En el referendo convocado en su momento en Chile para decidir la continuidad de Pinochet, quienes votaron el No a la perpetuación del dictador en el poder, obtuvieron aproximadamente el 55% del total de votos escrutados (7 millones 435 y mil votos aproximadamente). El referendo se realizó en 1988 cuando habían transcurrido cerca de 15 años de dictadura, y la sociedad chilena, como acontece hoy con la colombiana (aunque por causas muy distintas) estaba profundamente polarizada. Chile cuenta hasta hoy con la constitución legada por Pinochet, aunque la presidenta Bachelet ha anunciado una nueva para 2017.
A quienes trabajamos en derechos humanos, nos podría parecer inconcebible que un 45% de los chilenos en su momento respaldaran la continuidad del dictador, pero esas son las realidades políticas que tienen como gasolina la polarización social y muestran que el sentido común de indignación frente al abuso de poder que se traduce en violaciones a los derechos humanos, no es tan común como fuera de esperarse.
En 1986 se expidió en Uruguay la llamada Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado durante el primer gobierno de Julio María Sanguinetti, gobierno de transición al cabo de la dictadura que, como sus vecinos, sufrieron varios países del Cono Sur. 3 años después, ante el reclamo de diversas organizaciones que habían documentado las violaciones a los derechos humanos y que impugnaron la legitimidad de la mencionada ley, acusándola de fomentar la impunidad, se realizó un referendo cuya votación (60% aproximadamente) fue favorable a mantener dicha ley en el ordenamiento jurídico uruguayo. Después de varios intentos para derogarla, que llegaron incluso hasta años recientes (2011), ninguno fructificó. Sólo hasta 2013 mediante un fallo de la Suprema Corte de Justicia uruguaya, se declararon inconstitucionales algunos de sus principales artículos.
No es extraño que un país decida usar figuras legales como cemento de la reconciliación y mucho menos que prefiera “doblar la página”. Este también fue el caso de España, país que varias décadas después de la Guerra Civil, promulgó en 2007 una tímida ley de memoria que se limitó a ordenar el retiro de los nombres de calles impuestos por el franquismo y otra serie de medidas simbólicas, sin tocar el espinoso tema del juzgamiento a los responsables de las matanzas y de las ejecuciones extrajudiciales ordenadas por Franco y sus lugartenientes.
Guatemala por su parte intentó sin éxito refrendar 50 nuevos artículos constitucionales, requeridos para la implementación de los acuerdos de paz alcanzados en ese país. Se trataba ciertamente de un proceso refrendatario demasiado pretencioso, no muy distinto en su dimensión del que viviremos el próximo domingo, si consideramos las distintas implicaciones y repercusiones del acuerdo alcanzado, y su gran exigencia en términos de reformas constitucionales y legales. El abstencionismo fue la nota fatal de este proceso, y Guatemala ha tenido que vivir un camino tortuoso y dilatado en el tiempo de refrendación de los acuerdos, en medio de la persistente polarización de la sociedad y los intentos de las clases en el poder, de dejar sin efecto el juzgamiento a los principales responsables, como sucedió hace pocos años cuando la Corte Constitucional de ese país, por un tecnicismo jurídico anuló una sentencia ejemplar que había proferido la Corte Suprema en contra de Efraín Ríos Montt, responsable en buena medida de los vejámenes cometidos durante el conflicto guatemalteco.
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