Kallas expresó su “preocupación” por la escalada de violencia, instó a la “proporcionalidad”, evitó nombrar el derecho internacional humanitario y no usó la palabra “genocidio”. En cambio, reiteró el “derecho de Israel a defenderse” y mostró una empatía marcada con las familias de los rehenes. La mención del sufrimiento palestino fue escueta, enmarcada en términos genéricos que diluyen la violencia estructural en una narrativa de “ambos lados”. Esta retórica no es ingenua: es una herramienta de legitimación.
Desde una lectura decolonial, este tipo de diplomacia “equilibrada” reproduce una estructura de poder profundamente asimétrica. Europa se arroga el rol de mediador cuando, en realidad, es parte interesada y cómplice. La supuesta neutralidad no solo despolitiza el conflicto, sino que invisibiliza sus raíces coloniales: la ocupación, el apartheid, la negación sistemática del derecho al retorno, y la deshumanización del pueblo palestino. El silencio frente a un posible genocidio —mientras el mundo ve imágenes diarias de cuerpos enterrados entre escombros— no es prudencia diplomática, es complicidad disfrazada de contención.
El lenguaje importa. No nombrar es negar. Y negar, en este caso, equivale a proteger al agresor. El Derecho Internacional es claro: la comunidad internacional tiene la obligación de prevenir y sancionar el genocidio. No hay margen para ambigüedades. Al evitar cualquier mención al Estatuto de Roma o a la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio (1948), Kallas y la UE traicionan los principios sobre los que se fundan sus propios tratados constitutivos.
Esta omisión sistemática configura una forma de violencia epistémica y diplomática: construye un relato donde los palestinos son cifras abstractas, y no sujetos de derechos. Donde Israel actúa en defensa propia, y no como una potencia ocupante que comete actos que podrían ser juzgados por la Corte Penal Internacional. Esta narrativa de “equilibrio” reproduce el legado colonial: hay cuerpos que importan y cuerpos que son sacrificables.
En esta tragedia histórica, hay un actor que permanece oculto, pero que gana en cada explosión, en cada reconstrucción fallida, en cada lágrima. La industria armamentista internacional es la gran beneficiada de este genocidio. Europa es uno de los mayores exportadores de armas del mundo, y muchos de sus Estados miembro tienen contratos millonarios con Israel. La guerra, para algunos, es un negocio: y el silencio diplomático es el lubricante de sus engranajes.
Frente a esta maquinaria de muerte y beneficio, los movimientos por la paz, el movimiento anti armamentista y las organizaciones de derechos humanos tienen la responsabilidad de romper la parálisis. La magnitud de la tragedia en Gaza exige una respuesta colectiva e inmediata. Es hora de continuar la movilización, de presionar a los gobiernos, de llenar las calles y las plazas, de escribir, de protestar, de exigir embargos de armas, sanciones y justicia. No hay política exterior legítima si no parte del respeto irrestricto a la vida humana.
Conclusión:
La visita de Kallas no fue un simple gesto diplomático, sino una declaración de principios: Europa no está del lado de la justicia, sino de la estabilidad política y los intereses geoestratégicos. Y me permito retomar las palabras de la eurodiputada Irene Montero dirigiéndose a Kaja Kallas: “Espero que ustedes y esta Comisión Europea también termine juzgada por un tribunal internacional por complicidad con los genocidas.” Frente al genocidio, no hay neutralidad posible. O se está del lado de la humanidad, o se está del lado de su negación. Y tú, ¿de qué lado eliges estar?
Jaime Gómez Alcaraz, analista internacional
Foto tomada de: El Periódico
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