En un momento en que el gobierno de los Estados Unidos implementa políticas de expulsión hacia migrantes residentes, etiquetándolos como “enemigos de la sociedad”, esta crónica emerge como un testimonio de la diáspora moderna. Es un relato que no solo narra mi viaje entre raíces y alas, sino que también refleja las luchas, los sueños y las contradicciones de quienes, como yo, buscamos oportunidades lejos de casa. Esta historia es un recordatorio de que, aunque las políticas migratorias intenten dividirnos, nuestras raíces y esperanzas nos mantienen unidos. Aquí, entre partidas y regresos, encuentro un mensaje de perseverancia: no somos enemigos, somos seres humanos en busca de un lugar donde florecer, incluso cuando el mundo parece decidido a eliminarnos por completo.
La Decisión
Después de años de negarlo, finalmente decidí viajar a Nueva York. La idea había rondado mi mente como un susurro persistente, pero ahora tomaba forma. Dos razones principales me empujaron a dar el salto: la primera, reencontrarme con mi familia, dos hermanas a quienes no veía desde hacía 15 y 17 años, y que ahora residían en esa ciudad que nunca duerme. La segunda, explorar nuevas oportunidades laborales, académicas y sociales. Partir no era fácil. En mi piel, en mi corazón y en mi mente, llevaba aferrado el terruño que me vio nacer, ese lugar donde había construido mi vida. Pero Colombia, mi querida Colombia, parecía exigir cada vez más combustible para despegar: la guerra, el desempleo, la corrupción. Para algunos, el país era una nación sin futuro; para mí, era un lugar que, aunque herido, merecía ser reconstruido. Y mientras yo partía, llevaba conmigo la esperanza de regresar algún día para aportar lo necesario para su renacimiento.
La Salida
El viaje comenzó con un sinfín de recomendaciones: “No hagas favores, no lleves paquetes, no hables con nadie, no digas adónde vas, no lleves el registro civil ni fotografías…” La lista parecía interminable. Estas advertencias no eran gratuitas; obedecían a las experiencias de quienes habían viajado antes. Historias de mulas, engaños y paquetes sospechosos flotaban en el aire como sombras.
En el aeropuerto, las preguntas eran inevitables: “¿A dónde va? ¿Qué va a hacer? ¿Con quién se queda?” Luego, los procedimientos: “Firme aquí, súbase la camisa, bájese el pantalón…” Radiografías, miradas inquisidoras, interrogatorios. El trato no era el de un conciudadano; más bien, se partía del prejuicio de que todos viajábamos “cargados”. Sin haber pisado el avión, ya me sentía culpable. Culpable por buscar oportunidades, por querer explorar otros horizontes. Pero también entendía la otra cara de la moneda: el tráfico de drogas, dinero, joyas y hasta animales que día tras día salían del país. Era el reflejo de un problema más profundo: la falta de oportunidades.
Al despegar, me invadió un sentimiento ambivalente. Por un lado, la culpa de dejar atrás un país que necesitaba de sus ciudadanos para reconstruirse. Por otro, la esperanza de que, desde lejos, podría aportar algo para su transformación.
La Llegada
Después de cinco horas en el aire, contemplando las nubes teñidas por los rayos del sol como cuadros surrealistas, aterricé en el aeropuerto internacional John F. Kennedy de Nueva York. El recorrido fue largo: pasillos interminables, filas interminables. Una mujer con voz firme nos indicó dónde formarnos: residentes a un lado, turistas al otro. Pero las reglas parecían flexibles, y pronto las filas se mezclaron.
El agente de inmigración me recibió con una mirada intensa. “¿A qué viene? ¿Qué va a hacer? ¿Cuánto tiempo piensa quedarse?” Pasaporte, visa, más preguntas. Finalmente, un sello en mi pasaporte y una fecha límite para “vacacionar” en el país. Después, la espera en la banda de equipajes. Ahí fue Troya: señoras empujando con sus maletas gigantes, hasta que por fin apareció la mía. Al salir, al azar otro agente revisó mi equipaje. Tres minutos después, un “Welcome” cordial me recordó que, después de todo, había llegado a un lugar nuevo.
