La política agraria colombiana desde 1950 hasta la fecha ha vinculado los modelos de desarrollo agropecuario predominantes con la estructura institucional del sector rural. Durante este periodo dos enfoques de desarrollo han prevalecido en la región: el enfoque funcional de la agricultura y el modelo de libre mercado. El enfoque funcional de la agricultura se caracterizó por concebir al sector agropecuario como subsidiario en un proceso de desarrollo liderado por la industria. El actual modelo de libre mercado en la agricultura se caracteriza por ser un enfoque que promueve la asignación de recursos basada en la oferta y la demanda, sin intervención directa del Estado en la regulación de los precios o la producción.
En el proceso de transición de un modelo funcional o proteccionista, hacia un modelo de libre mercado, neoliberal o de apertura económica a partir de 1990, la agricultura colombiana sufrió un deterioro notable de su institucionalidad, que en estos momentos se constituye en el principal obstáculo para la implementación de una reforma rural transformadora propuesta en el marco del más reciente proceso de paz. La reducción del Estado en el sector rural, la desaparición de programas y entidades claves, el debilitamiento del accionar del Estado en el acceso a la tierra y la gestión de los territorios rurales, así como en la planeación ambiental y el desarrollo forestal y pesquero, han ido de la mano con la caída del gasto público en el sector rural.
El modelo hegemónico de libre mercado que hoy predomina en la política de desarrollo agrario ha generado tendencias “contra el modelo” a nivel global, caracterizadas por reacciones y críticas que surgen como respuesta a los efectos no deseados derivados de la implementación y desarrollo del modelo imperante en la agricultura. Se destacan protestas a nivel mundial en contra de las políticas y condicionamientos del FMI (Fondo Monetario Internacional) que buscan profundizar la aplicación del modelo de libre mercado en diferentes países. Estas manifestaciones cuestionan la idea de que las reglas del mercado por sí solas puedan resolver los desequilibrios económicos y sociales. Las protestas y críticas han llevado a reconocer la importancia de intervenciones del sector público para abordar problemas sociales como la pobreza, la indigencia y el desempleo. Recientemente las protestas han moderado el enfoque fundamentalista de los defensores del libre mercado, llevándolos a reconocer la diversidad de alternativas y la importancia de considerar las implicaciones sociales y ambientales de las políticas económicas.
Históricamente, el Estado colombiano ha priorizado sectores como el industrial o el financiero en detrimento del sector rural. Sin embargo, la Constitución de 1991 introdujo cambios institucionales para beneficiar al sector agropecuario, estableciendo nuevos deberes y prioridades para el Estado en relación con la agricultura y la seguridad alimentaria. Los artículos constitucionales 64, 65 y 66 que enfatizan la promoción del acceso a la propiedad de la tierra, la protección de la producción de alimentos, el fomento de la investigación y transferencia de tecnología, y la regulación de condiciones especiales para el crédito agropecuario, reflejan un compromiso constitucional con el desarrollo rural y la seguridad alimentaria. Estos principios ponen de manifiesto la intención de un enfoque proteccionista hacia el sector agropecuario.
Sin embargo, en 1993 se formuló la Ley 101, surgida tras la adopción de la nueva Constitución en 1991, planteada como un instrumento normativo para impulsar un nuevo enfoque de desarrollo social rural. La Ley 101 de 1993 no consideró adecuadamente los condicionantes macroeconómicos, presupuestarios y de política internacional al trazar sus objetivos. A pesar de plantear la soberanía alimentaria como un objetivo, la Ley 101 no logró protegerla efectivamente debido a la falta de control en la entrada de productos agropecuarios y la ausencia de políticas de apoyo a los pequeños productores.
Existe por tanto una incoherencia entre los principios de la Constitución Política de Colombia en materia agropecuaria y los propósitos de la Ley Agraria (Ley 101 de 1993) en el contexto de un modelo de libre mercado. La Constitución establece el deber del Estado de garantizar el desarrollo integral de la población rural y la protección especial a la producción de alimentos, mientras que la Ley Agraria opera en un escenario de libre mercado, lo que introduce inequidades en su aplicación al permitir la liberación del comercio agropecuario y pesquero, contradiciendo la protección estatal mencionada en la Constitución.
