Los análisis y las recomendaciones sobre la cultura resultan claves para la sociedad y para sus líderes sociales, culturales, políticos y religiosos, en la medida en que la cultura, entendida en su amplia dimensión antropológica y no solo en su acepción más restringida como arte y creación estética, tiene que ver con los imaginarios y representaciones sociales de una sociedad, la manera como ella se mira a sí misma, sus valores y tradiciones, sus mitos y símbolos, los discursos y relatos alrededor de la nación, sus festividades nacionales y regionales como celebración de la historia, la memoria y las gestas colectivas, y por supuesto, con la valoración de la obra de sus compositores, pintores, músicos, cantores, poetas, arquitectos, escultores, actrices y actores, escritores, cineastas, artistas plásticos y diseñadores. Pero la cultura tiene que ver también con actitudes y comportamientos entre los distintos grupos sociales, clases, etnias, generaciones, cómo se valoran y se tratan entre ellos mismos, cómo construyen o no referentes de lo público y de lo colectivo. De ahí la pertinencia de esta reflexión y de las propuestas sobre qué hacer desde la dimensión cultural y sus políticas, en una Comisión de la Verdad. En ese sentido, el trabajo de la Comisión es también un trabajo sobre la problematicidad de nuestras verdades ancladas en los núcleos profundos de la cultura.
Como nos lo han mostrado los investigadores culturales, la cultura no es algo que se pueda modificar de la noche a la mañana, ella tiene que ver con fuertes permanencias, por lo que necesitaremos esfuerzos sostenidos para transformarnos en aquellas dimensiones que aceptemos que es necesario transformar.
La cultura se ha construido en medio de una historia económica, política y social, en nuestro caso muy marcada por la violencia y la exclusión social y territorial, y no se puede pensar por fuera de estas dimensiones.
La cultura ha sido afectada por el conflicto violento, pero al mismo tiempo ella funciona con una gran capacidad de sanación y de reorientación de la vida local, regional y nacional.
Con acierto nos dice el documento que “el conflicto armado se ha alimentado [de] y a la vez ha influenciado la cultura; “nuestra cultura ha heredado una visión excluyente del otro, de los pueblos étnicos, del campesino pobre, del disidente, del contrario”, “la desconfianza por lo diferente” (p.659):
El conflicto armado, entonces, no solo se funda en causas o razones objetivas, sino también en asuntos intangibles, en creencias y valores que no se han hecho lo suficientemente conscientes y que han sido convenientes para un sistema de órdenes raciales y de clases y privilegios que mantienen una democracia de baja intensidad. El papel de estas creencias se aduce en formas de pensar y sentir; en barreras psicosociales que constituyen obstáculos para la paz. (p.660).
En esa misma dirección el capítulo observa cómo producto de un conjunto de herencias coloniales se ha favorecido una cierta “naturalización de la discriminación racial y social (pp.661-662)”:
“La estratificación de ciudadanías (pobres, negros, indios, campesinos, habitantes de comunas y barrios marginales; jóvenes, izquierdosos…) ha construido la noción de sectores inferiores o peligrosos que, por lo tanto, son percibidos como «sacrificables» o «desechables». Y el diseño territorial y administrativo, pensado desde el centro, también ha contribuido a esa imposición cultural hegemónica” (pp.670-671).
Agregaría de mi propia experiencia investigativa de muchos años sobre las izquierdas, a propósito de la alusión a los “izquierdosos”, que el antizquierdismo ha sido uno de los rasgos dominantes en la cultura política hegemónica en Colombia, que impide además percibir los procesos de modernización, profesionalización y democratización que han vivido diferentes generaciones y segmentos sociales de las izquierdas, pero sobre todo considerarlas como interlocutores válidos en la construcción de la ciudadanía, las instituciones y las políticas públicas[1].
