Ambos eventos, el acuerdo y el golpe, son sin embargo ficciones, en realidad “no-acontecimientos”, creaciones imaginarias que, no por esa razón, dejan de tener efectos en la vida real, en la lucha por el poder y en el comportamiento de los actores.
¿Ni golpe ni acuerdo?
Golpe de Estado no hay, tampoco lo habrá; no puede haberlo y menos, mucho menos, si se piensa en golpes blandos, tales como los que sobrevinieron en Brasil, Paraguay, Ecuador o Perú, por más que muchos lo vean enteramente factible, con más vehemencia que convicción. No lo puede haber paradójicamente por el alto grado de rutinización y experticia conseguidas a lo largo de la historia por un sistema de partidos, apoyado en una muy bien aceitada partidocracia clientelista, un régimen de técnicas viciosas pero muy arraigadas y fructíferas, que se impuso después de 1958, cuando se fundara el Frente Nacional; y que esconde el código secreto de una cierta hermandad de intereses, en el seno de la llamada clase política.
Conforma un sustrato común, en el que se amalgaman la mentalidad y las prácticas anómicas, todas ellas malsanas y subyacentes en la vida de los partidos y facciones; sedimento que es una subcultura, no exenta de cruces en los nombramientos, de torcidos en los contratos, de maniobras e intercambios normalizados, que a menudo lindan con la corrupción. Es una especie de ideología de la mermelada, que impregna las conductas de un buen porcentaje del personal político, empeñado por lo demás en reproducir y prolongar su representación, lo que termina siendo una forma perversamente incluyente, venenosamente integradora, dentro de la competencia interpartidista, con un poderoso efecto de contagio, al que no escapa cada fuerza nueva.
¿Las claves ocultas de una solidaridad de cuerpo?
La verdad es que los partidos en Colombia no están habituados a cancelar el mandato de ningún presidente, nacido de una elección constitucional; y en el caso de Gustavo Petro no tendría por qué configurarse una excepción, por más que se considerase disruptiva o incluso subversiva su presidencia, que de todas maneras no lo es; sobre todo, no en su gestión, en la que destaca el manejo razonable de la economía, aunque efectivamente lo sea en su discurso; dos dimensiones muy distintas por cierto, el verbo y la acción.
Los lazos de solidaridad dentro de la “clase política”, a veces opacos, a veces translúcidos, no podían quedar mejor retratados que con la elección del procurador general, el actual secretario del Congreso, postulado justamente por el presidente, pero plebiscitado en el Senado, con el 90%, en una votación en la que se fundieron, en una euforia colectiva, los partidos, las bancadas y todas las tendencias y fracciones que en otras condiciones suelen mostrarse los dientes.
Tal vez haya sido una ocasión reveladora que muestra la existencia de ese colchón amortiguador que neutraliza cualquiera fuerza centrífuga en el Congreso, una posible fuga “irracional” que dé al traste con la estabilidad institucional, terminando en una deriva con la defenestración del jefe de Estado, a manos de esa clase política, inquilina permanente de la Cámara y el Senado.
La coexistencia de la polarización y la lógica común
Claro que por otro lado se da una polarización en el nivel del discurso; la hay entre la oposición y el gobierno alrededor de la agenda legislativa, una contradicción intensa, marco para que prospere la sospecha de conspiraciones y arreglos en el Consejo Nacional Electoral y en el Congreso, con sus vasos comunicantes partidistas; dinámica de tensiones y radicalizaciones que, precisamente es contrarrestada por la subcultura del clientelismo y los favores distribuidos, un poder mimetizado y efectivo que consigue la integración, casi siempre non sancta de casi todas las fuerzas, base no desestimable de la “armonía” entre las grandes instituciones. Una energía omnipresente y transversal, la del clientelismo que por cierto no ha sido afectada. Como si se tratara de dos opuestos: polarización ideológica y clientelismo amigable. Perturbadores y al mismo tiempo funcionales entre sí.
En eso quizá radica un cierto consenso en las operaciones del juego político; claro está, también en un relativo apego a las normas vigentes, acompañado de una ideología constitucional formalizada, compartida por las élites políticas, condición cierta que no hay que desconocer.
¿Tampoco el acuerdo nacional?
Esa lógica saturada de técnicas comunes, para la reproducción clientelista del poder y la representación, se convierte en el factor decisivo que frenaría estructuralmente cualquier pulsión golpista surgida en el seno mismo de la clase política, también atenuaría las derivas de la polarización, sus deslizamientos fuera de control; en cambio, no lo es el llamado del ministro en favor del acuerdo, mediante un compromiso generalizado alrededor de las reglas institucionales, apenas una declaración de fe, una constancia de buenas intenciones, rápidamente derogada por el discurso que llama a la resistencia popular y a la confrontación; nada casual por supuesto; más bien, parte de una estrategia discursiva, en busca de eficacia simbólica y emocional, estrategia que sitúa al actor político, al caudillo de masas, en la posición del “ guerrero” que busca y define un enemigo al cual combatir desde la trinchera de la justicia y de la historia. Es un método de liderazgo que naturalmente encuentra sus justificaciones en una sociedad injusta y discriminadora, llena de miserias y despropósitos, pero un liderazgo que así mismo no excluye la desmesura y la descontextualización, por momentos un cierto alejamiento del punto de realidad.
Gobernabilidad y operatividad política
Entre esa exageración pugnaz y la marcha rutinaria de la agenda en el Congreso, se moverá la segunda mitad del mandato presidencial o, más exactamente, el tercer año del cuatrienio; lo hará entre la sombra fantasmal y atemorizante del golpe de Estado, agitada por el presidente Petro y los avances potenciales en el proceso legislativo, sin que al parecer la primera perturbe demasiado los segundos, entre los cuales figura sobre todo la reforma laboral, proyecto del gobierno; por supuesto, si logra superar los obstáculos en el Senado, luego de su curso exitoso en la Cámara, en donde obtuvo más de 90 votos favorables, otra prueba, si faltara, de que no hay ambiente hostil lo suficientemente degradado para un juicio político al jefe de Estado, forma velada de golpe blando; pero suceso improbable en el corto plazo, el de tres meses; también en el mediano, el de un año. Más allá, es por ahora el reino de la conjetura.
Ricardo García Duarte
Foto tomada de: La Silla Vacía
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