La transformación de la institucionalidad del sector agropecuario hacia la eficiencia del Estado y la eficacia de la política sectorial durante la implementación del modelo aperturista no logró alcanzar su objetivo trazado y, en cambio, disminuyó la capacidad de generar impacto en la modernización y reconversión del sector, en una relación desigual con el gasto ejecutado en funcionamiento. En el caso específico del Ministerio de Agricultura, a pesar de la supresión de 43 cargos en la reestructuración de 1999, el adelgazamiento fue más nominal que real. Además, en el año 2000, el Ministerio concentró más de la mitad del presupuesto del sector agropecuario en sus rubros de funcionamiento e inversión, lo que podría desvirtuar su papel como ente coordinador y de control en la ejecución de la política agropecuaria.
Existe además una heterogeneidad agroproductiva en el sistema agroalimentario colombiano, donde participan productores con diversas condiciones sociales, económicas y culturales que implica un gran reto para la estructura institucional y la política agraria. Esta diversidad se ve influenciada por la variedad de regiones naturales del país, lo que permite una amplia gama de sistemas productivos y una oferta abundante de productos. Esta heterogeneidad se refleja en la estructura bimodal existente entre la economía campesina y la agricultura empresarial.
Por un lado, la “Economía Campesina” representa el 44% del valor total de la producción del país y abarca el 60% de los alimentos, el 20% de las materias primas para la industria, pero tan solo posee el 10% de la tierra con vocación agropecuaria. Estos pequeños productores enfrentan limitaciones en tierra, capital, acceso a tecnología y comercialización. Su producción se desarrolla en zonas marginales y dispersas, con dificultades en la comercialización a través de intermediarios en mercados locales. Por otro lado, la “Agricultura Empresarial” se desarrolla en zonas con condiciones óptimas de suelo, riego, recursos financieros y tecnología. Aporta el 80% de la producción agroindustrial, y alrededor del 40% de la producción de alimentos. Está directamente vinculada a la agroindustria, y los mercados especializados y de exportación.
Existe la necesidad de una reforma organizacional e institucional para satisfacer equitativamente las necesidades de todos los sectores productivos y mejorar la productividad y competitividad del sector agropecuario. Sin embargo, las políticas agropecuarias en Colombia tienden a considerar al sector como un todo homogéneo, sin tener en cuenta las diferencias y realidades de los distintos grupos de productores. Esto dificulta la obtención de logros concretos y un desarrollo equitativo, sostenible y competitivo en el sector rural, especialmente para aquellos grupos con menor poder de negociación.
A partir del 2010, en el marco de la construcción de un nuevo proceso de paz que buscaba la implementación de una reforma rural transformadora, el país se comprometió a fortalecer la institucionalidad pública rural en todos los niveles, diseñar e implementar políticas agrarias diferenciadas, aumentar la inversión pública en el sector rural, especialmente en ciencia, tecnología e innovación, infraestructura productiva y desarrollo rural integral, y reorientar el gasto público hacia programas que tengan un impacto positivo en la productividad, la competitividad y el bienestar de la población rural.
Este giro de la política pública en favor de lo rural implica un cambio en el papel que el Estado desempeñaba tanto en el viejo modelo proteccionista, caracterizado por apoyos directos principalmente canalizados hacia las élites rurales, como durante la primera fase del modelo de apertura económica, caracterizado por el deterioro institucional y el abandono de las políticas de desarrollo rural. La actual visión de la política pública sobre lo rural está más fundamentada en una nueva definición del desarrollo rural que lo concibe como un proceso que va más allá del crecimiento económico, y se enfoca en el desarrollo humano y sostenible desde los territorios, toda vez que la visión tradicional fracasó en los objetivos claves del desarrollo rural.
