Porque lo que los neoliberales ecuatorianos no le perdonaron ni le perdonaran nunca a Correa es que su gobierno incrementara de manera exponencial el gasto público en salud, educación e infraestructura, gracias a la importante reducción de los pagos del servicio de la deuda externa, lograda por una auditoría que dictaminó que una parte considerable de la misma era fraudulenta. A Washington obviamente le disgustó la auditoria, pero le irritó aún más que Correa tomara la decisión de cerrar su gran base militar en Manta, sentando así un mal precedente, para los planes del Comando Sur de extender al máximo su red de bases militares en América Latina. No olvidemos que fue en aquellos años cuando se instalaron siete bases militares norteamericanas en Colombia. Y tampoco olvidemos que Correa fue quien concedió asilo político a Julian Assange, el periodista que sacó a la luz los crímenes de guerra del Pentágono y quién permaneció confinado en la sede en Londres de la embajada ecuatoriana hasta que el presidente Lenin Moreno, sucesor de Correa, autorizó su entrega a la policía británica.
Contando con estos antecedentes se entiende mejor porqué el gobierno de Noboa tomo la decisión de asaltar la embajada de México en Ecuador, a pesar de que el mismo representara una flagrante violación del artículo 22 de la Convención de Viena, que establece taxativamente que las sedes de las embajadas “son inviolables”, y que “Los agentes del Estado receptor no podrán penetrar en ellos, sin el consentimiento del jefe de la misión”. El hecho de que Noboa estuviera dispuesto a asumir el alto costo político de tan descarada violación del derecho internacional solo lo explica el ensañamiento con la que él, y el resto de los personeros políticos y judiciales del neoliberalismo, han perseguido a Jorge Glas. Que no es un ciudadano cualquiera, sino el vicepresidente de Rafael Correa y condenado como él a prisión por el “caso de sobornos 2006-2008” mencionado antes.
Con la diferencia de que, mientras Correa se exilió en Bélgica, Glas fue encarcelado y obligado a cumplir durante cinco años su condena. No la cumplió del todo porque fue puesto antes en libertad gracias a recursos presentados por sus abogados. Pero en diciembre del año pasado fue acusado de nuevos delitos, por lo que buscó refugio en la sede de la embajada de México en Quito, donde solicitó asilo político. Se lo concedieron horas antes de que el viernes pasado un comando de la policía ecuatoriana asaltara la sede de la embajada y le sacara a rastras, llevándolo de inmediato a una prisión de alta seguridad. Donde su vida corre grave peligro.
A la “nocturnidad y alevosía” del brutal asalto hay que añadir la premeditación. No es descabellado suponer que el gobierno de Noboa dando por casi segura la aceptación por parte del gobierno de México de la solicitud de asilo presenta por Jorge Glas, se preparó para hacerle frente. Semanas atrás, Gabriela Sommerfeld, la ministra de Relaciones exteriores de Ecuador, declaró que si México concedía el asilo su gobierno le negaría el salvoconducto que le permitiría salir del país. El siguiente paso lo facilitó un comentario hecho por el presidente López Obrador en su programa diario La mañanera. El mismo advirtió sobre las graves consecuencias que podría acarrear el notable incremento de la violencia mediática y mafiosa en la campaña electoral actualmente en curso en el país hermano. No nos vaya a ocurrir, vino a decir, lo que ocurrió en Ecuador, donde “el asesinato del candidato Fernando Villavicencio, alteró las tendencias” (electorales).
El gobierno de Noboa interpretó estas palabras como un ataque directo e inmediatamente declaró a Raquel Serur, la embajadora de México en Ecuador, persona non grata y la conminó a abandonar el país. Después que lo hiciera se produjo el asalto a la embajada y el encarcelamiento en régimen de extremo aislamiento de Jorge Glas. Así se consumó un nuevo episodio de la lawfare, de la guerra judicial, que previamente se ha ensañado con prácticamente todos los líderes progresistas de América Latina: Dilma Rousseff y Lula da Silva de Brasil, Cristina Kirchner de Argentina, Fernando Lugo de Paraguay, Evo Morales de Bolivia, Pablo Castillo del Perú y de Rafael Correa como ya dije. Todos ellos derrocados o privados de sus derechos políticos, mediante acusaciones y condenas por corrupción o abuso de poder con escaso o nulo fundamento jurídico, que se beneficiaron eso si del apoyo unánime de los medios hegemónicos.
Carlos Jiménez
Foto tomada de: El País
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