El costo de vida, por obvias razones, afecta más a los pobres. En este caso por ejemplo, mientras el costo de vida promedio nacional fue del 8,53%, para la población pobre y vulnerable fue del 10,46% y del 10,35%, respectivamente, (un incremento que absorvió completamente el incremento del salario mínimo), en tanto que para las clases medias y de ingresos altos el IPC fue de 8,75% y 6,72%, respectivamente. Lo más grave es que los alimentos son el segundo componente que más incidencia tienen en la canasta familiar de los hogares pobres, 23,78%, después de alojamiento y servicios públicos, que pesan el 40,17% en el total del gasto,[1] lo que trae como consecuencia un menor consumo en todos los órdenes, un fenómeno que ha agravado la situación de hambre que hoy padecen muchos hogares en Colombia, que han tenido que suprimir una o más comidas en su vida cotidiana, como lo puso de presente un informe reciente la FAO.[2]
Este resultado tiene que ver con algunas variables, algunas de ellas coyunturales, como la crisis de contenedores que se produjo en el comercio internacional luego que se superar la recesión económica producida por la pandemia del Covid, o el incremento de los precios de los fertilizantes y abonos que ha producido la guerra entre Rusia y Ucrania, principales países productores de estos insumos.
Sin embargo, las principales variables son estructurales, y entre ellas tres son el resultado de nuestro modelo de desarrollo económico. La primera es la devaluación de nuestro peso frente al dólar, que encarece los productos importados como alimentos e insumos agropecuarios. En los 12 últimos meses, Colombia importó US$8.591 millones en alimentos, el 14.1% del total, equivalentes a 13.8 millones de toneladas métricas, entre ellos cereales; leche y productos lácteos, huevos; pescados; carnes; café; semillas; legumbres y hortalizas, entre otros, productos que aquí podríamos producir de manera suficiente para el consumo interno y para exportar.
La segunda se refiere al impacto que la apertura económica y los tratados de libre comercio han tenido sobre la producción de alimentos, y en general sobre el sector agropecuario: muchos de los productos que estamos importando se dejaron de producir a partir de la coyuntura de precios favorables que trajo inicialmente la apertura económica de los años 90 del siglo pasado, consecuencia de la reducción de los aranceles o impuestos a las importaciones, apertura que luego se consolidó con los TLC que firmamos con Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea, países que tienen un mayor desarrollo tecnológico y una mayor productividad de sus sectores agropecuarios, una mayor racionalidad en la explotación de sus recursos, y que además, subsidian en gran medida su producción agropecuaria: entre el año 2000 y 2021, las importaciones de productos provenientes del sector agropecuario se multiplicaron por 4,3 veces. Este factor desestimuló la producción de esos mismos productos en nuestro país, como ocurrió con el trigo, la cebada y el maíz, y está ocurriendo hoy con la papa y el arroz, lo que ha creado un grave riesgo de seguridad alimentaria, pues la importación de alimentos va a depender cada vez más de la oferta internacional, de sus precios, y de la capacidad del país para generar las divisas suficientes que nos permitan importarlos.[3]
Y la tercera es la relacionada con la tenencia y uso de la tierra en Colombia y con la política agropecuaria, factores que inciden en la productividad del sector, en los precios de sus productos y en la calidad de vida de la población rural. Según los resultados del último Censo Nacional Agropecuario de 2014, del total de las 111.5 millones de hectáreas censadas, el 35,7%, equivalentes a 39.9 millones de hectáreas, correspondía a grupos étnicos, (comunidades Negras, Afrocolombianas, Raizales y Palenqueras, y a Pueblos Indígenas), y 71.6 millones a territorios sin grupos étnicos. De estas 111,5 millones de hectáreas, el 38,6% se dedicó a la actividad agropecuaria (43 millones de hectáreas), y el 2,2% a la actividad no agropecuaria. El área en bosque natural participó con el 56,7% del área rural dispersa censada y “otros” participó con el 2,5%, (infraestructura no agropecuaria y otros usos del suelo)[4].
Y aquí viene uno de los problemas que más incidencia tienen en los resultados del sector agropecuario y en los precios de los alimentos: el uso de la tierra. Del total del área correspondiente al uso agropecuario (43,0 millones de hectáreas), el 80,0% tuvo usos de pastos y rastrojos, (34.4 millones de hectáreas); el 19,7% a la actividad agrícola, (8.5 millones de hectáreas), y el 0,3% a infraestructura agropecuaria, lo que indica que en Colombia, la mayor parte de la tierra con vocación agropecuaria no se utiliza para producir verduras, frutas y cereales, sino principalmente para pastar vacas, cultivar palma de aceite, o simplemente para especular con ella, donde destacan las tierras ubicadas en los departamentos de Antioquia, Casanare, Meta y Vichada, (políticamente, estos departamentos están controlados por el partido Centro Democrático), un uso irracional favorecido por nuestra legislación tributaria.