Además de la tematización ya referida del asunto de los racismos históricos y su arraigo en la cultura, el capítulo destaca en su apartado 10.9. “El despojo del territorio es la destrucción de las culturas”, el fuerte impacto que el conflicto armado interno ha tenido especialmente sobre las comunidades indígenas y sus culturas:
“Los pueblos étnicos han sufrido afectaciones particulares debido a la cosmovisión que atraviesa su forma de ser y estar en los territorios, además de la construcción de vínculos ancestrales con la naturaleza y los profundos significados que le atribuyen. La diversidad cultural se empobrece y así se pierden fiestas, ritos, expresiones artísticas, gastronomía, producción material. (p.694)”
En este punto estamos totalmente de acuerdo en la necesidad de una política que contribuya al conocimiento y promoción de los valores de los pueblos étnicos y cómo ellos desde sus tradiciones culturales, medicinales, etnobotánicas, filosóficas y de relación integral con la naturaleza y el medio ambiente, pueden enriquecer la construcción cultural y la identidad nacional colombiana. A diferencia de otros países donde los pueblos indígenas fueron exterminados totalmente, en Colombia los tenemos vivos, organizados y resilientes, y con ellos podemos pensar y avanzar en la construcción de una rica cultura nacional, plural y diversa.
El capítulo sobre la cultura y el conflicto armado interno elabora sobre cómo se ha construido la visión del enemigo en Colombia, tema ampliamente tratado por la historiografía política y de la cultura política colombiana (Álvaro Tirado Mejía, Jorge Orlando Melo, Fernán González, Fabio López de la Roche); subraya el peso de las concepciones derivadas de las teorías de la seguridad nacional en la construcción de la idea del enemigo interno (apartado 10.7), ligadas a prácticas de estigmatización y exterminio del adversario.
Citando a Angarita Cañas et al., (Cita 1131, La construcción del enemigo), los autores del texto nos recuerdan, en una concepción más amplia y abarcante del enemigo que la de la doctrina de la seguridad nacional, esa complicada construcción del enemigo que ha prevalecido en el caso colombiano durante distintos momentos y períodos históricos:
“Al enemigo se le ha nombrado, en el contexto del cualquier conflicto armado, no solo como rival, contrincante u obstáculo, sino también como bandido, terrorista, monstruo, maleza, bestia, demente, canalla, etcétera. El enemigo es ladrón, destructor despiadado, enfermo, animal o alguien inferior moralmente. Esta forma descarnada de odiar se constituyó en un patrón discursivo que creó en Colombia un contexto simbólico de legitimación de un trato despiadado con quien se tuvieran diferencias en el modo de ser, de pensar y de actuar. Se normalizó en la sociedad colombiana un trato de inferioridad moral, que entre los contendientes tiene por función retirarse mutuamente legitimidad ante la opinión pública. Por esta razón, el conflicto armado en Colombia no solo nació, sino que se desarrolló en un contexto social y discursivo que favoreció su instalación, permanencia y prolongación, (p.689)”.
Sabemos que esa visión del enemigo está muy ligada a una arraigada tradición de intolerancia, desconfianza y visión conspirativa del contradictor u opositor, estudiada por los autores arriba citados, en sus versiones conservadoras, liberales y de izquierda. De nuestra parte, consideramos que es muy importante trabajar estos elementos de intolerancia en la cultura y la cultura política, para poder avanzar en un componente sustancial para la reconciliación y la creación de una cultura de paz: la generación de confianza entre colombianos de distintas pertenencias filosóficas, políticas y existenciales.
En otro apartado del capítulo, aludiendo al tema del Plebiscito por la Paz del 2 de octubre de 2016, el documento intenta vincular a lo sucedido la explicación cultural: “Algo que dependió justamente de asuntos culturales que determinaron la elección de apuestas políticas que promovían la no transacción con el «adversario» o su abierta eliminación” (p.660).
Creo que en este punto habría que hablar, antes que de la cultura, en su sentido antropológico, de las mediaciones de la cultura política que aunque están presentes en el tratamiento de algunos temas, como lo acabamos de ver con el asunto de la construcción del enemigo, tal vez tendrían que haberse explicitado mucho más en este capítulo interpretativo sobre la cultura y el conflicto.