El Reencuentro
Al salir del aeropuerto, me esperaba mi familia. Las lágrimas brotaron sin aviso: lágrimas de felicidad por el reencuentro, pero también de amargura por los años perdidos. En un instante, mi mente viajó a la infancia y la adolescencia, a todo lo que habíamos vivido y lo que habíamos dejado de vivir.
Nueva York era abrumador. Otro idioma, otra simbología, otra forma de pensar y comportarse. La adaptación no sería fácil. Los primeros días estuvieron marcados por la ansiedad: comía sin parar, fumaba más de la cuenta, bebía unos tragos para calmarme. La impotencia se apoderaba de mí, sin saber muy bien en qué ocupar mi tiempo, después de haber dejado atrás un presente incierto.
Pero en medio de la confusión, había algo que me sostenía: la certeza de que este viaje era necesario. No solo para reencontrarme con mis raíces, sino para descubrir nuevas alas. Y aunque el camino no sería fácil, sabía que al final valdría la pena.
El Hacer para Sobrevivir
Les cuento que se me acabó el trabajo en el restaurante. La razón: soy demasiado lento para trapear, lavar baños, cargar cerveza y hielo, lavar platos, limpiar vidrios, reciclar botellas, recibir las carnes, los quesos, el licor, cambiar las cervezas de barril, lavar platos y cubiertos, asear los filtros de la cocina, lavar los fogones y parrillas… Uf, me cansé de escribirles. Como bien lo observan, soy demasiado lento. ¡Qué pesadilla de sueño!
De todas formas, aquí hay trabajo para el latino, ya sea como ingeniero sanitario (lavando y trapeando baños), como ingeniero de alimentos (trabajando en cocinas), como corredor de la Bolsa (cargando y reciclando basura), o como ingeniero mecánico (parqueando carros). El problema, por lo general, es la falta de licencia de trabajo, que es difícil conseguir, máxime cuando el gobierno de este país, por la zozobra y paranoia de otro atentado o por considerar que somos “enemigos”, está emitiendo normas más restrictivas para los emigrantes.
Después del trabajo en el restaurante-bar estuve laborando con CARPETS. Sí, pero no como archivador en una biblioteca, ni mucho menos en una oficina de registro o inmigración, ni como vendedor en una bookstore (tienda de libros), ni en una ONG y mucho menos en un centro de investigación… Bueno, que vuele esa imaginación, amigos ensoñadores. Se trata de despegar y cargar alfombras, actividad acompañada de llevar a lomo herramientas, de mover y cargar fornitura (muebles… ¡oh, que tan pesados y mal olientes!).
Que verano en NY y no para de llover (rain). Llueve en mis ojos, en mi rostro, en mis axilas y pies, en fin… sigue lloviendo y ¡un verano en NY! Y que verano. Las labores se iniciaban a las 6 am, me recogían en la casa (¡qué ventaja, ¿no?). De ahí nos desplazábamos a Long Island, una hora y 45 minutos aproximadamente, allí en una bodega empezaba el usufructo de los músculos, recogíamos las carpetas (300 o 400 kilos, equivalentes a 300 yardas) y las metíamos a una camioneta Ford cerrada, ahí quedaba espacio para las dos sillas delanteras y qué odisea para cuadrar el tercer puesto, paisa pues organícese ahí y haga un rotico que ya vamos a llegar. Ah, ah, ah, pues de ahí en adelante, el duro, el magister, el que se gana 400 o 600 dólares al día, coge su cartografía (¡qué elegancia, aquí existe la cultura del mapa, bueno, mantener contentos a los que llevamos la carga. Definía la ruta y empezamos a viajar por la ciudad que nunca duerme, sólo sueña.
…Empezamos a viajar por la ciudad que nunca duerme, NY (pues que va a dormir, si toca trabajar hasta tres jornadas, ¡uy qué sueño! Se escuchan ronquidos…). Si quedaba tiempo, lonchábamos (lunch). Llegábamos a ciertas casas (a propósito, todas son de cartón… son de cartón… son de cartón), ¡qué casas! Algunas en óptimas condiciones y otras inundadas de suciedad, de animalejos (zoociedad) con alfombras que apestan, pero paisa traiga la herramienta y comience a despegar.com, que toca traer la carpeta de 125 yardas (es demasiado pesada y toca entre dos). Las carpetas toca doblarlas (¡qué camello o mejor qué expocamello, que vivan los jóvenes!), agarrarlas y alzarlas, sus tejidos gruesos marcan las manos y en muchas ocasiones las orejas, pues toca cogerlas con mucho tacto y buen ritmo (do-re-mi-fa-sol).
