1. Introducción
Treinta años después del movimiento sísmico en la historia universal que supuso la caída del comunismo en 1989-1990, la repentina aparición de unos acontecimientos transformadores podría suponer un nuevo punto de inflexión. Esto se va a ver en los próximos meses, tanto en Bruselas como en Berlín.
A primera vista podría parecer un poco exagerado querer comparar la superación de un orden mundial que dividió el mundo en dos campos opuestos, y la posterior expansión del capitalismo victorioso, con el destino natural implacable de una pandemia que nos ha cogido desprevenidos y la subsiguiente crisis económica mundial de una dimensión sin precedentes. Sin embargo, si los europeos logramos dar una respuesta constructiva a esta conmoción, podría servir para establecer un paralelo entre estos dos estremecedores acontecimientos.
En su momento, las unificaciones alemana y europea estaban tan relacionadas que parecían estar inextricablemente unidas. Hoy día, cualquier relación entre esos dos procesos, manifiesta por aquel entonces, resulta menos evidente. Así y todo, aunque la celebración de la fiesta nacional de Alemania (el 3 de octubre) se haya mantenido curiosamente deslucida durante las tres últimas décadas, la siguiente suposición parece razonable: los desequilibrios en el proceso de unificación de Alemania no son ni mucho menos la causa del sorprendente resurgir de su homólogo proceso europeo, aunque la distancia histórica que hemos adquirido con respecto a esos problemas internos ha servido para que el gobierno federal finalmente retome la tarea histórica de dar una forma política y una definición al futuro de Europa.
Esta distancia se la debemos no solo a la inestabilidad mundial que ha provocado la crisis del coronavirus, sino también a que las prioridades de la política nacional han cambiado de forma decisiva (sobre todo por la alteración en el equilibrio de fuerzas políticas que resulta del ascenso de la AfD [Alternative fur Deutschland]). Precisamente por este motivo tenemos ante nosotros, 30 años después de aquel cambio trascendental, una segunda oportunidad para promover juntos la unidad alemana y europea.
En 1989-1990, la unificación de una Alemania que llevaba dividida cuatro décadas se hizo súbitamente posible y, a raíz de eso, se desencadenó una inevitable alteración en el equilibrio de fuerzas. Esa perspectiva tuvo como efecto reavivar ciertos temores históricos por el retorno de la “cuestión alemana”. Aunque Estados Unidos respaldó las hábiles maniobras del canciller federal (Helmut Kohl), los vecinos europeos de Alemania se mostraron alarmados por el fantasma del retorno del Reich (la “potencia intermedia” que, desde los tiempos del Káiser Guillermo II, siempre había sido demasiado grande para integrarse de manera pacífica con los países de su círculo inmediato y demasiado pequeña para ejercer como potencia hegemónica). El deseo de que Alemania se integrara en el orden europeo de forma irreversible estaba más que justificado, como evidenció la crisis europea a partir de 2010.
A diferencia de la primera ministra británica, Margaret Thatcher, que reaccionó sorprendida y horrorizada, el presidente francés, François Mitterrand, prefirió seguir adelante con valentía. Para frenar el egoísmo nacionalista de un vecino que podría utilizar su poderío económico exclusivamente en su propio interés, le exigió a Kohl que aceptara introducir el euro.
Los orígenes de esta audaz iniciativa, que impulsó con decisión el presidente de la Comisión Europea, Jacques Delors, se remontan al año 1970, cuando la por aquel entonces Comunidad Europea intentó formar por primera vez una unión monetaria mediante el informe Werner. En última instancia, ese proyecto fracasó por las turbulencias cambiarias y porque los acuerdos de posguerra de Bretton Woods dejaron de estar vigentes. No obstante, en las negociaciones que mantuvieron en 1975-1976 Valéry Giscard d’Estaing y Helmut Schmidt, esas ideas volvieron a ponerse sobre la mesa. A decir verdad, Kohl actuó (cuando Mitterrand ya había redactado las conclusiones del Consejo Europeo del 9 de diciembre de 1989 en Estrasburgo), sin lugar a dudas, por convicción política cuando impulsó la visionaria conexión entre la unidad nacional y el pionero Tratado de Maastricht de 1992, a pesar de la oposición política que experimentó en su propio país1.
En comparación con este proceso histórico, hoy se pueden apreciar las consecuencias económicas de una pandemia que genera deudas insostenibles en los Estados miembros más golpeados de la parte occidental y meridional de la Unión Europea. Esta es una situación que amenaza gravemente la propia existencia de la unión monetaria y es el riesgo que más temen los exportadores alemanes y que finalmente ha llevado al gobierno federal alemán a mostrarse más receptivo con el decidido impulso del presidente francés por estrechar la cooperación europea. La posterior ofensiva unificada de Emmanuel Macron y la canciller Ángela Merkel acordó un Fondo de Recuperación que se financiará con bonos europeos a largo plazo y que beneficiará, en gran medida, a los países miembros más necesitados mediante el método de subvenciones no reembolsables. Esta propuesta en la cumbre de julio de 2020 supuso un extraordinario compromiso. La decisión del Consejo Europeo de emitir eurobonos comunitarios, solo posible gracias al brexit, propició el primer avance verdaderamente significativo hacia la integración desde Maastricht.
Aunque la decisión no estaba confirmada todavía, Macron habló en la cumbre del “momento más importante para Europa desde la fundación del euro”. Como cabía esperar, y contrariamente a los deseos del presidente francés, Merkel se mantuvo fiel a su habitual modus operandi de avanzar paso a paso. La canciller no pretende encontrar una solución institucional permanente, sino que insiste en considerarla una compensación excepcional para paliar la destrucción económica que ha provocado la pandemia2. Aunque la incompleta constitución política de la unión monetaria representa una amenaza para su propia existencia, los miembros de la eurozona no serán los únicos que asumirán los préstamos de los Estados miembros, sino que será la Unión en su conjunto. Pero claro, como todos sabemos, el progreso avanza a paso de caracol y por caminos tortuosos.
2. Cómo encajan la unida alemana y la unificación europea
Si ahora, dada la reactivación de la dinámica europea, repasáramos las tres últimas décadas y quisiéramos establecer un paralelismo con el vínculo que existió en un principio entre los procesos de unificación alemana y europea, tendríamos que comenzar por recordar las consecuencias dilatorias que tuvo la unidad alemana en la política europea. Aunque la restauración de la nación alemana se lograra, en cierta medida, gracias a la maniobra pro-integracionista de renunciar al marco alemán, la consecuencia no fue exactamente una mayor cooperación europea.
