La imagen más importante de las elecciones de 2024 se generó, a mi juicio, una noche de la Convención Nacional Demócrata, cuando los delegados tuvieron que pasar entre manifestantes que coreaban los nombres y las edades de niños palestinos muertos. Los asistentes no se limitaron a ignorar la manifestación, como cabría esperar, sino que se taparon exageradamente los oídos, hicieron muecas burlonas y, en un caso notable, imitaron sarcásticamente el cántico: «¡Dieciocho años!». Al ver el video de este acto, se me encogió el corazón, no solo por lo moralmente chocante de la exhibición, sino también por su repugnante confirmación del solipsismo y la complacencia de la dirigencia del Partido Demócrata. Los asistentes a la convención expresaron de forma patente su falta de interés por las experiencias de quienes están fuera de sus preocupaciones. La-la, no te oigo, o como dijo la propia Kamala Harris cuando la interpelaron en un mitin: «Ahora hablo yo». Pero no por mucho tiempo, como se vería luego.
El mejor momento de la campaña de Harris fue al inicio, cuando tuvo la oportunidad de encarnar el suspiro colectivo de alivio por la decisión de Joe Biden de retirarse y ofrecer algo nuevo. A partir de ahí, todo fue cuesta abajo. Ella y quienes la rodeaban parecían pensar que serían suficientes cambios puramente superficiales. Harris se negó rotundamente a criticar al gobierno en funciones, o a diferenciarse en algún aspecto. Cuando se le preguntaba al respecto, se limitaba a reiterar que ella no era Joe Biden (o Donald Trump). Sus portavoces y partidarios reaccionaron a menudo con desprecio, desdén e incluso racismo hacia quienes consideraban justo pedir algo más. De este modo, dilapidó la amplia ventaja que había conseguido en el verano boreal. A pesar de que la inseguridad alimentaria y la pobreza –especialmente la infantil– habían aumentado significativamente tras el fin de las medidas de alivio por la pandemia, y de que la inflación había erosionado los ingresos de decenas de millones de estadounidenses, Harris acabó por transformar la campaña en un espectáculo de multimillonarios, famosos y tránsfugas republicanos neoconservadores, abogando por un confuso statu quo. Fue una repetición del «Estados Unidos ya es grande» de Hillary Clinton1: insípido, torpemente dirigido a un inexistente votante republicano moderado y a menudo expresamente hostil hacia parte de su propia base.
Trump no era imbatible, pero Harris estiró su coalición hasta la incoherencia. De forma tan inhumana como infructuosa, intentó ganar puntos a la derecha en materia de inmigración, burlándose de Trump por no dedicarse lo suficiente a la construcción del muro2. Sus torpes escenificaciones de simpatía hacia los palestinos iban acompañadas de un compromiso evidente de seguir a Benjamin Netanyahu en una guerra regional. La campaña de Harris fue un batiburrillo de propuestas, algunas buenas y otras malas, pero sin una unidad temática o una visión claras. Casi siempre ofreció respuestas evasivas a preguntas difíciles. Y adoptó un estilo generalmente más aristocrático que coloquial, que ponía en el centro a la candidata y a sus amigos y aliados de elite, en lugar de a la gente a la que pretendían representar.
