Bajo el telón de fondo de esta desigualdad y privación escandalosas, uno debería tratar de comprender la reaccionaria y maligna sociopatología de una “reforma” de los impuestos del Partido Republicano que:
- Reduce drásticamente el impuesto de sociedades sin acabar con los vacíos legales y las deducciones que permiten a las empresas del país que ya manejan gran liquidez declarar sus beneficios en el extranjero.
- No hace nada para cambiar el objetivo de las empresas por maximizar las ganancias a corto plazo en lugar de invertir en la creación de empleo y salarios más altos.
- Anima a las empresas a invertir en automatización sin ofrecer ninguna asistencia a los trabajadores desplazados.
- Todo menos eliminar el impuesto sobre bienes raíces para las familias más ricas del país.
- Añade 1,5 billones de dólares de deuda pública durante la siguiente década, allanando el terreno para mayores recortes a los tres grandes programas de protección social del país –la Seguridad Social, el Medicaid y el Medicare (volverán a ser recortados en nombre de “desescalar” los denominados programas de subsidio para “reducir el déficit”).
- Otorga una mayor reducción de impuestos en los beneficios que las multinacionales han estado guardando en paraísos fiscales deslocalizados.
- Reduce impuestos sobre las empresas “pass-through” –una ventaja fiscal que será disfrutada desproporcionadamente por los ricos (1).
- Hace más fácil para la gente rica clasificarse a sí mismos como empresas para conseguir exenciones fiscales.
- Aumenta la complejidad de la legislación tributaria.
- Reduce las deducciones para los asalariados de rentas medias y bajas.
- Subsidia colegios privados y religiosos, una bendición para los empresarios que se dedican a la privatización y para la derecha religiosa.
- Acaba con el mandato individual del Obamacare, que dejará a millones sin seguro de salud y aumentará los costes de estos (2).
La “reforma” fiscal del Partido Republicano recompensa a los que ya son ricos y castiga a los pobres en un momento en el “que los beneficios empresariales después de impuestos se mantienen a un nivel récord en los últimos siete años y la parte de la renta total poseída por el 1% es más grande que nunca en la segunda mitad del siglo XX”, señala The Atlantic. La propuesta de ley que el Senado acaba de aprobar, que con seguridad será “reconciliada” con la versión de derechas de la cámara baja y firmada por Donald Trump antes de Navidad, garantiza lo que el New York Magazine llama “una grandísima cantidad de dinero caído del cielo para los norteamericanos más ricos”. Está “claro que aumentará la desigualdad de renta (y de riqueza) en un momento en el que la balanza ya está fuertemente inclinada hacia los ricos”. La nueva edad chapada en oro [“Gilded Age”] está programada para ser aún más grotescamente desigualitaria.
Como algunos propios congresistas del Partido Republicano han indicado, los legisladores del partido están actuando a las órdenes de su millonaria y multimillonaria “clase de donantes”. “Mis donantes están básicamente diciendo «Hazlo o no me vuelvas a llamar»”, dijo candorosamente a The Hill Chris Collins, republicano electo por Nueva York.
Añadiendo insulto autoritario a la afrenta plutocrática, la reforma fiscal del Senado fue metida a presión a través de la cámara alta con una rapidez brutal sin apenas una pizca de contribución pública. Como John Cassidy ha destacado en The New Yorker, “el proceso (…) ha sido una farsa del procedimiento legislativo. (…) No ha habido audiencias públicas y la medida está siendo rápidamente despachada en un par de semanas, prácticamente sin ninguna transparencia”.
La celeridad y la presión brutal reflejan que los republicanos son conscientes de que una significativa mayoría de la población rechaza la “reforma” fiscal (es curioso cómo medidas reaccionarias se venden comúnmente como “reformas”). Una encuesta de Quinnipac del 15 de noviembre reveló que solo el 25% de los votantes estadounidenses aprueban el plan fiscal de los republicanos. Más de la mitad (el 52%) está en contra. Un 59% (en contraste con 33%) de los votantes dijeron que el plan “favorece a los ricos a expensas de la clase media” y un 61% que “se beneficiarán sobre todo los ricos”. Solo el 36% cree que el plan implique un aumento del empleo y crecimiento económico.
