Es lo corriente, pero también lo es, y ahí está lo complicado, que una vez los elegidos se posesionan, se olvidan de leer e interpretar el mismo espíritu del primer párrafo del artículo 67 de esa Constitución que tanto se ha citado: “La educación es un derecho de la persona y un servicio público que tiene una función social; con ella se busca el acceso al conocimiento, a la ciencia, a la técnica, y a los demás bienes y valores de la cultura”.
En consecuencia, tampoco reparan en el penúltimo párrafo de ese mismo artículo, que es donde se les indica qué hacer, y que tiene que ver con el cumplimiento de los fines, (art. 5 de ley 115/94) y con la garantía a la cobertura total y a la permanencia en el sistema de todos los sujetos del derecho: “Corresponde al Estado regular y ejercer la suprema inspección y vigilancia de la educación con el fin de velar por su calidad, por el cumplimiento de sus fines y por la mejor formación moral, intelectual y física de los educandos; garantizar el adecuado cubrimiento del servicio y asegurar a los menores las condiciones necesarias para su acceso y permanencia en el sistema educativo”.
Hoy, 3 décadas después de aprobadas la Constitución del 91 y las leyes 115, de educación formal preescolar, básica y media y no formal, y la 30 sobre educación superior, es imperativo decirlo sin ambages ni eufemismos: El Estado colombiano, que en todos sus planes de gobierno habla del “derecho a la educación”, ha incumplido su propia Constitución en esta materia; no ha hecho esfuerzos serios y progresivos por garantizar ese derecho a todas las personas, y por el contrario, ha ido en contravía al ignorar los fines de la educación señalados en la ley y ha decretado el desfinanciamiento del sector al realizar dos reformas constitucionales para cercenar en este nuevo milenio los recursos que en los años 90 se definieron para el cumplimiento en todos los niveles educativos.
Con la autocracia institucionalizada del extendido gobierno neoliberal de estos 30 años se ignoraron los fines de la educación, que fueron concertados con el país educativo, y se impusieron unos estándares y competencias que han sido la muestra año a año de su fracaso (ver histórico de resultados de sus propias pruebas PISA y Saber), lo que ha ido en paralelo con la desfinanciación, que mantiene siempre deficitarias la educación superior, que pierde día a día sus posibilidades en cobertura, pertinencia e investigación, y la educación inicial, básica y media, que solo recibe recursos por cada estudiante matriculado que permanezca, y no por todos los titulares del derecho, y para ser más claros, transfiriendo por persona menos de la mitad del costo real de la canasta educativa, que es lo referido a docentes, servicios, instalaciones, alimentación, transporte, útiles, conectividad, entre otros.
Se tiene un Estado al que, por su sentido de la eficiencia y por su incomprensión de la noción de derecho, financieramente parece convenirle expulsar a quienes más debería apoyar. Es un Estado indolente, y a veces hasta insolente, cuando culpa de los malos resultados de su propio modelo a sus maestros y a los mismos estudiantes y sus familias, que precisamente son víctimas de él. Se vive en un país que, en lugar de apoyar más, condena y sanciona a quienes no cumplen, o no pueden cumplir, los requisitos de llegar a estudiar, permanecer y contestar en pruebas “lo que deben”.
Se sanciona, al ignorar en los presupuestos, al niño y al joven desaplicado, al que vive lejos, al que no tiene zapatos, al que tiene que trabajar, al que no se adapta al juego, al que se aburre con lo que no le dice nada ni lo motiva, y así, tenemos que cada año hay cerca de 1,5 millones de infantes de 3 a 5 años para quienes no existe la educación preescolar y que cuando entran en 1º de primaria ya llevan en sí la huella de una inequidad que difícilmente podrán superar. ¿Qué puede sentir un niño de 6 años cuando entra en el colegio y empieza a sufrir de desubicación al encontrarse dentro de una competencia en la que otros ya tienen entre 1 y 3 años de preescolar? ¿Qué sienten las familias de poblaciones pequeñas y de veredas en donde todavía no se sabe de educación en prejardín, jardín y transición? ¿Qué le queda a un niño o niña desatendida, si no el llenarse de algún valor de fuerza, de maña o de viveza para “no dejarse” de los demás y poder crecer al lado de ellos? Se es cruel en la etapa más crucial.
Buena parte de esa injusticia de entrada seguirá su curso de allí en adelante en la deserción, la repitencia y la llamada “pérdida de años”. Según datos del mismo Ministerio de Educación, en primero de primaria 1 de cada 4 niños ya lleva por lo menos un año de retraso; en 5º, 1 de cada 3; y en 9º, por poco se llega a 1 de cada 2. Examinada la matrícula 2018, se encontró que la trayectoria educativa completa hasta el grado 9° (fin de educación básica) la obtiene el 90% de los estudiantes matriculados en instituciones urbanas, mientras que apenas el 50% la alcanzan los de las rurales, y hasta terminar la media (en grado 11°), la logra el 71% de los urbanos y el 34% de los rurales[1]. De quienes entran en el aparato escolar, que no son todos, sólo 1 de cada 3 estudiantes rurales se gradúa de bachiller, y 1 de cada 2 apenas completa su educación básica. De quienes estudian en zona urbana, que tampoco son todos quienes debieran, se podría decir, siendo benévolos, que 3 de cada 4 estudiantes completan el bachillerato.