De ese modo, Harris repitió no solo los errores de Hillary Clinton en 2016, sino muchos de los que ella misma había cometido en su malograda campaña para las primarias de 2019, cuando viró de manera oportunista hacia la izquierda en lugar de hacia la derecha, pero con igual falta de sinceridad y coherencia. ¿Quién recuerda el momento más importante de aquella campaña, cuando atacó al entonces vicepresidente Biden por su oposición a los buses escolares antisegregación, que transportaron a la propia Kamala Harris de niña, solo para revelar luego que ella se oponía también a esa estrategia en la actualidad (a escala federal)3? ¿O cuando apoyó el programa Medicare para Todos, levantando la mano en un debate por la idea de la abolición de los seguros privados, para luego afirmar que no había entendido la pregunta? Los votantes, entonces como ahora, la encontraron vacua e ininteligible, una política artificial, sin profundidad ideológica. A menudo daba la sensación de ser una estudiante sorprendida sin haber hecho los deberes, intentando descifrar lo que se suponía que tenía que decir en lugar de expresar una posición clara y decidida. Incluso respecto del derecho al aborto, su tema más fuerte, parecía por momentos reducirse a algo retórico, dadas su propia inacción y la de su partido en los años anteriores a Dobbs4. ¿Cuántas veces antes los demócratas habían prometido institucionalizar y ampliar las protecciones de Roe5, solo para abandonar el asunto después de las elecciones?
Al igual que en 2016, los partidarios de Harris han recurrido al racismo y al sexismo de la sociedad estadounidense como explicación de la derrota. No cabe duda de que son obstáculos enormes, pero no bastan como explicación global. Si se trata de ganar elecciones, Barack Obama superó el primer obstáculo, y la importancia decisiva del racismo queda en entredicho por el rápido aumento del atractivo del propio Trump entre los votantes de color. Muchas sociedades que parecerían no ser menos misóginas y patriarcales que la estadounidense han elegido a mujeres como presidentas o primeras ministras. Pero lo más importante es que no se trata de fenómenos estáticos. Si Trump moviliza estas fuerzas, la tarea de su oponente es contrarrestarlas y derrotarlas. Una campaña exitosa se nutre del material de la sociedad existente y lo ensambla en una imagen del presente y una visión del futuro: no se limita a reflejar hechos congelados de la opinión pública y el sentido común, sino que los reorganiza y, en última instancia, los resignifica. El racismo y la misoginia se han intensificado notablemente en los últimos años debido al prodigioso talento de Trump en este ámbito.
La culpa de la catástrofe de Harris, sin embargo, va mucho más allá de la propia candidata. Biden merece la parte del león, por el escandaloso narcisismo que lo llevó a permanecer en la carrera hasta la primera mitad de 2024, impidiendo primarias competitivas que podrían haber descartado a Harris como ocurrió en 2019, o al menos haberla empujado a articular una política más coherente. Peor aún fue la vacilación de Biden entre la restauración/reparación y el riesgo de avanzar hacia un nuevo estilo de gobierno. Inaceptable desde la perspectiva de la izquierda estadounidense, Biden postuló la idea de que era necesario devolver a la sociedad estadounidense a su estado natural de decencia y renegó expresamente de la necesidad de un «cambio fundamental». El fenómeno Trump era una contaminación esencialmente externa en un cuerpo político por lo demás sano. Fue una lectura coherente con la interpretación de la derrota de 2016 y la asignación de culpables: Bernie Sanders, Rusia, los movimientos sociales progresistas y sus excesos retóricos; cualquiera menos el liderazgo demócrata.
Tras su victoria en las primarias demócratas de 2020, asegurada con las maniobras de Obama y el congresista Jim Clyburn, Biden pareció darse cuenta de que había que hacer frente a un conjunto de problemas más estructurales. Para ello, absorbió parte de la energía y las ideas de las campañas de Sanders y Elizabeth Warren, contra las que se había presentado en las primarias como la alternativa «razonable». En ese marco, su administración hizo un intento, durante la primera mitad de su mandato, de ampliar el Estado de Bienestar estadounidense en una línea que podría haber representado un esfuerzo real por abordar las cuestiones materiales que alimentan el fenómeno Trump. Esto, sin embargo, fue demasiado poco y demasiado tarde. Al suprimir el desafío de la izquierda en las primarias de 2016 y 2020, los demócratas se aislaron de la base popular que podría haberse unido a esta causa y proporcionado un mandato claro para ella. Al carecer de margen legislativo, intentaron abrirse camino con argucias. Lo que consiguieron fue mejor que nada, pero ni por lejos suficiente.
