El gobierno uribista, que hace siete meses se mostraba el más leal e incondicional aliado del grupo estadounidense de asalto, integrado por países de la región y golpistas venezolanos, intenta ahora posar de piadoso redentor y obsequioso defensor de derechos humanos (de aquellos niños). En la memoria están muy presentes las intervenciones públicas altaneras y arrogantes de los voceros de este gobierno, llamando al mundo a irrumpir en el territorio vecino, con el infame paquete de guerra no convencional de los imperios: fuerza militar, bloqueos económicos y cercos diplomáticos. En aquella ocasión presidentes, cancilleres, organismos de Estados, supuraban desde todas sus entrañas, frases de odio y mensajes sanguinolentos, llamando a una invasión para supuestamente derrocar un gobierno “ilegitimo”. Eran envalentonados días donde todos ellos, calculaban entre abrazos, conciertos musicales y lujosas cenas, la llegada de los ejércitos “salvadores”, para que desplegaran su capacidad armamentística contra la República de Venezuela. Acción de guerra encabezada por el más violador de Derechos de la Humanidad; Los EE UU, haciendo uso de su poder y capacidad de maniobra internacional, intentaría el control político y económico de la nación utilizando las mismas tácticas y estrategias, igual como avasallaron y arrasaron países como Japón, Vietnam, Irak y Libia, entre otros. Cuando las ínfulas eran de victoria, en este grupo internacional del mal, para nada fueron los niños materia de preocupación y respeto; ni los hijos de los patriotas venezolanos, ni los hijos de la oposición hacían parte de las fogosas intervenciones de los que pedían (siguen pidiendo) guerra.
Seguramente que de haber conseguido su propósito con la intervención armada, habían sido más de 24.000 los niños sacrificados en un pleito de adultos, contados entre los infantes, los escolares y los niños en gestación; además, dada la condición del conflicto, hubiesen sido asesinados jóvenes, mujeres, adultos mayores que no estuvieran participando como combatientes. Se decía con temor, pero también con objetividad, que los muertos habrían podido estar entre 500 mil y un millón de ciudadanos indefensos y de defensores de la soberanía venezolana; pero la realidad del desarrollo belicista hubiera puesto o pondrá a prueba el abuso, atrevimiento e insolencia de los aliados internacionales frente a la decisión, arrojo y dignidad del pueblo. El hecho atentatorio había sido tan relevantemente grave que no solo los niños de ese país sufrirían la debacle de la guerra, sino que ante una respuesta legítima a las agresiones, niños y adultos de otros países soportarían las severidades de la confrontación armada. Por la cercanía al área de combate, nuestros niños colombianos hubieran estado mucho más expuestos a los rigores de las artillerías del ejército “enemigo”. Y como consecuencia de la alineación internacional por intereses políticos, económicos y/o ideológicos, muchos niños del planeta hubieran engrosado las estadísticas de los fallecidos: para nada es descabellado considerar que con el encendido de una llama o el disparo de un arma, hubiera sido el motivo suficiente para iniciar la tercera guerra mundial. Hasta ese escenario nos hubiera llevado las haciendas del mercado energético mundial, acolitado por los esbirros y arrogantes pro-capitalistas criollos, afanados por pasar a la historia universal a cualquier costo. Al tenor de los últimos acontecimientos, pareciera que la firmeza e inteligencia del pueblo y gobierno de Venezuela, ha superado el pulso a la barbarie, evitando la muerte de niños y enarbolando la bandera de la paz con medidas sociales efectivas y disposición a soluciones dialogadas.
Son deleznables aspavientos nacionalistas los que el gobierno colombiano ha presentado al otorgar temporalmente nacionalidad a los recién nacidos referidos, por su evidente interés en convertir el hecho en otra bandera de confrontación política. Luego de perfilarse como el mejor instigador de la guerra contra un país hermano, el gobierno colombiano de manera hipócrita dice “abogar” por los derechos fundamentales de los hijos de los migrantes venezolanos; aunque su atención y cuidado será cubierto por los servicios de salud y bienestar público, es obligación moral de quienes auparon el conflicto, hacerse cargo de esas consecuencias; deberían los adinerados funcionarios y empresarios ensalzadores del desplazamiento, responsabilizarse de esos gastos. Es lerdo argüir que en momentos de ejercicio consular binacional, se solicitó a la contraparte hacerse cargo de esos nuevos connacionales; el sentido común nos señala que los visitantes consideraron que en otras tierras resolverían sus vidas y no cabría simpatía alguna para aceptar o conceder reconocimientos mutuos. El criterio de nacionalización “temporal y excepcional” admitido por la Registraduría, manifiesta que “podrá terminar antes si cesan las condiciones que (le) han dado lugar”; es decir, que el establecimiento conserva la esperanza de que algún día futuro, el imperio y sus alfiles regionales puedan derrotar la voluntad y dignidad del pueblo bolivariano, para trasladarlos a vivir a un inequitativo sistema capitalista. Con el maniqueo favor de la aplicación del Ius Soli (derecho del suelo) para no tener apátridas en el país, la oligarquía colombiana intenta paliar las consecuencias de su desastroso manejo de las relaciones humanas, públicas, sociales, diplomáticas y respeto por principios del derecho internacional.
Paradoja: los hijos de venezolanos nacidos durante este conflicto, son niños que Colombia no los quiere, pero es posible que no dejen de ser colombianos por su lugar de nacimiento.
Oscar Amaury Ardila G, Abogado
Foto tomada de: RCN Radio
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