Sin embargo, no toda la tierra con uso agrícola se utiliza para producir comida para los hogares, pues de los 8.5 millones de hectáreas con este uso, el 64,4% se utilizan en cultivos agroindustriales y para la exportación, principalmente café, caña, caucho, palma africana, banano, flores y plantaciones forestales; el resto en cereales, 16,0%; frutas, 14,7%; y en hortalizas y verduras, el 4,2%.
Finalmente, sobre la tierra cultivable existe una alta concentración de su propiedad en pocas manos, factor que tiene una gran incidencia en su productividad y en la calidad de vida de la población del campo, tal como lo indica un coeficiente de GINI que para Colombia está en 0,92 muy cercano al 1, que es la desigualdad absoluta[5]. Y es que el minifundio es la característica principal de las Unidades de Producción Agropecuaria, o UPAs: en el área censada sin territorios de grupos étnicos, el 70,5% eran de menos de 5 hectáreas, pero ocupaban apenas el 2,7% del área total, mientras que los latifundios o UPAs de 1.000 hectáreas o más, constituían el 0,2% del total, pero ocupaban el 63,8% del total de la tierra con uso agropecuario. Por su parte, en el área censada con territorios étnicos, las UPAs de menos de 5 hectáreas representaban el 69,8% del total y ocupaban el 0,7% del total del área, mientras que las UPAS de 1.000 o más hectáreas representaban el 0,4% del total y ocupaban el 91,8% del total del área, con una diferencia esencial: el 76,5% de esta área es propiedad colectiva.
El censo de 2014 informa también del proceso de concentración de la tierra en relación con los censos efectuados en 1960 y 1970: mientras que en 1960 y 1970 las UPAs menores a 5 hectáreas representaban el 62,5% y el 59,5% del total, respectivamente, en 2014 estas representaban el 70,4%, un resultado que no se debe en ningún sentido a una reforma agraria democrática, pues el área que ocupaban disminuyó al pasar del 4,5% del total del área con uso agropecuario en 1960, al 3,7% en 1970 y al 2,0% en 2014. En cambio, las UPAs de 1.000 hectáreas y más incrementaron su participación en el total, al pasar del 30,4% en 1960 y 1970, al 73,8% del área total en 2014. Esto lo que indica es que entre 1970 y 2014 lo que se hizo en Colombia fue una verdadera contrarreforma agraria, la que concentró aún más la propiedad de la tierra y provocó más de 6 millones de desplazados.
En efecto, como lo indica un estudio del Centro Nacional de Memoria Histórica de 2015, “el total de hectáreas despojadas o forzadas a dejar en abandono por causa del desplazamiento en el periodo comprendido entre los años 1980 y julio de 2010 ascendió a cerca de 6,6 millones de hectáreas, sin contar los territorios colectivos”, despojo que afectó a 434.099 grupos familiares. Los datos elaborados por el Proyecto de Protección de Tierras, con base en su trabajo de protección, indican que fueron abandonadas 6.556.978 hectáreas, correspondientes a 270.680 predios, vinculados a 256.480 personas”. Agrega el estudio que, “en Colombia los actores armados vinculados a proyectos económicos se han servido del desplazamiento forzado para despojar y apropiarse de tierras productivas o estratégicamente ubicadas, para el desarrollo de megaproyectos de infraestructura, minería extractiva, agroindustria, hidrocarburos, pesca, turismo y explotación de recursos forestales destinados a rentabilizar la inversión”.[6] Y después del 2010, “bala es lo que ha habido” en el campo colombiano.
La incidencia de esta estructura productiva en la economía nos la aporta las Cuentas Nacionales del DANE. En 2021, el valor agregado que generó toda la economía fue de $1.064 billones, del cual todo el sector agropecuario aportó apenas el 8,2%, equivalentes a $87 billones, una participación que se ha mantenido a lo largo de este siglo entre 6% y 8%, muy distante de la que tenía en los años 60 del siglo pasado, cuando su participación en el PIB fluctuaba alrededor del 23%. La mayor parte de esta riqueza, el 59,2%, la generó la división correspondiente a los cultivos transitorios y permanentes, que es la que corresponde a la producción de alimentos para el consumo interno y para la exportación, como banano y flores; el sector ganadero aportó el 22,5%, que es el sector con el mayor uso de tierra y las más apropiadas para la agricultura; los cultivos permanentes de café el 12,3%, la silvicultura y extracción de madera el 2,7% y el sector pesquero y acuícola el 3,3%. Mientras tanto, la participación de las remuneraciones de los asalariados en el valor agregado, (datos para 2019), fue del 18,3%, para la agricultura y actividades de servicios conexas; 28,2% en los cultivos permanentes de café; 6,9% en la ganadería, caza y actividades conexas; 17,8% en silvicultura y extracción de madera, y 4,2% en pesca y acuicultura. (DANE, cuadro oferta – utilización).