A mediados de su mandato, Biden se había convertido en los hechos en un presidente proausteridad, que gestionaba el fin de las ampliaciones del Estado de Bienestar, lo que incluía no solo la pérdida de la desgravación fiscal por hijos y la ayuda monetaria temporal, sino también el recorte del Programa de Asistencia Nutricional Suplementaria (snap, por sus siglas en inglés) y la expulsión de millones de personas de Medicaid6, todo ello durante un periodo de control demócrata de ambas cámaras. Poco a poco, Biden abandonó en gran medida la demanda de una política social progresista y centró la discusión fiscal en el déficit, una repetición de la misma postura que había condenado al gobierno de Obama y creado la oportunidad para el ascenso de Trump. Signo emblemático de esta capitulación, Biden decidió ceder a los deseos corporativos de que la pandemia terminara en cuanto a política pública –en particular, una política pública que mejorara el poder de los trabajadores en el mercado laboral–, incluso mientras seguía destrozando las vidas de los estadounidenses. En lugar de las ambiciones progresistas, Biden ofreció un nacionalismo económico más o menos tomado en préstamo de Trump y un nuevo liberalismo de la Guerra Fría. Imaginemos que, en lugar del Segundo New Deal, Franklin D. Roosevelt hubiera buscado la reelección haciendo campaña sobre la brecha armamentística, como más tarde haría John F. Kennedy.
Lo peor de todo es que Biden siguió dando su visto bueno a todo lo que Netanyahu quería hacer, permitiendo un genocidio en Gaza y la escalada de la guerra. Cualquiera fuera el concepto que Biden hubiera tenido alguna vez sobre el significado de su propia elección en la lucha mundial por la democracia y el Estado de derecho, lo redujo a una grotesca burla después del 7 de octubre, día del ataque de Hamás. (También en este caso, imaginemos que Roosevelt no solo hubiera permanecido vergonzosamente neutral en la Guerra Civil española, sino que además hubiera dado a Franco las bombas para que las arrojara sobre Guernica). Aunque sin duda es cierto que relativamente pocos estadounidenses nombraron Palestina como la principal razón de su voto en las encuestas en boca de urna, la sensación de una política exterior hipócrita e irresponsable que conduce a un desastre global debe haber hecho poco para disipar la certera sensación de los jóvenes votantes de que eeuu es, como lo resumió hábilmente un encuestador, «un imperio moribundo dirigido por mala gente». Si Harris estaba, como repetía en forma constante, trabajando sin descanso por un alto el fuego, ¿dónde demonios estaba el resultado? Su insistencia sobre el tema solo podía ser percibida como una confesión de incompetencia o una mentira –lo que de hecho era, como de vez en cuando reconocían implícitamente los portavoces del gobierno–. ¿Y qué llamamiento a proteger la democracia y detener el fascismo podría sonar genuino viniendo de un podio salpicado con la sangre de miles de niños? Viendo la terquedad de Biden, la inexplicable negativa de Harris incluso a permitir que un palestino-estadounidense pronunciara un discurso previamente aprobado en la Convención Demócrata, y la decisión del comité de campaña de enviar a Ritchie Torres, el congresista favorito del Comité de Asuntos Públicos Estados Unidos-Israel (aipac, por sus siglas en inglés), a hacer campaña en Michigan, donde el voto árabe era significativo, había que preguntarse si a estos políticos les importaba siquiera ganar o perder. Alternaron entre calificar a los republicanos de amenaza mortal y prometer incluirlos en el gabinete; hicieron una pausa en sus advertencias de irrupción fascista solo para dar cobertura al régimen de extrema derecha y racista militarmente más agresivo del mundo.
