En la dirección equivocada
Ser feminista en el siglo XXI puede ser confuso. Desde un punto de vista, el feminismo parece haber alcanzado su objetivo. Para fines del siglo pasado, las mujeres en muchos países habían conseguido el derecho al voto, a ser propietarias, a la educación superior y a ingresar a profesiones antes reservadas a los varones. En el Reino Unido se promulgaron leyes que consagran la igualdad salarial y prohíben la discriminación por género o estado civil en 1970 y 1975, respectivamente. Por supuesto, el derecho formal y la igualdad pueden –y de hecho lo hacen– coexistir con la desigualdad y la falta de libertad en la vida real. Pero la mayoría de los análisis sugieren que la brecha salarial a nivel mundial se redujo gradualmente hacia la última parte del siglo XX y ha continuado haciéndolo; mientras tanto, la representación de las mujeres en terrenos tradicionalmente masculinos ha crecido firmemente. En los últimos años, el feminismo centrado en esta “tarea incompleta” ha ganado un grado de aceptación mainstream. Se ha vuelto una norma para partidos políticos, corporaciones y departamentos académicos comprometerse a mejorar la proporción de mujeres en posiciones de “liderazgo”. Como señala Sarah Banet-Weiser, la retórica del “empoderamiento” femenino es ahora una herramienta de marketing estándar. El feminismo no solo adquirió la aprobación del establishment, ha conseguido ponerse de moda. Como dice Banet-Weiser, “vivimos en un momento en Norteamérica y Europa en el que el feminismo se ha vuelto popular, de forma bastante increíble”.
Ya el periodo posterior al fin de la “segunda ola” feminista –casi desde principio de los años 1980– fue un momento en el que las cosas empeoraron en muchos aspectos para la mayoría de las mujeres. En los países ricos del norte global, las mujeres se vieron afectadas de forma desproporcionada por el desmantelamiento y la privatización de los servicios públicos, especialmente aquellos relacionados con el cuidado infantil, de personas discapacitadas, enfermas y mayores, áreas en las que las mujeres realizan la mayoría del trabajo, remunerado o impago. Las mujeres del sur global, además de los problemas económicos, tienen que enfrentarse a los efectos del cambio climático y a conflictos endémicos (incluida una serie sin fin de guerras de intervención de Occidente). Como sucede con la austeridad, los costos más grandes de los desastres ecológicos y las guerras modernas recaen sobre mujeres, niñas y niños.
Lo confuso no es solo que el movimiento feminista haya alcanzado una aparente madurez y éxito justo cuando las condiciones de vida de muchas mujeres son desesperantes y en constante deterioro, sino que debería ser también necesario –aunque curiosamente difícil– proporcionar argumentos de la relevancia de esas condiciones para el feminismo. La austeridad, la guerra y el cambio climático no han sido preocupaciones prominentes en las campañas feministas más visibles, que se han centrado, en cambio, en una serie reducida de temas: aumentar la representación de las mujeres en varias esferas, o impulsar cambios legales, políticos y culturales en áreas como el sexo, la sexualidad y el cuerpo –la ley contra el up-skirting es un ejemplo reciente [en inglés “levantar la pollera”, es una forma de acoso en la que se levanta esa prenda de ropa sin el consentimiento de la mujer para ver su ropa interior, N. de T.]–.
Quienes defienden estas prioridades tienden a hacerlo sobre la base de la integridad estratégica y conceptual. No todo lo que afecta la vida de las mujeres puede ser un problema feminista, según esta postura, a menos que el “problema feminista” sea definido de forma lo suficientemente expansiva para ser útil. Incluso, enumerar las cosas que afectan la vida de las mujeres de forma desproporcionada podría incluir demasiadas cosas, dada la tendencia de aquellas personas en lo más bajo de las jerarquías sociales a sufrir más todas las consecuencias, ya sea de hambrunas, plagas o recesión económica. Existe todo tipo de problemas en el mundo, y las feministas deben enfocar sus energías. No hacerlo, desde este punto de vista, sería despojar al feminismo lo que lo caracteriza y, al mismo tiempo, volverlo innecesariamente divisionista. En lugar de eso, deberíamos separar el objetivo de la igualdad de género de otros temas de justicia social. Exigir igualdad en estos términos es no decir nada sobre el tipo de mundo o sociedad que nos gustaría –excepto que las mujeres y los varones deberían ser iguales–. Esto tiene la ventaja de la simplificación. También cumple la promesa de un feminismo que trascienda las oposiciones políticas tradicionales.