Para los exciudadanos de la República Democrática de Alemania, que crecieron con una cultura y una política totalmente diferentes, el asunto de Europa no tenía la misma importancia y relevancia que tenía para los ciudadanos de la antigua República Federal (de Alemania Occidental). Sin embargo, los intereses y el pensamiento de los gobiernos alemanes también han ido cambiando desde el restablecimiento de la unidad nacional. En un principio, la atención estuvo totalmente absorbida por la inaudita tarea de adaptar la decrépita economía de la RDA a los mercados del capitalismo renano y armonizar una burocracia estatal comunista con las prácticas administrativas de un Estado democrático. Aunque, si dejamos de lado esta preocupación doméstica, los gobiernos de Kohl en adelante no tardaron en acostumbrarse a las “normalidades” del recuperado Estado nacional. Los historiadores, que en aquellos días elogiaron esa normalidad, puede que se apresuraran en desestimar de manera en cierto modo prematura el comienzo de una emergente conciencia posnacional en Alemania Occidental. En cualquier caso, una política exterior mucho más segura de sí misma (gracias al mayor peso económico de Alemania) hizo pensar a los escépticos observadores que Berlín quería poner la mira más allá y relacionarse inmediatamente con potencias mundiales como EE.UU. y China.
Sin embargo, la unidad nacional no fue la razón determinante que llevó a un indeciso gobierno federal a aliarse con Londres para ampliar el conjunto de países de la UE, en lugar de acometer la aplazada tarea de profundizar en el desarrollo de las estructuras institucionales de la unión monetaria. Más bien existían otras razones políticas que solo han salido realmente a la luz durante la crisis de deuda soberana y bancaria. De cualquier modo, hasta la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, en diciembre de 2009, la UE estaba más preocupada por gestionar las consecuencias institucionales y la agitación social que siguió a la ampliación hacia el este de 2004.
3. El giro de Alemania en política europea
Incluso antes de la introducción del euro, que se decidió en Maastricht, los expertos ya hablaban de la estructura disfuncional de la futura unión monetaria. Los políticos involucrados también eran conscientes de que una moneda común que privaba a los países miembros económicamente más débiles de la opción de devaluar sus respectivas monedas seguiría aumentando los desequilibrios internos de la unión monetaria mientras no tuviera competencias políticas para adoptar medidas compensatorias. La estabilidad de la eurozona solo podía lograrse mediante la armonización de las políticas fiscales y presupuestarias y, en definitiva, solo adoptando una política fiscal, económica y social común. Por tanto, la unión monetaria fue creada por sus protagonistas con la expectativa de que podría convertirse, por fases, en una unión política total.
La ausencia de posteriores reformas en ese sentido dio lugar, durante la crisis financiera y bancaria que se desató en 2007, a las consabidas medidas, algunas de las cuales se adoptaron fuera del ámbito de la legislación europea vigente, y a los sucesivos conflictos entre los países calificados de donantes y receptores del norte y el sur de Europa1. Alemania, en tanto que país exportador, se cerró en banda durante la crisis y, alzando la voz contra cualquier mutualización, rechazó cualquier nuevo avance hacia la integración; y también siguió haciéndolo cuando Macron presentó en 2017 sus planes de largo alcance para fortalecer la Unión dando los pasos necesarios en la cesión de soberanía. Así que al ministro de Economía alemán, y también arquitecto de las medidas de austeridad que Alemania impuso en el Consejo Europeo, solo se le puede acusar de derramar lágrimas de cocodrilo cuando se lamenta en retrospectiva de que: “Ahora, ante todo, se necesita el coraje que no tuvimos durante la crisis de 2010 para lograr finalmente una mayor integración de la eurozona. No debemos desaprovechar esta nueva oportunidad, sino que debemos utilizar la actual disrupción para expandir la unión monetaria y convertirla en una verdadera unión económica a través del Plan de Recuperación para Europa”2.
A lo que se refiere Wolfgang Schauble cuando habla de “disrupción” es a las brutales consecuencias económicas de la pandemia, pero: ¿por qué invocan Schauble y Merkel el coraje que supuestamente les faltó hace diez años? ¿Es solo un miedo económicamente motivado ante un fracaso definitivo del proyecto europeo, que altera tanto las reglas del juego que es suficiente para explicar por sí solo este inesperado cambio de rumbo? ¿O son acaso los peligros de un nuevo contexto geopolítico mundial, que lleva tiempo cambiando, los que ponen a prueba el régimen de vida democrático y la identidad cultural de los europeos?
En pocas palabras: ¿qué explica esta repentina, y casi secreta, aceptación de una mutualización de la deuda que ha sido demonizada durante años? Schauble, a pesar del evidente descaro de este cambio radical, puede al menos volver la vista atrás y apelar a su propio pasado proeuropeo de los años noventa. Sin embargo, en una política tan pragmática como Merkel, que siempre mira al corto plazo y que continuamente actúa en base a lo que dicen las encuestas, el motivo de un cambio de rumbo tan drástico y repentino sigue siendo un misterio. Antes de tomar la decisión de renunciar a su rol de líder de los “frugales” en Bruselas, no solo las encuestas han tenido que estar de acuerdo. No, como en anteriores ocasiones, tuvo además que producirse un cambio en el equilibrio de fuerzas nacionales para que cambiaran los factores relevantes y decisivos.
Lo sorprendente ha sido la ausencia de críticas internas en su partido, habitualmente automáticas, ante la retracción de Merkel. Pero al hacerlo decidió, casi de la noche a la mañana, trabajar codo a codo con Macron y aceptar un compromiso histórico que abre la puerta, aunque sea levemente, a un futuro hasta ahora cerrado para la UE. Pero, ¿dónde estaba la respuesta de la poderosa facción de euroescépticos de su propio partido, de la vociferante ala económica de la Unión Demócrata Cristiana, de las principales asociaciones empresariales y de los comentaristas económicos de los principales medios?
