“Que Trump viole la Constitución es, para sus seguidores, un hecho menor, incluso justificable cuando de lo que se trata es de salvar el país de una turba de maleantes que ponen en peligro su proyecto de “hacer de nuevo grande a los Estados Unidos”. Mauricio García Villegas, El país de las emociones tristes, 2020, p. 75.
El miércoles de la semana pasado, Washington vivió una conmoción que no se esperaba, la presencia de una airada turbamulta, “mob”, incentivada por el propio presidente saliente.
Ella puso en situación crítica al sentido común dominante al enfrentar éste la gran división reinante en la diversa, pluralista nación americana, que no logra aún sanar sus heridas después de existir como república oligárquica que reproduce el sistema capitalista.
Tal y como la pensaron sus padres fundadores, la razón presidencial ha descubierto ante propios y extraños su lado oscuro, y el impeachment contra el presidente saliente no restañará las heridas.
La intención explícita de Mr. Trump era intimidar, y respaldar el bloqueo de la no proclamación de Joe Biden, por el poder legislativo del triunfo del nuevo presidente. Para ello se había primero dispuesto el trabajo del abogado Rudy Giuliani y su bufete. Este experto en seguridad y exalcalde de New York, que recibiera loas y muchos dólares invitado a asesorar a más de un alcalde de Bogotá.
De otra parte, el filibusterismo de parte del establecimiento republicano venía preparándose con la debida anticipación. Esta vez tenía por capitán visible al senador Ted Cruz, y once colegas más, en parejas de senadores y representantes, como establece el procedimiento de la ley electoral. Y la medianía de Mitch Macconnell, que se mantuvo permisivo y agazapado como cabeza de la mayoría del senado.
Para que estos objetaran, como en efecto objetaron, los resultados de varios de los estados en disputa, acreditados por el Consejo Electoral. Resultados que son revisados en público por el Congreso en pleno.
Es la lógica de los checks and balances del presidencialismo republicano estadounidense que agoniza. Es éste un ritual que casi nunca termina en nada distinto a una consagración de lo ya sabido, pero esta vez no.
Esta vez, además, estaba pendiente en manos de quién quedaría la joya de la corona, el control del poder legislativo por uno de los dos partidos en contienda. No lo resolvieron las elecciones ordinarias, al establecer antes quién sería la pareja de senadores por el estado de Georgia. Porque las votaciones previas no alcanzaron el 50% exigido por la ley.
Al llevarse a cabo la nueva votación el resultado fue contrario al de los senadores republicanos “incumbentes.” Estos garantizaban el control del senado, y, en últimas del congreso, porque la cámara, a pesar de la disminución en las sillas, siguió en cabeza de los demócratas, bajo el comando de la octogenaria y enérgica Nancy Pelosi.
Ahora, dos demócratas, una dupla conformada por un judío y un afro, crecidos en el “melting pot”, Jon Ossoff y el pastor Raphael Warnock, consiguieron más del 50% de la votación. Así rompieron también la tradición de veinte años de control republicano del senado, a la vez que eligió por primera vez a un afroamericano al senado. Se comprobaba la nueva mayoría demócrata en el estado de Georgia, que le dio primero el triunfo a Biden.
Esta doble victoria puso a los demócratas bajo control de dos poderes legislativos y ejecutivo. Eso sí, la rama jurisdiccional del poder público quedó bajo control republicano, toda vez que el presidente Trump nominó y posesionó nuevos magistrados. La última es una jueza gris, pero de clara estirpe conservadora, para remplazar a la fallecida Bader Ginsburg, que había sido nombrada por el presidente Clinton.
En contraste, la “bestia rubia” con tal proceder cerró también una tradición republicana que tuvo como cultor al mismísimo Abraham Lincoln, el espantapájaros de Mr. Trump. Él declinó, en su oportunidad, la potestad de nombrar a un nuevo magistrado de la Corte Suprema. Esperó que lo hiciera quien obtuviera la presidencia.