Esto pone a las propuestas de ley tributaria de la Cámara de Representantes y el Senado, de Trump y del Partido Republicano “entre los ejemplos de gran legislación menos populares en la historia moderna, con el público rechazándolas en una proporción de dos a uno”, escribió Derek Thompson.
Entonces, ¿por qué no vemos a millones de estadounidenses en las calles protestando por el atraco fiscal descaradamente oligárquico perpetrado en nombre de la “equidad”, la “simplicidad” e incluso la “democracia”? No puedo dar plena respuesta a esa pregunta aquí. Las fuerzas y factores que han convertido a decenas de millones de estadounidenses en una masa inerte son numerosas y complejas. Se merecen la atención de libros enteros y de hecho la han recibido: Taking the Risk Out of Democracy: Corporate Propaganda versus Freedom and Liberty de Alex Carey; Sheldon Wolin en Democracy Incorporated: Managed Democracy and the Specter of Inverted Totalitarianism; Chris Hedges en Empire of Illusion: The End of Literacy and the Triumph of Spectacle; Terror of Neoliberalism: Authoritarianism and the Eclipse of Democracy de Henry Giroux; y yo mismo en They Rule: The 1% v. Democracy.
Parte de la respuesta descansa sobre la extendida creencia dominante de que nosotros, el pueblo, tenemos algo significativo que decir en la política de EE.UU. mediante la participación en las elecciones bianuales y “competitivas” de los grandes partidos, concentradas en torno a los candidatos que además se nos venden como “política” –como la única política que importa. Mostrar cómo y por qué esta es una falsa creencia fue el objetivo de mi último ensayo en Truthdig, titulado “U.S. Elections: A Poor Substitute for Democracy”.
Una segunda y desmovilizante forma de pensamiento que mantiene a la gente inmóvil frente a este miserable desmán racista, sexista, ecocida, clasista y plutocrático, es la creencia o sueño de que Robert Mueller, el fiscal especial del Russiagate, nos salvará a nosotros y a nuestra supuesta democracia empalmando un caso evidente para impeachment con una destitución por razones de conspiración con Rusia u obstrucción de la justicia.
Un notable 47% del electorado ya apoya el impeachment en menos de un año de legislatura de Trump. ¿Pero qué importa? Hay una remota posibilidad de que el tumor maligno y cuasi-fascista que es Donald Trump pueda ser extirpado de este modo. Sin embargo, siguiendo la advertencia del analista liberal Peter Beinart en The Atlantic, las posibilidades de impeachment son escasas. Esto es porque “el impeachment es más bien un proceso político antes que uno legal” y la alianza partidista en el Congreso favorece a Trump de maneras que parecen inquebrantables dado el control de la cámara por parte de los republicanos y la determinación obstinada con la que las bases de nacionalistas blancos están deplorablemente decididas a apoyar a su hombre, sin importar lo bajo que caiga. Como Beinart explica:
Activar artículos de impeachment requiere una mayoría en la Cámara de Representantes. Si se votara hoy mismo –incluso si cada miembro del partido demócrata votara a favor– se necesitarían aún 22 republicanos. Si los demócratas se hacen con la Cámara en el próximo otoño, podrían entonces aprobar artículos de impeachment por sí mismos. Pero ratificar esos artículos requeriría dos tercios del Senado, lo cual necesitaría como mínimo quince votos de los republicanos. Ese tipo de deserción masiva entre republicanos se ha hecho cada vez más complicada de imaginar, no más fácil. Se ha hecho cada vez más difícil porque estos últimos seis meses han demostrado que los votantes del Partido Republicano respaldarán a Trump a pesar de su locura y castigarán a aquellos políticos republicanos que no lo hagan. (…) Entre los republicanos, el grado de aprobación de Trump se ha mantenido señaladamente estable. El grado de aprobación de Trump entre estos no ha disminuido por debajo del 79% desde que juró el cargo. Ninguna de las pesquisas de la investigación de Muller –ni ninguna de las barbaridades de Trump– ha socavado de manera significativa su apoyo entre las filas del Partido Republicano.