En otras palabras, los demócratas fracasaron rotundamente a la hora de establecer los términos del debate ideológico en cualquier aspecto. Su actitud defensiva y su hipocresía solo sirvieron para alentar a Trump y desmovilizar a los propios votantes demócratas, a quienes sin duda culparán ahora, como si millones de individuos disgregados y desorganizados pudieran ser colectivamente culpables en la misma medida que la dirección de un partido político. Pero la responsabilidad recae sobre los líderes del partido, aunque a muchos en el centro no les haya importado o incluso ni siquiera hayan parecido dispuestos a reflexionar sobre una década catastrófica. ¿Acaso alguno de los que se quejaban de que la rebelión por el asesinato de George Floyd en 2020 les costaría votos a los demócratas debido al extremismo de sus demandas asociadas contó con la constatación empírica de que más bien ocurrió lo contrario7? ¿O con que la estrecha victoria de Biden en 2020 fuera probablemente atribuible a las ruidosas protestas que los liberales habrían deseado que fueran más silenciosas y calmadas? ¿Ha reconocido alguien la singular popularidad de Sanders entre los votantes latinos, un electorado antaño fundamental que los demócratas están ahora a punto de perder rotundamente?
Las patologías de los demócratas, sin embargo, no son en cierto sentido el resultado de errores. Es el rol estructural y la composición del partido lo que produce su orientación doble e incoherente. El Partido Demócrata es el partido del capitalismo neoliberal globalizado y, al mismo tiempo, por tradición, el partido de la clase obrera. A medida que el poder organizado de esta última se ha ido desvaneciendo, el compromiso se ha vuelto solo un anhelo: Harris, notablemente, tuvo éxito con el grupo de votantes de mayores ingresos. Las únicas cuestiones en las que la candidata insinuó una ruptura con Biden se referían a un trato más favorable a los multimillonarios que la rodeaban, y entre sus asesores más cercanos se encontraban figuras como David Plouffe, ex-vicepresidente sénior de política y estrategia de Uber, y el cuñado de Harris, Tony West, ex-director jurídico de la misma firma, que la instaron con éxito a abandonar el populismo de la era Biden y cultivar las relaciones con los aliados corporativos.
El partido de Biden pivoteó hacia el nacionalismo económico porque no tenía un programa sustancial o convincente de redistribución progresiva tras el fracaso de Build Back Better, ni pudo encontrar uno que fuera aceptable para su ala corporativa. Como Bharat Ramamurti, ex-director adjunto del Consejo Económico Nacional, observó tras las elecciones: «Ojalá hubiéramos promulgado las medidas de crédito fiscal para vivienda, cuidado e infancia de Build Back Better8, de modo que hubiéramos podido apoyarnos en prestaciones concretas para contrarrestar el costo de la vida. La gente debería reflexionar sobre la porción del Partido Demócrata que nos negó esos elementos del programa»9. En lugar de eso, Biden robó la idea de Trump: salir por derecha del neoliberalismo, poner en marcha las fábricas de armas. Biden sostuvo la expansión masiva de los gastos militares de Trump, con la seguridad nacional proporcionando la principal justificación ideológica para el pleno empleo y la búsqueda de objetivos sociales progresistas, como ocurrió durante la Guerra Fría. A su vez, la escalada de la confrontación geopolítica y geoeconómica con China dio sustento al inquebrantable respaldo estadounidense a las guerras de Netanyahu: la renovada competencia entre grandes potencias intensificó el imperativo de consolidar una región estratégica crítica bajo la hegemonía estadounidense. Continuando una vez más con una fórmula de política exterior desarrollada por Trump, la estrategia de Biden ha sido perseguir este objetivo reduciendo las tensiones persistentes entre Israel y los Estados árabes alineados con Washington (sobre todo Arabia Saudita; de los Estados del Golfo y Marruecos ya se había ocupado Trump, y la paz con Egipto se firmó hace décadas en Camp David). Llevar a cabo esta resolución requiere terminar con el movimiento nacional palestino, el principal obstáculo para tal consolidación. La idea de un Estado palestino Potemkin10 puede volver algún día, pero solo después de un severo escarmiento y una descarnada reducción numérica del pueblo palestino.
