Uno de los principales slogans de la candidatura de Duque consistió en proclamar el respeto absoluto por la legalidad. De hecho, la legalidad parece ser el centro de atención del gobierno, pero no del resto de la sociedad. No de la manera en que suele acusarse el punto. Es decir, no se trata de la aberrante conducta contraria a la ley y el permanente desconocimiento del orden jurídico. Eso, tristemente, hace parte del día a día. El derecho se acata, pero no se cumple… No. El tema que nos ocupa, es la cultura de la legalidad que pregona el Presidente y sus legionarios. Esta idea está presente desde uno de los primeros actos como mandatario: el proyecto de reforma a la justicia. Está tras toda la justificación de las actuaciones en esas noticias que se han mencionado antes y es un asunto de la mayor preocupación.
Devolvámonos unos cuantos años. En 1863 se adoptó lo que, según dice la historia (o la novela), Victor Hugo (el escritor francés) llamó la Constitución para ángeles. Dicha constitución era de corte liberal (en el sentido ideológico de la palabra). Con él se instauró el primer intento por un modelo de control constitucional en que el juez tuviese participación y concretó el proceso que se inició con la Constitución de Cundinamarca de 1811, en el cual se estableció un sistema de control de constitucionalidad, a cargo de un órgano político. ¿A qué viene esto?
La historia constitucional colombiana, al menos en el plano normativo, ha tenido como constante la pretensión de que toda actuación estatal (y, en ocasiones, la particular, como ocurre en la actualidad) esté sujeta a la Constitución. Esto, claro está, puede leerse desde distintas perspectivas. Pero, tomado en serio, significa que la Constitución es parámetro de validez de las actuaciones normativas (leyes, decretos, decisiones judiciales, etcétera).
La Constitución de Estados Unidos de Colombia estaba llamada al fracaso, más por razones políticas que por jurídicas. Al final, no hubo otra manera y se derogó, adoptándose la de 1886. Hasta ahí todo bien. Lo complejo viene de la mano de la llamada “regeneración”. No es el momento de adentrarnos en todos los componentes ideológicos de dicho proyecto político. Interesa uno en particular. La comprensión del derecho que se derivó de ella y, con ello, la lectura de la Constitución.
Dicha comprensión del derecho se resume en una expresión: formalismo. El formalismo tiene variaciones e, inclusive, defensores dentro de la teoría jurídica actual. La que se instauró en Colombia y en otras partes del mundo latino (no latinoamericano), se caracteriza por su excesivo legalismo, al punto de que (i) la comprensión del derecho está determinado por el análisis gramatical (y, junto a ello, la elevación del diccionario de la Academia de la Lengua a voz autorizada y decisiva sobre el significado de la ley) y, (ii) sólo la ley es derecho. Esto último merece una explicación, para continuar.
Cuando se estudia derecho constitucional se suele decir que la Constitución contiene una parte orgánica y otra dogmática. La segunda contiene los derechos constitucionales y, la primera, la estructura del Estado. La parte orgánica se compone, básicamente, de reglas que indican qué funciones tienen los distintos órganos y bajo cuales condiciones pueden actuar. También, se precisa cómo se forma la ley y los órganos elegidos democráticamente. Lo que nos interesa, es que, en términos generales, se trata de una regulación que puede aplicarse sin más. No ocurre lo mismo con la parte dogmática, pues el goce de los derechos, esto es, las condiciones para disfrutar de ellos, depende de regulaciones adicionales. Pues bien, el formalismo legalista asumió, en una primera instancia, que sólo las regulaciones de la parte dogmática era normas y que el resto eran programas políticos, en tanto que dependían de las leyes que adoptaba el Congreso. En un segundo momento (que vaya uno a saber cuándo se presentó), se entendió que toda la Constitución era dependiente de la regulación legal. En otras palabras, la Constitución sólo se aplica si hay ley previa o sólo se aplica en los términos de la ley. En la práctica esto significa que la aplicación directa de la Constitución es imposible, pues siempre requiere de una ley que la desarrolle y, además, si hay una reforma constitucional, esta no se aplicará hasta que no se modifique la ley.
Esta, tristemente, es la legalidad de Duque y sus legionarios (disculpen, pero asumo que él manda). Vemos dos puntos. Uno, ligado a las objeciones al proyecto de ley estatutaria de la JEP. El otro, a la posesión de Soledad Tamayo.
Comencemos con las objeciones. Salvo un punto, en el cual se discute de manera directa con la Corte Constitucional, las objeciones estaban fundadas, en últimas, en que la regulación legal no es lo suficientemente específica en ciertos puntos, lo que permitiría interpretar el texto legal en contra de decisiones de la Corte Constitucional, la Constitución y el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional.