Este modo de pensar está tan arraigado que parece un sentido común. Pero una vez que consideramos lo que excluye y lo que podría promover la igualdad de género en la práctica, la apariencia de simplicidad se evapora. La “igualdad” es un concepto casi infinitamente maleable, pero es difícil defender una interpretación de ella que haga que un tema como la austeridad sea irrelevante. Dado que la austeridad redujo los ingresos de las mujeres sustancialmente más que el de los varones, podría decirse que constituye un tratamiento desigual o discriminatorio. Aumentó la inseguridad financiera de las mujeres y, por lo tanto, su dependencia de los varones. Hizo imposible para muchas mujeres combinar responsabilidades de cuidado con el estudio o el trabajo. La reducción del financiamiento de los refugios de mujeres ha dejado a muchas de ellas atrapadas en los hechos con compañeros violentos y abusivos. Llevó a un aumento del “sexo para sobrevivir” –mujeres que se prostituyen para pagar el alquiler o alimentarse y alimentar a sus familias–. La austeridad, en otras palabras, causó daños en áreas en las que las feministas dicen concentrar más su atención.
Donde las feministas expresan una preocupación con los efectos generizados de la austeridad, tienden a asimilar a menudo que se trata de un problema de subrepresentación. Al discutir un informe de 2015, realizado por un grupo de organizaciones de caridad de mujeres llamado “A Fair Deal for Women” [Un trato justo para las mujeres], la vocera Florence Burton destacó: “Quizás es la representación penosamente escasa en las posiciones de alto rango en nuestra sociedad lo que hace que las mujeres sean las que cargan con la austeridad”. Sonia Adesara, doctora y embajadora de la organización 50:50 Parliament [Parlamento 50/50], sostuvo que una mejor representación de las mujeres es clave para responder al impacto de la austeridad en su salud: “Lo que 50:50 cree es que si queremos priorizar las vidas y las experiencias de las mujeres, necesitamos… a aquellas que están en posición de hacer que el poder sea realmente representativo de la diversidad de este país”. De esta forma, la discusión vuelve a un terreno conocido.
La presunción subyacente de este argumento –que las mujeres en el poder promulgarán medidas que sirvan a los intereses de las mujeres– rara vez es explícito. Pero a esta altura de la historia, difícilmente pueda decirse que no haya sido puesto a prueba. El periodo reciente, en el que la representación de las mujeres aumentó en muchas áreas –incluyendo el Parlamento– también estuvo dominado por la política de la austeridad y el neoliberalismo. Y en Gran Bretaña al menos, el planteo de que las líderes políticas abogarán por los intereses de sus compañeras de género ha encontrado ya dos contraejemplos bastante poderosos en Margaret Thatcher y Theresa May. Está lejos de ser obvio por qué deberíamos esperar que las mujeres en el poder lleven adelante una práctica política diferente o más feminista. Las feministas hace tiempo que son escépticas, con buenas razones, de los planteos esencialistas sobre las mujeres, que han servido tradicionalmente para legitimar u ocultar nuestro sometimiento. La idea de que las mujeres son intrínsecamente más pacíficas o empáticas no es sustancialmente diferente de los estereotipos sexistas que conocemos.
Sugerir que la experiencia de las mujeres, más que su naturaleza, les da un punto de vista superior sobre –y simpatía con– el proyecto antipatriarcal tiene solo apenas más sentido. Nuestros puntos de vista sociales difieren de forma significativa de acuerdo no solo con el género sino, de forma crucial, con la clase. Aquellas personas en posiciones de poder político y económico que pretenden representar a las mujeres pertenecen, por definición, a la clase de mujeres para las que la austeridad no es un determinante importante de sus condiciones y posibilidades de vida. Las iniciativas para el avance de las mujeres en la política o en los negocios pueden hacer una diferencia para las mujeres de esta clase –pero para casi nadie más–. No debería ser una sorpresa, entonces, que las voceras de grupos feministas tan a menudo vean todo a través del prisma de una política de representación; y de la misma forma tampoco debería ser sorprendente que aquellas pocas promovidas o elevadas por estas políticas a menudo hagan tanto daño y tan poco para ayudar a las mujeres en general.
