En Jorge Iván González, el país tiene un piloto experto, un pensador de hondo calado, con el fuelle intelectual para más altos destinos. Salomón Kalmanovitz, el reconocido economista colombiano lo define como prolífico economista y filósofo. Pero JIG es más que eso: es un intelectual integral, un humanista perceptivo, un economista robusto, con sólida formación, que aplica uno u otro instrumento del arsenal teórico de la disciplina económica cuando los vientos de la coyuntura así lo exigen, lejos de los dogmas:
“Yo no soy militante de nada: estuve con Sergio Fajardo, participé en un grupo económico con Ocampo, pero también trabajé con la Corporación Sur con Carolina Corcho. Trabajé de cerca con Juan Fernando Cristo. En realidad no soy del Comité Central de ningún partido político”, le dijo al diario El Pais, de España, poco después de aprobado el Plan Nacional de Desarrollo, en el que el senador Roy Barreras jugo un papel crucial.
Su seguridad, su sencillez-propia de los que saben de verdad- es la garantía de una batuta diestra, sensible, profunda, capaz de armonizar todos los sonidos desacompasados de esta patria diversa, y a veces antagónica, para el logro de grandes transformaciones. Sus explicaciones sobre los propósitos, metas, objetivos y logros del Plan, antes, durante y después de su paso por el Congreso de la República, son verdadera muestra de sensatez, conocimiento del pais, profundidad de miras y olfato político, como cuando, rescata el papel del Congreso de la República en el estudio y la aprobación del Plan, contrariando el afán de defenestrar la política y los políticos como agentes del cambio y del progreso, que solo pueden, en la narrativa predominante, provenir de una tecnocracia infalible.
Sin duda, este Plan Nacional de Desarrollo es una hoja de ruta, que de aplicarse-y a este objetivo deberían dedicarse varios gobiernos, independiente de su cariz político-porque allí están los elementos para cambiar a Colombia, con las limitaciones impuestas por las restricciones presupuestales que impone nuestra compleja realidad económica, atada a las reglamentaciones del FMI y el Banco Mundial, que no dan respiro, sujeta al albur de la geopolítica mundial, en cuyas definiciones estamos entrando con suerte incierta, en estos tiempos de incertidumbre y poli crisis.
Este Plan de Desarrollo, con sus cinco transformaciones, es el más moderno de todos los que se conocen en América Latina y de todos los Planes de Desarrollo de las últimas administraciones nacionales, voluminosos tratados llenos de una carreta insulsa, ordenados en función de los más ricos de esta sociedad estratificada, que entregaron el territorio a las fauces gigantescas de las economías extractivas, focos de destrucción ambiental sin paralelo, de empobrecimiento, acicate también de la violencia que siempre ha traído aparejada.
Usted puede discrepar del presidente Gustavo Petro en temas varios, pero no le puede negar la visión y la valentía con la que le ha planteado al país su realista y pertinente propuesta de construir un país alrededor del agua, de la vida, de la paz total, en una nación que no deja de matarse; de la imperiosa necesidad de la transición energética justa, ceñida a necesidades globales que abarca tópicos como el cambio de la matriz energética fósil por energías limpias, en un país entregado a la economía de los socavones que cobra vidas cada semana, balance negativo en términos medioambientales que socaba la biodiversidad y destruye las fuentes de agua, una fuente de civilización, progreso y bienestar, en otros lares del mundo y, que aquí dilapidamos sin contemplación y sin pausa.
Un ejemplo es suficiente para ilustrar esta barbarie ambiental: la mina El Descanso, propiedad de la Drummond, en el departamento del César, tiene una longitud de 20 kilómetros, 2.6 kilómetros de ancho y profundidades de 200 a 300 metros[1] a cambio de nada: los pueblos de su área de influencia viven en la pobreza. En Colombia la pobreza es mayor en los municipios donde existe minería, petróleo, carbón, oro, que en los municipios sin minería, según la CEPAL.[2]
El impulso dado al cambio de narrativa de la guerra contra las drogas es fundamental para cambiar el rumbo de la nación, guerra que mantiene ensangrentado el territorio, que junto al oro, una alianza macabra, destruye vidas y contamina todo lo que toca.
Los anteriores Programas de Desarrollo hablaban de medio ambiente, pero en realidad nos hundían en la economía extractiva de la locomotora minero- energética que no evidencia sino el atraso general de la nación. Trágica herencia. Este Plan Nacional de Desarrollo plantea con seriedad y argumentos incontrovertibles el deber imperioso de abandonar la senda del extractivismo para invitarnos a volver a sembrar el campo y a reindustrializar nuestro aparato productivo, sectores estratégicos ambos que se debilitaron en las frías aguas del menor precio.
La reforma agraria integral y el catastro multipropósito tienen la potencialidad de cambiar a Colombia, de arrimar la paz a nuestra orillas, empeños que hunden sus raíces en la filosofía demo-liberal que encarnaron en su tiempo, Alfonso López Pumarejo, Jorge Eliecer Gaitán y Carlos Lleras Restrepo, que reclama con razón el Presidente de la República.
El PND recoge con aciertos las inquietudes por la supervivencia humana en tiempos de cambio climático, porque hace del medio ambiente y de la transición energética justa, un eje transversal de todo el Plan, necesario para transformar a Colombia. Lejos de ser un programa neoliberal, el Plan Nacional de Desarrollo, es un Programa que recoge con gran juicio las grandes líneas del Programa de Gobierno. Un Plan paradigmático, disruptivo, visionario, para convertir a Colombia en un destino de paz y progreso.
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[1] Manuel Rodríguez Becerra, Nuestro Planeta. Nuestro futuro, Pág. 338
[2] Desarrollo minero y conflictos socio ambientales, Cepal, 2013.
Fernando Guerra Rincón
Foto tomada de: Radio Nacional de Colombia
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