidades que lo harían apto para desempeñar esa función. Politicastros que se meten a legisladores porque ven en el Congreso el recinto apropiado para ejercer su vocación de leguleyos. En manos de esos señores (y unas cuantas señoras que han copiado bien su ejemplo) ha estado por siglos la función fundamental de dictaminar las leyes sobre esta nación.
Un Congreso poco apto y con conocimiento escaso hace leyes sobre cada cosa. Con proyectos de ley y actos legislativos, frecuentemente farragosos y contradictorios, justifican su labor. En mensaje enviado a la Convención de Ocaña, convocada para el 2 de marzo de 1828, Simón Bolívar se quejaba de que “el derecho de presentar proyectos de ley se ha dejado exclusivamente al legislativo, que por su naturaleza está lejos de conocer la realidad del gobierno”. Y agregaba un párrafo revelador que confirma lo muy poco o nada que hemos avanzado:
“Obsérvese, que nuestro ya tan abultado código en vez de conducir a la felicidad ofrece obstáculos a sus progresos. Parecen nuestras leyes hechas al acaso: carecen de conjunto, de método, de clasificación y de idioma legal. Son opuestas entre sí, confusas, a veces innecesarias, y aun contrarias a sus fines” (Bolívar, 1983, p. 236).
Al establecimiento colombiano, que solo piensa en términos jurídicos y a través de un marco normativo creado por él mismo, se le hace impensable concebir la acción legislativa al margen de una asamblea de políticos “profesionales” reunidos a puerta cerrada en el Congreso. Tan elevada dignidad ha caído en manos de homúnculos que ostentan esos cargos, no en razón de su virtud, sino en virtud de su poder, olvidando los fines generales y trabajando para su provecho y bienestar. Sin embargo, aquellos que no son poderosos, pero exhiben rasgos de virtud no pueden abstenerse de actuar en favor del bienestar de la nación por miedo a esa camarilla de privilegiados. No olvidemos la advertencia de El libertador en su Discurso al Congreso Constituyente de Bolivia: “Tened presente, legisladores, que las naciones se componen de ciudades y aldeas; y que del bienestar de estas se forma la felicidad del Estado” (Bolívar, 1983, p. 210).
Un pueblo no endereza su destino con fárragos legales o decálogos morales. Ni aumentando el código penal o volviéndolo más duro se combate el crimen, ni se reducen los delitos. Se trata, por el contrario, de establecer una adecuada institución política. El problema del establecimiento del Estado tiene solución, incluso para un pueblo de demonios, dice Kant. La solución de este problema depende de una buena organización del Estado y no del perfeccionamiento moral del hombre: “Tampoco hay que esperar que la moralidad sea la causa de una buena constitución del Estado, sino que hay que esperar, por el contrario, que de una buena constitución se derive la buena formación moral de un pueblo” (Kant, 2016, p. 112).
Moralistas y conservadores están convencidos de que la “enseñanza de buenos valores” basta para “componer” la sociedad. Creen que la sociedad es solo un agregado de familias, y que de la “buena formación en casa” surge la felicidad social. Pero no, es al revés. De la salud social y la prosperidad económica brota la buena disposición de la familia. En un país que no esté corrompido y goce de un ordenamiento político adecuado, las leyes son la garantía de la libertad y la bondad civil. Pero en medio de una institucionalidad corrupta las leyes son simples instrumentos para la opresión. “La ley nunca hizo que los hombres fueran un ápice más justos; y, mediante el respeto hacia ella, hasta lo bien dispuestos se convierten diariamente en los agentes de la injusticia” (Thoreau, 2011, p. 7).
En Colombia, las leyes han sido el otro mecanismo de lucha con el que un sector exclusivo ha ejercido su dominio sobre la masa de ciudadanos. “La guerra está en el monte. Desde que yo soy yo, en las ciudades no nos matan con tiros sino con decretos”, afirmó el padrino de Florentino Ariza (García, 2012, p. 93). Ya en El príncipe había dicho Maquiavelo que “existen dos formas de combate: la una con las leyes, la otra con la fuerza. La primera es propia del hombre; la segunda, de las bestias” (Maquiavelo, 2016, p. 119). Y ya sabemos que nuestros políticos tienen muy pocos de hombres y bastante de bestias.
Las leyes, en vez de protegerlos, los han despojado y privado de sus derechos. Padecemos de santanderismo, de un obtuso legalismo que sigue empecinado en fabricar leyes y decretos. Dura lex sed lex, dice el rábula en defensa de la ley sin saber qué es el derecho. Colombia es un país de leyes sin ley. Y se entiende por qué en El amor en los tiempos del cólera, Gabriel García Márquez pone en boca de León XII, tío de Florentino Ariza, estas palabras:
“Voy a cumplir cien años, y he visto cambiar todo, hasta la posición de los astros en el universo, pero todavía no he visto cambiar nada en este país – decía–. Aquí se hacen nuevas constituciones, nuevas leyes, nuevas guerras cada tres meses, pero seguimos en la Colonia” (2012, p. 315).