Lo que ha cambiado en la política alemana en los últimos tiempos, y Merkel siempre ha tenido un buen olfato para ello, es que por primera vez en la historia de la República Federal se ha instalado un partido exitoso a la derecha de la CDU y de su socio democristiano, la CSU, con un discurso que combina la crítica antieuropeísta con un nacionalismo etnocéntrico de una radicalidad inédita que ya no es disimulada, sino manifiesta. Hasta ahora, los líderes de la CDU siempre habían procurado que el nacionalismo económico alemán estuviera envuelto en una retórica proeuropea, pero, como consecuencia de este cambio en el equilibrio de fuerzas políticas, una potencial ola de protestas que durante años estuvo contenida en el proceso alemán de unificación ha encontrado su lenguaje.
4. AfD: El punto de contacto entre el proceso de unificación europeo y alemán
La AfD fue creada por un grupo nacionalista-conservador de economistas y empresarios de Alemania Occidental, para los que la política europea que favoreció el gobierno federal durante la fase más aguda de la crisis de deuda soberana y bancaria de 2012 no protegió adecuadamente los intereses económicos de Alemania. A esto se sumó una especie de escisión del ala nacional-conservadora de la CDU, nombrada en honor a Alfred Dregger, que hoy en día se encuentra materializada en la figura de Alexander Gauland (el presidente del grupo parlamentario de la AfD). Sin embargo, este partido no se convirtió en una prueba de fuego de lo intensos que fueron los conflictos durante el proceso de reunificación hasta 2015, cuando, gracias sobre todo a una mentalidad arraigada en la vieja República Federal (concretamente la aversión conservadora hacia la generación de 1968), logró hacerse con una posición firme en los länder de Alemania del Este, bajo la dirección de Frauke Petry y Jörg Meuthen, donde se combinó con temas autóctonos que se basaban en una crítica creciente contra las políticas de unificación.
Las críticas contra Europa sirvieron de catalizador para amalgamar los votos de protesta del este y el oeste de Alemania, que ahora se han multiplicado a causa de la crisis de los refugiados y una xenofobia en alza. El conflicto entre la CDU y la AfD no podría condensarse en una escena más gráfica y reveladora que la que se produjo cuando, el 8 de julio, el eurodiputado Meuthen se levantó en el Parlamento Europeo y espetó a la canciller (mientras presentaba el plan del Fondo de Recuperación) los mismos argumentos que ella llevaba diez años utilizando para justificar la agenda de austeridad de Schauble.
Precisamente ahí es donde entran de nuevo en contacto los procesos de unificación europeo y alemán. A menudo, los cambios en el espectro político de partidos reflejan cambios más profundos en la mentalidad política de todo un pueblo. En mi opinión, el cambio de Merkel en materia de política europea revela, no solo su astucia política, sino también la mayor distancia histórica que nos separa hoy del feliz momento que supuso recuperar la unidad nacional y de lo tortuoso que fue el proceso de unificación1.
Sería demasiado fácil deducir esta historización de la avalancha de libros de historia, reportajes periodísticos y retrospectivas más o menos personales que coincide con el 30 aniversario; más bien, esta afluencia de publicaciones refleja que se está produciendo un cambio político y cultural en las relaciones mutuas del Este y el Oeste. Si ahora se está adoptando una mayor distancia hacia los problemas derivados de la unificación alemana, el cambio puede atribuirse a la polarización de las opiniones políticas sobre este hecho. La regresión política, que se manifiesta en la figura de la AfD, tiene un rostro desconcertantemente ambiguo: por una parte ha adquirido un carácter panalemán compartido y, por otra, adopta unas narrativas de posguerra y unas formas de pensar marcadamente diferentes en el Este y el Oeste. La creciente distancia histórica hace que las dos cosas aparezcan con mayor claridad: compartimos el conflicto con el populismo de derechas y, al mismo tiempo, este conflicto revela las mentalidades políticas tan diferentes que se han desarrollado a lo largo de las últimas cuatro décadas en la República Federal y en la RDA respectivamente.
Los trastornos en las relaciones políticas entre el Este y el Oeste, que se han dejado ver en todo el país, han puesto de manifiesto la naturaleza panalemana del proceso de clarificación que se ha iniciado; sobre todo a raíz del drama que tuvo lugar en febrero de 2020 en Erfurt, tras las elecciones para el Parlamento regional de Turingia. Las primeras declaraciones contundentes contra la rotura del tabú al elegir un gobernador del Partido Democrático Libre con la ayuda de los votos combinados de la CDU y la AfD salieron de la boca de Merkel y Markus Soder (líder del CSU), una alemana del este y un bávaro; el tono normativo de ambas declaraciones fue sorprendentemente nítido. La canciller lo denominó un “procedimiento imperdonable que tiene que ser revertido” y añadió más peso a su intransigencia despidiendo al representante especial del gobierno para Alemania del Este (que se había mostrado favorable a la tácita alianza con la ultraderecha). Estas inconfundibles reacciones representaron mucho más que simples recordatorios de las reglas del partido sobre incompatibilidad.
Hasta ese momento, los líderes políticos habían intentado atraer a “ciudadanos preocupados”, pero ahora tenían que poner fin a su calamitoso coqueteo con los que sencillamente habían considerado individuos equivocados. Dada la caótica concatenación de acontecimientos en el panorama político de Turingia y el vacilante comportamiento de los colegas regionales de la CDU, la ambigua estrategia adoptada de abrazar más de lo necesario (a la derecha) tenía que terminar de inmediato. El reconocimiento político fáctico que se dio a un partido a la derecha de la unión (CDU/CSU) es algo muy distinto al hecho de que el partido simplemente exista. Para la CDU significa renunciar a la incorporación oportunista de un electorado potencial que se encuentra más allá de sus propios límites programáticos y, al mismo tiempo, significa comprometerse con una práctica según la cual los votantes que dan voz a eslóganes militares, nacionalistas, racistas y antisemitas tienen derecho, como conciudadanos demócratas, a que se les tome en serio o, lo que es lo mismo, a que se los critique sin piedad.
5. La conmoción de Erfurt es un problema interalemán
Lo que Turingia, Sajonia, Sajonia-Anhalt y Brandemburgo pusieron de manifiesto no es solo un problema de Alemania del Este, naturalmente. Las autoridades ya habían fracasado estrepitosamente a escala nacional a la hora de perseguir a la Clandestinidad Nacionalsocialista (NSU, por sus siglas en alemán) por una serie de crímenes cuyo alcance y circunstancias los tribunales no han aclarado todavía. En 2018, la revuelta de la extrema derecha en Chemnitz y el sorprendentemente tortuoso despido del jefe de seguridad del Estado impulsaron un proceso de aprendizaje en el país. Así que, como demuestran las vacilantes medidas adoptadas contra las redes de extrema derecha en las fuerzas armadas, la policía y las agencias de seguridad, los primeros signos de una infiltración en las principales instituciones del Estado democrático no son un problema exclusivo de Alemania del Este.