Entretanto, el senador por Arizona Jeff Flake y el de Tennessee Bob Corker, los dos republicanos que han tenido la decencia de retar abiertamente a Trump, han perdido gran parte de apoyo de votantes republicanos en sus respectivos estados.
También ha sido acertadamente escéptica acerca del futuro de un “Trumpeachment” la editora política del Newsweek, la liberal Dalia Lithwick. Cree claramente posible que el pretendido “imperio de la ley” se haya convertido en “una reliquia” dentro de “nuestra persistente pesadilla de autoritarismo espeluznante”. Señala que puede que tengamos que desprendernos del “pensamiento mágico” que nos dice que los Estados Unidos “son un nación de leyes, no de hombres” mientras percibimos “el impactante desafío a la norma y a la verdad de la reforma fiscal republicana, el rechazo de los líderes del Partido Republicano a criticar o siquiera comprender la enorme violencia ejercida por Trump en sus tuits islamófobos, el pasmoso apoyo del presidente a la candidatura de Roy Moore, el silencioso contubernio republicano para designar a jueces demostradamente inapropiados y la virulencia con la que la Casa Blanca ataca a la prensa”. Mientras las tropelías de Trump se acumulan unas encima de otras, Lithwick reflexiona: “ha quedado claro que nada en absoluto convencerá a los defensores de Trump y a los republicanos en el Congreso de que es la hora de renegar del presidente. En estos términos, a veces parecería que no será suficiente con que Mueller nos de pruebas fehacientes y una acusación. ¿Y si dictan la sentencia y no responde nadie?
Como Lithwick ha escrito, la investigación de Mueller ha ayudado “a anestesiarnos y nos empuja hacia una decreciente sensación de que apenas tenemos capacidad para hacer algo. (…) Mientras que Mueller está trabajando, presentando documentos y convocando a grandes jurados”, nosotros permanecemos adormecidos por la creencia de que “nadie debe tomar la calle”.
Las posibilidades de que Mueller o algún periodista aparezca con un bombazo informativo suficientemente potente como para agitar la posición de Trump en el Partido Republicano y entre su base de nacionalistas blancos son escasas. La mayoría de los republicanos de Alabama todavía avalan al pederasta Roy Moore. La gran mayoría de conservadores reciben sus noticias del ecosistema mediático de derechas y pro Trump, encabezado por Fox News, tertulias de radio y Breitbart. Peter Beinart ha indicado que los medios de comunicación pueden contarse entre los que “minimizan o distorsionan prácticamente todo lo que Mueller o la prensa convencional descubre” y los que pintan cualquier esfuerzo por destituir a Trump como un provocativo “«golpe izquierdista»”.
Parece más probable que Trump fuera destituido de la Casa Blanca por su chiflada y cardiológicamente provocativa dieta de McDonald’s que a través de una defenestración constitucional.
Olvídese por un momento del hecho de que los liberales del establishment como Beinart y Lithwick seguramente exageran la importancia y el grado de intervención rusa en la elección de 2016 (un granito de arena comparado con la influencia del dinero de las finanzas y las empresas estadounidenses). Olvide también que un impeachment sentaría al cristiano de derechas Mike Pence en el Despacho Oval; que el proyecto de ley fiscal esté programado para la firma de Trump mucho antes de que nos pudiéramos deshacer de él mediante impeachment u –otra fantasía– expulsándolo en base a la vigésimo quinta enmienda; y que la plutocracia estadounidense también reina bajo las legislaturas de los empresariales demócratas (revise las crónicas neoliberales de las presidencias de Bill Clinton y Barack Obama). A parte de esos puntos clave, Beinart y Lithwick ofrecen consejo sabio e informado sobre cómo el impeachment es una quimera que ayuda a mantener a los ciudadanos pasivos y, como dice Lithwick, fuera “de las calles”.