En este sentido, se entiende que el desarrollo rural no depende únicamente de las ventajas comparativas o competitivas de las regiones, sino de la creación de “ventajas asociativas” a través del capital social y una institucionalidad adecuada. La institucionalidad definida como el conjunto de normas, convenciones, valores, incentivos y penalidades que rigen la vida social es un elemento esencial para generar confianza entre los actores sociales, facilitar el aprendizaje económico y social y reducir los costos de transacción.
En el campo de la productividad y la competitividad, el giro de la política pública debería dirigirse hacia la provisión de bienes para el desarrollo agrícola. En especial, la política pública se debería centrar en la creación y fortalecimiento del “capital básico” para la agricultura, definido como un conjunto de elementos que no son propiamente bienes públicos en el sentido tradicional de la ciencia económica, pero que son esenciales para el desarrollo del sector. El capital básico abarca una amplia gama de factores, que van desde el capital humano hasta la infraestructura y los servicios públicos. Este conjunto de elementos es esencial para aumentar la productividad agrícola, reducir la pobreza y la desigualdad, y promover el desarrollo económico en las zonas rurales colombianas.
En la provisión de este capital básico el gobierno colombiano debe priorizar la implementación de programas de educación y capacitación adaptados a las necesidades del sector agropecuario, brindando asistencia técnica a los pequeños agricultores y promoviendo la educación y formación profesional en el ámbito rural. Asimismo, la infraestructura de riego desempeña un papel vital en el aumento de los rendimientos de los cultivos y la mitigación de los riesgos asociados con las condiciones climáticas adversas, por lo tanto, se requiere invertir en la construcción y rehabilitación de sistemas de riego, así como en la promoción de tecnologías de conservación del agua, para mejorar la gestión del agua y aumentar su eficiencia en la agricultura.
Las medidas sanitarias y fitosanitarias también son elementos esenciales para garantizar la calidad e inocuidad de los productos agrícolas colombianos. En consecuencia, es fundamental establecer regulaciones y estándares para la producción y distribución de alimentos, así como sistemas de inspección y certificación para garantizar el cumplimiento de estas normas. El gobierno también debe dedicar recursos a programas de asistencia técnica para apoyar a los pequeños agricultores en la adopción de prácticas agrícolas sostenibles para fomentar el desarrollo económico y disminuir la pobreza en las áreas rurales del país. Por último, se requieren inversiones en la provisión de información oportuna y precisa sobre temas como las tendencias del mercado y las mejores prácticas agrícolas, asegurando que esta información sea accesible para todos los agricultores, independientemente de su ubicación o nivel socioeconómico.
En conclusión, la política agraria en Colombia desde 1950 hasta la actualidad muestra un escenario de cambios, retos y posibilidades en el campo. La evolución desde un enfoque de agricultura funcional a uno de libre mercado ha impactado significativamente al sector rural, evidenciando la necesidad de reformas para alinear las políticas agrarias con los principios constitucionales. Desde 2010, se busca superar las limitaciones históricas fortaleciendo la institucionalidad rural, aplicando políticas diferenciadas y aumentando la inversión en ciencia y tecnología. Este enfoque pretende un desarrollo rural inclusivo y sostenible, pero su éxito dependerá de cómo se aborden desafíos clave como la mejora de la productividad y la competitividad, y el centrar el bienestar rural en las políticas públicas. Por último, la política pública en el campo de la productividad y la competitividad debe enfocarse en el fortalecimiento del “capital básico”, estas medidas contribuirán a aumentar la productividad agrícola, reducir la pobreza y la desigualdad, y promover el desarrollo económico en las zonas rurales. La superación de estos desafíos es crucial para el futuro del sector agrícola y el bienestar económico y social de Colombia.
Wilson Vergara Vergara, Docente e Investigador, Observatorio Rural, Centro de Estudios e Investigaciones Rurales de la Universidad Salle
Fotos tomadas de: Agronegocios
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