Esta línea de argumentación merece dos consideraciones. De una parte, una de corte hermenéutica. Otra, formal. Ambas están ligadas. Desde el punto de vista hermenéutico la postura del gobierno resulta sorprendente pues, en el fondo, asume que los jueces tienen total discreción interpretativa, salvo que exista una regulación precisa. En otras palabras, se asume que el juez únicamente está ligado al tenor literal de la ley (como dice el código civil) y, en esa medida, la indeterminación significa una autorización legislativa para que el juez decida a su libre antojo (esto, cabe señalar y recordar a los lectores abogados, es la postura de algunas de las formas más radicales del positivismo formalista). Esta postura supone negar que el ejercicio hermenéutico ocurre dentro de un espacio institucionalizado, donde el juez está limitado, no sólo por el tenor literal de la ley, sino también por la coherencia de su interpretación con las demás fuentes normativas (constitución, tratados internacionales) y jurisprudenciales (precedentes).
Ahora, claro está, este gobierno no es coherente (seguramente porque su afán no es la coherencia, sino la autoridad). De ahí que se contradiga permanentemente y pretenda disfrazar su concepto de legalidad bajo la idea de que estaba garantizando el efectivo cumplimiento de los mandatos de la Corte Constitucional. Así, se observa que en algunos pasajes la objeción presidencial se apoyaba en el supuesto riesgo de interpretar en contra de la ratio decidendi de las decisiones de la Corte Constitucional o de normas de rango superior.
Para enfrentar ese “riesgo”, la solución es más ley. Leyes que regulen hasta el último detalle y fijen, el “verdadero sentido” de lo que quiso decir la Corte (o lo que mandó la Constitución). En últimas, las objeciones se basaban en una comprensión del sistema jurídico colombiano propio de, como ya se dijo, épocas de la regeneración y que desdicen de los avances que, en materia constitucional, ha colocado a Colombia en un lugar significativo. En otras palabras, parten del abandono del constitucionalismo contemporáneo.
Por otra parte, y directamente ligado a lo anterior, las motivaciones políticas tras las objeciones se fundan en otras aún más profundas. La pretensión anunciada en el proyecto de reforma a la justicia, en torno a una determinada (e imposible) concepción de la seguridad jurídica, entendida bajo la idea del juez boca de la ley, se manifiesta de nuevo en las objeciones (es decir, tras su redacción y fundamentación, están las mismas mentes). El gobierno objetó ciertos artículos por, en su concepto, falta de precisión y de regulación exhaustiva. Esto remite a la idea de que el derecho se agota en la ley y que la ley debe ser lo más exacto posible, a fin de evitar la discrecionalidad judicial. Esto, a fuerza de resultar redundante y reduccionista. Redundante, por las razones anotadas, en la medida en que las normas o precisiones que el gobierno echa de menos en el proyecto de ley estatutaria ya están incorporados al orden jurídico por otras vías (del acto legislativo y la jurisprudencial). Reduccionista, en tanto que pretende reducir la actuación judicial a la mecánica decimonónica (que nunca fue tal), consistente en una pretensión (ilusa) de que el juez aplique, sin mediar ajustes, la ley al caso concreto. El afán reduccionista lleva al gobierno a exigir que sigamos el ejemplo de la legislación de la regeneración, que redujo el peso de la Constitución y su sistema de derechos, a un articulado inaplicable, que era dependiente de la legislación (en aquella época, el Código Civil).
Vayamos ahora a la posesión de Soledad Tamayo. Según se sabe, ella reemplaza a la exsenadora Merlano. También sabemos que ella está privada de la libertad debido a resolución de acusación por delitos que incluyen corrupción al sufragante, ocultamiento, retención y posesión ilícita de cédulas; es decir, por delitos contra los mecanismos de participación democrática. En estas condiciones algunos han señalado que no era posible posesionar a la señora Tamayo, pues operaría el fenómeno de la silla vacía.
Sobre este punto, el Acto Legislativo de 2009 establece 3 reglas, con alcances distintos. Una, según la cual las faltas absolutas sólo pueden ser reemplazadas si hay nulidad de la elección o si la persona es condenada u objeto de una medida de aseguramiento por un delito distinto, entre otros, de aquellos en contra de los mecanismos de participación democrática. Otra, según la cual está prohibido reemplazar las faltas absolutas cuando la persona es capturada por ciertos delitos, que no incluyen aquellos en contra de los mecanismos de participación democrática. Finalmente, se indica que la renuncia a la condición de congresista, “cuando” se le vincule a un proceso penal por delitos, entre otros, contra los mecanismos de participación democrática, lleva a la pérdida de condición de congresista y a que no se reemplace por el siguiente en la lista.