La tendencia exitista que alimentan las pruebas externas a las instituciones, como las Saber, mantiene unas lógicas a revisar en el aparato escolar. La tasa de reprobación total de preescolar a media fue de 6.8% por año, y la de deserción de 3,2% en 2019. Prácticamente, de 2 estudiantes que reprueban “el año”, 1 repite el grado y el otro deja de estudiar. Se confirma la dolorosa afirmación de que se tiene un estado de cosas que tiende a la exclusión, cuando podrían tenerse enfoques pedagógicos y administrativos en donde, por ningún motivo, haya riesgo de expulsión del aparato escolar. Debería hacerse más por quienes tienen menos para cumplir.
Como se ha dicho, no entran todos quienes debieran, y se van quedando en el camino, muchos con resentimientos y sin ilusiones, por la forma como se hacen las cosas, las que, y Colombia lo tiene muy presente, llevan a muchas precariedades en empleos, condiciones y estilos de vida y a una explosión de los “nini” -ni estudian ni trabajan- en las calles de muchas ciudades los años anteriores, y que esa situación sigue ahí latente, como una bomba fácil de estallar de nuevo. De seguir en lo mismo, no se puede pretender que resulte diferente.
Como otras muestras de “la coherencia” de esta actitud ante el derecho a la educación, vale observar que a 30 años de vigencia de la Constitución como Estado social, con vergüenza se tienen regiones de Colombia con tasas de analfabetismo superiores al 10%. ¿Es admisible que haya miles y miles de colombianos nacidos del 90 para acá que no hayan aprendido a leer y a escribir? ¡Colombia tiene cerca de 1,8 millones de analfabetas!
Aunque las cifras dicen que actualmente el Estado apoya al 65% de colombianos en edad escolar en todos los niveles y que el 12,5% de los graduados como profesionales han recibido su apoyo en universidades públicas, lo cual es de valorar en las familias porque lo han hecho con esfuerzo, aún se está lejos de calificarse a Colombia con logros destacados en la garantía del derecho por parte de los gobiernos. En promedio, los países de la OCDE, que para el neoliberalismo colombiano son el modelo, atienden con recursos públicos el 84% de su educación, a lo que hay que considerar las ya superiores condiciones de vida y riqueza cultural que tienen sus familias[2]. De quienes en Colombia hacen su trayectoria educativa pagando en instituciones privadas (el 35% del total de estudiantes), se gradúa como profesional 1 de cada 3.
Ahora, resulta también pertinente traer a colación que el Informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo PNUD con su índice de desarrollo humano, IDH, estimó que en Colombia el promedio de escolaridad fue de 8,5 años en personas mayores de 25 años en 2019[3], cuando la meta era de 14,4 años. Hace 3 años ya había una distancia de 6 entre realidad y meta esperada. Cuando empezó a aplicarse el índice, en 1990, se tenía como término que a los niños que entraron en las instituciones educativas en esa época se les asegurara como mínimo 9 años de escolaridad, lo que ni siquiera se ha alcanzado en 30 años.
Los datos de cierre de 2022 permitirán leer los efectos de la pandemia en lo relacionado con cobertura, pues se espera que 2023 sea el año de regreso a la “normalidad” con presencialidad total y el de balances a profundidad.
Desde César Gaviria, Presidente en 1991, han desfilado 7 nuevos gobiernos y van 30 años sin estrenar la Constitución para los más pequeños de los pequeños, para los más fregados de los fregados. Estado cruel con lo más crucial. Un estado de cosas por revisar a profundidad, una comprensión del derecho a la educación al revés. “Severo reto”, dirán los jóvenes, tienen el nuevo gobierno y unos cuantos más de los que sigan: esto se va a tomar sus buenos años.
En artículos en ediciones siguientes de esta revista, y aprovechando la amabilidad de la Corporación Sur, se compartirán reflexiones sobre los demás niveles educativos más allá de la educación básica (9º grado) y elementos de una propuesta, construida con aportes de centenares de actores de la educación, para llamar al nuevo gobierno, y por supuesto con el país educativo, a una gran convergencia, y ojalá a un Pacto nacional, por el derecho a la educación, pero como debe ser: el derecho al derecho.
Para este artículo se tomaron apartes del documento “Pacto nacional de convergencia por el derecho a la educación” incluido en el libro “Agenda de transición democrática: otra Colombia es posible”, publicación de Corporación Sur. Se invita a ver el libro en https://www.sur.org.co/libroagendatransiciondemocraticacol
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[1] MEN (2018) Comportamiento matrícula Colombia 2018. Documento en Power Point de J.C. Martínez.
[2] (OCDE). (2016). Revisión de políticas nacionales de Educación en Colombia.
[3] PNUD. Informe sobre Desarrollo Humano 2020. La próxima frontera: desarrollo humano y el Antropoceno.
Fernando A. Rincón Trujillo, Fernando Antonio Rincón Trujillo.
Foto tomada de: Semana.com
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