A pesar de su visible éxito, la versión actualmente dominante del feminismo es, a los ojos de la mayoría de quienes lo apoyan, frágil y está en peligro. El avance en la representación y la brecha salarial ha sido lento, y puede estar empezando a estancarse. En el caso de la remuneración, es probable que sea consecuencia de una tendencia social y política más amplia a la que las feministas parecen haber prestado poca atención. Para tomar solo un ejemplo, en 2017 se promulgó una ley que requiere a algunos empleadores publicar información sobre la remuneración relativa de las mujeres y los varones de sus organizaciones. Uno de los primeros hallazgos fue que varios grandes institutos y cadenas académicas –el legado del impulso de los gobiernos del New Labour y los Conservadores a abrir el sistema educativo público a la “competencia de mercado”– estaban entre los mayores responsables de la desigualdad de género. Esto no se debió a un desequilibrio en el nivel gerencial, donde las remuneraciones suelen ser de seis cifras. La disparidad reflejaba que las mujeres estaban sobrerrepresentadas en los escalones más bajos, donde la remuneración ha caído en términos reales durante muchos años.
Existe también una reacción contra algunos de los cambios legislativos y culturales que esta forma de feminismo ha ayudado a provocar. Donald Trump la ha llevado al primer plano de la política estadounidense, personificándola de forma especialmente belicosa –similar a lo que lo ha hecho Jair Bolsonaro en Brasil–. Este año, el partido antifeminista y antimigrantes Vox consiguió victorias importantes en el Estado Español, y prometió revocar leyes contra la violencia machista, que considera sesgadas contra los varones. Partidos similares en el Reino Unido estuvieron demasiado ocupados avivando los sentimientos xenófobos como para molestarse con otras políticas reaccionarias, pero la visión anti aborto legal de figuras prominentes entre los Tory [conservadores] pro Brexit, como Dominic Raab y Jacob Rees-Mogg, así como las especulaciones que hizo en redes sociales el entonces candidato al parlamento europeo de la UKIP [ultraderecha] Carl Benjamin, sobre si estaría dispuesto a violar a la diputada laborista Jess Phillips, muestran que también existe el potencial en este país.
En el mundo, más allá de la política formal, las universidades recientemente mercantilizadas de Gran Bretaña están cada vez más dispuestas a promover figuras “controversiales” y a apoyar material para generar clicks de internet, haciéndolas pasar por investigaciones. El año pasado, la Universidad de Essex contrató a Gijsbert Stoet, un psicólogo que cree que la “biología” explica los números bajos de las mujeres trabajadoras en matemáticas y física, y que un “sesgo relacionado con los temas de mujeres” esconde la verdad, que los hombres son el género con más desventajas sociales.
En marzo, Cambridge ofreció una beca de investigación a Jordan Peterson en su facultad de Divinity (por la presión debieron retirar la oferta). Las visiones de figuras como Stoet y Peterson encuentran una audiencia entusiasta entre activistas por los Derechos de los Hombres [Men’s Rights Activists, MRA por sus siglas en inglés], que defienden la noción de un victimismo masculino con gran efectividad. Banet-Weiser registra el crecimiento, especialmente online, de la “misoginia popular”: los activistas de MRA ofrecen un reflejo de la narrativa feminista popular, que presenta el empoderamiento personal como la solución al perjuicio histórico, con una contra narrativa que insiste en que los varones son las verdaderas víctimas, y recomienda “construir confianza” y “técnicas de seducción” manipuladoras o abusivas como solución.
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Muchas personas ven estos fenómenos como parte de una nueva reacción contra el feminismo relacionado con el populismo, una fuerza misteriosa y poderosa cuya emergencia repentina puso en peligro al establishment político, al que el feminismo luchó tanto por unirse. El término “populismo” no refiere a un objeto claro o unificado. Su función principal es insinuar una equivalencia o continuidad entre los desafíos por izquierda y por derecha al statu quo, al identificar supuestas características comunes –como el estatus de “outsider”, la popularidad entre la clase trabajadora, o la división entre la elite y “el pueblo”–. Así, se junta a teóricos de la conspiración antisemita con socialistas e incluso socialdemócratas, que también creen –y es razonable que lo hagan, después de todo– que una pequeña elite acapara las riquezas y el poder. En esta forma de pensar, la cuestión de quién se supone que esté al mando –judíos, feministas o capitalistas– es algo secundario.