La desmovilización del electorado demócrata es, pues, producto del carácter contradictorio del partido en más de un nivel. La responsabilidad de los demócratas ante electorados antagónicos produce tanto incoherencia retórica –¿qué defiende este partido?– como autocancelación programática. Defensores del Estado de derecho en el plano nacional y del orden internacional basado en reglas, protagonizaron una serie espectacular de violaciones del derecho nacional e internacional. Prometiendo un nuevo New Deal, exhortaron a los votantes a estar agradecidos por lo bien que ya les iba económicamente. Cada paso dado por los responsables políticos del partido en pos de un objetivo impone un límite en otra dirección. Es por esta dinámica que una década de (apropiada) histeria anti-Trump condujo primero a la adopción de elementos del programa del líder republicano por parte de los demócratas y, finalmente, a su reinstalación como presidente mediante nuevos apoyos en la opinión pública. Nada mejor que lo auténtico.
En nuestro siglo, la política estadounidense ha saltado por los aires debido a las reverberantes crisis del neoliberalismo y la globalización capitalista. Estas se han cebado en la sociedad y la política estadounidense de cuatro formas principales: el retroceso imperial y la guerra sin fin; la desindustrialización y el vaciamiento de la sociedad estadounidense; el ascenso de una clase multimillonaria ahíta, depredadora y cada vez más demente, obsesionada con la eugenesia y la inmortalidad; y la crisis climática, que ahora es fuente de desastres naturales regulares y de crecientes flujos de refugiados. En cada coyuntura, los demócratas han intentado la restauración: gestionar la crisis, llevar a cabo el rescate, suturar las cosas e intentar volver a la normalidad. Es la forma de esta orientación, tanto como las cuestiones sustantivas de cultura, raza y género, lo que me parece la razón fundamental por la que los demócratas suelen ser percibidos como una fuerza inhibidora más que de empoderamiento por tantos votantes. Y es contra esta política de contención que la obscenidad de Trump llega a sentirse como una liberación para tantos estadounidenses.
Aunque en la superficie el movimiento maga (Make America Great Again) es nostálgico, el trumpismo ha sido históricamente en extremo generativo: creando nuevos modos de expresión política, abriendo nuevas arenas de formulación de políticas: deportación masiva, ataques antitrans, escepticismo sobre las vacunas. Por eso es tan destructivo. Por el contrario, es la dirección demócrata la que está comprometida en un proyecto anticuado. Solo a través del restauracionismo puede el partido equilibrar sus compromisos contrapuestos con la justicia social y económica, por un lado, y el crecimiento capitalista, por el otro. Pretende recuperar un pasado perdido en el que estos objetivos se acomodaban entre sí y suprime cualquier visión positiva del futuro que requiera enfrentar las tensiones internas. Basta con considerar la forma en que Biden y Harris han defendido reformas que todo el mundo sabe que no pueden llevarse a cabo sin la abolición del obstruccionismo parlamentario y la reforma del sistema judicial federal, que ambos dudan en contemplar, entreteniéndose ocasionalmente en reformas estrechas y autolimitadas. Un proyecto de este tipo, si se emprendiera de forma más general, requeriría una crítica más amplia de la sociedad estadounidense y de las instituciones antidemocráticas que la definen, una crítica que pondría en entredicho la imagen de un eeuu que «ya es grande». A pesar de sus distintos objetivos políticos, los demócratas se muestran incapaces de contar una historia clara sobre lo que significan esos objetivos, cómo encajan entre sí y cómo se los podría alcanzar; solo pueden insistir en que «no son Trump», e incluso eso ya no es del todo cierto.
