El único que no parece haberse sorprendido ha sido Dios, así sea porque todo lo sabe o porque dispone de una surtida hemeroteca de la que no disponen los grandes medios.
Y es que, y Dios lo tiene claro, no es la primera vez que Trump es elegido presidente. Ya antes había sido presidente aunque usara otros nombres y lo fuera en otros años: R. Reagan y George W Bush, por citar dos casos recientes, también pudieron llamarse Donald Trump.
Del presidente Trump se resalta esa máxima en que pretende resumir la política de su gobierno: “América para los americanos”. Pero tal proclama ni es nueva ni es original. En todo el mundo, energúmenos como él vienen sosteniendo los mismos principios y a todos los niveles. Desde el “Francia para los franceses” con que la derecha gala impulsa a su candidata, hasta el “Azkoitia Azkoitiarentzat” con que el PNV de Azkoitia buscaba capitalizar los votos del miedo y la ignorancia. Tampoco en Estados Unidos Trump está innovando nada. Su “América para los americanos” fue parte del compartido credo de aquellas primeras 13 colonias estadounidenses que hace más de dos siglos comenzaron a estirarse y a ocupar México, el Caribe, Centroamérica… En 1823 James Monroe lo certificó y Teddy Roosevelt lo rubricó en discurso al Congreso a principios del siglo XX. Como sostén a su proclama T. Roosevelt también enarbolaba su “Big Stick”, “porque hay que hablar serenamente mientras se sostiene un gran garrote” y porque “ningún triunfo es tan grandioso como el supremo triunfo de la guerra”, argumentos que le valieron, por cierto, un Nobel de la Paz. Y así lo han venido haciendo todos los presidentes estadounidenses. Trump, simplemente, se ha atrevido a reeditar públicamente aquella vieja máxima de “América para los americanos”. De hecho, en la mayoría de los países latinoamericanos ostenta más poder y gobierno la embajada estadounidense que el propio estado. Y por si no bastara con su embajada, son decenas las bases militares distribuidas por América y el mundo con la misión de disuadir cualquier posible duda sobre la idoneidad de los gobiernos que elige la embajada. Nadie lo expresó de mejor manera que el que fuera Secretario de Estado, Henry Kissinger, cuando tras el golpe de Estado contra Allende en Chile en 1973 expresó: “No veo porqué tendríamos que quedarnos de brazos cruzados contemplando como un país se hace comunista debido a la irresponsabilidad de su pueblo”.
Y no fue el irresponsable de Trump el presidente que dispuso rescatar de la irresponsabilidad a los chilenos sino Richard Nixon, ni el cretino de Trump el que tumbó el democrático gobierno de Jacobo Arbenz en Guatemala en 1954, sino Eisenhower; ni el idiota de Trump quien autorizó el desembarco de los cochinos en Cuba en 1961, sino John F. Kennedy; ni el payaso de Trump quien invadió la República Dominicana en 1965, sino Lyndon Johnson; ni la infame familia de Trump la que devastó Iraq, sino la familia Bush; ni el mamarracho de Trump quien depuso los legítimos gobiernos de Paraguay, Honduras y Brasil y destrozó Libia y Siria, sino Obama y su mano derecha Hillary Clinton.
No importa lo que el gobierno de Trump haga, no estará haciendo nada que no hayan hecho antes quienes le precedieron en el cargo, con el respaldo europeo y el aplauso de los grandes medios de comunicación.
De Trump también se ha denunciado como una de sus propuestas más inhumanas la construcción de un muro en la frontera con México y que el propio Trump se jacta de que pagará el gobierno mexicano, pero tampoco es Trump un pionero en tan deleznable práctica. Antes que él Bill Clinton levantó un muro en esas mismas fronteras en los estados de Sonora, Baja California, Nuevo México y Arizona, y en el 2006, durante el mandato de George W. Bush, el Senado estadounidense aprobó por amplia mayoría la ampliación del muro en 595 kilómetros más.