Presentar la amenaza al feminismo como un corolario de la emergencia del populismo permite evitar la atención crítica a la forma hegemónica del feminismo y la política a la que se somete. Esto lo ejemplifican Carol Gilligan y David Richards en Darkness Now Visible [La oscuridad ahora visible], cuando dan cuenta del ascenso de Trump “aparentemente de la nada”. Presentan un intrincado relato psicológico, basado en un trabajo previo de Gilligan sobre el razonamiento moral de niños y niñas, sobre las formas en las que la sociedad patriarcal distorsiona el desarrollo y “opaca la inteligencia moral” de las personas de ambos géneros. Aún así, una visión puramente psicológica es insuficiente para explicar fenómenos históricamente específicos. Con aparente conciencia de este aspecto, discuten la fase inmediatamente anterior de la política estadounidense, describen a Obama como “un hombre de inmensa gracia”, “sabio más allá de su edad”, casado (como señalan en varias ocasiones) con “una mujer que es claramente su igual” (algo similar podría decirse de Trump). Obama, sostienen, personificaba un modelo de ser varón que desafía la norma patriarcal. Esto, agravado por la perspectiva de que una mujer, Hillary Clinton, se convirtiera en presidenta, fue una amenaza intolerable para el orden patriarcal.
En esta foto está ausente la posibilidad de que tanto varones como mujeres votaran por Trump, no simplemente por su inversión en un patriarcado que ven amenazado, sino porque asociaban esa amenaza con un orden social y económico que les niega los medios para vivir de forma satisfactoria. Varones blancos enojados o atemorizados son hostiles con cualquier persona que puedan –mujeres, migrantes y extranjeros– en un intento de recuperar algo del sentido de superioridad. Mujeres blancas enojadas y atemorizadas, muchas de las que no están interesadas en un feminismo preocupado por la “representación” en una clase política o socioeconómica inalcanzable, hacen lo mismo: la mayoría de las mujeres estadounidenses blancas votaron por Trump.
También está ausente en el libro de Gilligan y Richards cualquier crítica hacia Clinton o el orden político que representa. Todo lo que pueden decir es que le robaron la elección. Sí tienen tiempo para regañar a partidarios y partidarias de Bernie Sanders. Sus partidarias –las que no votan y aquellas que “desperdiciaron su voto sin sentido”– son identificadas, junto con las votantes de Trump, como las víctimas de una campaña que “utilizó el género para avergonzar a los varones sensibles a la pérdida de estatus, y empujaron a las mujeres que les preocupa a percibir el feminismo como una amenaza”. Aquí, Gilligan y Richards se unen a las feministas que se alinearon para humillar a las mujeres que osaron criticar a Clinton o favorecer a un candidato a su izquierda. Gloria Steinem [periodista feminista] sugirió que las partidarias de Sanders solo participaban “por los chicos”; la exsecretaria de Estado Madeleine Albright las amenazó con “un lugar especial en el infierno” para las infieles.
El progreso genuino puede provocar una reacción negativa. Pero no es la lectura más iluminadora sobre lo que sucedió en Estados Unidos en 2016 –o en Gran Bretaña–. Esa lectura también se acerca incómodamente a las posturas que dicen que los sentimientos antimigrantes son consecuencia de una política migratoria excesivamente tolerante e inclusiva. Hillary Clinton recientemente sostuvo que, “Europa debe controlar la inmigración porque esa es la mecha que enciende la llama” del populismo de derecha. Uno o dos pasos adelante encontramos a Tony Blair explicando que si realmente queremos frenar a la derecha, los migrantes deben ser obligados a “integrarse”. Estas narrativas ponen las cosas de cabeza: asumen que el racismo contra las y los migrantes es provocado por un excesivo multiculturalismo, y no por una continuación del racismo que ya es endémico en una sociedad que, además, no sirve a los intereses de la mayoría de su población. Lo mismo sucede con el feminismo. Trump no sucedió porque el feminismo haya ido demasiado lejos sino porque, de alguna manera, no lo hizo lo suficiente, o avanzó en la dirección equivocada. Su ascenso no habría sido menos probable si el 50 % de los CEO fueran mujeres. Pero esa no es la única forma de pensar sobre el avance feminista. En lugar de aceptar las estructuras socioeconómicas actuales como fijas y exigir más representación para las mujeres en la cima, es posible preguntarse qué tipo de cambio social sería necesario para empoderar a las mujeres en general, la mayoría de las cuales –junto con la mayoría de los varones– están estancadas en algún lugar cerca de lo más bajo.