Sin embargo, la realidad es que estos recientes acontecimientos vinieron precedidos en los länder de Alemania del Este de una oleada de brotes de violencia de la ultraderecha, de desfiles nazis sin restricciones y de perturbadores casos de procesamientos políticos sesgados. Los brutales y a menudo mortales casos de violencia de la derecha ya eran lo bastante malos por sí solos: la “cacería humana de Mügeln” (en Sajonia) contra un grupo de (ocho) indios en 2007; o los excesos el año siguiente de la hermandad Storm, que quería crear “zonas liberadas nacionales” en Dresde y alrededores; o, un año antes del fin de la NSU, los ataques incendiarios y las persecuciones en coche de los matones de Limbach-Oberfrohna; o los ataques en 2015 de una masa de más de 1.000 personas contra un albergue para refugiados en Heidenau; o la parecida desinhibición de una turba xenófoba en Freital y Clausnitz.
Pero peores aún fueron las reacciones del Estado: una fuerza policial que aconseja a las víctimas que no denuncien; un tribunal parcial que no distingue entre atacantes y víctimas; un servicio nacional de inteligencia que aprecia sutiles diferencias entre comportamientos “críticos con el asilo” y “hostiles con el asilo”; una fiscalía federal que tiene que apartar a una fiscalía estatal de un escandaloso caso de terrorismo porque, a pesar de las evidentes conexiones grupales de los acusados, solo pudo identificar a autores individuales; o un ministerio que destina un número tan reducido de agentes de policía para una manifestación anunciada de antemano que ni siquiera se pudo proceder contra los participantes cuando se produjeron los inevitables disturbios. Cuando luego leo que en esas regiones del este de Alemania se está extendiendo una “aceptación tácita de la violencia de derechas”, me recuerda a la situación de Weimar1.
6. Un frente, dos visiones
Pero el caso de Turingia no solo ha servido para exponer un frente político que atraviesa la población tanto del Este como del Oeste, sino que además, junto con esta nueva experiencia compartida, el caso evidenció las diferentes perspectivas desde las que la población percibe un conflicto compartido, como consecuencia de sus diferentes historias, experiencias políticas y procesos formativos. Aun así, esto se aprecia más claramente en un lado que en el otro.
Mientras que en el Este primero había que resolver las ideas sobre la sustancia política de la “burguesía”, las reacciones en el Oeste reflejaban un legado arrastrado de la antigua República Federal. Que la crisis del gobierno de Turingia se prolongara durante semanas, después incluso de que dimitiera el gobernador estatal que había salido elegido gracias a la AfD, fue un falso dilema en el que el grupo parlamentario de la CDU se vio atrapado solo porque su presidente federal (que es originario de Sarre) les obligó a atenerse a la incompatibilidad de formar cualquier coalición con la izquierda o la derecha. ¿Cómo podía Mike Mohring (líder de la CDU en Turingia) ayudar al gabinete minoritario de izquierdas a tomar las riendas sin ensuciarse las manos por romper la obligatoria “equidistancia”? La candidata del partido para la cancillería, Annegret Kramp-Karrenbauer, cavó su propia tumba al repetir como un mantra lo de “ni uno, ni otro”, lo que, dada la personalidad de Bodo Ramelow, el digno sindicalista cristiano de Hesse (y ministro-presidente del partido Die Linke), demostró ser completamente impracticable. Fue literalmente un fragmento “muy significativo” de la historia del Oeste que se dio de bruces contra la presente realidad del Este.
A la CDU occidental, que denunció a Herbert Wehner (el secretario general del partido socialdemócrata) y al SPD con el eslogan “todos los caminos llevan a Moscú”, ya en los carteles electorales de las primeras elecciones federales, todavía le costaba dar un largamente postergado adiós a la discriminación moralizante contra la izquierda, que desde hace tiempo sirve como antítesis profiláctica de una obvia discriminación histórica contra la extrema derecha por el período nazi. En la antigua República Federal, la simétrica devaluación moral de la derecha y de la izquierda (que durante la Guerra Fría recibió incluso la consagración académica en la forma de la teoría del totalitarismo) había sido para la CDU un pilar programático fundamental en su proceso para convertirse en un partido de mayoría natural. Después de todo, en la constelación geopolítica de la Guerra Fría, el primer canciller federal, Konrad Adenauer, empleó un frente anticomunista para defender a las antiguas élites nazis que habían conservado o recuperado sus antiguos puestos en casi todas las tareas administrativas del Estado, con la sensación de haber estado siempre en el bando correcto1.
De hecho, en aquellos días, el anticomunismo hizo posible que una gran parte de la población que había apoyado a Hitler hasta al amargo final por abrumadora mayoría eludiera cualquier autocrítica por haber participado en sus crímenes. El “silencio comunicativo” sobre la propia conducta en el pasado facilitó una adaptación en apariencia cooperativa con el nuevo orden democrático, un oportunismo que, naturalmente, demostró ser mucho más fácil de mantener gracias al creciente nivel de vida y a estar bajo el paraguas nuclear de EE.UU.
Este discutible éxito estaba tan integrado en el ADN del partido cristiano-demócrata que, décadas más tarde, en las elecciones federales de 1994, su secretario general, Peter Hinze, pudo emplear de nuevo la carta anticomunista bajo la forma de su ahora casi legendaria “campaña de los calcetines rojos”. Un electorado del Este que siempre se había mostrado abrumadoramente escéptico en su actitud hacia el gobierno del comunista SED tenía que ser mantenido a raya. Pero en aquella época, el revolucionario eslogan contra la dictadura del partido, “Somos el pueblo”, hacía tiempo que se había transformado en “Somos un pueblo”. En las primeras elecciones parlamentarias libres de Alemania del Este en marzo de 1990, cuando los mercados de la RDA aparecieron inundados de inmaculadas banderas de color negro, rojo y oro procedentes de occidente, ya se pudo apreciar cómo la cuestión nacional pasaba a primer plano. Desde entonces, el movimiento cívico emancipador, animado por los dirigentes neonazis de occidente, empezó a dar cabida a la derecha2. En realidad, durante los cuarenta años de un antifascismo impuesto desde arriba, la RDA no pudo beneficiarse del tipo de debate público que se extendió como un hilo conductor por la historia de la antigua República Federal.