En los resultados del Plebiscito es muy clara la mediación de la cultura política: un país que sale fragmentado del proceso de paz con las Farc, en parte por las concesiones a las Farc, que resultaron inadmisibles para un sector de la sociedad que demandaba cárcel y barrotes como castigo para ellos; y en buena parte por la intolerancia y la propaganda mentirosa de la derecha uribista contra el proceso de paz de La Habana que generó en amplios sectores de la sociedad un odio profundamente irreflexivo y una descalificación radical e ideológica de la paz[2]. En los resultados del Plebiscito, incidieron también los medios de comunicación y las estrategias de desinformación, actores institucionales cruciales para la afirmación de la ciudadanía, la paz y la reconciliación, que si bien se mencionan en este apartado sobre la cultura, deberían haber tenido un mayor lugar en la aproximación analítica a las articulaciones entre cultura y conflicto. Los grandes medios de comunicación no solo no han contribuido al conocimiento reflexivo de la guerra y de la paz. Algunos, tanto en televisión como en prensa, en medio de la fuerte concentración oligopólica que vivimos desde finales de los años 90, en los últimos años han tomado partido desde el punto de vista ideológico y político de manera abierta y desvergonzada a favor de estrechos intereses partidarios, haciendo pasar la propaganda como información, transgrediendo la deontología o el deber ser de la profesión periodística al servicio de la verdad noticiosa[3].
Pero nos parece importante subrayar cómo uno de los retos mayores que tiene por delante la cultura política, entendida desde sus dimensiones político-formativas y de conocimiento histórico en las instituciones educativas, pero también desde su construcción periodística y mediática, es la asimilación crítica y no militante de dos grandes procesos que redefinieron la vida colombiana en lo que va corrido del siglo XXI: la política de “seguridad democrática” de Uribe Vélez y el proceso de paz de La Habana con las Farc de Juan Manuel Santos.
El documento alude también a la dificultad de los colombianos “para reconocer el dolor de los otros y la necesidad de la paz para todos, que no ha sido una urgencia ni una prioridad nacional. Y se pregunta: ¿Por qué el país no se moviliza ante los robos de tierras, los desplazamientos o las ejecuciones extrajudiciales? (p.661)”.
De nuevo, desde nuestra perspectiva, tendríamos que ver las grandes responsabilidades y omisiones de los medios dominantes y de muchos de los autodenominados “líderes de opinión”, la pobreza de la información regional no solamente en la reportería de las tragedias y masacres, sino también en su incapacidad actual de auscultar los procesos de resiliencia de las víctimas en las regiones y su valentía y tenacidad en la reconstrucción y dignificación de los territorios afectados por la guerra. Muchos de esos “líderes de opinión” terminan como administradores acomodados de la dominación política y mediática, rutinizados, sin darse un break para capacitarse y actualizarse, sin grandeza y vuelo en su incapacidad de instalación en la opinión pública de debates claves para darle un norte a la conducción del país. Con excepciones valiosas, sin duda, hay una precaria ciudadanización de esos “líderes de opinión”. En los 90 o a comienzos del siglo XXI, más allá de las meras lógicas de registro noticioso, muy poco hicieron los grandes medios para digerir lo que sucedía en las distintas regiones con la expansión y las masacres del paramilitarismo. Esas poblaciones rurales desplazadas o masacradas muy poco importaron a los grandes poderes mediáticos en cuanto al esclarecimiento de lo sucedido. Hoy, gracias a los procesos regionales, locales y comunitarios de construcción de memoria del conflicto liderados por víctimas y en buena medida por mujeres víctimas en muchas regiones del país y gracias a la Comisión de la Verdad y al trabajo de la Jurisdicción Especial para la Paz, JEP, estamos conociendo lo que sucedió en diversos territorios con los abusos de los diferentes actores armados. Pero sin duda, el periodismo y los grandes medios son altamente responsable de la insensibilidad de la población de las grandes y medianas ciudades frente a la gravísima devastación humanitaria sufrida en la Colombia de las periferias en las décadas pasadas.
