Pero esos terremotos no muestran, como no lo muestran los sismógrafos, la gravedad del asunto. Permanentemente escuchamos noticias sobre temblores y movimientos que llegan a niveles insospechados en la escala de Richter, pero necesitamos la verificación in situ, para descubrir la magnitud del daño.
Así, es posible que el sismógrafo de la Constitución muestre que el sistema normativo es miserable, excluyente y reductor de las garantías procesales y, a la vez, que las instituciones y sus funcionarios no hagan eco de ello y en la operación diaria las garantías estén debidamente salvaguardadas. Digo e insisto, es una posibilidad, aunque bastante remota.
¿Cuál, entonces, es la prueba ácida? ¿Qué nos demuestra que lo que el sismógrafo registra tiene el efecto destructor que los instrumentos registran? El sistema penitenciario. Si en el ámbito normativo la miserableza de la regulación del proceso penal mide la fragilidad de la Constitución, el sistema penitenciario lo mide frente a la sociedad.
De acuerdo con las estadísticas del INPEC, en Colombia hay 120.236 personas privadas de la libertad, con tratamientos intramurales. En otras palabras, están recluidas en centros penitenciarios o de detención. Los datos señalan que hay una sobrepoblación de 39.308 personas y un hacinamiento del 48.57%
De esas personas, el 70% son condenados (84.763 personas) y el 30% son sindicados (35.293 personas). Entre los sindicados, el 9% lleva más de 36 meses privado de la liberad, el 7% entre 25 y 35 meses privado de la libertad, el 7% entre 21 y 25 meses, 13% entre 16 y 20 meses, el 16 entre 11 y 15 meses, el 25% entre 6 y 10 meses y el 23% menos de 5 meses. La ley colombiana, inconstitucional desde mi punto de vista, autoriza esas detenciones largas. Pero ese no es el punto que interesa ahora.
El decreto 546 de 2020 dispuso la posibilidad de detención o prisión domiciliaria para un grupo de personas privadas de la libertad dentro de las cárceles y centros penitenciarios. Estableció una lista de condiciones y un enorme listado de excepciones. Ya muchos han mostrado que, con esas excepciones el grueso de la población en “tratamiento intramural” no se cobijará de estas medidas, pues están excluidos los delitos con mayor número de condenados y sindicados (homicidio, hurto, concierto para delinquir, delitos sexuales, las distintas modalidades de tenencia de armas y municiones y, finalmente, los relacionados con narcotráfico).
El decreto, por otra parte, ha sido mostrado como un éxito de la colaboración entre el ejecutivo y la rama judicial. No sobra recordar que el actual Fiscal General se opuso, durante bastante tiempo, a cualquier opción, bajo el argumento de que se trataba de una excarcelación masiva.
Sobre el decreto se han alzado voces, algunas apoyándolo y otros, desde los penalistas, calificándolo de discriminatorio, contradiciendo la afirmación del Sr. Presidente de que se trata de un “decreto humanitario”.
Yo estoy de acuerdo con los críticos del decreto. Considero que es una tomadura de pelo. Pero ¿podría ser de otra manera? Francamente, lo dudo. No porque este gobierno sea mejor o peor que los anteriores. No porque el actual Fiscal sea mejor o peor que los anteriores. Es una tomadura de pelo, porque este es un país de miserables.
La pandemia de COVID-19, aunque previsible (circulan videos que datan de 2005 y que alertaban sobre la posibilidad de una pandemia), es irresistible. Nos tomó por sorpresa el que fuera en este momento y no en otro. En eso no podemos culpar al actual gobierno y a las autoridades judiciales del país. Ese no es el problema.
La situación de hacinamiento carcelario es endémico o pandémico en Colombia. Endémico, en tanto que es permanente y pandémico por sus dimensiones. Sus raíces son diversas. Desde una inflación punitiva hasta situaciones socioecónomicas y fenómenos culturales. Así, el decreto no podía ser la gran solución. Mucho menos cuando quienes toman las decisiones, comparten “principios y valores” que favorecen ese hacinamiento y reina el desprecio hacia “esa gente”: las personas privadas de la libertad, condenados o sindicados.