Llegados a este punto, debo añadir que la parrilla nocturna de programas de tertulia presentados por cómicos que hacen burla sin fin del abuelito malo y ridículo de la Casa Blanca (Trump es un verdadero regalo que no deja de avivar la comedia de los late-night) puede ayudar a alimentar la fantasía de que Trump es solo un mal sueño y no un peligro claro y presente a la democracia y la vida en la Tierra.
En una importante observación en The New York Review of Books en marzo, el disidente ruso Masha Gessen intentó avisar a los liberales y progresistas de EE.UU. de que no se jugaran todo su plan contra Trump a una sola carta (la de Rusia). Gessen percibió que la táctica del Russiagate fracasaría dadas la falta de pruebas contundentes y de suficiente interés público, particularmente entre los republicanos. Gessen también se preocupó de que la obsesión con Rusia fuera una mortífera desviación de los problemas que más deberían importar a aquellos que claman oponerse a Trump blandiendo la democracia y el bien común: el racismo, la disuasión de votantes (la cual, por cierto, podría haber sido la causa de la elección de Trump), la asistencia sanitaria, la plutocracia, el estatismo policial y penitenciario, los derechos de los inmigrantes, la explotación y la desigualdad económicas, el sexismo y la ruina medioambiental –ya sabe, cosas de ese estilo.
Parte de la población metida en política notó bien pronto el problema. El verano pasado, según la revista política de Washington The Last Hill: “miembros frustrados del Partido Demócrata, esperando hacer notar sus vicisitudes electorales, tienen un contundente mensaje para los líderes del partido: Paren de hablar tanto de Rusia. Las bases demócratas dicen que la narrativa Trump-Rusia es simplemente un problema que no importa a los votantes del distrito quienes están mucho más preocupados por asuntos de economía de estar por casa como el empleo, los salarios y el coste de la educación y la sanidad”.
Aquí y ahora, medio año después, estamos encaminados hacia unas vacaciones distópicas. Con su épico bajo índice de apoyo del 32%, el yayo canalla y anaranjado del Despacho Oval se está preparando para firmar el viciosamente regresivo proyecto de ley fiscal, rechazado ampliamente por la población. El proyecto de ley será enviado a su mesa por un Congreso con un nivel de aprobación que está en el 13%. Será una gran victoria legislativa para los republicanos, un partido cuya aceptación ha caído al histórico nivel del 29% a finales de septiembre –un partido dispuesto a elegir a un presunto pederasta para el Senado.
Los funestos demócratas bañados en dólares, el partido de la “auténtica oposición”, difícilmente son más populares. Su índice de aprobación era del 37% en una reciente encuesta de CNN, su resultado más bajo en 25 años. El generalizado desprecio por el partido es obviamente apropiado dado su rol de “cementerio de movimientos sociales” y su larga historia al servicio de la clase financiera, empresarial e imperial del país. Como el venerable héroe progresista Ralph Nader ha dicho recientemente a The Intercept:
Hay gente que piensa que el Partido Demócrata puede ser reformado desde dentro cambiando al personal. Buena suerte con eso. ¿Qué ha pasado en los últimos veinte años? Que están aún más enquistados. Te deshaces de Pelosi y te viene Steny Hoyer. Te deshaces de Harry Reid y tienes a [Charles] Schumer. Buena suerte. (…) Desafortunadamente, para decirlo en una frase, los demócratas no pueden defender a los Estados Unidos del [Partido Republicano] más vicioso, ignorante, servil con las corporaciones, militarista, contrario a los sindicatos, a los consumidores y al medioambiente de toda la historia.
