La Acción y el Método
Las metodologías, los mecanismos de acción y el estilo de trabajo se resumen en la invocación de la unidad, una unidad resonante, con mayúscula y negrilla. El presidente no quiere dos naciones, solo una. Quiere seguramente que el país deje atrás las divisiones ideológicas, políticas y las cargadas de violencia. Pero la democracia arrastra por ventura con la división, con la creación de partidos que aspiran a convertirse en opciones distintas para competir por el poder, rasgo nada despreciable que garantiza la existencia del pluralismo, base del sistema.
Petro no pretende anular este fundamento democrático, por supuesto; no desea hacer nugatoria la dialéctica de las oposiciones en la lucha por el poder, eso es diáfano. Quizá solo aspira a superar la división insana, aquella en la que los competidores se ven más como enemigos que como adversarios; ese encono, esa hostilidad, que hacía exclamar al Libertador, fatigado por la tuberculosis: “¡Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro!”; se refería sin duda al partidismo fratricida y sectario; el que destruye lo político, en lugar de construirlo.
Esa unidad, la de una sola Colombia, en vez de metafóricamente dos, es un llamado, cuyo eco se bifurca en dos ondas sonoras: es un imaginario ético, que no permite que la nación sucumba en medio de las rencillas, prisionera de la sempiterna patria boba. Se trata al contrario del ideal que contrarresta el egoísmo y lo transmuta en un valor positivo, el de la solidaridad, que robustece a un colectivo. Es una imagen, un holograma que, por cierto, sirve para legitimar un liderazgo, un partido o un régimen.
Ahora bien, no solo es un imaginario ético, es también un ejercicio funcional, una invocación pragmática: útil para atraer aliados, para ampliar el frente en cuyas fuerzas se apoye el proyecto de un gobierno. En esta ocasión, el Pacto Histórico plasma en el orden político esa idea-fuerza, la de la unidad, como estrategia; del mismo modo como la coalición mayoritaria en el Congreso es la consecuencia práctica de esa propuesta, traducible en la gobernabilidad, que nace de unas mayorías, indispensables para el trámite en el Legislativo de las reformas y decisiones claves, emanadas del Ejecutivo.
Este llamado a la unidad – imaginario ético y herramienta funcional – lo complementa el presidente Petro con invitaciones a mantener un contacto vivo con la base popular y a saber escucharla, algo que pertenece, según insistía el guerrillero Mao Zedong en las montañas de Hunan, a la órbita del estilo de trabajo; tan básico, tan permanente, que da lugar a una eficacia mayor que aquella que exhiben los medios masivos y las tecnologías contemporáneas.
Finalmente, entre los elementos de metodología que pueden entresacarse del discurso, cabe destacar la promoción de encuentros entre los distintos actores sociales, dentro de los territorios, algo así como el despliegue de un espíritu, a la vez comunitario y de concertación; aún no se sabe si para una comunicación política más efectiva con la población diferenciada territorialmente; o, para la acción colectiva, la que reivindica derechos o la que construye identidades y nuevas subjetividades.
Una Agenda Ambiciosa
Con todo, el componente más denso del discurso es, cómo no, la prospección – enunciación y formulación – de las políticas influyentes y las reformas que constituyen la agenda del gobierno.
Las dos políticas son la conquista de la paz, de la “paz total”, es de suponerse; y el combate a la corrupción. La primera implica, además de la negociación con el ELN, la apertura de procesos, ya no de sometimiento con las bandas criminales, sino de “acogimiento”, lo que podría conducir a una mayor largueza, por no decir benevolencia, en las penas para los delincuentes comunes, dedicados sobre todo al narcotráfico, un remedio que de pronto deteriora la soberanía del Estado; y, en cambio, no soluciona la violencia en el largo plazo, dada la capacidad reproductora del crimen, si los factores que lo alimentan permanecen.
Contra la corrupción, fenómeno rampante y degradante del universo político, el presidente promete una cruzada y la reconducción de los servicios e instituciones de seguridad del Estado, a fin de controlarla y extirparla. Ya antes había sido propuesto un Bloque de Búsqueda, sin que nunca cuajara una verdadera acción concertada contra este mal que carcome ética y materialmente al Estado. En realidad, una fuerza política de avanzada ya instalada en el poder está obligada a adelantar una reforma integral que evite los cruces, auténticos “torcidos”, entre políticos, contratistas y funcionarios; reforma que no deje de lado la transformación radical o la eliminación de los órganos de control en la Administración; estos últimos, parte del engranaje bien engrasado, por donde funciona el saqueo del erario, privatización perversa de la esfera de lo público.