La inversión en infraestructura penitenciaria es insuficiente. En nuestro imaginario, “esa gente” no merece inversión alguna. Para nuestra sociedad es perfectamente admisible que “sufran”, pues ese el trueque que se hizo: en lugar de justicia por la mano propia, nos hemos asegurado de que el Estado haga sufrir a “esa gente”. No importa si hay o no razones jurídicas para ello. Lo único que importa es que “los saquen de circulación” y que “sufran, para que aprendan”. Frente a la población carcelaria y sus necesidades la gente señala que hay otros que están pasando hambre y, con mayor razón, “esa gente” en las cárceles no se merecen “un hotel”.
El rico desprecia al pobre y ambos al privado de la libertad. Así, la empatía, base de la dignidad, se diluye a medida que se pasa por la única escala que parece ser valiosa, el dinero. Por eso mismo, el principio de dignidad humana está ausente en las cárceles. Llega a cuenta gotas en manos de algunos que logran superar, eso se cree, la tiranía de la valoración económica. Por eso, este decreto que saca a algunos pocos de la cárcel se presente como un acto humanitario. Se presenta, en el fondo, con el siguiente argumento: A algunos les hemos dado la posibilidad, inmerecida, de que no sufran más. A eso se reducen los “actos humanitarios”.
Y pongo comillas en aquello de “actos humanitarios”, pues, en lugar de ser expresión del deber de solidaridad y estar acompañado de un respeto claro y decidido de los derechos fundamentales y de los derechos humanos, el “acto humanitario” se ha convertido en la palabra que oculta lástima y alguna forma de caridad, que lava culpas. Al mismo tiempo muestra, como no puede ser de otra manera en una sociedad pegada al valor mafioso, que la suerte de la mayoría está en manos de unos cuantos poderosos.
La medida no refleja el deber del Estado de proteger, porque nadie entiende que la liberación de personas privadas de la libertad bajo condiciones inhumanas no es un favor, es una obligación. Propio de una sociedad mafiosa y premoderna, ese gesto “humanitario” se convirtió una “gracia” o una “indulgencia”. En suma, la negación del Estado de derecho.
El Estado es el responsable por la suerte de la población privada de la libertad. Lo único que el Estado tiene permitido restringir es la libertad personal y la intimidad. Las condiciones de hacinamiento y la práctica de capturar para investigar, termina por derogar todos los derechos de estas personas. Pero basta de quejadera.
Los artículos 368 y 369 del Código Penal imponen sanción de cárcel a quien “viole medida sanitaria adoptada por la autoridad competente para impedir la introducción o propagación de una epidemia” y para quien “propague epidemia”. Con el permiso de los dogmáticos expertos en la materia, estas conductas pueden realizarse por acción u omisión (comisión por omisión). Veamos, frente a la pandemia, el Estado colombiano ordenó una serie de medidas dirigidas a evitar la introducción y la propagación del COVID-19. Entre ellas, la distancia social y la obligación de que, quienes estén exentos de las medidas de confinamiento “preventivo obligatorio”, adopten las medidas de protección necesarias.
Pues bien, mantener a personas hacinadas y sin el cumplimiento de estas medidas ¿constituye una forma de facilitar o de no impedir la propagación de la epidemia? Más aún, la inacción institucional que conduce a que, además de hacinamiento, no existan medios de protección para la población carcelaria ¿no constituye una forma de propagación de epidemia?
Algunos dirán que no hay delito, pues no se ha proado que existan brotes de COVID-19 en las cárceles. Pues no es así, las cárceles de Villavicencio y La Picota son un ejemplo y, además, no tenemos información sobre la realización de pruebas a todas las personas privadas de la libertad y a sus carceleros (es claro no se han practicado 120.236 pruebas a esta población en “tratamiento intramural”).
Lo más triste de todo es que no se van a realizar estas pruebas. Poco importa la suerte de “esa gente” como la de los funcionarios del INPEC y de las cárceles municipales o distritales. Tampoco la de las familias de los privados de la libertad y de los funcionarios. Pues al final de cuentas, los presos y los carceleros, igual que sus familias, son parte de esa misma “gente”.
Algunos podrán decir que, ante la peligrosidad de los internos, el Estado no podía hacer más. Había que asegurarse de que quienes hubiesen cometido los crímenes más horrendos, o de quienes se sospecha, no salieran a la calle. Bien lo dijo el presidente al anunciar la medida. Así, pretenden justificar la necesidad de la medida más gravosa, para ocultar la inutilidad de la medida.