¿“No pueden” o no quieren? Dos agudos corresponsales canadienses recientemente me respondieron a colación de las reflexiones de Nader:
¿Que “no pueden”? No. ¿Que no quieren? Absolutamente. Los demócratas son el “segundo partido capitalista más entusiasta de la historia”, por decirlo con las palabras del estratega de Nixon, Kevin Phillips. Son artistas de poca monta. Esto es lo que hacen: producen la ilusión de la oposición. “Son irreformables. Los trabajadores necesitan su propio partido” (Matt Gardner).
Es peor que ser meramente capaz de defender a la gente trabajadora de los republicanos. Los demócratas son cómplices en serie de estos ataques multi-nivel y de las guerras en el exterior (Gabriel Alan).
La plutocrática “reforma” tributaria es ahora un ejemplo perfecto. El Partido Republicano aprobará con seguridad esté épico robo fiscal en las próximas semanas –Feliz Navidad, 1 por ciento– y el fingido partido de oposición, el que fundamentalmente eligió a Trump el año pasado (consúltese US Politics in an Age of Uncertainty de Lance Selfa) está con su infinita cháchara sobre el Russiagate mientras se lamentan patéticamente de que Trump no este siendo más “bipartidista”, tomando como modelo la reforma fiscal de 1986 del malicioso presidente de derechas Ronald Reagan. Rachel Maddow, la estrella del rock de la MSNBC, es una feroz leona en cuanto al Russiagate y una gatita quejumbrosa en cuanto a la archiempresarial (y similar a la de Putin) reforma fiscal.
Es surrealista. Una explosión de escándalos sexuales, la interminable locura de Rusia, un extraño movimiento de embajada en Israel, un circo en Alabama, un prolongado y estrafalario juego de la gallina verbal-termonuclear entre el tarado payaso presidente en Washington y nuestro querido líder en Pyongyang, combinado con la National Football League, Netflix, compras por internet y porno, jugar a videojuegos permanentemente, epidémicos tiroteos masivos y las industrias del mindfulness y la felicidad ejerciendo de distracción incluso para la más drástica y peligrosa concentración hacia arriba de la riqueza y el poder de la “patria”. Mientras tanto, las campanas de muerte de la venidera catástrofe ambiental que Trump se dedica a acelerar repican a lo largo y ancho del país y del mundo –con el innombrable cambio climático de por medio, que ha provocado “fuegos salvajes que desatan una destrucción apocalíptica” en el sur de California durante esta semana–, todo sin apenas romper el ciclo de noticias obsesionado con la presidencia.
Bienvenidos a la república bananera de facto que es, en palabras de Noam Chomsky, la estadounidense “democracia capitalista realmente existente, que se pronuncia «arruinada»” (3)
Revolución, ¿alguien?
Notas del Traductor
- N.T.: Las entidades pass-througho flow-through hacen que los ingresos de la empresa se consideren como los ingresos de los propietarios para evitar dobles tributaciones.
- N.T.: El individual mandatedel Obamacare consiste en la obligatoriedad de que todos los estadounidenses contraten un seguro de salud y que, en caso contrario, hayan de pagar una tasa llamada “pago individual de responsabilidad compartida”.
- N.T.: en el original, la cita de Chomsky contiene un juego de palabras con siglas que resulta intraducible, “really existing capitalist democracy –RECD, pronounced as ‘wrecked’ [rota, arruinada, naufragada]”.
PAUL STREET: Doctor en historia de los EE.UU. en Binghamton University. Fue presidente de investigación y planificación de la Chicago Urban League y también es autor de numerosos libros incluyendo Racial Oppression in the Global Metropolis (2007), The Empire’s New Clothes: Barack Obama in the Real World of Power (2010) y They Rule: The 1% v. Democracy (2014). Street publica regularmente en Counterpunch, Z Magazine/ZNet, Black Agenda Report and teleSUR English. Ha impartido clases de historia de los EE.UU. en diferentes universidades del área de Chicago. Actualmente reside en Iowa City.
Fuente: https://www.truthdig.com/articles/magical-thinking-keeping-people-off-streets/
Traducción: David Guerrero
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