De Trump se destaca su carácter zafio, grosero, machista, racista… y lo es y en un grado insoportable, pero tampoco es el primer presidente estadounidense en disfrutar semejantes virtudes. Ronald Reagan, entre risas, reconocía que la causa de que EEUU invadiera Grenada se debía a que esa diminuta isla caribeña era la principal productora de nuez moscada del mundo; que ese era un ingrediente clave del pavo asado con que los estadounidenses celebran el Día de Acción de Gracias y que, en consecuencia, no podía permitir que cayera en manos de los comunistas y le fueran a arruinar la fiesta. Poco más tarde, el mismo presidente Reagan, siempre de buen humor, no tuvo mejor ocurrencia que anunciar públicamente: “Conciudadanos, tengo el gusto de informarles que he firmado una ley que prohíbe a Rusia para siempre. El bombardeo comienza dentro de cinco minutos.” Bill Clinton, que además del saxo tocaba el sexo, negó el adulterio hasta cuando, acorralado por las denuncias y las evidencias, acabó aceptando una “relación impropia” con una becaria. Teddy Roosevelt llamaba públicamente a su órgano sexual “Jumbo”, tal era el tamaño y poder que le suponía. George W. Bush admitió en rueda de prensa y cuando eran visibles en su rostro algunos hematomas, haberse atragantado con unas galletas “Prezzler” mientras veía por televisión un partido de fútbol americano por lo que, a punto de ahogarse, perdió el sentido y, al caer, se golpeó contra un mueble. Hasta lamentó no haberle hecho caso a su madre que siempre le advertía la conveniencia de masticar bien unas galletas que, se ignora si también se las bebía o las esnifaba. El propio Bush que en entrevista con el reportero Robert Draper reconocía: “Los iraquíes me observan, las tropas me observan, la gente me observa. Aún así lloro. Tengo el hombro de Dios para llorar. Y lloro mucho, lloro mucho en mi trabajo. Apuesto a que he derramado más lágrimas de las que usted puede contar. Derramaré unas cuantas mañana” confirmando que las galletas se las bebía y se las esnifaba.
Sus medidas contra los inmigrantes tampoco representan una novedad. Reagan, Clinton y, sobre todo, George W. Bush también los hicieron responsables de cualquier calamidad que pudiera ocurrir, del auge de la violencia, del paro, de la inseguridad. Y no solo a ellos, también a la comunidad latina y negra. La violencia policial contra esas poblaciones es tan habitual como la impunidad con que se manifiesta.
De Trump se ha afeado, igualmente, su procedencia: la farándula. Al margen de que la Casa Blanca puede ser, precisamente, el lugar más indicado para desarrollar esa tendencia, tampoco Trump será el primero en una sociedad que ya hizo presidente a Ronald Reagan, uno de los actores más mediocres que ha salido de Hollywood, y que ha visto, por ejemplo, competir por el cargo de Gobernador de California a Arnold Schwarzenegger, a un enano de circo, a un editor porno, a un luchador de sumo y a una supervedette. Ganó Terminator.
De Trump se critica su proteccionismo. Y tampoco en ello es el actual presidente un precursor. El proteccionismo productivo a nivel industrial o agrícola en Estados Unidos se ha practicado siempre y lo han practicado todos sus presidentes y gobiernos. Ya no solo incentivando a sus productores mientras en aras al libre comercio que predicaban imponían sanciones a los países que no aceptaban competir en desventaja sino, incluso, a sus propias fuerzas armadas que no están obligadas a someterse a ningún tribunal internacional de justicia y que solo pueden ser juzgados por tribunales estadounidenses aunque hayan cometido sus crímenes en cualquier otro país del mundo.
Temer que el botón que pueda desencadenar la hecatombe mundial esté en manos de alguien como Donald Trump no es tranquilizador, pero tampoco es más preocupante que cuando lo tuvieron en sus manos cualquiera de los pasados presidentes. Y oportuno seria no olvidar que Trump ahora, como antes Obama o George W. Bush o Clinton o cualquier otro presidente solo son los funcionarios que mantienen al frente de la Casa Blanca quienes en verdad detectan el poder en Estados Unidos y que nunca pasan por las urnas. Trump solo es eso, el portavoz de la empresa que tiene su asiento detrás del trono, de esas grandes fortunas vinculadas al mundo financiero, a la industria militar, automovilística, farmacéutica… que son los únicos que en esa caricatura democrática entre azules y colorados ya con 45 representaciones agotadas, en el que suele ganar el que queda segundo y en la que más de la mitad de la población ni siquiera se molesta en pasar por las urnas cada cuatro años, no necesitan votar porque son los únicos que pueden elegir.
Koldo Campos Sagaseta – Blog Cronopiando
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