La liberación -sea absoluta o mediante restricción domiciliaria- se justifica por el propósito de enfrentar los riesgos del COVID-19. Dado esto, en lugar de consideraciones de peligrosidad y otros criterios populistas, el Estado ha debido evaluar los factores de riesgo. ¿Quiénes han tenido contacto con el exterior? ¿Quiénes pueden y quienes no pueden mantener la distancia social? ¿En donde se pueden asegurar condiciones de asepsia? ¿A cuántos se pueden examinar? ¿Respecto de quiénes existen indicios serios de riesgo de fuga, de riesgo para sus víctimas o de destrucción de evidencia? ¿Cuál es la capacidad del sistema para monitorear a los detenidos? ¿Existen formas de distribuir la población entre distintos sitios de reclusión? Etcétera.
Pero, admitamos, nada de esto era posible hacerlo. El disvalor hacia “esa gente”, lo impide. Estamos ante una discriminación estructural. Es decir, segregación. Ante esto, dirán que no se ha violado la ley. Pero se les olvidó un pequeño detalle: sentencia C-300 de 1994 de la Corte Constitucional.
Hace casi 26 años (1 de mayo de 1994), el Gobierno Nacional decretó el estado de conmoción debido a la inminente libertad de 864 personas sindicadas. Según el gobierno de la época, que podría haber sido el actual, la liberación “masiva” de esas personas representaba un peligro inminente para el orden público. Para la Corte Constitucional la ecuación “sindicación de un delito grave = capacidad para alterar el orden público” resultaba injustificado e inconstitucional y no podía ser razón para prolongar la privación de la libertad, ante la incapacidad de los organismos de judiciales para llevar a esas personas a juicio.
Algo similar ocurre hoy. La condición de sindicado por delitos graves (casi todo el código penal, en concepto del actual régimen), es razón suficiente para no autorizar, no su libertad, sino su detención domiciliaria (que es el alcance del decreto).
La sentencia C-300 de 1994 establece un precedente claro y aplicable al caso actual. Pero viene la leguleyada. Dirán que son casos distintos. Que en aquél entonces iban a dejar en libertad a los sindicados y estaba en discusión la suspensión de la libertad por vencimiento de términos. Y que hoy sólo es detención domiciliaria, debido a la pandemia.
En una especie de remembranza al mandato de respeto al tenor literal de la ley, el Gobierno Nacional retoma las huestes formalistas, borrando, de paso, el proyecto de hacer vinculantes los precedentes. Pero olvidan que si está prohibido invoca la condición de sindicado para negar la libertad (a la que tenían derecho y que podría, en un extraño malabarismo, representar un peligro), también está prohibido para negar la detención domiciliaria (a la que tienen derecho para proteger la salud y que, salvo otro extraño malabarismo, no ofrece los riesgos de la libertad plena).
En suma, de nuevo el Gobierno (con el beneplácito de su particular casta de abogados) se ha atrincherado en la formalidad para justificar una particular neutralidad jurídica. Esfuerzo vano, porque no es más que un intento por ocultar la arbitrariedad y el desprecio hacia “esa gente”.
¿Hay alguna esperanza? Habrá que recurrir a los “nuevos lanceros”, para que se alcen en esta hora desesperada: Señores jueces de la República, usen la excepción de inconstitucionalidad y “salven la patria”.
Nota: Tras escribir este texto se me vino a la memoria una anécdota. Hace años, cuando era estudiante, el padre de un compañero nos preguntó sobre la mejor manera de garantizar que un empleado fuera honesto, en particular en el sistema financiero. Confieso que mi compañero y yo fuimos bastantes ingenuos y nuestras respuestas fueron rápidamente desmontadas. Al final el padre de familia nos dijo algo sencillo: el ejemplo.
Hace un par de años, en un curso sobre formas y metodologías de educación, impartido en la Universidad de los Andes, nos mostraban al ejemplo como forma de enseñanza: el caso del pupilo que aprende del comportamiento maestro. Alguien mencionó que algunas de las comunidades indígenas colombianas utilizaban este principio como forma de sanción (de corrección sería la expresión indicada).
Pues bien, traigo esto, porque me surgió la inquietud de quién es el maestro para este Gobierno. Seguramente respice polum (¡Qué vergüenza!).
Henrik López Sterup, Profesor de la Universidad de los Andes. Las opiniones expresadas en este documento no necesariamente reflejan las opiniones de la Universidad de los Andes.
Fotos tomadas de: Vanguardia
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