Hay una afirmación en el capítulo sobre la cultura y el conflicto que apenas se enuncia escuetamente y no se desarrolla y es aquella que se refiere al “rechazo a la forma reflexiva o al discernimiento (p. 698)” por parte de los colombianos. Desde nuestra perspectiva comprendemos el asunto que nos plantea esa frase, como una cierta reticencia de amplios grupos de nuestros connacionales a conocer y a pensar lo que nos sucedió como sociedad y como país en medio del conflicto armado colombiano. Esa posición puede estar relacionada con actitudes de indiferencia e individualismo pero puede ser también una forma de protección de la salud mental personal y familiar como cuando en los años 90 muchísimos colombianos decidieron no ver noticieros de televisión para no soportar la avalancha de muerte y de “cadáveres-trofeos” que aparecían regularmente en la información noticiosa sobre la guerra. Agregaríamos que esa actitud se combina con una resistencia abierta o velada a los discursos de las ciencias sociales sobre el conflicto armado que se perciben como sesgados o “de izquierda” (sin que necesariamente lo sean) o a veces simplemente como una invitación a pensar sobre las graves cosas que el país ha vivido, invitación que no se quiere asumir, en nombre de una vida grata y poblada de cosas más divertidas. Siendo críticos con esa actitud que está presente en muchos de nuestros conocidos, en las conversaciones de los chats de nuestros compañeros de colegio, en las asambleas de nuestros conjuntos residenciales, y en diferentes espacios de nuestra sociabilidad, consideramos que debemos abordar esas actitudes sin condenas morales y con inteligencia y creatividad. Hemos vivido una historia escabrosa, con 120.000 desaparecidos, con más de 8 millones de desplazados, con alrededor de 500.000 muertos desde mediados de los años 80, con decenas de miles de secuestrados y masacrados[4], hechos que han tenido unos impactos psicosociales fuertes aún sobre quienes no hemos estado expuestos directamente a la violencia bélica. Por eso la sensibilización hacia el reconocimiento de esa historia debe ser cuidadosamente abordada, apelando a recursos artísticos como los de la literatura y el arte, que como lo han sugerido estudiosos de la memoria como Andreas Huyssen, pueden ser más eficaces y tener mayor capacidad de interpelación a la sociedad que los discursos más racionales y argumentativos y de las ciencias sociales.
Un tema conexo sobre el cual habría que trabajar es el de cómo las personas toman partido hoy en la redes sociales de manera muchas veces sectaria y pasional, sin tener conocimientos claros sobre los asuntos acerca de los cuales se pronuncian, retwitean o repostean información. Deberíamos trabajar desde la formación en la educación y en las familias en una norma ética básica frente al conocimiento que parta del lema “No me pronuncio sobre cosas que desconozco”.
El capítulo sobre la cultura no solamente invita a trabajar por un país menos clasista, racista y excluyente, y más igualitario, sino también por un país menos patriarcal y con más derechos y oportunidades para las mujeres. Compartimos plenamente ese propósito, conscientes de que la falta de instituciones jurídicas y de un orden de garantías para la vida y la seguridad en muchos de los territorios periféricos rurales y áreas de colonización, en condiciones de hegemonía de una cultura machista, ha dejado a las mujeres sumidas en un orden patriarcal autoritario y abusivo, similar al que muchas mujeres han tenido que vivir en territorios periféricos urbanos afectados por abusos similares de “combos”, milicias urbanas de las guerrillas o grupos paramilitares. Y en los propios entornos urbanos aparentemente más “modernos”, y en las propias clases medias y altas de nuestra sociedad, hay mucho por hacer frente a los abusos y violencias patriarcales y machistas y en favor de unas relaciones más igualitarias y solidarias entre hombres y mujeres.
El abandono estatal, la corrupción, el clientelismo, la impunidad, la desconfianza en el Estado y el incumplimiento de la ley han afectado y envilecido las percepciones, valores y costumbres de la gente, por lo que podríamos agregar que se requerirían esfuerzos incluso de tipo contracultural para poder avanzar en la construcción de una nueva cultura de lo público como bien común o interés general:
“Los actores armados, entonces, no hicieron otra cosa que naturalizar la acción por mano propia, el desprecio por la vida, la captura de poderes y rentas; la vinculación de grandes sectores de población pobre y excluida a la guerra y a los negocios ilegales que la soportan; la vinculación de las élites políticas y económicas a la vida ilegal para el logro de sus objetivos de poder, la ascensión en la escala social vía la acumulación de riqueza adquirida de manera ilegal. También transformaron los valores, las prácticas sociales y políticas que contribuyeron a deslegitimar a una buena parte de los poderes del Estado, especialmente el de la fuerza pública y la justicia, incidiendo en el grave debilitamiento de la ética pública. Los límites morales se corrieron.
