Ara Guler, fallecido el 17 de octubre, fue el fotógrafo más importante de la Estambul moderna. Nació en 1928 en el seno de una familia armenia residente en esta ciudad turca. Empezó a hacer fotografías de la ciudad en 1950, unas imágenes que captaban la vida de las personas junto con la monumental arquitectura otomana, sus majestuosas mezquitas y sus magníficas fuentes. Yo nací dos años después, en 1952, y viví en los mismos barrios que él. La Estambul de Ara Guler es mi Estambul.
Conocí a Ara en la década de 1960, cuando vi sus fotografías en Hayat, una revista semanal de noticias serias y del corazón, con un fuerte hincapié en la fotografía. Uno de mis tíos la dirigía. Ara publicaba retratos de escritores y celebridades como Picasso o Dalí y de turcos famosos de la generación anterior, como Tanpinar. Cuando me fotografió por primera vez, tras el éxito de El libro negro, caí felizmente en la cuenta de que había triunfado como escritor.
Ara fotografió devotamente Estambul durante más de medio siglo, hasta entrada la década de 2000. Yo estudiaba con avidez sus fotografías, para ver en ellas el desarrollo y la transformación de la ciudad. Nuestra amistad comenzó en 2003, cuando yo consultaba su archivo de 900.000 fotografías como parte de la investigación para escribir Estambul. Había convertido la gran vivienda de tres pisos heredada de su padre, un farmacéutico del barrio de Galatasaray, en el distrito de Beyoglu, en su taller, despacho y archivo.
Las fotografías que yo quería para mi libro Estambul no eran las famosas imágenes de Ara Guler que todo el mundo conocía, sino otras más en sintonía con la melancólica Estambul que yo describía, la atmósfera en escala de grises de mi niñez. Ara tenía muchas más fotografías así de las que yo esperaba. Él detestaba las imágenes de una Estambul esterilizada, esterilizada y turística. Al descubrir mis intereses, me dejó acceder con toda tranquilidad a sus archivos.
Fue a través de la fotografía de reportaje urbano de Ara publicada en la prensa a comienzos de la década de 1950, de sus retratos de pobres, desempleados y recién llegados del campo, cuando vi por primera vez la Estambul “desconocida”.
La atención que prestaba Ara a los habitantes de las calles secundarias de Estambul —los pescadores sentados en las cafeterías y arreglando sus redes, los parados emborrachándose en las tabernas, los niños parcheando neumáticos de coches a la sombra de antiguos muros derruidos de la ciudad, los obreros de la construcción, los trabajadores ferroviarios, los barqueros que empuñaban sus remos para transportar a los habitantes de la ciudad de una a otra orilla del Cuerno de Oro, los vendedores ambulantes de frutas empujando sus carritos, las personas que se movían de un lado a otro al alba esperando que se abriese el puente de Gálata, los conductores de minibuses a primera hora de la mañana— es la prueba de que siempre expresaba su apego a la ciudad a través de la gente que vivía en ella.
Es como si las fotografías de Ara nos dijesen: “Sí, los hermosos paisajes urbanos de Estambul no tienen fin, pero primero, sus gentes”. La característica crucial que define una fotografía de Ara Guler es la correlación emocional que establece entre los paisajes urbanos y los individuos. Sus fotografías me hicieron descubrir también hasta qué punto los habitantes de Estambul parecían más frágiles y pobres cuando se les fotografiaba junto a la monumental arquitectura otomana de la ciudad, sus majestuosas mezquitas y sus magníficas fuentes.
“A ti solo te gustan mis fotografías porque te recuerdan al Estambul de tu niñez”, me decía a veces, en un tono extrañamente irritado.
“¡No!”, protestaba yo. “Me gustan porque son hermosas”.
¿Pero son la belleza y el recuerdo cosas separadas? ¿Dejan las cosas de ser hermosas por resultarnos ligeramente familiares y por parecerse a nuestros recuerdos? Disfrutaba conversando sobre estos temas con él.
Mientras trabajé en su archivo de fotografías de Estambul, a menudo me preguntaba qué había en ellas que me atraía tan profundamente. ¿Atraerían a otros esas mismas imágenes? Hay algo embriagador en mirar las imágenes de los detalles descuidados y aun así vitales de la ciudad en la que he pasado mi vida: los coches y los vendedores ambulantes en sus calles, los policías de tráfico, los trabajadores, las mujeres con pañuelos en la cabeza cruzando puentes envueltos en la niebla, las viejas paradas de autobús, las sombras de sus árboles, las pintadas en las paredes.
Para los que, como yo, hemos pasado 65 años en la misma ciudad —a veces sin salir de ella en años—, los paisajes urbanos acaban convirtiéndose en una especie de indicador de nuestra vida emocional. Una calle puede traer a la memoria el aguijón de ser despedido de un empleo; la vista de un puente concreto puede hacernos revivir la soledad de nuestra juventud. Una plaza puede hacernos rememorar el placer del amor; un callejón oscuro puede recordarnos nuestros miedos políticos; un viejo café, resucitar el recuerdo de nuestros amigos encarcelados. Y un sicomoro, hacernos caer en la cuenta de que antes éramos pobres.
