Es verdad que el presidente Petro ha instalado en el ámbito político la idea de un cambio en la nación; y lo ha hecho como si se tratara de una posibilidad; incluso, de un reto ineludible; lo cual puede ser una marca, una señal de referencia que sensibilice a casi todos los agentes políticos, excepción hecha de los más rudimentariamente refractarios.
Pero un cambio no es una empresa fácil, sobre todo si el nuevo gobierno no cuenta con un partido mayoritario ni con un apoyo ciudadano sensiblemente grande, superior al 51%; de manera que vaya más allá de las fronteras de clase, de estrato y así mismo de las divisiones partidistas; peor aun si al mismo tiempo los agentes del orden auto- constituido, los del establecimiento y de la tradición, arremeten pertrechados en un lenguaje desleal con la verdad, en el asalto a la fortaleza de lo que pretende ser un poder alternativo.
Por cierto, un cambio en el Estado y en la sociedad, está dicho antes, suele incluir: 1. El discurso; 2. Los imaginarios y la cultura; 3. Las transformaciones socioeconómicas; 4. Los movimientos en el mundo político; 5. La emergencia y rotación de las élites.
Los campos del cambio
Los dos primeros campos, de una parte, el discurso y de la otra los imaginarios y la cultura, ocupan el universo simbólico. Son decisivos en el mundo de las subjetividades, de los signos y del lenguaje.
La insurgencia del gobierno de izquierda ha traído un discurso intenso en materia de reivindicación social; lo que es un progreso, pues impregna el ambiente de esperanzas, de caminos alternos al conformismo y que son simultáneamente promotores de la participación. Solo que es un discurso, cuyo contenido dista de ser innovador. Es un engarzamiento de tópicos tradicionales muy propio de la izquierda, afincada en el maniqueísmo contra las oligarquías y el imperio, contra los explotadores y esclavistas. Elementos estos, que no dejan de representar realidades empíricas y funcionales, por supuesto; pero que están congénitamente asociados a un mensaje históricamente vinculado con las experiencias del fracasado socialismo real, burocrático y opresivo; validado en un odio estructural, incluso teorizado, que habitaba los pliegues del partido único y del Estado.
Todo lo cual limita la configuración de imaginarios éticos más emancipadores y más diversificados; aunque haya que admitir que el discurso de Petro también los reconoce, como es el caso de las nuevas identidades; imaginarios alternativos y plurales; eso sí, sumados mecánicamente al lenguaje tradicional del enfrentamiento primario y la polarización, como forma contradictoria de construir el espacio político.
Entre las transformaciones inconclusas y el clientelismo político
La ausencia de una comunicación más integradora en el lenguaje del cambio, no sirve naturalmente para enfilar baterías contra las costumbres en el mundo de la representación política y en el ejercicio del poder; es decir, en el objetivo de erradicar las técnicas dominantes, algo parecido a los habitus, de los que hablara Bourdieu; pero, en este caso, como prácticas nocivas muy propias de la politiquería. Unas técnicas que reproducen las hegemonías en el mundo parlamentario y en las interioridades del aparato administrativo, el mismo en el que se apoya el alto gobierno. Y que en buena parte son viciosas y están inficionadas de clientelismo, una especie de engrasamiento para los rodamientos de la maquinaria de decisiones entre el Congreso y el Ejecutivo.
Se trata de un conjunto de prácticas deletéreas, un sistema de corrupción, contra el cual no ha dirigido un combate abierto “el gobierno del cambio”, que ha preferido una coexistencia pragmática, quizá a la búsqueda de respuestas favorables que le permitan la gobernabilidad estratégica y la eficacia legislativa; pero sin eludir los graves riesgos de la deslegitimación.
Es un campo minado en el que el gobierno del cambio no ha obtenido buenas calificaciones, algo patente en el asalto a lo público cometido en la UNGRD con una posible repartija entre parlamentarios de la renta capturada criminalmente por dos funcionarios. Incursos en un robo que, por otra parte, desvirtúa considerablemente el perfil de la contra-élite emergente y refrescante, personificación de una alternativa en el gobierno y presunta encarnación, en los términos de Gramsci, de una inédita y esperanzadora hegemonía cultural e ideológica; por tanto, sustituta de las viejas clases en el poder, excluyentes y a la vez comulgantes de una cleptocracia, sin tasa ni medida.
Las difíciles transformaciones
Por el contrario, la sindicación permanente de los esclavistas y explotadores podría servir para justificar, al menos funcionalmente, la necesidad imperiosa de reformas sociales. Además de la tributaria en el primer año, el gobierno consiguió en el segundo sacar adelante la reforma pensional y mantener en curso la laboral, algo que significa un score relativamente bueno, después del desgaste que le representó la reforma a la salud, finalmente hundida en el Senado.
Por cierto, tanto la pensional como la laboral, son reformas que ofrecen una base plausible en términos morales; están orientadas hacia mejoras en las condiciones de vida; además van en la senda de la justicia social; esto es, en el camino de una más avanzada redistribución de valores, como la dignidad, y de bienes, como los ingresos incrementados.
Solo le cabe al gobierno esperar a que la Corte Constitucional no tumbe la pensional y también que pueda consolidar los acuerdos indispensables que le permitan coronar la reforma laboral. De otro modo, con sus dos reformas exitosas en el limbo, se vería obligado a repetir la tarea, durante los dos próximos años, para de esa manera hacer aprobar dos o tres reformas, de las pertenecientes a su catálogo estratégico; un resultado con el que difícilmente podrá dejar una huella histórica. Sin que por otra parte se vaya a librar fácilmente de esa sombra de mal agüero, la que le significa el escándalo de la corrupción.
Salvo que ejecute un giro serio en ese terreno; eventualidad que por lo demás sembraría de más obstáculos el camino de la gobernabilidad. En otras palabras: con mermelada hay gobernabilidad y leyes aprobadas, pero no hay ética pública; en sentido contrario, sin mermelada hay ética pública y valores, pero no hay gobernabilidad ni leyes consistentes. Ese dilema es otra versión del punto ciego que históricamente puede estar enrareciendo ese proyecto sustancial del cambio.
Ricardo García Duarte
Foto tomada de: Canal 1
Deja un comentario