“Un feminismo anticapitalista se ha vuelto concebible hoy”, sostienen Cinzia Arruzza, Tithi Bhattacharya y Nancy Fraser en Feminismo para el 99 por ciento, “en parte porque la credibilidad de las elites políticas colapsa a nivel mundial”. Tienen razón. Pero la larga hegemonía de una versión del feminismo que pertenece a la liga de la política desprestigiada ha hecho que sea más difícil articular alternativas. Con demasiada frecuencia, un encantamiento ritual se antepone a los intentos serios de lograrlo: el feminismo debe ser interseccional, internacional, anticapitalista, no discriminar a las personas con discapacidades, y así sucesivamente. Alargar las listas y acrónimos –LGTBIQ+, WNBPoC [siglas en inglés para Gays, Lesbianas, Trans, Bisexuales, Intersex, Queer y más, y Personas de Color no Negras, respectivamente] aseguran que se “incluyan” múltiples grupos de personas oprimidas, como si esto fuera suficiente para evitar la complicidad con todo-lo-que-las-feministas-no-deberían-ser-cómplices.
Arruzza, Bhattacharya y Fraser a veces caen en esta trampa. En otros momentos, llegan a una idea desarrollada por las feministas marxistas en los años 1970, que el capitalismo depende del trabajo “reproductivo” impago de las mujeres: toda la actividad que contribuye a mantener la capacidad y disponibilidad de las personas trabajadoras (usualmente varones) para salir todos los días y producir ganancias para el capital. Este trabajo a menudo no es visible como “trabajo”, pero incluye una larga lista de tareas tradicional y todavía desproporcionadamente realizadas por mujeres como limpiar, cocinar, lavar, la crianza de niños y niñas y la provisión de varios tipos de cuidados. De acuerdo con las autoras, que se encuentran entre las impulsoras de las huelgas internacionales de mujeres que se realizan anualmente el Día Internacional de las Mujeres desde 2017, el abandono estratégico de las mujeres del trabajo reproductivo y productivo tiene la capacidad de dañar al patriarcado y al capitalismo en sus raíces de una forma que el sindicalismo tradicional no puede. Al “abandonar no solo el trabajo asalariado, sino también el trabajo de reproducción social no remunerado”, las mujeres en huelga, “han revelado el rol indispensable de este último en la sociedad” (traducción propia).
Es menos claro que las huelgas de mujeres tengan el potencial de hacer algo más que eso. Después de todo, la festividad del Mothering Sunday [Domingo de la Madre] –el día en el que “festejamos todo lo que las mamás hacen por nosotros”, de acuerdo con nuestros líderes supremos de la publicidad– también devela la importancia del trabajo reproductivo de las mujeres. Como intentos de abandonar la fuerza de trabajo, estas huelgas son severamente limitadas comparadas con las huelga organizada en el lugar de trabajo. El abandono del trabajo remunerado golpea al capitalista con la pérdida permanente de ganancias. El abandono del trabajo reproductivo no remunerado es menos directo. Si el trabajo adquiere la forma de cuidado de otras personas vulnerables, como niños o ancianos, el abandono puede no ser una opción aceptable. En el caso en que el trabajo no sea una cuestión de vida o muerte, como lavar la ropa o pasar la aspiradora, la mujer lo hará más tarde o lo hará otra persona. O nadie lo hará y la casa estará un poco más desordenada. En el mejor de los casos, un marido o un novio podrán sentir vergüenza por hacer algo que normalmente hace una mujer. El capitalista no sufre, ni siquiera se da cuenta.
La idea central –que el trabajo de las mujeres es trabajo, y que el capitalismo obtiene ganancias de él, aunque sea de forma indirecta e invisible– es importante, pero nunca estuve completamente segura de qué se supone que hagamos con eso. De hecho, sus impulsoras originales llevaron la idea en diferentes direcciones: algunas, como Silvia Federici y Selma James, fundaron el movimiento por el Salario para el Trabajo Doméstico; otras, como Angela Davis, buscaron la abolición de la “esclavitud” doméstica y su reemplazo con servicios socializados. Para muchas, el “trabajo reproductivo” es respuesta suficiente a la cuestión de por qué el feminismo debe ser anticapitalista: dado que el capitalismo explota el trabajo impago de las mujeres, es incompatible con la igualdad de género; si quieren deshacerse del patriarcado, tienen que deshacerse del capitalismo. Pero decir que el capitalismo se beneficia de la subordinación de las mujeres no es exactamente lo mismo que sostener que el capitalismo depende de la subordinación de las mujeres para su existencia.