Hace varias décadas, analizando el triunfo del thatcherismo, el sociólogo Stuart Hall observó un problema muy similar que surgía para el Partido Laborista frente al emergente «populismo autoritario» británico. Dado que los laboristas, hasta el presente, no han conseguido resolverlo, el caso merece una seria consideración. (En particular, Harris obtuvo un importante asesoramiento del Partido Laborista, que recientemente ganó de manera rotunda las elecciones con una plataforma vacía y una cantidad disminuida de votos, gracias al hundimiento de los conservadores antes que al apoyo recibido). Cito textualmente a Hall:
Simplemente no creo, por ejemplo, que la actual dirección laborista entienda que su destino político depende de si puede o no construir una política, en los próximos 20 años, que sea capaz de dirigirse, no a uno, sino a una diversidad de puntos de antagonismo en la sociedad, unificándolos, en sus diferencias, dentro de un proyecto común. No creo que hayan comprendido que la capacidad del laborismo para crecer como fuerza política depende absolutamente de su capacidad para aprovechar las energías populares de movimientos muy diferentes; movimientos ajenos al partido que él no puso –no podía poner– en marcha y que, por tanto, no puede administrar. Mantiene una concepción totalmente burocrática de la política. Si la palabra no sale de la boca de los dirigentes laboristas, debe haber algo subversivo en ella. Si la política anima a la gente a desarrollar nuevas reivindicaciones, es señal inequívoca de que los nativos se están inquietando. Debes expulsar o deponer a unos cuantos. Hay que volver a esa ficción, el «votante laborista tradicional»: a esa noción pacificada y fabiana de la política, en la que las masas secuestran a los expertos para llevarlos al poder, y luego los expertos hacen algo por las masas: más tarde… mucho más tarde. La concepción hidráulica de la política.
Esa concepción burocrática de la política no tiene nada que ver con la movilización de diversas fuerzas populares. No tiene ninguna idea de cómo la gente se empodera haciendo algo: en primer lugar, sobre sus problemas inmediatos; luego, el poder amplía sus capacidades y ambiciones políticas, de modo que empiezan a pensar de nuevo en cómo podría ser gobernar el mundo (…). Su política ha dejado de tener relación con la más moderna de todas las resoluciones: la profundización de la vida democrática.
Sin la profundización de la participación popular en la vida nacional-cultural, la gente corriente no tiene ninguna experiencia de gobernar realmente nada. Tenemos que recuperar la noción de que la política consiste en ampliar las capacidades populares, las capacidades de la gente corriente. Y para ello, el propio socialismo tiene que hablar a la gente a la que quiere empoderar, con palabras que les pertenezcan como gente corriente de finales del siglo xx.
Se habrán dado cuenta de que no estoy hablando de si el Partido Laborista ha acertado con su política en este o aquel asunto. Estoy hablando de toda una concepción de la política: la capacidad de captar en nuestra imaginación política las enormes opciones históricas que hoy tiene ante sí el pueblo británico. Estoy hablando de nuevas concepciones de la propia nación: si crees que Gran Bretaña puede avanzar en el próximo siglo con una concepción de lo que es ser «inglés» que se ha constituido enteramente a partir de la larga y desastrosa marcha imperialista de Gran Bretaña a través de la tierra. Si realmente piensas eso, no has comprendido la profunda transformación cultural necesaria para rehacer lo inglés. Ese tipo de transformación cultural es precisamente de lo que trata hoy el socialismo11.
Trump ha reconfigurado a los estadounidenses, y para derrotar al trumpismo se requiere que la izquierda haga lo mismo, nada menos. Por desgracia, no hay razón para pensar que los demócratas son capaces de lograrlo, aunque las posibilidades de hacerlo por cualquier otro medio son igualmente inciertas.