7. La política del pasado en la antigua República Federal
Solo estas estridentes disputas, a menudo desenfrenadas entre generaciones, explican por qué, en la “república de Bonn”, la inicialmente generalizada adaptación oportunista al orden político que introdujeron las potencias vencedoras se transformó más o menos a lo largo de las décadas en un compromiso de principios con los fundamentos normativos del Estado constitucional. No obstante, el constante estallido de enfrentamientos sobre lo que el historiador Ernst Nolte denominó un “pasado que no desaparecerá” lo convirtió en cualquier cosa menos en un éxito seguro. Estos enfrentamientos se propagaron inmediatamente después de que finalizara el período nazi, a raíz de las controversias sobre los juicios de Núremberg por crímenes de lesa humanidad o por libros como los de Eugen Kogon (superviviente de los campos/historiador) o Gunther Weisenborn (de la resistencia antinazi). Pero fueron sofocados como resultado de la rápida rehabilitación de las antiguas élites nazis y de una población liberada por el espíritu anticomunista de los tiempos. Y por eso han tenido que ser reavivados una y otra vez desde los extremos opositores, contra una extendida mentalidad de represión y normalización.
Después de una década de silencio, a finales de los cincuenta comenzaron a surgir las primeras iniciativas para “reevaluar el pasado”, como lo denominó Theodor Adorno. En Ludwigsburg se estableció la agencia central para la persecución de crímenes nazis después de que se celebrara el primero de los juicios en Ulm. Al mismo tiempo, algunos miembros del SDS (Sindicato de Estudiantes Socialistas Alemanes) organizaron una exposición sobre la “justicia nazi sin castigo”, contra la voluntad de los dirigentes del SPD, que desató una gran polémica. Pero no fue hasta que se celebró el juicio sobre Auschwitz en Frankfurt, que arrancó Fritz Bauer (un juez/fiscal judío), que nada de esto adquirió importancia a escala nacional. A pesar de las clementes penas que se dictaron, ya nadie podía seguir ignorando Auschwitz.
Retrospectivamente, como afirma el historiador Ulrich Herbert en una de las pocas frases enfáticas de su notable Geschichte Deutschlands im 20 Jahrhundert [Historia Alemana del siglo XX]: “Que, a pesar de los millones de víctimas que provocaron las políticas nazis, los miembros de las élites nazis e incluso los asesinos en masa de los cuerpos de seguridad y la SD [el servicio de seguridad] escaparan por lo general casi indemnes y en parte hasta ocuparan posiciones de privilegio como ciudadanos respetados, fue un escándalo tan grande, y contradecía tan radicalmente cualquier concepción de la moralidad política, que no podía seguir sin tener serias y prolongadas consecuencias para esta sociedad, sus estructuras internas y su imagen exterior. Durante décadas y hasta la llegada del presente siglo XXI, a pesar de todos los éxitos de la estabilización democrática, actuó como una marca de Caín para esta República”1.
Centrar los esfuerzos en la justicia fue solo el principal elemento de esta reconciliación intelectual con el pasado, que barrió en una serie de oleadas los sectores airados o resistentes de la población. Estas polémicas se sucedieron con mayor frecuencia hasta que la respuesta internacional a Willy Brandt, el canciller socialdemócrata, cuando se arrodilló frente a un monumento al gueto judío de Varsovia en 1970, confirió a este tema central una dimensión nueva, política, mientras el destino cinematográfico de la familia Weiss, en la película Holocausto (estrenada en 1979 en Alemania), reverberaba por toda la sociedad. Esta respuesta al final de la década más convulsa en la política doméstica de la antigua República Federal estuvo encabezada por la protesta estudiantil que desde 1967 se fue agudizando. Aunque naciera en un contexto internacional, adquirió aquí un carácter específico, porque por primera vez la generación joven se enfrentó abiertamente a sus padres nazis y repudió públicamente la participación del personal nazi al que se había permitido regresar a sus cargos. Pero hasta el “68” tuvo su propia prehistoria: los historiadores han señalado con el tiempo la importancia de los numerosos debates e iniciativas de índole política que acompañaron, desde finales de los cincuenta, a los movimientos de protesta contra el rearmamento nuclear y las leyes de emergencia2.
Sin embargo, este hilo conductor, reiterado en eslóganes, de renovados llamamientos a “nunca olvidar”, difícilmente podría haber calado en una evidente cultura de la memoria, o incluso en la identidad política oficial de la República. Seguramente este tema habría desaparecido con las polémicas y peleas de los agitados setenta, que Herbert Marcuse apodó irónicamente ‘Contrarrevolución y revuelta’, si no hubiera sido posible, tras el cambio de gobierno de 1983, oponerse a la política histórica que impuso Kohl en el marco de un supuesto “giro moral”.
Los intentos de Kohl por “desactualizar el período nazi” (Ulrich Herbert) no finalizaron con los altamente simbólicos encuentros con Mitterrand en Verdún y con el presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, en Bitburg; ni tampoco con los igualmente torpes esfuerzos de Kohl por intentar influir en los planes estadounidenses de construir un museo del holocausto en Washington manifestando el “interés nacional alemán”3.Más bien, las iniciativas ulteriores, como la creación de un museo nacional de la historia de Alemania, tendrían que intentar imbuir en la población un sentimiento de identidad y orgullo que proviniese de la historia nacional en su conjunto.
Pero el discurso de Richard von Weizsacker en el 40 aniversario del final de la guerra frustró estos avances. Al menos una gran parte de la opinión pública quedó conmocionada por el vínculo que el presidente federal estableció entre la mención minuciosamente detallada de los diferentes grupos de víctimas asesinados en los campos de concentración por un lado y la decisión de fijar el 8 de mayo de 1945 como el “Día de la liberación” por otro. Esta redefinición contrastaba deliberadamente con cómo la gran mayoría de los contemporáneos había experimentado subjetivamente ese día.