Esta estructura de la propiedad y de la producción agropecuaria tiene impactos en varios aspectos. El primero, como lo acabamos de analizar, se relaciona con el precio de los productos agropecuarios, su impacto en la canasta familiar de los hogares colombianos y en la seguridad alimentaria del país.
El segundo se refiere a la calidad de vida de la gente del campo, la que tiene mayores niveles de pobreza monetaria que el resto, 42,9% frente a 42,5%; peor en relación con la pobreza extrema, 18,2% frente a 15,1%; y peor en relación con la pobreza multidimensional,[7] 37,1% frente a 8,1%. En general, el 90,9% de la población del campo es pobre o vulnerable, (42,9% y 48%, respectivamente), mientras que la clase media es apenas el 8,8% y la de altos ingresos apena el 0,3% (DANE). Y es que la mayoría de los productores del campo no tienen, o posee poca tierra, y los trabajadores son informales y sus ingresos son muy precarios: de los más de 3 millones de personas que trabajan en el sector agropecuario, apenas el 431.120 estaban afiliados al sistema de riesgos laborales, el 12,8% de la población ocupada total, y apenas el 8% cotiza a pensiones, y la remuneración promedio era de apenas $597.000 en 2021,[8] el 65,7% del salario mínimo, en un contexto en el que la función de inspección del trabajo que debe ejercer el Estado es prácticamente inexistente, y los pocos inspectores del trabajo existentes en las zonas rurales, en su mayoría están cooptados por los poderes gamonales.
El tercero se refiere a la baja participación del sector agropecuario en el PIB, 8%, y en el total de las exportaciones, 22.8%, o el 9,2% si excluimos las exportaciones de café, banano, flores y aceite de palma, en un país que es potencia en biodiversidad y que cuenta con los suelos con las características suficientes para ser potencia también en la producción de alimentos.
Todos estos factores lo que nos indican es que, en materia agropecuaria, el país se encuentra todavía en la premodernidad por culpa de los sectores terratenientes que siempre han controlado la política agropecuaria del país, que imponen sus intereses y sus mayorías en el congreso, y que siempre han controlado el Ministerio de Agricultura, sectores que han impedido que en el país se haga una reforma agraria integral. En este sentido, “los esfuerzos para modificar la estructura agraria son procesos políticos cuyos resultados dependen principalmente del equilibrio del poder político entre las fuerzas contendientes”, (A, Berry, 2001), y este poder siempre ha estado del lado de los terratenientes, pues las organizaciones sociales de los campesinos y trabajadores de la tierra han sido tradicionalmente muy débiles en Colombia, y sobre las mismas siempre se ha ejercido una violencia sistemática para impedir su fortalecimiento y su capacidad de incidencia en la definición de las políticas públicas. Este problema se ha agravado con la presencia del narcotráfico, que ha sometido a través del terror y del chantaje a amplios sectores de productores campesinos en regiones apartadas y sin presencia del Estado, para obligarlas al cultivo de la hoja de coca.
En este sentido, la política pública simplemente se ha limitado a mantener el estado de cosas que impiden el desarrollo del sector agropecuario, pues mientras la clase terrateniente del país sea la que la controle estas decisiones, muy difícilmente este estado de cosas cambiará, como lo ilustra un godo conocedor de estos temas, en relación con la las políticas de financiamiento rural: “los productores del campo, los dirigentes gremiales y los consultores en financiamiento rural sabemos de antemano que el crédito agropecuario o la financiación rural en Colombia son un saludo a la bandera izada por una partida de burócratas. ¿O cómo explicar que después de 30 años de haber sido creado el Sistema Nacional de Crédito Agropecuario (Ley 16/1990) no hayamos sido capaces de financiar siquiera el 10% de los productores del campo? De 231.000 operaciones de créditos realizadas en 1991, pasamos a 414.000 operaciones de crédito en 2019, lo que representa un crecimiento de 6.357 operaciones por año. A este ritmo vamos a necesitar 92 años para cubrir siquiera un millón de productores”.[9] Y así también con los demás componentes de la política agropecuaria.