Para pegar las carpetas, toca instalar unos tacks, que son varillas de madera de un metro con 50 cm, llenas de puntillas hacia arriba, ¡qué chuzones! Pero no haga sino chupar… los dedos para que amortigüe el pinchón. En fin, toda una odisea. Las jornadas por lo general terminaban después de las 6 de la tarde, 8, 9, 11… Para finalizar, adivinen por qué se acabó el trabajo. No adivinan… no tiene que ver con raíz cuadrada, ni con logaritmos, ni con exponenciales. Sí tiene que ver con obeliscos (construcción griega, a propósito, el más alto construido por la humanidad está en la ciudad de Washington, en homenaje a su expresidente, pero qué fiasco hecho en mampostería, nada que ver con la cultura egipcia… las apariencias engañan); tiene que ver con el sol, tiene que ver… ya están adivinando, ¡qué maravilla! Tiene que ver con noticias, con sucesos, con hechos… Adivinen conmigo… EL TIEMPO, pero no el de los Santos, MI tiempo, mi forma de concebirlo, de concretarlo en movimientos y pensamientos… mi levedad, mi ser…
“Sabe qué, paisa, usted como que solo ha hecho trabajo de oficina, ¿cierto? (léase de escritorio), pues es mejor que le siga aportando a la humanidad con su pensamiento; pues yo necesito una persona que pueda entrenar, que mueva el motor; que me reemplace en ciertas actividades y que dure conmigo mucho tiempo, además como usted se va para Locombia, pues nos vemos y yo lo llamo para pagarle, gracias y pa’lante viejo paisa” (palabras del director de orquesta).
El Retorno
La partida no es solo un adiós; es también un comienzo. Un viaje entre raíces y alas, entre lo que dejamos atrás y lo que está por venir. Y en ese equilibrio, encontramos la fuerza para seguir adelante.
Después de meses de lucha, de noches largas y días interminables, de sentirme extraño en una tierra que no era la mía, decidí que era hora de volver. Nueva York me había enseñado muchas cosas: la resiliencia, la adaptación, la importancia de la familia y, sobre todo, el valor de mis raíces.
Colombia, mi querida Colombia, me esperaba con los brazos abiertos. No era un país perfecto, pero era el mío. Un lugar donde, a pesar de las dificultades, había espacio para soñar y construir. Regresé con una maleta llena de experiencias y un corazón lleno de esperanza. Sabía que no sería fácil, pero también sabía que valía la pena.
El retorno no era una derrota; era una victoria. Había partido en busca de oportunidades y regresaba con la convicción de que las oportunidades también estaban aquí, en mi tierra. Con cada paso que daba en suelo colombiano, sentía que estaba contribuyendo a su reconstrucción, a su renacimiento.
Epílogo
La vida es un viaje constante, un ir y venir entre raíces y alas. A veces, partimos para encontrarnos a nosotros mismos, para descubrir nuevas posibilidades. Otras veces, regresamos para reconectar con lo que siempre hemos sido.
Colombia no es un país sin futuro; es un país lleno de potencial, de gente trabajadora y soñadora. Y aunque el camino sea difícil, cada uno de nosotros puede aportar algo para transformarlo. Mi viaje a Nueva York me enseñó que las oportunidades no solo están en el exterior; también están aquí, en nuestra tierra, esperando a que las cultivemos.
Así que, si alguna vez te sientes perdido, recuerda que las raíces siempre te sostendrán y las alas siempre te llevarán a donde necesites ir. Porque, al final, la partida no es más que el comienzo de un nuevo retorno.
Luis Angel Echeverri Isaza– Trabajador Social, MG en Investigación en Problemas Sociales Contemporáneos
Foto tomada de: NuevaYork.es
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