Durante los dos años siguientes, se libró la denominada “disputa de los historiadores”, con el intento de Nolte de relativizar el Holocausto haciendo referencia a los crímenes de Stalin. En el contexto de la historia política de Kohl, la contienda era, en definitiva, sobre dos asuntos: el primero, la importancia que debería adquirir Auschwitz y el asesinato de los judíos de Europa en la memoria política de la población alemana y, el segundo, la importancia que debería tener esta memoria autocrítica del pasado nazi en la continuada identificación de los ciudadanos con la constitución de su Estado democrático y, más generalmente, con un estilo de vida liberal definido por el reconocimiento mutuo del derecho a la “otredad”. Sin embargo, en aquella época, seguía sin decidirse si este compromiso debería ser el elemento central sobre el que se asentaría la concepción de los ciudadanos de la República Federal sobre sí mismos.
El firme arraigo de esta conciencia en la sociedad civil, que hoy día se expresa perfectamente en las palabras y actos de un presidente federal como Frank-Walter Steinmeier, se debe en primer lugar a los agitados debates políticos sobre historia que tuvieron lugar en la década de 1990. Me estoy refiriendo con esto a la interminable cadena de reacciones públicas: el provocativo libro de Daniel Goldhagen sobre los alemanes comunes entendidos como los verdugos voluntarios del Holocausto; el discurso que pronunció en 1998 el escritor Martin Walser durante la ceremonia de aceptación del Premio de la Paz del Comercio Librero Alemán, en el que menospreció “este constante espectáculo de nuestra vergüenza”, y la espontánea reacción contraria del entonces presidente del Consejo Central de los Judíos, Ignaz Bubis; la exposición itinerante que organizó el instituto de Jan-Phillip Reemtsma sobre la (hasta entonces) generalizada negación de los crímenes que había cometido la Wehrmacht durante la guerra de destrucción contra el “bolchevismo judío”; y, por último, la construcción del Memorial del Holocausto de Berlín, que había sido instigado por el mismísimo Kohl.
Estas discusiones no eran comparables, en cuanto a su fuerza y alcance, a nada de lo que había sucedido anteriormente. Provocaron profundas grietas, pero en cierto sentido tuvieron un carácter definitivo: hasta el día de hoy, en todas las ceremonias oficiales de conmemoración, el compromiso con la democracia y el Estado de derecho no solo se proclama de manera abstracta, sino que se afirma de una forma mucho más ceremoniosa como resultado de un difícil proceso de aprendizaje: el vivo recuerdo autocrítico de los crímenes de lesa humanidad de los que nosotros, ciudadanos alemanes de posguerra, no somos culpables, pero de los que somos no obstante responsables y por los que asumimos una responsabilidad histórica (como señaló con rotundidad Karl Jaspers a sus conciudadanos, ya desde 1946, en El problema de la culpa).
Sin embargo, en otros aspectos, estos debates no concluyeron: ante una situación completamente nueva, el proceso de aprendizaje tiene que continuar, porque una suposición que dominaba la vieja república ha demostrado en los últimos años ser errónea. Las convicciones y motivaciones en las que se basaba el régimen nazi ya no pertenecen a un pasado circunscrito, sino que han regresado al día a día democrático con el ala radical de la AfD (incluido el lenguaje).
Tras los debates sobre el pasado nazi que se desarrollaron durante los sesenta, setenta y ochenta, los conflictos se alargaron hasta la primera década después de la reunificación y, sin embargo, seguían siendo un asunto casi en exclusiva del Oeste4.Tal es el caso de los iniciadores, oradores públicos y participantes de estos debates y se puede apreciar, entre otras cosas, también en la distribución geográfica de las ciudades en las que la exposición Wehrmacht, celebrada entre 1995 y 1999, atrajo a unos 900.000 visitantes. Esta participación selectiva no necesita explicación, dado el antifascismo que se impuso desde arriba en el Este durante 40 años; y, menos aún, es motivo de crítica por la totalmente diferente historia de la RDA en cuanto a asumir, o más bien no asumir, el pasado nazi. Durante la época de 1989-1990, la población del Este tuvo además que hacer frente a una serie de problemas que afectaban a su existencia diaria, y de los que el Oeste apenas se percató, ni tuvo idea.
8. La ausencia de la esfera pública en la RDA y después
En cualquier caso, menciono esta asimetría porque permite alumbrar un hecho muy importante: la población del Este de Alemania no tuvo acceso a una esfera pública propia (ni antes de 1989, ni después), en la que los grupos en conflicto podrían haber escenificado debates sobre identidad. Como en 1945 un dictador sucedió a otro (aunque fueran muy diferentes)1,no hubo realmente espacio durante las décadas posteriores para que se produjera una aclaración espontánea, autodirigida y concienzuda sobre la desaparecida conciencia política, como sí pudo producirse en el Oeste. Ese es un déficit, involuntario, cuyas consecuencias no puedo evaluar.
Tampoco puedo juzgar a qué sectores de la población se pueden aplicar las explicaciones que da la psicoterapeuta Annette Simon, hija de la novelista Christa Wolf, cuando habla de cómo la identidad antifascista que imponía el partido tuvo un gran impacto. Esto era porque: “Ofrecía una exculpación integral frente a los crímenes alemanes […] Todo lo que se internalizó después de 1945 en términos de disposiciones psíquicas, susceptibilidad a la sumisión, pensamiento autoritario y desprecio por los extranjeros y los débiles nunca se trató públicamente salvo en el arte y la literatura. En las instituciones y en las familias existía ese mismo silencio que hubo originalmente en el Oeste. Así que se tapaba lo que había sucedido antes de 1945 en una determinada universidad, en un determinado hospital o en esta o aquella familia. La gran mayoría de los alemanes del Este se vieron obligados a adoptar una ideología que les impusieron los vencedores rusos y sus ayudantes de Pankow o Wandlitz. Si se aceptaba esa ideología que primero vino acompañada de terror y luego de dictadura, ese doble nudo que formaban el socialismo y el antifascismo, una persona podía supuestamente librarse de toda culpa y abandonar todo sentimiento de identidad alemana”2.