El diablo está en los detalles y esto es importante en este caso. Pareciera que las tres reglas son similares, pero con alcances distintos. La primera llevaría a la prohibición de reemplazar cuando el congresista está vinculado a delitos contra la participación democrática; por su parte, el segundo pareciera excluir este caso; y, el tercero parece incluir ese caso. Pues bien, para aclarar, el tercero regula el caso de renuncia, el segundo el de la captura y el primero cualquier medida de aseguramiento. Si se acusa o sospecha que el congresista ha cometido un delito en contra de los mecanismos de participación democráticos, la orden de captura no basta para que no pueda ser reemplazado. Se requieren otras decisiones: una medida de aseguramiento (Detención preventiva en el caso de la Ley 600 de 2000).
Así las cosas, dado que la señora Merlano está vinculada con medida de aseguramiento por delitos en contra de los mecanismos de participación democrática, se debía aplicar la prohibición de reemplazarla, por el siguiente de la lista.
Pero no. La legalidad de Macías (legionario de Duque o del Presidente, no se sabe), indica lo contrario. En una entrevista con el Diario del Huila[1] el presidente del Senado señaló lo siguiente:
El Consejo de Estado me comunicó oficialmente que había decretado la nulidad de la elección de la señora Aída Merlano y me envió el fallo ejecutoriado. De inmediato, solicité a los abogados del Senado estudiar la situación, quienes me informaron que debía proceder con el mandato legal de dar posesión a la persona que seguía en la respectiva lista. Además, la Secretaría General solicitó al Consejo Nacional Electoral la correspondiente certificación sobre el caso, es decir, el orden de la lista, y tan pronto llegó dicha certificación procedí a posesionar a la doctora Soledad Tamayo, quien es la persona que sigue en el orden.
Así las cosas ¿en qué se basa el Sr. Macías? ¿Será la Constitución? No. Claro que no. Es el artículo 278 de la Ley 5 de 1992, que no se ha actualizado a los mandatos del acto legislativo 1 de 2009. Según este artículo, “la falta absoluta de un Congresista… autoriza al presidente de la respetiva Cámara para llamar al siguiente candidato no elegido…”. Para ello debe recibir certificación de la autoridad electoral competente y, en caso de declaración de nulidad de la elección, “se atenderá la decisión judicial”.
Veamos, el Sr. Macías sostuvo que recibió una sentencia judicial, es decir, atendió una decisión judicial, que declaró la nulidad de la elección de la señora Merlano. Luego procedió a solicitar certificación del Consejo Nacional Electoral. ¡Viva el Señor Macías! ¡Cumplió a cabalidad una ley incompatible con la Constitución!
Para la legalidad duquesca el artículo 4 de la Constitución es letra muerta. Como fue de insoportable para Caro y sus amigos el mandato similar que estaba en la Ley 57 de 1887. Se equivocan quienes están pendientes de cómo Duque y la guardia pretoriana del presidente torpedean el proceso de paz con demoras en su implementación o con su implementación parcial. Ese es un distractor (y grave, por cierto). La verdadera revolución es el desmonte de la concepción del derecho que supera el formalismo, el que convirtió a Colombia en un Tíbet jurídico. Si quieren descubrir cuál es la verdadera discusión, bien pueden leer los debates entre economistas y juristas luego de las primeras decisiones estructurales de la Corte Constitucional.
Lo que se pretende es una seguridad jurídica, de carácter formal. La misma que se buscó con la elevación del derecho privado (el del código civil) a código moral de la sociedad colombiana y bajo el dominio (supuesto) del legislador. Ello, olvidan los promotores de la legalidad duquesca, sólo es posible antes de los tratados de derechos humanos, antes de la Corte Penal Internacional y, en suma, antes de la enorme revolución del derecho internacional de las últimas décadas. En otras palabras, antes de que la soberanía nacional dejase de ser un baluarte infranqueable.
No es coincidente que el nuevo réspice polum nos lleve a esto. Sólo olvidan que los Estados Unidos no han firmado ningún tratado de derechos humanos, no han reconocido competencia de los tribunales internacionales (salvo los de arbitraje, claro está) y su legalismo sólo opera hacia afuera.
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[1] Noticia: “Yo solamente cumplo lo que me indica la Constitución”. Disponible en: https://diariodelhuila.com/-yo-solamente-cumplo-lo-que-me-indica-la-constitucion-
Henrik López Sterup, Profesor de la Universidad de los Andes. Sus opiniones no reflejan las de la Universidad de los Andes.
Foto tomada de: Presidencia
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