En este sentido, “son urgentes políticas que pasan por temas como la tenencia de la tierra, la titulación, la recuperación de tierras perdidas en el conflicto. Deudas sin lugar a dudas sustanciales de la sociedad con el campo, elementos que nos han conducido a la propia guerra y lo que de ella se ha derivado: una concentración absoluta de la tierra, con un índice de Gini del 0.92. El proceso mismo de producción agropecuaria es un martirio, pasa por problemas de financiamiento, de asistencia técnica, de usos de tecnología o de mecanización. La comercialización se choca ante la carencia de infraestructuras o de medios de transportes adecuados. Y, por si fuera poco, llega al mercado a competir con 15 millones de toneladas de alimentos que vienen del exterior a través de TLC y en cuyos países de origen esos bienes y productores gozan de los beneficios y protecciones que en Colombia se les niegan de cuenta del argumento que es el mercado, en competencia perfecta, quien determinará quién es competitivo y puede seguir en él. Frente a las comercializaciones, las reformas deben ser sustanciales, no solo en tanto diseñar e implementar los puntos de distribución geoestratégicamente localizados, sino que cumplan con los propósitos de impedir la acción de los intermediarios y, a la par, promover los circuitos cortos y verdes con el fin de optimizar los procesos logísticos de llegada a los mercados y accesos a los consumidores”.[10]
Y es urgente, que el país presione para que se concrete el punto uno de los acuerdos con la desmovilizada guerrilla de las FARC, relacionado con la Reforma Rural Integral, la cual tiene como propósito contribuir a la transformación estructural del campo. El desarrollo rural integral es determinante para impulsar la integración de las regiones y el desarrollo social y económico equitativo del país, pero para el gobierno del Centro Democrático, el único interés es mantener este estado de cosas y en relación con estos acuerdos es “hacerlos trizas”, con las consecuencias que hemos analizado.
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[1] DANE, ponderaciones, nuevo IPC según divisiones.
[2] Entre una lista de 23 países a nivel mundial que probablemente enfrentarán un deterioro de la inseguridad alimentaria aguda, Colombia aparece junto a cuatro países de América Latina y el Caribe, según el informe de la FAO. (PMA y FAO. 2022. Puntos críticos de hambre. Alertas tempranas de la FAO y el PMA sobre la inseguridad alimentaria aguda: perspectivas de febrero a mayo de 2022).
[3] En el último índice de seguridad alimentaria (GFSI) de 2021, Colombia ocupó el puesto 52 entre 113 países: 62 en la variable “asequibilidad”, que se relaciona con el hambre; puesto 61 en la variable “disponibilidad de alimentos”, y el puesto 50 en “calidad y seguridad”.
[4] DANE. Censo Nacional Agropecuario. Entrega de resultados CNA 2014 – cifras definitivas.
[5] El coeficiente de Gini para la tierra en América Latina alcanza un valor de 0,79; Europa 0,57; África 0,56; Asia 0,55, (Oxfam, 2016).
[6] Informe nacional del desplazamiento forzado en Colombia. Serie: Una nación desplazada. CENTRO NACIONAL DE MEMORIA HISTÓRICA. 2015, pág., 235.
[7] Pobreza multidimensional (IPM): se considera pobres a aquellos hogares que tengan índice de pobreza multidimensional ponderado, igual o superior al 33% de las privaciones: por logros educativos; por analfabetismo; por inasistencia escolar; por rezago escolar; por acceso a servicios de cuidado a la primera infancia; por trabajo infantil; por desempleo de larga duración; por privación de trabajo formal; por falta de aseguramiento en salud; por privación por barreras de acceso a salud dada una necesidad; por privación por inadecuada eliminación de excretas; por privación por material inadecuado de pisos; por privación por material inadecuado de paredes exteriores; por privación por acceso a fuente de agua mejorada; por privación por hacinamiento crítico. (DANE).
[8] https://www.sur.org.co/los-problemas-cuasi-estructurales-de-la-recesion-economica-del-ano-2019-no-obstante-el-crecimiento-del-pib-en-2021-supero-las-expectativas/
[9] Indalecio Dangond, Desfinanciamiento rural, El espectador, 22 nov 2021.
[10] Jaime Alberto Rendón Acevedo. Las agendas que el agro necesita. ¿Con qué congreso? Revista Sur, 14 marzo, 2022
Héctor Vásquez Fernández
Foto tomada de: Semana Rural
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