Colombia, durante sus doscientos años de historia republicana ha producido una cantidad ingente de leyes, pero su cumplimiento ha sido escaso, aplastado por el peso de un legalismo formal que se ha enquistado en el Estado junto con un inmoderado impulso de promover leyes para todo propósito, lo que ha dado como resultado que se entorpezca la marcha de la justicia y reine la impunidad.
La brecha entre la realidad formal y la realidad fáctica se mantiene en Colombia por la persistencia de un Estado patrimonial gobernado por una veintena de clanes familiares que han logrado cooptar a las mayorías del Congreso y los órganos de control, así como por la permanencia de una cultura política que no ha remplazado del todo la visión de súbdito mientras que el príncipe, hoy constituido por un conjunto complejo de órganos, instituciones y funcionarios que, en principio deben someterse al derecho, conserva rasgos despóticos.
Se mantiene vivo el adagio de “se obedece, pero no se cumple” y no faltan las ocasiones en las que incluso aquellos que crean el derecho lo irrespetan y fuerzan su aplicación en el ejercicio de lo que llaman “violencia legítima”, de modo que incumplen las leyes que se han dado para su gobierno y la libertad de sus ciudadanos.
De acuerdo con la Constitución, Colombia es “un Estado social de derecho, democrático, participativo, pluralista, fundado en el respeto de la dignidad humana, en el trabajo y la solidaridad de las personas que lo integran y en la providencia del interés general”. Sin embargo, nunca antes como hoy había quedado tan al descubierto la brecha entre lo escrito y los hechos, cuando el país enfrenta una situación dramática debido a la pandemia del covid-19, el desempleo, la pobreza y la desesperación de muchas familias que no ven un mañana.
Precisamente, cuando más se ha requerido unir fuerzas, extender manos solidarias y crear consensos para recuperar lo perdido y avanzar, la clase dirigente, encabezada por una camarilla prepotente, soberbia, sorda y terca, se ha visto más preocupada por conservar sus privilegios que por cumplir lo inscrito en la norma de normas, pensando en nuevas leyes para reglamentar la protesta ciudadana con el pretexto de legislar contra el vandalismo, como si sus acciones no estuvieran ya contempladas en el derecho penal.
La gota que desbordó la paciencia de los ciudadanos fue el proyecto de una reforma tributaria absurda que quería hacer recaer el peso de la misma sobre los hombros de las clases medias y populares, pero no ha sido la única expresión de desconocimiento de los intereses de amplios grupos sociales. Se hundieron en el Congreso todos los proyectos destinados a aliviar la situación de millones de colombianos como la renta básica, la matrícula cero, la jurisdicción agraria y la ratificación del tratado de Escazú.
La cereza del postre ha sido, sin embargo, la reacción soberbia del Gobierno de rechazo a las críticas del Nuncia Apostólico a la actitud intransigente del mismo la cual no ha permitido un diálogo serio como preludio a la creación de puentes para encontrar acuerdos que den libre vía de salida al estallido social, así como al informe de la CIDH sobre la situación de derechos humanos en el país en el marco de las protestas.
El informe confirma que la respuesta del Estado a las protestas ciudadanas se caracterizó por un uso excesivo y desproporcionado de la fuerza en un clima de extrema polarización presente en diferentes sectores sociales el cual alimenta discursos estigmatizantes que a su vez deterioran el debate público. Situación que ha llevado a graves afectaciones a los derechos humanos tanto de manifestantes como de personas ajenas a la protesta y servidores públicos. La CIDH denunció la inadecuada asistencia militar a la policía y por boca de la presidente de ese organismo, Antonia Urrejola, abogó por el reconocimiento de la dignidad humana para avanzar en un proceso de reconciliación social, diálogo y reafirmación del Estado de derecho. También recomendó separar a la Policía Nacional y al Esmad del Ministerio de Defensa, con el objetivo de que esta institución se entrene con enfoque ciudadano y de derechos humanos, y no bajo una perspectiva militar.
La respuesta de Iván Duque, incapaz de cualquier asomo de autocrítica, al documento de la CIDH, fue: “Aquí tenemos que ser claros. Nadie puede recomendarle a un país ser tolerante con actos de criminalidad”, tergiversando el espíritu del informe. En cuanto a la recomendación de separar a la Policía Nacional del Ministerio de Defensa, la respuesta fue: “Esto no es un tema de capricho. Desde el segundo gobierno de Alberto Lleras Camargo (1958-1962) ha mantenido esa estructura. Durante los años que estuvo en el Ministerio de Gobierno se politizó y eso trajo más violencia”. Y agregó: “Está en el Ministerio de Defensa para tener armonía con otras fuerzas armadas”, dejando claro cuál es en su entender la naturaleza de ese cuerpo armado, supuestamente civil.
La Constitución cumplió 30 años el 4 de julio y a pesar de las contrarreformas de que se ha sido objeto sigue siendo el marco jurídico que para muchos, marca el camino hacia una Colombia menos inequitativa, justa y en paz. La convivencia, empero, no solamente tiene que ver con el ordenamiento jurídico, sino también con la dignidad de las más profundas relaciones humanas, el respeto a la vida y la libertad, bienes que hay que conservar a toda costa, oponiéndolos al odio y al rencor que algunas personas guardan y cultivan.
Rubén Sánchez David, Profesor Universidad del Rosario
Foto tomada de: Semana.com
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