Todo quedó claro en el campo de batalla. Nada le importó a Donaldo, autoproclamado sucesor de Lincoln; según él su versión mejorada, y adecuada para las lides del siglo XXI. Pero la Corte Suprema tampoco se doblegó esta vez a los “caprichos y trinos” de Trump.
De Tara al Esperpento del Presidencialismo Posmoderno.
“Lo mismo ha ocurrido en Colombia: cada vez que los líderes de los partidos justifican la ilegalidad y el abuso es porque ven en ello un asunto menor en medio de un gran proyecto de salvación nacional (el objeto sagrado).” Mauricio García Villegas, op cit., 75.
Margareth Mitchell conquistó la fama cuando escribió una gran novela, Gone with the Wind, que nosotros unos adultos y otros jóvenes luego conocimos en la monumental versión cinematográfica del cine hollywoodense: Lo que el viento se llevó. Protagonizada por tres grandes actores, Vivian Leigh, Clark Gable y Leslie Howard, más un elenco de luceros rutilantes girando en torno suyo.
El paisaje bucólico de una gran hacienda esclavista, Tara, a punto de explotar. En las cercanías de Atlanta, a 30 kms, un poco más lejos que el Ubérrimo lo está de Montería. Era la segunda mitad del siglo XIX, cuando todas las pasiones hierven entre los blancos, mientras el telón de fondo son los esclavos negros que advierten las tensiones entre quienes son los propietarios de sus vidas y heredades.
Clark Gable es el nuevo señor, pero un gran incendio será el colofón que reducirá todo el pasado a cenizas, en medio de la soberbia de la dueña anterior, una altiva Vivian, quien luce sus galas actorales y modales señoriales.
De Tara a hoy, nos trasladamos a otra colina, la del Capitolio, donde aparece empenachada la figura de un indio americano; una combinatoria un tanto bizarra que muestra el pastiche posmoderno que sigue siendo la promesa del melting pot americano molido por el salvaje despliegue del capitalismo especulativo que puso patas arriba a los Estados Unidos en el 2008.
A tal combinación híbrida se une, igualmente, abajo, a la entrada, la figura en piedra del padre de la democracia estadounidense, el leñador convertido en abogado presidente, Lincoln, cuyas loas cantó un gran poeta de las tierras del indómito sur andino, Pablo Neruda, en Que despierte el leñador. Horadados sus acantilados por las caricias incansables del Océano Pacífico.
La verdad sea dicha, el monumento en piedra no es una edificación que honra a la Democracia griega, sino a la República romana, que fue la cuna de la representación y no de la participación política. Esta había quedado sepultada con las autonomías aplastadas por los ejércitos de los guerreros macedonios comandados por Filipos y Alejandro, padre e hijo, constructores del imperio helenístico.
De ese modo se representa en la arquitectura del Capitolio, la fórmula creada por el presidencialismo norteamericano que tres padres fundadores apadrinaron vigilantes, Madison, Hamilton y Adams, los federalistas en guardia cerrada contra los antifederalistas. Una figura de ingeniería política dizque dispuesta para prevenir el abuso contra las minorías y la garantía de larga vida de la separación entre elites y multitudes.
Pues, bien, en el esperpento del pasado miércoles, digno de Valle Inclán, con el carnaval del Capitolio, toda esa “leyenda patricia” quedó hecha trizas en un santiamén. Perpetrada por una masa neoconservadora posmoderna, que tuvo como su ventrílocuo de pueblo, a nadie más ni nada menos, que el presidente saliente. Que se acompañaba de selfies y likes mientras escalaba como escarabajos las paredes del lugar sagrado de la “democracia”, y rompía las ventanas con complaciente alevosía.
Él llamó a la masa airada de sus partidarios que sueñan con lo que el viento se llevó: hacer de nuevo grande a los Estados Unidos, mientras se encuentran asfixiados por las afugias económicas y las amenazas de la muerte in crescendo, el fruto negro de la pandemia del Covid-19, que ya supera los 4.000 fallecimientos por día.