En los primeros tiempos de nuestra amistad, nunca hablábamos de su procedencia armenia y de la historia suprimida y dolorosa de la destrucción de los armenios otomanos, un tema que sigue siendo un verdadero tabú en Turquía. Intuía que sería difícil hablar de este hecho desgarrador con él, que provocaría tirantez en nuestra relación. Él sabía que hablar de esa cuestión le dificultaría la supervivencia en Turquía.
Con los años, confió un poco en mí, y en alguna ocasión sacó a colación temas políticos que no comentaba con otros. Un día me dijo que, en 1942, para evitar el exorbitante “impuesto sobre la riqueza” que el Gobierno turco estaba imponiendo específicamente a los ciudadanos no musulmanes, y para evitar la deportación a los campos de trabajo forzado si no se pagaba el impuesto, su padre farmacéutico había dejado la casa de Galatasaray y se había ocultado durante meses en una casa distinta, sin atreverse a salir ni una sola vez.
La noche del 6 al 7 de septiembre de 1955, en un momento de tensión política entre Turquía y Grecia por los acontecimientos en Chipre, bandas movilizadas por el Gobierno turco recorrieron las calles saqueando las tiendas de griegos, armenios y judíos, profanaron iglesias y sinagogas, y convirtieron la calle de Istiklal, la avenida central que recorre Beyoglu, más allá de la casa de Ara, en un campo de batalla. Las familias armenias y griegas que regentaban tiendas y hablaban turco con un acento que yo solía imitar cuando volvíamos a casa después de una visita a Istiklal con mi madre en la década de 1950 ya no estaban en sus tiendas a mediados de la década de 1960, después de que este tipo de limpieza étnica consiguiese mandar al exilio e intimidar a las minorías no musulmanas.
Por entonces nos sentíamos cómodos hablando en detalle sobre cómo abordaba las fotografías de estos y otros sucesos similares.
Pero seguíamos sin tocar el tema de la destrucción de los armenios otomanos, de los abuelos y las abuelas de Ara. En 2005, me quejé en una entrevista de que en Turquía no había libertad de pensamiento, y de que todavía no podíamos hablar de las cosas terribles que se les hicieron a los armenios hacía 90 años. La prensa nacionalista exageró mis comentarios. En Estambul me procesaron por denigrar la identidad turca, una acusación que podía desembocar en una sentencia de tres años de cárcel.
Dos años después, mi amigo el periodista armenio Hrant Dink fue asesinado en Estambul, en plena calle, por usar las palabras “genocidio armenio”. Algunos periódicos empezaron a insinuar que yo podría ser el siguiente. Debido a las amenazas de muerte que recibía, las acusaciones presentadas contra mí y la campaña maligna de la prensa nacionalista, empecé a pasar más tiempo en el extranjero, en Nueva York. Regresaba a mi despacho de Estambul durante unos días, sin decirle a nadie que estaba allí.
Durante una de esas breves visitas, en los días más oscuros después del asesinato de Hrant Dink, entré en mi despacho y el teléfono empezó a sonar inmediatamente. En aquella época nunca contestaba el teléfono de mi despacho. Dejaba de sonar un rato, pero enseguida volvía a empezar, una y otra vez. Intranquilo, acabé contestando. De inmediato, reconocí la voz de Ara: “¡Ah!, has vuelto. Me paso ahora mismo”, dijo, y colgó sin esperar respuesta.
Quince minutos después, Ara entró en mi despacho. Estaba sin aliento y maldiciendo contra todo y contra todos, a su manera tan característica. Después me abrazó con su enorme cuerpo y se echó a llorar. Quienes conocían a Ara, y lo mucho que le gustaba maldecir y las groseras expresiones masculinas, entenderán mi asombro al verlo sollozar así. Siguió renegando y diciéndome: “¡Esa gente no puede tocarte!”.
Sus lágrimas no paraban de caer. Cuanto más lloraba él, más me embargaba una extraña sensación de culpa, y me sentí paralizado. Tras llorar un buen rato, Ara finalmente se calmó, y enseguida, como si este hubiera sido todo el propósito de su visita, se bebió un vaso de agua y se fue.
Al cabo de algún tiempo volvimos a vernos. Yo retomé mi discreto trabajo en sus archivos como si nada hubiera ocurrido. Ya no sentía la necesidad de preguntarle por sus abuelos y abuelas. El gran fotógrafo ya me lo había dicho todo con su llanto.
Ara había esperado una democracia en la que las personas pudieran hablar con libertad sobre sus ancestros asesinados, o al menos llorar libremente por ellos. Turquía nunca se ha convertido en esa democracia. La prosperidad de los últimos 15 años, un periodo de crecimiento económico construido gracias a los préstamos, no se ha utilizado para ampliar el alcance de la democracia sino para restringir aún más la libertad de pensamiento. Y después de todo este crecimiento y toda esta construcción, la vieja Estambul de Ara Guler se ha convertido —por usar el título de uno de sus libros— en una “Estambul perdida”.
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ORHAN PAMUK
Fuente: https://elpais.com/cultura/2018/11/16/babelia/1542371506_309991.html
Foto tomada de: Monitor De Oriente
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