Las izquierdas deben aprovechar su inédita ventaja táctica, en un Parlamento en el que el PSOE no tiene alternativa de pactos, para empujar reformas democráticas en el Estado
Decían Marx y Engels en el Manifiesto comunista que el Estado era, básicamente, un consejo de administración de los negocios de la burguesía. Aquella noción del Estado como expresión administrativa de los intereses económicos de una clase social respondía, sin duda, a la realidad histórica del momento. El propio Marx, posteriormente, en uno de sus textos más influyentes, El 18 de Brumario de Luis Bonaparte, distinguiría entre poder político (que identifica con el Estado) y económico. Ni siquiera conquistar el poder político aseguraba dominar al poder económico.
A partir del desarrollo de los Estados del bienestar en Europa, en la segunda mitad del siglo XX, varios marxistas comenzaron a entender que el Estado, sin dejar de abandonar buena parte de sus funciones administrativas y políticas tradicionales, era también un terreno de combate político. De entre ellos destaca obviamente Nicos Poulantzas. Para el teórico griego, los éxitos políticos del movimiento obrero italiano que habían cristalizado en el Estatuto de los Trabajadores de 1970 ejemplificaban que el Estado y el Derecho eran uno de los terrenos de la lucha de clases y de los avances de la clase trabajadora. Aquel Estatuto fortalecía a los sindicatos en las fábricas, prohibía el despido sin causa justificada y garantizaba la libertad de reunión. El Estado aparecía, de hecho, no sólo como un terreno de la lucha de clases tanto o más importante que la fábrica, sino como zona política estratégica.
La irrupción del neoliberalismo no hizo sino confirmar la paradoja; frente a la ofensiva de los poderes económicos vinculados al neoliberalismo en la economía, las Constituciones de posguerra y el Derecho laboral propios de los Estados del bienestar fueron herramientas de resistencia, en la política, para los trabajadores.
Esto que les acabo de contar es un abc político que debiera estar tatuado en la reflexión estratégica y la praxis táctica de cualquier actor político de la izquierda. Esto es evidente en el caso de los independentistas catalanes y vascos, aunque hoy la clave del debate entre ERC y Junts es precisamente cómo encarar la relación-diálogo con el Estado; paradójicamente el partido heredero de CiU es el que de momento se sitúa en la posición maximalista. En el caso de los independentistas vascos se aprecia también una evolución en un sentido pragmático en los últimos años, sin duda consecuencia de una experiencia histórica que ha sido una dura lección sobre lo que significa enfrentarse al Estado. Pero incluso en el resto de las izquierdas, incluida una fuerza de gobierno como Unidas Podemos, el Estado sigue percibiéndose como algo ajeno. Esa percepción tiene su lógica por la propia historia de nuestro Estado, mucho más extensa que la de nuestra democracia, y donde el fracaso a la hora de imponer ideológicamente una sola nación en todo el territorio se compensó con la fortaleza de un Estado que sí pudo imponer una administración central, que convive hoy con las autonómicas, pero cuya superioridad jerárquica y competencial es evidente.
Aquel 3 de octubre de 2017, el Estado habló (y habló más a los jueces que al país) y, desde que naciera el gobierno de coalición, la estrategia de la derecha y la ultraderecha frente a lo que desde el principio definieron como “gobierno ilegítimo” ha sido empujar al Estado en su contra. Pablo Casado llegó a afirmar: “A Felipe VI lo votamos los españoles, a Garzón y a Iglesias no”. Tras la aparente estupidez de la frase se esconde lo que piensa la derecha en realidad: el rey tendría una legitimidad anterior y superior a la de cualquier diputado electo. Por eso mismo, la derecha y la ultraderecha no comparten que la legitimidad del órgano de gobierno de los jueces proceda del Parlamento. En una sui generis interpretación de Montesquieu, entienden que el gobierno de los jueces es una entidad puramente autónoma. Y piensan lo mismo del Tribunal Constitucional, al que consideran un organismo político cuya función vendría a ser corregir, incluso preventivamente, las decisiones de los parlamentos. Y no hablamos de las decisiones del Parlament de Catalunya; que el TC se haya pronunciado nada menos que contra el Estado de alarma en un contexto de pandemia sin precedentes revela el ánimo de ciertos soldados del Estado. Como escribe Pedro Vallín en su inminente libro (a mi juicio lo mejor que se ha escrito sobre lo que ha ocurrido en la política española en los últimos años), el origen del CGPJ tenía que ver con la voluntad democrática de controlar a una magistratura mayoritariamente franquista. Toda vez que no se depuró a los jueces de la dictadura, tenía cierto sentido al menos vigilar su escaso compromiso con las nuevas reglas de la democracia. En una frase que estremece por su cruda veracidad, Vallín dice que “las tensiones entre el Congreso de los Diputados y el CGPJ son una expresión de una pugna entre la voluntad popular y el rigorismo autodefensivo del Estado profundo”.
Con los recursos económicos, mediáticos y funcionariales de la derecha y la ultraderecha, no es difícil imaginar un proceso de involución democrática en España, al estilo de Polonia o Hungría, si el PP y Vox llegan al Consejo de Ministros. Se suele olvidar que la principal lección de la República de Weimar, de Italia y de España es que fue la derecha la que abrió el camino del fascismo. No habría habido Hitler sin Hindenburg y Von Papen, ni Mussolini sin los monárquicos italianos, ni Franco sin la Iglesia Católica.
Ojalá existiera una escuela de Estado progresista que formara en valores democráticos y becara a jóvenes para que no sean siempre los mismos quienes ocupan las posiciones estratégicas más relevantes.
Pablo Iglesias
Fuente: https://ctxt.es/es/20211001/Firmas/37328/pablo-iglesias-estado-jueces-derechas.htm
Foto tomada de: https://ctxt.es/es/20211001/Firmas/37328/pablo-iglesias-estado-jueces-derechas.htm
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