El presidente enunció además una lista larga y enjundiosa de reformas prometidas, de la que no escapan la de las pensiones, la de la salud; y especialmente, la agraria; todas ellas parte del cambio, anatomía de lo que podría vertebrarse como la “nueva era”.
En este encadenamiento prometedor de saltos hacia adelante, hasta agotar los límites del aliento –a bout de souffle como decía el filme vertiginoso de Jean Luc Goddard -, en esa carrera sin parar, el eslabón clave es la reforma tributaria. Poblada de nuevas cargas, con enraizamiento estructural y vocación de permanencia, ha perdido bríos, sin embargo, pues de la meta inicial, la de los siderales 50 billones, ha descendido a la mitad, 25 billones, lo cual confirma el hecho de que no había físicamente de dónde sacar ese monto exorbitante.
El presidente Gustavo Petro ha querido calmar el nerviosismo de los contribuyentes, afirmando que no se trataría de una reforma confiscatoria sino justa. No obstante, en el momento en que el Estado quiere ampliar la base de los ingresos por vía tributaria, el proyecto de reforma descarga su peso impositivo sobre las personas naturales con ingresos mensuales de 10 millones en adelante, incluidos los pensionados; esto es, pone buena parte de su nueva carga impositiva, la de 8 billones, sobre los hombros de médicos, abogados, agentes contables, empleados, profesores universitarios y una franja de jubilados, a quienes por cierto algunos responsables gubernamentales han graduado de muy ricos, solo porque constituyen apenas el 2% de la población.
Los nuevos tributos a la renta y al patrimonio, si las tarifas fueran sensiblemente altas, que tal vez no lo lleguen a ser tanto, dichas cargas castigarían los bolsillos de una población, sobre todo urbana y de orientación progresista, con un efecto de empobrecimiento relativo que, por lo demás, lesionaría la actividad económica de cada uno de estos ciudadanos, base importante del consumo y del ahorro internos.
Transformaciones y empoderamiento social
Sin duda, la reforma de mayor impacto social es la agraria o reforma rural integral, de ese modo denominada en el Acuerdo de Paz. Si consiguiere un alcance considerable – algo que nunca ha sido posible – tendría desde el punto de vista humano el efecto de vincular muchos campesinos a la actividad productiva y comercial, estimulando así el crecimiento de las subjetividades, dado el estatuto de productor, vendedor o consumidor, conquistado por cada individuo en el mercado y en las transacciones con el Estado.
Así mismo, ayudaría a configurar la soberanía alimentaria, un objetivo con el que sueña el presidente de la república; eso sí, a condición de que no sea sacrificado , al menos no en demasía, el principio ricardiano de las “ventajas comparativas”, un concepto que habla de las posibilidades que albergan otros países de tener productos más baratos y de mejor calidad; y que al ser excedentarios pueden ser comprados ventajosamente; de modo que impedir artificiosamente su entrada en un país potencialmente receptor, le traería a este, mayores tasas de inflación o un déficit fiscal más grande , en razón de la producción interna demasiado subsidiada.
Por último, la redistribución de tierras, con el crecimiento de las unidades agrícolas pequeñas y medianas, echa las bases para una mayor acumulación interna, con todas sus consecuencias saludables en inversión e industrialización.
Paralelamente, un proceso de reforma agraria requiere de la organización, participación y movilización de las bases de campesinos y potenciales propietarios. Quizá no sea un valor esencial, pero sí un fenómeno importante.
La acción colectiva, al acompañar la redistribución de tierras, democratiza la vida pública y hace nacer identidades, originadas en los cambios sociales. Empodera las comunidades y las lleva a apropiarse de un querer, de una aspiración común y progresista.
Así, los encuentros territoriales dejan de ser propósitos, sin un sentido especial o con el único destino de la comunicación política del régimen; y por el contrario se convierten en formas comunitarias, dotadas de un sentido valedero, el del cambio real y no solo retórico.
El empoderamiento de las comunidades territoriales, aliadas a los demás agentes sociales comprometidos con las transformaciones, deben empujar los procesos reformistas, especialmente en materia agraria. Claro: si las reformas fallan, la acción colectiva y la organización popular toman giros inesperados. Así lo enseña la historia.
Ricardo García Duarte
Foto tomada de: Presidencia de la República
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