Entidades del Estado fueron capturadas o infiltradas por grupos armados e ilegales, transformando sus prácticas. Las administraciones locales fueron cooptadas en muchos territorios. La idea de que el Estado es un botín está naturalizada. La gente en las regiones piensa que es normal que quienes llegan al poder se enriquezcan y hagan alianzas cuestionables. En un afiche de una campaña para la alcaldía de algún municipio de La Mojana decía: «Lucho alcalde, habrá serrucho, pero no será mucho». (pp. 699-700)”.
Sobre la manera como la presencia de la violencia ha marcado las relaciones sociales y las formas de dirimir los conflictos en la vida cotidiana, y tácitamente acerca del trabajo que habría que hacer hacia futuro con actores armados reincorporados y poblaciones crecidas en contextos de alta violencia, para transformar esas pautas culturales legadas por la guerra, el capítulo nos habla así (p. 693), en boca de un habitante de Nariño:
“Pero ese trauma no es solo personal […]: «El conflicto nos dejó la cultura de la guerra. El Pacífico lleva más de 35, casi 40 años en guerra, y eso ya para sacarlo de la mente de nuestra población va a ser complejo porque la gente, nuestros habitantes jóvenes, no saben resolver los conflictos. Ahorita ya todo mundo quiere resolver el conflicto a través de la violencia» (cita 1133).
Un tema íntimamente ligado al anterior es el de cómo la persistencia del conflicto armado interno ha contribuido a la naturalización de la violencia (apartado 10.8.):
“La naturalización del conflicto armado y todas las violencias asociadas terminan así por limitar el asombro ante la violencia. Reduce la ética al mínimo e impide tomar con claridad, decisión y oportunidad las decisiones que son necesarias para enfrentar ese flagelo. La incorporación de la violencia en la vida cotidiana forma parte de las estrategias de adaptación que las personas y comunidades desarrollan en medio del conflicto: «Es la aceptación de un paisaje social de la guerra […]: el día contiene momentos de hostigamiento, rugir de balas, explosión de artefactos como los tatucos y las pipas, horarios para el uso de los espacios públicos […]. No se deja de hacer la vida […] se incorpora un nuevo tiempo, el de “esperar un poco antes de salir a la calle”. No hay otra forma. Digamos que esa fue la vida que no escogimos nosotros vivir, pero que nos tocó, y nos tocó acostumbrarnos» (cita 1134. Informe 262-CI-01224, Corporación Ensayos, «La guerra no es una balacera», 2021, p. 121)”.
En este punto es imposible no recordar cómo durante los años 90 en medio de las masacres sistemáticas del paramilitarismo, llegamos en el cubrimiento periodístico de la violencia en Colombia a una situación tal en que si una masacre no involucraba más de tres personas, no era noticia en muchas de las redacciones de los informativos de televisión.
Los ejemplos presentados deben llevarnos a pensar en una gran tarea cultural nacional que debemos emprender los colombianos y las colombianas que debe ser la superación progresiva de la banalización de la muerte y del acostumbramiento a la violencia, para avanzar en la dignificación y revalorización de la vida humana, para apreciarla y cuidarla. Desde el movimiento de memorialización sobre el conflicto armado y nuestra crisis humanitaria que constituye ante todo un esfuerzo de sanación de las heridas, de perdón y reconciliación, hay un gran potencial en nuestra sociedad para avanzar en esta tarea[5], pero se necesitan también esfuerzos similares confluyentes, desde los liderazgos políticos, educativos, culturales, periodísticos y de los medios de comunicación.
Quisiéramos hacer unas referencias finales sobre el apartado de “Recomendaciones. Punto 8. Para lograr una cultura para vivir en paz (p.881)”.