La contradicción entre los fines reales del liberalismo12 y sus medios formales no es un problema nuevo. Se podría argumentar –yo lo haría– que prácticamente todos los momentos históricos de triunfo liberal real han sido posibles gracias a movimientos sociales que se impusieron desde abajo, a menudo por encima de las quejas de los políticos y pensadores liberales, dejando asentada su objeción a los medios a pesar de su apoyo abstracto a los fines. El sufragio universal de los adultos, el Estado de Bienestar, la igualdad de protección ante la ley: así es la historia de cada uno de ellos.
En nuestro tiempo, hay fuerzas liberales institucionales atrincheradas, no solo en la política formal, sino también en las universidades, la prensa, el sistema legal, organizaciones sin ánimo de lucro e incluso el mundo corporativo, que entonan la amenaza que el trumpismo supone para la democracia y el Estado de derecho, aunque trabajan cada día para derrotar a sus propios rivales internos de izquierda: protestas estudiantiles, luchas sindicales, «excesos woke». Cuando asaltan campamentos (estudiantiles o no) o quiebran sindicatos, asumen el trabajo de Trump, reconfigurando a los estadounidenses en forma autoritaria. El fenómeno que representa Trump solo podrá ser derrotado cuando los institucionalistas liberales dejen de intentar aplastar a la izquierda insurgente en nombre de la protección de la democracia, y en su lugar la vean como un aliado y una fuente de energía. Esto no se debe a que las ideas de la izquierda representen ya una mayoría silenciosa contenida –esto sería un delirio fantasioso–, sino a que la izquierda es la única que tiene una visión coherente para ofrecer frente a las ideas de la derecha.
Los liberales llevan una década intentando librar al país de Trump tratando de aislarlo como una aberración grotesca. Lo han perseguido mediante procesos judiciales, pero también mediante complejas y repetidas demostraciones de consenso de elite bipartidista en su contra. Pero esto solo lo ha hecho más fuerte. El trumpismo no puede ser tratado con sutileza porque habla de fuerzas reales de la sociedad estadounidense –racismo, misoginia, frustración de clase– y ofrece una expresión obscena y satisfactoria a sus destinatarios. Solo puede ser derrotado mediante la confrontación directa, no solo de Trump, sino de lo que él representa y de la reconstrucción de eeuu que él imagina. Llamar fascismo a su movimiento conlleva esta implicación inevitable, lo que hace aún más irritante la falta de apetito por esa confrontación por parte de tantos que le aplican la etiqueta. «Hace falta poco valor para murmurar una queja general, en una parte del mundo donde todavía está permitido quejarse, sobre la maldad del mundo y el triunfo de la barbarie, o para gritar con valentía que la victoria del espíritu humano está asegurada», escribió Bertolt Brecht en una ocasión. «Hay muchos que fingen que les apuntan con cañones cuando en realidad son el blanco de simples prismáticos de ópera».
El obstáculo que ahora presenta el liberalismo es especialmente frustrante porque la coalición de Trump sufre su propia contradicción interna, isomórfica con la de los demócratas. J.D. Vance y Elon Musk parecen querer cosas muy distintas: Vance elogia a Lina Khan13, por ejemplo, y parece ofrecer una visión de chovinismo del bienestar; Musk propone despedir a Khan, recortar radicalmente el Estado e inducir deliberadamente la estrechez económica. Por supuesto, Trump redistribuirá la riqueza y el poder hacia arriba, en nombre del empoderamiento popular y la rabia de la clase trabajadora. Debería resultarle difícil lograrlo, mantener estas fuerzas en equilibrio. Sin embargo, los demócratas han configurado su propia coalición de tal manera que no pueden activar de forma creíble esta contradicción y sacar provecho de ella; del mismo modo que no pueden hablar del vínculo de años entre Trump y Jeffrey Epstein14, probablemente porque al hacerlo también llamarían la atención sobre Bill Clinton.