Pero, en la noche del 6 de enero
“Si algo nos enseña la evolución es que los seres humanos somos creaturas pasionales y que si tenemos racionalidad ella está destinada sobre todo a conseguir victorias sociales y a persuadir políticamente, no tanto a encontrar la verdad filosófica o científica.” Scott Atran, en El país de las emociones tristes, p. 80.
Luego del asalto al Capitolio y a la razón instrumental, para parodiar a Lukács, la que rige los designios del capital desatado, el vicepresidente Mike Pence, casi sin inmutarse, con la comparsa de Mitch Macconnell siguieron con el show de la representación, porque el “show debe seguir”. Quedó así aprobado el decir del Consejo Electoral, y, por igual, la mayoría demócrata del senado.
De las tierras de la mítica Tara, dos parias de la historia humana, objeto de razzias, uno, en la Europa del este, y el otro de la esclavitud de las poblaciones africanas occidentales traídas al nuevo continente, vendidas a veces por sus propios jefes tribales, son los heraldos de un nuevo tiempo que está marcado por la decadencia de un gran imperio, coronado por el presidencialismo imperial que recibiera carta de ciudadanía en Philadelphia en las postrimerías del siglo XVIII.
No hay duda que vuelven a sonar las campanas de la democracia prometida y nunca cumplida. A contramano de las elites triunfadoras y perdedoras. Ha habido fuego transformador desde los dos costados de la multitud ciudadana, en su ambigüedad.
Una parte de los sin parte votando para darle la victoria al dúo Biden/Harris, Ossoff/Warnock. La otra parte movilizada con violencia para decir que poco o nada le interesa esa representación, que ellos quieren reelegir a su deseo que encarna un ídolo mediático fabricado a lo largo del siglo XXI, una mezcla de pastiche posmoderno y becerro de oro. Y en las calles han quedado según contabilidad conocida 5 muertos en esa arremetida.
Esta es una ambigüedad que bien destacan los escritos de Paolo Virno. De un lado, una tromba multicolor que ha chocado con aires de fiesta y rabia, una masa contra insurreccional, en las calles que contó con una policía obsecuente con la arremetida de estos blancos, quienes caminaron y se encaravanaron desde los suburbios pobres de Washington y las ciudades cercanas para exhibir sus querellas y su fe.
Están todos envueltos por el fetiche del dinero, que respalda la liturgia breve plasmada en leyenda de las monedas: In God we Trust. Monedas que ya muy poco compran, pero que sirven para pagar los parqueaderos en las calles, por donde circula avasalladora la mortal pandemia.
Esta es una lección anticipada para el régimen parapresidencial de Colombia. Por él están doblando las campanas, en medio de la inutilidad de sus sacristanes presidentes y alcaldes, que permiten la masacre impune de la feligresía en los campos y ciudades.
Los “líderes” de que habla el bien concebido texto autobiográfico del colega Mauricio, en la Pararepública que conocemos desde los tiempos de Uribe Vélez, en cambio, se van quedando solos. Pronto tendrán que preparar asaltos contrainsurreccionales como el que aquí prepararon Trump, Cruz, y Mitch Macconnell. En ese oficio estamos viendo hacer sus pinitos a Duque, Uribe, Trujillo, y asociados.
Pero no podrán parar el éxodo de las multitudes, que pronto pasarán del frío de las pasiones tristes al fuego de las pasiones alegres, para sepultar los manes del biopoder y permitir que florezcan las primaveras de la biopolítica.
Spinoza volverá a tener razón, según parece. Colombia y Estados Unidos habrán dejado de ser los países, gemelos, en ser malgobernados por las “emociones tristes”. Porque las multitudes se habrán atrevido, por su propia cuenta y riesgo, a dejar a un lado cien años de soledad.
Miguel Angel Herrera Zgaib, PhD.
Foto tomada de: Los Angeles Times
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