Compartimos totalmente la orientación contenida en los siguientes postulados:
“Es necesario desarmar no solo las manos y los cuerpos, sino el lenguaje, la mente y el corazón, consolidar una nueva ética ciudadana pública y formas de vivir en sociedad, para lo cual es fundamental la divulgación y la apropiación de otras narrativas, valores y elementos simbólicos (p.882)”.
“[Trabajar desde] una noción «del otro» que reconozca la igualdad de dignidades y sea respetuosa de la diversidad, la pluralidad y la diferencia cultural, étnica, de género, política e ideológica”.
“[Favorecer actitudes orientadas hacia] el rechazo de la violencia, la promoción del cuidado de la vida y del respeto de los derechos humanos sobre la base, entre otros, de la comprensión de lo ocurrido en el conflicto, de los impactos causados y los afrontamientos y resistencias de las comunidades (p.882)”.
“[Estimular] la capacidad de diálogo y deliberación argumentada que, por esta vía, contribuya a la recuperación de la confianza, la promoción de la convivencia y el fortalecimiento de la democracia. p.883”.
En cuanto a los retos a la educación, estamos plenamente de acuerdo con la idea de que
“si bien desde el sistema educativo colombiano se han desarrollado múltiples esfuerzos en relación con la reparación integral de las víctimas, la memoria y la construcción de paz, que se han materializado en medidas como la Cátedra de Paz, el Plan Nacional de Educación en Derechos Humanos y disposiciones actualizadas sobre la enseñanza de la Historia, solo por mencionar unos muy concretos, la Comisión considera que es necesario que el sistema avance en una reflexión amplia que tenga como centro la pregunta sobre el tipo de sujetos que es necesario formar para garantizar la convivencia pacífica”.
Apoyamos también la idea de
“Acompañar y consolidar las redes de maestros, maestras, estudiantes, directivos docentes y educadores no formales, así como las pedagogías comunitarias y comunidades de aprendizaje que se han conformado en torno a temas como la convivencia, la promoción de los derechos humanos, la paz, la memoria y la verdad (pp.887-888)”.
En esa misma dirección, estamos de acuerdo con la idea de adelantar “pactos para la paz en las instituciones educativas”, cuyo propósito consista en
“Promover al interior de las instituciones educativas el desarrollo de pactos para la paz, de manera que se promueva la diversidad, la pluralidad, el cuidado de la vida y la igualdad de dignidades, con participación de diferentes actores de las comunidades e instituciones educativas (pp.888)”.
Nos parece supremamente importante la propuesta de favorecer
“El desarrollo de espacios seguros de encuentro entre personas de diferentes sectores, en los que se promuevan el respeto, la igualdad de dignidades, la diversidad, la capacidad de diálogo y deliberación argumentada y que, por esta vía, contribuyan I a: i) transformar narrativas de enemistad, discriminación y estigmatización; y ii) superar los dogmatismos, intolerancias y «odios políticos»., pp. 889-890”.
Resultan muy pertinentes las recomendaciones de “Cultura para la paz y arte” en términos de que “la cultura para la paz propuesta por la Comisión llegue a la sociedad y la permeen a través de diversas herramientas de comunicación, culturales, artísticas y narrativas”.
Sobre esto hay que decir que desde hace muchos años, pero mucho más desde la firma de los acuerdos de La Habana con las Farc, amplios grupos sociales y culturales de las regiones y de las grandes ciudades vienen elaborando experiencias artísticas y culturales de memorialización y de construcción de cultura de paz, desde la literatura, el teatro, la música, el performance, el cine, el diseño gráfico, las artes plásticas, las narrativas testimoniales, el documental, la fotografía, entre otras artes.
No menos importante es la recomendación referente a “Gestión cultural y cultura para la paz” de avanzar en “campañas masivas en medios de comunicación públicos y privados, y estrategias de difusión territoriales para garantizar una cultura de respeto por la vida (p. 889)”.