Empero, si la solución fuera tan simple como un ataque frontal formando un tercer partido, ya se habría logrado. Una cosa que está clara, sin embargo, es que el apetito de las instituciones liberales por unirse a «la resistencia» ha disminuido mucho en los últimos ocho años. En cierto sentido, esto es aterrador: la resistencia real al trumpismo será menor, estará más aislada y expuesta, a medida que poderosos actores de nuestra sociedad deserten tácitamente a la causa fascista. De hecho, ya han empezado a hacerlo, validando la política de Trump mientras lanzan diatribas contra sus modales, y así fue exactamente como Trump volvió a ganar. Las corporaciones liberales, la prensa, las universidades –instituciones que deploran a Trump por su nombre– han pasado en los últimos años a llevar a cabo elementos de su programa en pequeña escala aparentemente sin coacción.
Por otra parte, nuestro papel en la defensa de los valores que antes reivindicaban nuestros empresarios, representantes y portavoces autoproclamados será más difícil de confundir o evitar. Como también observó Brecht, «los que están contra el fascismo sin estar contra el capitalismo, los que se lamentan de la barbarie que sale de la barbarie, son como la gente que quiere comerse la carne sin sacrificar al ternero. Están dispuestos a comerse el ternero, pero no les gusta ver la sangre. Se contentan fácilmente si el carnicero se lava las manos antes de pesar la carne». Decir la verdad no es en sí mismo una solución, pero es el primer paso necesario, y el único posible.
Nota: la versión original, en inglés, de este artículo se publicó en la revista Dissent, 8/11/2024, con el título «Exit Right», disponible en https://www.dissentmagazine.or… Traducción: Pablo Stefanoni.
1. «America Is Already Great», contra la consigna trumpista «Make America Great Again» [Volver a hacer grande Estados Unidos] [N. del E.].
2. «Kamala Harris se burla del muro de Trump y promete fortalecer la frontera si gana la Presidencia» en CNN, 23/10/2024 https://cnnespanol.cnn.com/vid…
3. Se refiere al transporte escolar en buses para trasladar a niños negros y latinos a escuelas de blancos, en barrios alejados de sus viviendas, como forma de luchar contra la segregación racial. Harris fue, de niña, parte de esa experiencia. Tras acusar a Biden en 2019 por oponerse a esa estrategia en aquellos años, Harris dijo que en las décadas de 1960 y 1970 esa política le parecía correcta, pero ahora pensaba que debería ser solo una «herramienta» a disposición de los gobiernos locales y los distritos escolares para hacer frente a la segregación, y no una política federal [n. del e.].
4. La decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos en el caso Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization, en 2022, acabó con el derecho al aborto en el nivel federal [N. del E.].
5. El caso Roe v. Wade reconoció el derecho constitucional al aborto [N. del E.].
6. Programa de seguro médico para personas de bajos ingresos [n. del e.].
7. Julie Sloane: «The Black Lives Matter Movement, but not covid-19, Encouraged Voters Toward Biden in the 2020 Election», Universidad de Pensilvania, 2/3/2022, disponible en https://www.asc.upenn.edu/news…
8. El plan Build Back Better [Reconstruir mejor] fue un marco legislativo propuesto por el presidente Biden entre 2020 y 2021.
9. Tuit, 7/11/2024, disponible en https://x.com/bharatramamurti/…
10. Es decir, solo una fachada [N. del T.].
11. S. Hall: The Hard Road to Renewal: Thatcherism and the Crisis of the Left, Verso, Londres, 1988.
12. En el sentido estadounidense, cercano a progresista [n. del e.].
13. Presidenta de la Comisión Federal de Comercio, conocida por su trabajo en derecho antimonopolio [N. del T.].
14. Magnate financiero acusado de delitos sexuales; se suicidó en prisión en 2019 [N. del E.]
Gabriel Winant
Fuente: El regreso de Trump y las antinomias del Partido Demócrata | Nueva Sociedad
Foto tomada de: El regreso de Trump y las antinomias del Partido Demócrata | Nueva Sociedad
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