Este análisis se ocupa en primer lugar de la ausencia hasta 1989 de una esfera pública en la que los ciudadanos de Alemania del Este podrían haber celebrado una confrontación abierta sobre cómo comprenderse a sí mismos como herederos de un pasado conflictivo. La cosa cambia mucho cuando se trata de otro síntoma socio-psicológico fácilmente comprensible para el que Simon cita otros estudios: la vergüenza de adaptarse a las expectativas e imposiciones del sistema comunista que uno había aceptado por debilidad. Esto hace referencia a la inexistente esfera pública post-1989 porque, en aquel momento, la esfera pública de la República Federal se acababa de abrir para sus nuevos ciudadanos, pero no tuvieron la oportunidad de contar con la suya propia. Por lo tanto, no existía un espacio protegido para la postergada aclaración y reconciliación con el propio pasado y presente, para un proceso que no estuviera prejuiciado por la opinión predominante del “allá”, esa opinión que siempre sabe más: “Esa vergüenza antigua, a menudo inconsciente y reprimida, sobre esa época de la RDA en la que los ciudadanos cedieron más de lo necesario a las limitaciones, está saliendo a la luz ahora de diversas formas. Y, bajo la atenta mirada de la opinión pública y las críticas del Oeste, se convierte en un nuevo foco de humillación y devaluación. Como ejemplo se podría mencionar el tratamiento que se ha dado al antifascismo en la RDA, que a menudo se ha interpretado como un antifascismo indiferente”3.
En este caso, el proceso de reunificación no solo liberalizó la prensa y la televisión en el Este, sino que la conectó con la infraestructura de la esfera pública de Alemania Occidental. Los ciudadanos de la antigua RDA no tuvieron ocasión de disfrutar de su propia esfera pública. Se podría decir incluso que los “desposeyeron” de sus propios medios, si hasta ese momento hubiera existido una esfera pública libre. Esto es cierto no solo en el caso de las empresas mediáticas de las que se adueñaron, sino también del personal sin el que la propia esfera pública no podría haber funcionado. En ese sentido, la prensa de Alemania Occidental se encargó de liquidar prácticamente a todos los escritores e intelectuales de Alemania del Este, en cuyas palabras se habían articulado y reflejado las experiencias cotidianas de la RDA hasta ese momento. En la vieja república se les seguía homenajeando e incluso celebrando en términos literarios, pero en el Estado reunificado Stefan Heym, Wolf, Heiner Muller y todos los demás autores ya no eran los izquierdistas que habían sido, sino los gregarios intelectuales del régimen de la Stasi que nunca fueron. Tampoco los intelectuales opositores de entre las filas de activistas por los derechos civiles pudieron ocupar su lugar.
Klaus Wolfram, al que expulsaron de su puesto académico en 1977 y enviaron a una fábrica, formó parte después de la dirección de Nuevo Foro. En diciembre de 1989 fundó el periódico crítico El otro, aunque no consiguió que funcionara y finalmente cerró en 1992. En un discurso que pronunció en noviembre de 2019, con el que consiguió polarizar a su público de miembros de la Academia de las Artes de Berlín del Este y del Oeste, lamentó también la inmediata “destrucción de unos medios de comunicación propios… Dos años después de 1990 ya no quedaba en Alemania del Este ni un solo canal de televisión, ninguna estación de radio y casi ningún periódico con un vínculo lector-periódico bien establecido que no tuviera un redactor jefe de Alemania del Oeste a la cabeza. El debate general, la conciencia política, la memoria social y la identificación propia que toda una población acababa de conquistar, se transformó en desaliento e instrucción”4.
9. Lo que aún falta y lo que cuenta ahora
Lo que parece a primera vista solo un aspecto parcial de la conversión de la economía a estructuras capitalistas competitivas es, en realidad, la esencia de una cultura política que surgió del período nazi con un perfil completamente diferente. Durante esa “absorción” de un delicado tejido comunicativo que, en el mejor de los casos, fue irreflexiva, salió a relucir lo ingenua que era la suposición que por lo general guió al gobierno federal en la triunfal confirmación de su anticomunismo. Esa ingenuidad encontró su expresión legal cuando se eligió la vía constitucional para la “reunificación” de los (aún inexistentes) länder del Este a través del artículo 23 de la Grundgesetz (Ley Orgánica). Este artículo se concibió originalmente para una adhesión del Sarre a Alemania Occidental que, en 1949, solo había estado separado cuatro años; de modo que, como luego se ha podido demostrar, una conexión nacional “reforzada” se podía suponer entre las dos partes. Que, décadas después, se partiera de la misma premisa para la reunificación, fue consecuencia de una quizá comprensible, pero engañosa, ola de sentimientos nacionales que ignoró que ese método privaba a los ciudadanos del Este y del Oeste de la posibilidad de crear una tradición compartida, una que solo se lograría elaborando una constitución recuperativa compartida que les permitiera desarrollar la duradera conciencia política que surge de una fusión querida.
La coincidencia del plan de 12 puntos de Kohl con la voluntad de una mayoría de la población de la RDA fue lo que, sumado al resultado de las elecciones de marzo de 1990 al Volkskammer (el Parlamento de Alemania del Este), hizo que la decisión de reunificarse lo antes posible fuera irreversible; una decisión que resultaba también lógica en términos de política exterior. La mesa redonda (un foro de organismos del SED y de movimientos pro-derechos civiles), que proponía otro tipo de unificación, no fue ignorada sólo por el Oeste.
Mientras tanto, existe una gran cantidad de literatura sobre los errores que se cometieron por la brusca manera que emplearon las élites de funcionarios del Oeste para apoderarse del control de todos los ámbitos de la vida en la RDA.1 El hecho, de sobra conocido, de que tres décadas después siga habiendo escasez de expertos de Alemania del Este en asuntos de economía, política y administración es sintomático de esto. Pero, en cualquier caso, con la decisión de optar por la “vía rápida”, se hizo inevitable la transición “robusta” hacia una consonancia con los sistemas sociales de Alemania del Oeste. De este modo, los intelectuales de la RDA y esa parte del movimiento por los derechos ciudadanos que habría preferido derrocar el régimen comunista de la SED con el impreciso objetivo de crear otra RDA “mejor”2 quedaron simplemente marginados. Lógicamente, el Oeste podría haber mostrado un mayor grado de moderación, incluso en las condiciones de una ‘Anschluss’ democráticamente elegida. Así y todo, la población de la RDA se merecía un mayor grado de autonomía para actuar de forma independiente, aunque solo fuera para cometer sus propios errores. Aunque, por encima de todo, nunca hubo un espacio público que permitiera desarrollar un proceso de reconciliación con un pasado doblemente conflictivo.
