Para evitar la vigilancia del organismo de control, los militares recurrieron a los paramilitares para que estos “hicieran el trabajo sucio”, que no era otra cosa que extender el principio del enemigo interno, a ideólogos de la guerrilla, simpatizantes, sindicalistas, profesores, campesinos, comunidades negras e indígenas, defensores de los derechos humanos, periodistas e investigadores sociales, entre otros.
Dicha degradación institucional se extendió en el tiempo, por la penetración del narcotráfico, la nula vigilancia del ministerio público, la pérdida de legitimidad de la guerrilla; esto último, gracias al trabajo de los medios masivos que lograron posicionar la idea de que el único problema del país era la subversión, mientras le hacían el juego a la corrupción público-privada y se negaban a darle la verdadera dimensión a este cáncer que vino a hacer metástasis durante los 8 años de Uribe Vélez. Sobre este asunto, volveré al final de este texto.
De la mano de todas las anteriores circunstancias, todos los gobiernos, incluido el actual, jugaron a la paz y a la guerra; esta última fue asumida, por presión directa de los comandantes militares y de sucesivas cúpulas troperas, muy al estilo de generales como Rafael Zamudio Molina, Jesús Armando Arias Cabrales y Miguel Vega Uribe, como una política de Estado, mientras que la primera, es decir, la paz, como política de gobiernos.
Al jamás asumirse la paz como una política de Estado, los gobiernos que entablaron diálogos conducentes a lograr acuerdos con los grupos insurgentes, encontraron una mayor resistencia y/o molestias en los militares, que a toda costa insistían en jugar a la guerra, sin que ello significara que hubiese la capacidad de eliminar militarmente al enemigo interno. Solo hasta la llegada de los recursos del Plan Colombia, las fuerzas militares y en particular el Ejército, se creyó posible derrotar a las guerrillas, en particular a las Farc.
Por ese camino, el Ejército se consolidó como un actor político fundamental, que operaba, presuntamente, bajo el control civil de los presidentes de la República. La sumisión al poder civil no ha sido tan real, incluso, después de la reforma constitucional de 1991 que determinó que el ministro de la Defensa sería un civil y no un militar de carrera como ocurría antes. Tres ejemplos probarían que dicha subordinación ha sido más bien formal y no real: el primero, el golpe que le dieron, por 48 horas, al entonces presidente Belisario Betancur Cuartas para la retoma del Palacio de Justicia, atacado torpemente por el M-19; el segundo, la nula aprobación o el no acompañamiento de los militares a los diálogos de paz del Caguán; y el tercero, de reciente ocurrencia, cuando Iván Duque Márquez, en su condición de comandante supremo de las fuerzas armadas, apoyó al general Zapateiro, cuando el alto oficial decidió deliberar, participar en política y violar la Carta Política.
El único presidente que asumió la paz como política de Estado fue Juan Manuel Santos, en virtud a estas circunstancias contextuales: 1. Iba a estar ocho años como presidente. 2. El cansancio en la guerrilla de las Farc, gracias en buena medida a los duros golpes recibidos durante el gobierno de Uribe Vélez. 3. Santos dispuso una narrativa que apuntaba a posicionar la idea de que negociar con las Farc era un triunfo militar de un ejército glorioso y no la claudicación, como siempre lo vio el uribismo.
Con esa narrativa, Santos logró llevar a la mesa técnica a militares activos, asunto clave para la negociación con las Farc, en la medida en que siempre fue una aspiración-exigencia de esa guerrilla. También dejó una fuerte división al interior de la fuerza, asunto que supo aprovechar el gobierno uribista de Iván Duque Márquez, para volver a dejar el manejo del orden público y la consolidación de la paz, en una cúpula tropera, en particular, en manos del general Eduardo Enrique Zapateiro Altamiranda, hoy investigado por peculado, según informaron Cambio y Noticias Uno.
Así entonces, tanto las ejecuciones extrajudiciales o falsos positivos, como la corrupción al interior de las fuerzas militares, constituyen no solo una prueba irrefutable de la degradación misional de cientos de uniformados, sino que son la expresión clara de que la sumisión al poder civil es meramente formal, lo que hace posible que el general Zapateiro pueda violar la constitución sin que medie investigación alguna por parte de la Procuraduría General de la Nación.
El acto de deliberación política del general Zapateiro es un desafío al orden constitucional y una advertencia a los candidatos presidenciales, en particular a Gustavo Petro: los gobiernos pueden continuar jugando a la paz como política temporal, mientras que el juego de la guerra depende exclusivamente de los intereses del generalato que aún admira a Álvaro Uribe Vélez. La degradación misional al interior de las fuerzas militares continuará porque la dirigencia política y empresarial naturalizó el ethos mafioso y eso es suficiente para que los oficiales troperos sigan siendo un poder político determinante en escenarios electorales.
Germán Ayala Osorio
Foto tomada de: Revista Semana
Deja un comentario