Podría decirse que parece plausible que el gobierno cumpla con sus compromisos y además, que busque brindar seguridad a quienes se vinculen al ejercicio de la política. Sin embargo, resulta un tanto paradójico y hasta ingenuo, pretender resolver el tema de la seguridad en el ejercicio de la política por la vía de nuevas normas.
En Colombia, el ejercicio de la política ha sido una actividad de riesgo pero solo para quienes desde el establecimiento o sus aliados, son considerados opositores políticos, o, enemigos internos según la concepción de la doctrina de “Seguridad Nacional”.
La violencia política ha sido cuidadosa y esmeradamente selectiva; prueba de lo anterior y para nombrar solo los más reconocidos, son los asesinatos impunes del General Uribe Uribe en octubre de 1914; del caudillo liberal, Jorge Eliécer Gaitán en abril de 1948; del dirigente del M-19, Carlos Toledo Plata en agosto de 1984; del líder de la Unión Patriótica, Jaime Pardo Leal en octubre de 1987; del dirigente comunista y sindical, Teófilo Forero Castro en febrero de 1989; del dirigente de la Unión Patriótica, José Antequera Guzmán en marzo de 1989; del jefe liberal disidente, Luis Carlos Galán Sarmiento en agosto de 1989; del dirigente de la Unión Patriótica, Bernardo Jaramillo Ossa en marzo de 1990; del líder del M-19, Carlos Pizarro Leongómez en abril de 1990; del senador comunista, Manuel Cepeda Vargas en agosto de 1994.
Y por supuesto existen cientos de líderes sociales regionales, asesinados o encarcelados por pensar diferente al régimen o en contravía de la hegemonía ideológica imperante en ciertas épocas. A comienzos de este año, en menos de un mes, fueron asesinados ocho líderes en diferentes lugares del país: Olmedo Pito García, el 6 de enero en Caloto, Cauca; Aldemar Parra García, el 7 de enero en El Paso, Cesar; José Yimer Cartagena Úsuga, el 10 de enero en Carepa, Antioquia; Edmiro León Alzate Londoño, el 12 de enero en Sonsón, Antioquia; Emilsen Manyoma, el 14 de enero en Buenaventura, Valle del Cauca; Hernán Enrique Agamez Flórez, el 19 de enero en Puerto Libertador, Córdoba; Porfirio Jaramillo Bogallo, el 29 de enero en Turbo, Antioquia; y, Edilberto Cantillo, el 4 de febrero en El Copey, Cesar.
El Decreto Ley 895 parte de supuestos teóricos como, por ejemplo, considerar que “la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”, consagrado en el artículo 22 dela Carta Política pero ausente de la realidad y la cotidianidad colombianas.
Los discursos políticos van por un lado y la realidad por otra; el lenguaje de las leyes apunta a unos objetivos loables mientras los enemigos agazapados del cambio apuntan a quienes disienten de las mayorías dominantes.
Hasta el momento no está muy claro que efectivamente el “Acuerdo final” haya dado “apertura a un proceso amplio e inclusivo de justicia transicional en Colombia, enfocado principalmente en los derechos de las víctimas del conflicto armado”, tal como rezan las consideraciones del Decreto Ley, cuando ellas no tienen posibilidad real de participar en los procedimientos y toma de decisiones.
El Decreto 895 establece una “instancia de alto nivel” del Sistema Integral de Seguridad para el ejercicio de la Política (art. 6), cuyo objeto es la implementación del sistema de seguridad para el ejercicio de la política, conformado mayoritariamente por representantes del gobierno nacional a nivel de Presidencia, Ministros (Interior, Defensa, Justicia y del Derecho), comandante de las Fuerzas Militares y Director de la Policía Nacional, Consejero Presidencial para los Derechos Humanos y Director de la Unidad Nacional de Protección; y “participación permanente del nuevo movimiento político que surja del tránsito de las FARC-EP a la actividad política legal”. De manera que tal instancia está limitada exclusivamente al movimiento político en el que se transformen las FARC y allí no tendrán asiento otros sectores políticos, igualmente en “riesgo extraordinario”.
El tema de la seguridad de nuevos actores políticos y de apertura, participación y ejercicio de la política, no puede tratarse ni resolverse con nuevos decretos ni con novedosas leyes. Bastaría con hacer cumplir la Carta Política pero para ello se requiere la voluntad de quienes tienen el poder en sus manos.
En últimas, el Decreto busca espantar el fantasma del genocidio contra la Unión Patriótica, pero mientras subsistan sectores empecinados en mantener las actuales estructuras de poder económico y político, en cerrarle el paso a cualquier posibilidad de apertura e inclusión, y dispuestos a “hacer trizas el maldito acuerdo con las FARC”, también existirán estructuras criminales dispuestas a mantener y defender ese estado de cosas y a “hacer trizas” a quienes no comulguen con su ideario de odio y barbarie.
No es mediante decretos que se puede “crear y garantizar una cultura de convivencia, tolerancia y solidaridad que dignifique el ejercicio de la política y brinde garantías para prevenir cualquier forma de estigmatización y persecución”; tampoco bastan las meras intenciones, se requiere de la acción concreta, efectiva y oportuna frente a hechos concretos. ¿Cómo dignificar el ejercicio de la política, cuando ésta se ha convertido en un medio para enriquecerse, en un arma para doblegar a los contradictores y en un instrumento para alcanzar la impunidad?
José Hilario López Rincón
6 de junio de 2017