Sin embargo, estas son unas reflexiones contrafácticas que solo afectan a las oportunidades que se han desaprovechado en las últimas décadas y que hoy en día carecen de finalidad política. No obstante, la presente situación de excepción, vista desde la perspectiva alemana, ofrece una nueva oportunidad para logar una doble unidad, a escala tanto alemana como europea. Como hemos visto, se están produciendo en la actualidad dos evoluciones complementarias en la República Federal: por una parte, ha aumentado tanto en el Este como en el Oeste una sensibilidad recíproca y una comprensión de las diferencias históricas (unas diferencias que no son producto de las decisiones propias en cuanto al tipo de mentalidad política); y, por otra, ha quedado patente la trascendencia política de un conflicto que el establishment político no solo se toma ahora en serio, sino que acepta.
La AfD está alimentando una confrontación que podría perfectamente tener sus orígenes en los costes asimétricos de la unificación alemana, pero que se articula en un rechazo hacia la integración europea con un lenguaje nacionalista y racista. Esta confrontación adquiere especial relevancia en nuestro contexto porque ya ha asumido un carácter panalemán: ya no discurre por las divisorias fronteras geográficas, sino a lo largo de las preferencias de partido. Cuanto más claros sean los contornos compartidos del conflicto en Alemania, más posibilidades habrá de que la confrontación con el populismo de ultraderecha, que ya se está produciendo a escala nacional, acelere la reconocida distancia histórica con respecto a los fracasos del proceso de unificación; y con ello la conciencia de que hay otros problemas cada vez más frecuentes que solo podremos solucionar si actuamos juntos, tanto en Alemania como en Europa, en un mundo que se ha vuelto más autoritario y más desapacible.
Este cambio en la política interna puede entenderse también como una oportunidad para completar el proceso de unificación de Alemania, si reunimos nuestras fuerzas nacionales para dar el paso decisivo hacia la integración en Europa. Seamos sinceros: sin la unificación europea no podremos hacer frente a las consecuencias económicas, por
——————-
La versión alemana de este ensayo se publicó en Blatter für Deutsche und Internationale Politik 9/2020.
Traducción española de Álvaro San José a partir de la versión inglesa de David Gow.
——————-
NOTAS
1. Introducción
-
Luuk van Middelaar, Vom Kontinent zur Union. Berlín, 2016, pp 299ff.
-
Sigue sin existir una voluntad política compartida para adoptar una perspectiva común auténticamente europea sobre lo que está por venir. En cuanto a las críticas contra el carácter poco ambicioso del compromiso de Bruselas, véanse las propuestas del director del Instituto de Economía Mundial de Kiel, Gabriel Felbermayr, “Was die EU für die Bürger leisten sollte”, Frankfurter Allgemeine Zeitung, 7 de agosto de 2020.
3. El giro de Alemania en política europea
-
Ashoka Mody, Eurotragedy: A Drama in Nine Acts. Oxford University Press, 2018.
-
Wolfgang Schauble, “Aus eigener Stärke”, FAZ, 6 de julio de 2020.
4. AfD: el punto de contacto entre el proceso de unificación europeo y alemán
-
Fueran cuales fueran los sentimientos que podían por aquel entonces seguir afectándoles, los alemanes occidentales (de la edad correspondiente) pueden utilizar la ya habitual frase del “feliz” acontecimiento de la reunificación por motivos personales, porque este evento les recuerda la mera casualidad de su lugar de nacimiento y porque dio lugar a comparaciones biográficas que les daban la satisfacción de que sus compatriotas más desfavorecidos tendrían al menos la posibilidad de una cierta justicia poética.
5. La conmoción de Erfurt es un problema interalemán
-
Véase el impresionante libro Der Riss: Wie die Radikalisierung im Osten unser Zusammenleben zerstört. Berlín, 2020, pp 61, 72ff, 135ff, 145ff, 166ff y 209ff. En el libro, el periodista Michael Kraske detalla esos casos sin ningún atisbo de la arrogancia de Alemania Occidental. Rinde homenaje a la valentía de los alemanes del este que se liberaron por sí solos de un régimen represor y a las imposiciones y los insultos que recibieron desde el principio de la histórica transformación en 1990. Tampoco olvida señalar que la dirección de las facciones de derecha que facilitó el potencial organizador al ámbito autóctono provino del Oeste.
6. Un frente, dos visiones
-
Axel Schildt, “Anti-communism from Hitler to Adenauer”, en Anti-communism in its Era, Ed. por Norbert Frei y Dominik Rigoll. Gotinga, 2017, pp 186-203.
-
Kraske, op cit, p57.
7. La política del pasado en la antigua República Federal
-
Ulrich Herbert, Geschichte Deutschlands im 20. Jahrhundert. Múnich, 2017, p667.
-
Michael Frey, Vor Achtundsechszig. Gotinga, 2020, pp 199ff.
-
Jacob S Eder, Holocaust-Angst. Gotinga, 2020.
-
Eso podría no ser cierto en igual medida en el caso del debate por los derechos de asilo que tuvo lugar después de la guerra de los Balcanes. En el contexto de los refugios incendiados de demandantes de asilo que quemaron por igual en el Este y el Oeste, el derrumbamiento de la ilusión “No somos un país de inmigración” se convirtió en el tema en litigio.
8. La ausencia de la esfera pública en la RDA y después
-
Desde el punto de vista normativo del Estado de derecho resulta interesante una investigación recientemente publicada para diferenciar entre los dos sistemas: Inga Markovits, Diener zweier Herrn: DDR- Juristen zwischen Recht und Macht. Berlín, 2019; véase la reseña de Uwe Wesel en FAZ, 28 de julio de 2020.
-
Annette Simon, ‘Wut schlägt Scham’, en Blätter, octubre de 2019, p43ff.
-
ibíd., p43.
-
Berliner Zeitung, 6 de abril de 2020.
9. Lo que falta aún y lo que cuenta ahora
-
Dos contribuciones históricas muy diferentes: Norbert Frei, Franka Maubach, Christina Morina y Mark Tandler, Zur rechten Zeit. Berlin, 2019; Ilko-Sascha Kowalczuk, Die Übernahme. Múnich, 2019.
-
‘Diese Reise hin zu etwas, das wir noch finden wollten’ evocado y lamentado hoy en día por Thomas Oberender, Empowerment Ost. Stuttgart, 2020.
Jürgen Habermas
Fuente: https://ctxt.es/es/20201001/Politica/33843/Jurgen-Habermas-Alemania-Merkel-Europa-unificacion-Alemania.htm
Foto tomada de: https://ctxt.es/es/20201001/Politica/33843/Jurgen-Habermas-Alemania-Merkel-Europa-unificacion-Alemania.htm
Deja un comentario