Como señaló Davis en un ensayo publicado en 1977, escrito mientras estaba presa, la emergencia del capitalismo creó una nueva forma doméstica de subordinación de las mujeres. El hecho de que estuvieran subordinadas de esta forma no fue un accidente, sino una función de una historia previa, precapitalista, del trabajo generizado, en la que las mujeres, mientras realizaban una contribución esencial a la producción social, estaban “atadas socialmente a su rol reproductivo” en las tareas particulares que realizaban. Davis desconfía de las explicaciones rígidamente deterministas de las relaciones de género. Sin embargo, va más allá de la observación de que el capitalismo hereda y explota la división sexual del trabajo de forma que perpetúa el patriarcado, y plantea que las contradicciones inherentes del capitalismo generan y sostienen sistemáticamente la subordinación de las mujeres. El capitalismo, aunque en principio es indiferente al género (trata por igual a los seres humanos, sobre todo como “fuerza trabajo abstracta”), depende de la familia jerárquica, en la que el trabajador puede imponer su autoridad, para “el mantenimiento del trabajador o la trabajadora como individuos”; la familia sirve para satisfacer las “necesidades irrefrenables de los seres humanos que trabajan”, que el modo capitalista de producción, de otra forma, descuida y niega.
Aunque este punto de vista es útil como una explicación de por qué el patriarcado es tan persistente bajo el capitalismo, sin embargo, se podría discutir que no alcanza para demostrar que el capitalismo implica necesariamente patriarcado. Ciertamente implica explotación de clase, y es posible que siempre se requieran formas adicionales de opresión y divisiones para hacer sustentables las privaciones que impone el capitalismo a los seres humanos. Pero esto no quiere decir que sea imposible el desarrollo de una forma de capitalismo que explote a ambos (o todos los) géneros por igual, y por lo tanto, que sea imposible que capitalismo sobreviva el fin del patriarcado. El salario para el trabajo doméstico –aunque esté alejado de las intenciones de sus impulsoras originales– podrían jugar un rol en un escenario así. La pregunta importante no es si es posible que exista un capitalismo sin discriminación de género, sino si esa sería una igualdad por la que valga la pena luchar.
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Sigue siendo difícil relacionar el feminismo con otras formas de crítica social y resistencia de tal manera que no parezca forzado o reduccionista. Incluso la afirmación “La austeridad es un tema feminista” puede sonar a adenda a una crítica preexistente. Quienes aceptan ese slogan consideran siempre que la austeridad es mala para todas las personas, especialmente para las mujeres. Seguiríamos oponiéndonos a la austeridad incluso si resultara neutral con respecto al género. Existe aquí un eco débil del tipo de izquierdismo justamente criticado por las feministas de la segunda ola: el que prometía que la liberación de las mujeres llegaría a su debido tiempo como un subproducto del socialismo, y que colocaba las demandas feministas en un lugar redundante o secundario –temas que podían esperar hasta después de la Revolución–. Ya sea que se trate del derrocamiento del capitalismo o el objetivo más modesto de terminar con la austeridad, a veces puede parecer que el feminismo ha sido relegado a un rol auxiliar, lo que agrega nada más que algo de motivación.
En contraste, un feminismo que se mantenga al margen de otras formas de crítica política puede presentarse como feminismo en su estado puro y sin diluir. Pero el feminismo se trata de oponerse al patriarcado, y el patriarcado siempre toma una forma social e históricamente específica. En nuestro contexto actual, no está concentrado exclusivamente en la persona de Donald Trump; está en las estructuras que conforman nuestras sociedades, que oprimen a los varones y, especialmente, a las mujeres. Por ese motivo, nuestro feminismo, también, debe esparcirse a través del resto de nuestra política –no mantenerse separado–, si buscamos que sea capaz de pelear por algo más que una pequeña minoría de mujeres. Su tarea es mirar con ojos feministas –sensible a las manifestaciones cambiantes de la subordinación de las mujeres a los varones– un mundo al que no solo las feministas tienen motivos para cambiar.
Traducción: Celeste Murillo
Lorna Finlayson, estudió en la facultad de Filosofía del King College de la Universidad de Cambridge (Reino Unido).
Fuente: https://www.laizquierdadiario.com/Feminismos-en-debate-En-la-direccion-equivocada
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