El Presupuesto Nacional
El ejemplo más patente de estos desencuentros lo exhibe la discusión del presupuesto de la nación, ese dispositivo que define la distribución del gasto público, mecanismo global que genera la asignación de los recursos a partir de unos ingresos, que justamente ahora resultan deficitarios, por lo menos en 12 billones de pesos, según lo ha reconocido el ministro de hacienda; situación calamitosa que lleva al gobierno a defender muy pronto otra reforma tributaria, un nuevo ramillete de impuestos, que compense el faltante.
Esta suma está por supuesto contemplada en los 523 billones del presupuesto para el 2025, circunstancia no tan catastrófica como algunos malquerientes lo denuncian al vuelo, pero aprovechada naturalmente por la oposición y los sectores independientes para boicotear en las comisiones respectivas del Congreso la aprobación de la propuesta oficial.
El desfinanciamiento puede ser del orden de los 26 billones, solo que 14 de ellos son hipotéticamente recuperables, mediante ajustes especiales, sin acudir a fuentes inéditas. Sin embargo, los 12 restantes constituyen un hueco real, realidad insufrible de la que surge el afán por un financiamiento con origen tributario, precisamente sin receptividad en el Congreso, institución que ha respondido más bien con hostilidad; todo lo cual provoca un impasse en los procesos decisionales dentro del orden político; un impasse -nudo de ingobernabilidad- que comenzó a configurarse con la no-aprobación del monto total, los 523 billones, dentro del tiempo requerido, condición sine qua non para discutir la ley de financiamiento adicional.
Es un monto que refleja un crecimiento participativo del Estado en la economía, jalonado quizá justificadamente por el gasto social, sobre todo el representado por los subsidios de distinta índole, aquellos que de pronto hacen disminuir la pobreza; sin que se puedan excluir por otra parte los egresos por puro funcionamiento; mucho menos justificados ellos; o sea por la simple burocracia con aspiraciones sociales.
En todo caso, el impasse paralizante entre los altos centros del poder, órganos ejecutivo y legislativo, llega en medio de un reacomodamiento al interior del Estado, en el que se dilata la intervención de este último en la marcha del aparato productivo y del mercado, al tiempo que el gasto social experimenta un incremento; se trata de un proceso que desnuda las tensiones entre, por un lado, las élites tradicionales, más amigas de la estabilidad aunque se mantenga la inequidad ancestral; y, por otro lado, las contra-élites, ahora en el gobierno, más indiferentes a la inestabilidad macro-económica e institucional; sin temor a cierto desorden, siempre y cuando sea posible avanzar un poco, en el equilibrio social.
Las salidas
Ahora bien, presupuesto nacional tiene que haber, sí o sí; no existe sencillamente alternativa en un Estado moderno, salvo que se prefiera la extinción de la gobernabilidad; incluso, el colapso del gobierno propiamente dicho.
De ahí que la ley contemple la prerrogativa en manos del Ejecutivo para validar el proyecto por decreto; en otras palabras, la denominada dictadura fiscal o presupuestaria. Por tanto, no sería de extrañar el hecho de que al final del día el gobierno tuviera que acudir a esa figura, que no es obviamente una solución dentro de la colaboración inter-institucional, aunque no deja de ser una medida funcionalmente útil para impedir que los gastos del Estado se hundan en el limbo administrativo. Sin contar además con una dificultad singular en el encadenamiento del proceso legislativo; a saber: la ley de financiamiento o reforma tributaria entraría en un impasse, si se formara una mayoría en las comisiones correspondientes del Congreso para oponérsele, aún si el gobierno expidiera por decreto el presupuesto.
¿Y la agenda legislativa?
Es una amenaza de atascamiento que se cierne así mismo sobre la agenda estratégica, la que contiene las reformas, cuya aprobación sigue en veremos; y cuyos proyectos tendrían que sobreponerse a ese mortificante efecto de bloqueo; dicho de otro modo, al pantano de la no-decisión, en la ya no armónica, sino “desconectada” colaboración entre los órganos de poder.
Así, la reforma a la salud podría ser rechazada de nuevo en el Senado. Por su parte, la muy progresista reforma pensional enfrentaría el riesgo de ser devuelta al Congreso por la Corte Constitucional para su discusión en la Cámara, lo que sin duda le acarrearía demoras, aunque no necesariamente la conduciría a su naufragio. Solo la laboral, con su orientación modernizadora, saldría adelante, a impulsos de los acuerdos que se han estructurado en su pedregoso camino, hábilmente sorteado por la ministra del trabajo, diestra en negociaciones sindicales, lo que por cierto no la blinda necesariamente frente a las dilaciones potenciales, a medida que se acerque la votación.
El cambio y los problemas de financiamiento
Aún empujadas por el ánimo de un cierto progresismo social, las reformas enfrentan un cuestionamiento, el de la insostenibilidad financiera, objeción que las hará patinar en medio de ese síndrome del impasse político, como si fuera un modelo borroso, algo parecido a un vidrio empañado, en el que hace presencia un gobierno con ímpetus reformistas que, sin embargo, carece de una coalición mayoritaria, capaz de obtener triunfos, pero también de negociar con sensatez.
De cualquier forma, ese anti-modelo del impasse que lesiona la capacidad de decidir, y por tanto de transformar, se ha convertido en la expresión de ese choque de tendencias, más o menos soterrado, alrededor de una mayor intervención del Estado en la economía; todo ello, a propósito de que crezca el gasto social, sin que necesariamente se haya ensanchado el aparato productivo, ni haya crecido el volumen del recaudo tributario, falla geológica que subyace dentro del sistema político; y que ha sido recordada por la OCDE.
Ricardo García Duarte
Foto tomada de: Senado.gov.co
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