El filisteísmo de la oposición le cierra el paso al progresismo laboral
Ese proyecto del gobierno re-introducía derechos y garantías favorables a los trabajadores, como el pago de dominicales o de horas extras; todo ello en una clara perspectiva de reivindicaciones, progresista y moderna; derechos y garantías que, por cierto, habían sido suprimidos o disminuidos hace veinte años, en los tiempos de Uribe Vélez; recortes impulsados bajo la razón aparentemente imbatible de que de ese modo habría más y mejores puestos de trabajo.
Pero más empleo, no hubo. Menores garantías laborales, sí, desde el año 2003; pero con los mismos niveles de desempleo, estacionarios estos en el largo plazo, solo con pequeñas oscilaciones, entre el 10 y el 13%, lo cual es bastante y además pesaroso.
Ahora, los congresistas que suscribieron la ponencia de archivo, tan ufanos y satisfechos de sí mismos, con una sonrisa vacía – un lucimiento desabrido -, al derrotar la propuesta del gobierno, han querido sorprender a todo el mundo con su coartada, la de que su negativa ante el proyecto de ley, no obedecía en su momento al sectarismo impenitente de un “ bloqueo institucional”, sino al cálculo serio de que una cantidad más grande de derechos sociales aumentaría el desempleo y llevaría a la ruina a muchas empresas, carentes de músculo financiero; imposibilitadas por ese motivo para sostener las nuevas cargas. Es en realidad un argumento que no puede esconder su filisteísmo; o mejor su fariseísmo, como quiera que quienes aplaudían el entierro de la ley -gremios, grupos de presión y políticos – inmediatamente han pasado a reconocer, piadosos ellos, que también estaban de acuerdo con la defensa de los derechos laborales.
Las limitaciones estructurales
Por distintos obstáculos – los bajos niveles en el ahorro, las estrecheces del mercado interno, la baja competitividad en los mercados internacionales y una cierta estructura monopolista en el control del mercado y la producción, por no hablar ya del régimen latifundista en el mundo rural –; por todas esas dificultades, el sistema adolece estructuralmente de altas tasas de desempleo y de una informalidad escandalosamente elevada, más del 52%. Se trata de dos fenómenos de incidencias negativas que mantienen sus rigideces a lo largo del tiempo; lo hacen como si se tratara de verdaderas fallas geológicas profundas en el globo terráqueo social; en este caso, asociadas con la pobreza y la desigualdad, esta última, otra invarianza tozuda, poco susceptible a los cambios.
Es un sistema de atrasos y deudas pendientes en lo que sería un proyecto de nación, esa suerte de plan grande, en el que el reformismo laboral ha pretendido desde 1936 una redistribución del poder social, a través de nuevos derechos y asignaciones.
Y frente a los cuales, se puso en funcionamiento un cierto contra-reformismo de sello neoclásico (entiéndase neoliberal), mediante la flexibilización del trabajo, un nuevo método de desregulación que le entregaba ventajas a los empresarios, como incentivos para la producción, pero que se convirtieron en premios para las ganancias, no necesariamente para la productividad; y que en todo caso, no empujaron sensiblemente el crecimiento económico y menos la ampliación del aparato productivo; como ha sido evidente en los promedios del PIB en los últimos treinta y cinco años; un período en el que por el contrario la dimensión industrial-exportadora se contrajo.
Esa fractura, económica y social, representada en el desempleo, la pobreza y la inequidad, ha terminado por saltar a la esfera política y reproducirse en la configuración de dos tendencias que se disputan la concepción sobre la construcción de sociedad, la perteneciente a ciertas élites tradicionales, cercana a los expresidentes Uribe Vélez y Cesar Gaviria, aunque estos entre sí no se entiendan en otros aspectos de la vida política; más amigas por cierto de proporcionar garantías a los empresarios; de consolidar las alianzas público-privadas; y de mantener la política en los cauces tradicionales de la democracia representativa y el juego convencional de los partidos.
En un sentido opuesto, ha surgido la tendencia representada por el petrismo, la de una nueva distribución de garantías sociales; así mismo, la de darle mayor peso al Estado en esa redistribución del poder entre los grupos sociales; y finalmente, la de propiciar una mayor democracia participativa, lo mismo que una mayor movilización y agitación, como forma de legitimación política.
No son tendencias radicalmente opuestas en verdad, aunque efectivamente sean excluyentes en los gestos y las actitudes; y muy polarizadas en el discurso: materialmente son quizá convergentes y cercanas; simbólicamente, divergentes y distantes.
La Consulta y lo político
Gustavo Petro, ante la cancelación patética y ciertamente dramática de su reforma laboral, ha propuesto una Consulta Popular, autorizada por la Constitución, a fin de habilitar, con la voluntad ciudadana, el contenido de la reforma progresista, el sentido de sus derechos.
Más allá de las derivas y arrebatos retóricos de lado y lado, es una ocasión para activar la democracia participativa, en cuyos hombros también cabalga el debate público, lo cual significa una cierta re-intensificación en la política, una más grande pedagogía sobre la democracia; y de pronto una ampliación del demos; esto es, de la ciudadanía activa. Se trata de una circunstancia que puede resultar muy interesante, en la construcción de lo político, una domesticación pacífica de las rivalidades, sin renunciar a ellas, para seguir el trazo ideológico de dos “clásicos” modernos, Maquiavelo y Hegel, sin olvidar a otro imprescindible, Rousseau, el de la comunidad política y la democracia deliberativa.
Claro está, si el Senado lo permite, esa especie de peaje institucional, por donde debe pasar airosa la propuesta, algo que no es evidente.
Ricardo García Duarte
Foto tomada de: Bloomberg Línea
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