¿Qué es exactamente una township? El término presenta distintas acepciones, que dependen del país en que se utilizan. En el caso de Sudáfrica, se trataría de territorios reservados a los «no-blancos» —expresión eufemística por «negros»— desde principios del siglo XIX hasta el final del apartheid. En sentido genérico, se trataría de una «villa» o «municipio», aunque, por lo general, la palabra ha quedado vinculada de manera inexorable al apartheid. Por consiguiente, las townships sudafricanas se erigieron, por obra y gracia del «dios» blanco, en asentamientos urbanos. En los camastros de sus viviendas se dejaba caer cada noche —después de trabajar de sol a sol para los afrikáners— la población «no blanca», que comprendía desde el negro más recio al «coloured» más insípido. Por cierto, dicho término es otro eufemismo por «mestizo», expresión demasiado escandalosa para los puritanos holandeses que asaltaron los territorios de las distintas tribus originarias y violaron a sus mujeres. Estos asentamientos, por descontado, están muy alejados de los distritos blancos.
Alguien con mucha imaginación y optimismo y corto de vista —o mucha vista y bastante cinismo— diría que tienen un cierto parecido con los dignos arrabales anglosajones de la clase trabajadora. Ahora bien, quizás estaría en lo cierto si se refiriese a los suburbios británicos de viviendas sociales brutalmente empobrecidas desde la llegada al poder de Margaret Thatcher. Sin embargo, para los que tenemos la vista un poco mejor o llevamos gafas bien graduadas, se trataría de habitáculos sencillamente miserables. Con todo, este «modelo urbanístico» sudafricano también podría aplicarse a demasiados suburbios de los restantes continentes. Quizás el problema se base en que no tenga demasiada imaginación —aunque sí buen ojo—, porque me he paseado por unas cuantas y no me parece que sea un aliciente vivir en ellas.
Podría «inventariar» algunos inconvenientes, como la ausencia de cuartos de baño en las barracas, porque, vayamos al grano, de barracas se trata. O de agua corriente. Hay townships donde, cada 5 o 6 calles, puedes encontrarte con una especie de ataúd vertical que contiene en su interior un grifo al que acuden los habitantes para proveerse de agua. La vida social de la comunidad es activa alrededor de dichos «ataúdes», si consideramos que hay uno a razón de cada 20 o 30 barracas por calle y del grifo mana un hilo de agua que tarda una media hora por lo bajo en llenar un par de cubos. Teniendo en cuenta, además, que mana día y noche, las relaciones sociales pueden mantenerse a lo largo de las 24 horas que dura un día. No me extrañaría en absoluto que más de una pareja se haya consolidado sentimentalmente gracias a las largas esperas frente al grifo.
En cuanto a las «viviendas», por continuar con el lenguaje eufemístico, tienen tabiques de cartón o zinc, techos de uralita y ventanas que se protegen del frío nocturno y el calor diurno con plásticos. Por suerte, como el plástico es tan resistente, no tienen necesidad de sustituirlo con frecuencia, con lo que no contribuyen a la destrucción del planeta, aunque se trate de un plástico translúcido que no permite divisar absolutamente nada. Por lo que respecta a las calles que discurren por delante de estas «cajas de zapatos», destacan por sus altibajos y la ausencia de aceras, adoquines y alcantarillas.
Como el neoliberalismo es capaz de superarse a sí mismo de continuo con tal de sacar el máximo rendimiento de todo, ha montado rutas turísticas en algunas o, al menos, en algunos barrios de las menos peligrosas.
Pero volvamos de nuevo a Soweto, donde podemos entrar en la casa de Nelson Mandela, pues se ha convertido en museo. También podemos visitar unas pocas más en Namibia e incluso ser invitados por alguna familia, previo pago a la agencia organizadora, a tomar los platos tradicionales de la township, que no son los que suele tomar habitualmente la población que allí reside, y disfrutar de algún baile tradicional de las damas, que visten trajes del siglo XIX de un lujo sospechoso, igual de sospechoso que el de los vestidos de las mujeres valencianas que vivían en barracas parecidas a las de estas villas sudafricanas.
Cuando se abolió el apartheid, todos pensamos que acabarían desapareciendo y que, en todo caso, solo quedarían algunas como recordatorio de la barbarie humana. Formidable error: aquellos asentamientos donde ninguna persona «no blanca» quería vivir tienen ahora mismo más vecindario que nunca, pues a los «veteranos», se suman los huidos de la guerra y la pobreza de la «otra» África.
Muchos de sus habitantes originarios se dejaron la piel —o se la arrancaron los colonizadores blancos—, tanto en el país del «Arco Iris» del señor Mandela como en la vecina Namibia. Unos pocos negros y bastantes «coloured» han conseguido ocupar algunos «barrios blancos», no los más lujosos, por supuesto. Al final, aquello que decía Lampedusa en Il Gattopardo —«es necesario que todo cambie para que nada cambie»— también se ha cumplido en Sudáfrica. Tal vez por eso, cuando no hace mucho visité la misma township de ocho años antes, vi pocos cambios. Aun así, no quiero ser pesimista. Como entonces, los niños corrían detrás de pelotas de fútbol a campo abierto y con envidiables piernas, supongo que imitando a los futbolistas de élite que les visitaron por el mundial de fútbol. Las mismas envidiables piernas de sus padres y sus abuelos corriendo delante de los perros de la policía del gobierno afrikáner. Aquella policía que frustró a tiros el futuro deportivo de tantos corredores negros. Por cierto, el fútbol continúa siendo el deporte nacional de los «no blancos», es decir, los pobres. Los blancos, tras los elevados muros de sus urbanizaciones privadas, continúan disfrutando de un buen partido de rugbi o de criquet delante de una cerveza rubia, a ser posible holandesa.
En resumen y volviendo por última vez a nuestras townships, preveo que acabarán convirtiéndose en «parques temáticos».
Pepa Úbeda
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