Las pandemias, consecuencia de la vida en sociedad y de la domesticación de animales, han sucedido, durante toda la historia de la civilización, sin que sean exclusivas de la especie humana, pues, también plantas y animales las sufren. Desde el mundo antiguo se conoce su azote, cuando tenían el terrible nombre de pestes, y no el almidonado que llevan ahora.
No sólo han cambiado de nombre. Hasta hace poco se presentaban como una amenaza global, a la humanidad, y se respondían a ellas con todos los recursos de la comunidad, desde el saber médico de la época, hasta las velas y el agua bendita. Así, en las sociedades ordenadas por lo mágico religioso, se apelaba a la purificación, a la expiación de alguna culpa que recaía sobre el colectivo, mediante rituales místicos. En tanto se cambia de paradigma, con el advenimiento de la modernidad, la ciencia cobra protagonismo, y la relación con la enfermedad queda mediatizada por el acto médico. Con la actual crisis del covid-19 el tratamiento de la emergencia excluye a la ciencia.
Desde que se conoció la aparición en Wuhan, China, la OMS ha tenido una actuación poco acertada: sus intervenciones fueron contradictorias, las proyecciones estadísticas resultaron un fiasco, y las medidas propuestas totalmente ineficaces. Esas vacilaciones han fortalecido a un nuevo interlocutor que se instituye con la autoridad que otrora tuvo la ciencia, el poder.
Empezando por Donald Trump, presidente de Estados Unidos, que se cree Calígula, quien se ha erigido en autoridad científica, descalifica a los epidemiólogos, declara la guerra a la OMS, mientras menosprecia los riesgos, priorizando los negocios sobre la vida.
En el continente, Jair Bolsonaro, presidente de Brasil, e Iván Duque, en Colombia, crean con Trump un eje (de idéntica ideología al de hace cien años: Roma, Berlín, Tokio, que provocó la segunda guerra mundial), que no solo desconoce el riesgo de la pandemia, sino que hacen un manejo de la misma con falacias, mientras aprovechan la crisis para militarizar la sociedad, agredir a la oposición, y dejar morir a masas de excluidos.
En Colombia todo es un poco peor. Duque, poseído por voluntad maligna, al amparo del estado de emergencia cerró el Congreso y las cortes, y se dedicó a gobernar por decreto. La coartada se basaba en atender la emergencia de salud, pero sin acatar a las sociedades científicas del país, tampoco a las internacionales, ni a las agremiaciones sanitarias. En su lugar pone a un sanedrín de tenderos, que terminan dictando la intervención. Así, luego de mandar un avión expreso a Wuhan, contra las recomendaciones de la OMS, y de dejar abiertos los aeropuertos a vuelos internacionales hasta asegurarse que el virus había llegado, procedió a decretar el confinamiento solicitado, pero, con tantas excepciones, dictadas por el consejo de mercachifles, que las calles se atestaron de transeúntes.
Tanto los profesionales de la salud, así como diversos sectores sociales abogaron por una Renta básica que le permitiera a los desfavorecidos el cuidado de sí en la cuarentena. Desechó la solución para entregar un “ingreso solidario” a la clientela del Centro Democrático, mientras que obligó por hambre a los marginados a aglomerarse en el transporte y en el rebusque. Así los trasladó de la categoría población vulnerable a la de contagiados, porque, a diferencia de la peste negra que democráticamente mataba a ricos y pobres, el coronavirus está orientado a matar necesitados. En tanto, los trapos rojos que se volvieron bandera del hambre en los barrios, fueron retirados bajo la amenaza de bandas paramilitares urbanas.
El único médico que habla es el ministro de salud, cuyo oficio es justificar tartajosamente las torpezas de su patrón, siempre en contravía de la comunidad médica, y de la salud pública. A cuatro meses de decretada la emergencia se desecharon las medidas preventivas, mientras el contagio crece vertiginoso, y no hay una autoridad científica, o académica, que formule la terapéutica, el covid-19 sigue sin tratamiento; el gobierno, a través del INVIMA, obstaculiza cualquier medicación, mientras sabotea la fabricación antioqueña de respiradores, los que se compran más costosos, un 600%, que la producción local; la promesa de fortalecer la red hospitalaria se trasformó en enriquecer más a los traficantes de las EPS, mientras el personal de salud atiende en condiciones laborales precarias y, dado el descrédito que las instituciones sanitarias han adquirido en esta crisis, los pacientes han dejado de consultar, o se ha impuesto la consulta virtual, con lo cual se ha generado gran desempleo entre el personal de salud. Salvo los intensivistas, los demás especialistas están pasando afugias.
El sistema de salud colombiano, deficiente por su mercantilización, ahora está más debilitado. Mientras el personal sanitario, con peores condiciones laborales, aparece ante la ciudadanía como el responsable de la crisis, y termina siendo agredido por pacientes y sus allegados. Las víctimas de este aparato depredador son los trabajadores de la salud y los pacientes.
La medicina, del latín medicus, derivado de mederi, y este del griego medomai, cuidar, se entiende como cuidado de sí y cuidado del otro, pero cuando en el alma de la ley 100 se tachona la ética del cuidado y se impone el principio de eficiencia, bajo ecuación de la relación costo beneficio, el acto médico resulta enajenado, y el médico borrado. Queda en su lugar el técnico que repara mano de obra, mientras el paciente desaparece para ser sólo “recurso humano”, un objeto de la economía, sustraído a la medicina. Deviene el personal de la salud en verdugo que ha de dejar morir los sujetos inhábiles para producir plusvalía, a quienes hasta el recurso al agua bendita se les escamotea.
José Darío Castrillón Orozco
Foto tomada de: https://www.radionacional.co/
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