El doctor Juvenal Urbino, por su parte, afirmaba que no había mucha diferencia entre los dos bandos que habían ensangrentado al país desde la independencia: “Un presidente liberal no le parecía ni más ni menos que un presidente conservador, solo que peor vestido” (García, 2012, p. 50). Ya en Cien años de soledad, el coronel Buendía había dicho que “la única diferencia actual entre liberales y conservadores, es que los liberales van a misa de cinco y los conservadores van a misa de ocho” (García, 2007, p. 278). Aun así, tenía su preferencia. Después de haber evidenciado el robo que los conservadores hicieron de las elecciones, cuando a Aureliano Buendía le preguntaron si era liberal o conservador, respondió sin vacilar: “Si hay que ser algo, sería liberal – dijo–, porque los conservadores son unos tramposos” (García, 2007, p. 118).
En los Discursos sobre Tito Livio, obra política fundamental en la que Maquiavelo expone su concepción republicana, al referirse a la acción de las leyes en un pueblo corrompido, el florentino escribe:
“Porque no hay leyes ni órdenes que basten para frenar una universal corrupción. Pues así como las buenas costumbres, para conservarse, tienen necesidad de las leyes, del mismo modo las leyes, para ser observadas, necesitan buenas costumbres” (Maquiavelo, 2012, p. 89).
La corrupción la asocia Maquiavelo con la dificultad que tiene un pueblo para mantenerse libre o alcanzar la libertad. Un pueblo corrompido, es decir, aquel que no está gobernado por buenas leyes sino por la legalizada voluntad de un príncipe o un gobernante se somete a un amo y toma esta obediencia como un hábito. De lo cual extrae la máxima de que si una joven república inexperta, con vida política incipiente o inmadura, acostumbrada a vivir bajo la dominación de un príncipe, por si acaso llegara a ser libre, difícilmente conservará la libertad” (2012, p. 81).
La pregunta fundamental que debe responder todo fundador de Estados y constructor de una república es cómo crear una nación tomando como materia un pueblo poco experimentado habituado al dominio de uno o unos cuantos en un régimen de corrupción. Las leyes por sí mismas carecen de eficacia si no hay virtudes cívicas, y los modos y usos propios de una nación bien ordenada son inconcebibles si el pueblo antes no ha sido formado para la vida libre en sociedad. Una virtud cívica no es una actitud moral particular de individuos aislados, que es más bien lo propio de una postura liberal. No, la virtud cívica como cualidad esencial republicana es el cultivo de hábitos orientados al éxito de la comunidad por encima del interés propio.
Montesquieu ya había hecho notar que existe una relación esencial entre las costumbres y las leyes. Aquellas constituyen el espíritu de estas. Allí donde las costumbres han sido corrompidas ninguna regla, ni ninguna ley podrá contrarrestar el desorden y la violencia de quienes se niegan a vivir regidos por leyes comunes. Un pueblo libre, por el contrario, es el que hace las veces de súbdito y legislador al mismo tiempo, y se da leyes, no para prohibir o censurar conductas, sino para obedecer su propia voluntad de ser mejores.
Investiguemos nuevamente cuál es la situación particular por la que en términos políticos Colombia sigue siendo cuna de leguleyos y tramitadores. Y si bien no ha carecido de espíritus rebeldes y pensantes, hay que preguntarnos cuál es el modo en que deba ser formada esta nación para que alumbre al menos una sola vez a un ser como Bolívar. 200 años y esta tierra solo está orgullosa de haber parido a Santander.
Bibliografía
Bolívar, S. (1983). Breviario del Libertador. Bedout. Medellín.
García, G. (2007). Cien años de soledad. Alfaguara. Madrid.
García, G. (2012). El amor en los tiempos del cólera. Norma. Bogotá
Kant, E. (2016). La paz perpetua. Alianza Editorial. Madrid.
Maquiavelo, N. (2012). Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Alianza Editorial. Madrid.
Maquiavelo, N. (2013). El príncipe. Alianza Editorial. Madrid.
Thoreau, H. (2011). Sobre la desobediencia civil. Universidad de Antioquia, Medellín.
David Rico Palacio
Foto tomada de: Senado de la República
Maribel says
Que buen discernimiento! estamos pero lejos de alcanzar unas buenas costumbres que se vean reflejadas en nuestra sistema legislativo, máxime cuando estamos llenos de mediocres leguleyos en nuestro “honorable” congreso.