Finalmente, en el espíritu de las reflexiones y recomendaciones del Informe Final de la Comisión de la Verdad sobre la relación entre cultura y conflicto armado, pero sobre todo en el espíritu de una nueva relación entre cultura y construcción de paz, quiero transcribir un párrafo de las conclusiones de nuestra reciente investigación sobre víctimas y memoria[6], para alimentar la conversación ciudadana sobre el papel que podrían jugar los relatos de región junto a los de nación, en la reconstrucción pacífica, pluralista, inclusiva y democrática del país:
“En todas las experiencias de memorialización analizadas y en muchas otras que no son objeto de la presente investigación y que hemos tenido oportunidad de conocer, las expresiones culturales regionales y locales, las tradiciones musicales, las oralidades, las dimensiones simbólicas, geográficas y paisajísticas del territorio, aparecen como constitutivas de las identidades y las memorias comunitarias regionales y locales. La reivindicación de una memoria cultural afectiva con respecto al territorio propio donde se creció y se fue víctima, probablemente expresa también el hecho de que el territorio e incluso la pertenencia territorial fueron muchas veces en medio del conflicto victimizados y estigmatizados (ser del Caquetá o de Cartagena del Chairá como equivalente a ser guerrillero, por ejemplo), por lo que como respuesta a esa historia de estigmatización hay un deseo muy fuerte de restitución de la dignidad del territorio.
Observamos en esa dirección una gran riqueza y exhuberancia de las culturas locales y regionales que contrasta con la inercia y el empobrecimiento simbólico de la cultura nacional, cuyas “comunidades imaginadas” no logran trascender las imágenes y la sensación de una nación violenta y fragmentada, sin rumbo y al garete, sin un relato medianamente compartido de nación, y con unas festividades “nacionales” ancladas en efemérides católicas heredadas de la primera mitad del siglo XX e incluso del siglo XIX, en el espíritu confesional de la derogada Constitución de 1886, como el Día de la Asunción de la Virgen María (15 de agosto), el Día de la Ascensión (30 de mayo), el Día del Sagrado Corazón (27 de junio), el Día del Corpus Christi (20 de junio) y el Día de la Inmaculada Concepción (8 de diciembre)”[7].
Frente a esa inercia de las tradiciones festivas y celebratorias, en medio de la cual lo único que nos importa es que es festivo o “puente”, porque las celebraciones resultaron trasladables y nos podemos ir de viaje a disfrutar y recrear las relaciones familiares y de amistad, proponemos abrir un gran debate público nacional con los artistas, intelectuales, pensadores regionales, nacionales y locales y ciudadanos y ciudadanas de todas nuestras regiones, pueblos y ciudades, sobre qué eventos significativos quisiéramos proponer para recrear las configuraciones simbólicas de la identidad colombiana.
Mencionamos a continuación algunas de esas posibles nuevas festividades, sin ninguna intención canónica y sí más bien desde la idea de comenzar a imaginar colectivamente los motivos compartidos de celebración y los “héroes culturales” que nos gustaría homenajear y conmemorar: el Día de la Constitución de 1991; el Día del Humor Pensante “Jaime Garzón Forero”; el Día de Recordación de Jorge Isaacs; el Día del Colono; el Homenaje a la Cultura Afrocolombiana “Manuel Zapata Olivella” (que podría ser también, con variaciones regionales, un homenaje a Arnoldo Palacios, Delia Zapata Olivella, Helcías Martán Góngora, Candelario Obeso, Jorge Artel o Leonor González Mina); la Celebración de la Diversidad Política; la Recordación de José Eustasio Rivera; la Celebración del Campesinado; la Recordación de Manuel Quintín Lame; el Día del Cuidado de la Madre Tierra; el Día del Periodista en homenaje a Javier Darío Restrepo (con variaciones regionales y locales); la Celebración de “Macondo”, “Cien Años de Soledad” y Gabo; el Día de las Víctimas, la Memoria Reparadora y la Resiliencia.
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[1] Sobre los cambios en la cultura política de las izquierdas ver López de la Roche, Fabio, “Reconocimientos y transformaciones en las culturas políticas de la izquierda”, en: Mauricio García Villegas (editor) (2018). Cómo mejorar a Colombia. 25 ideas para reparar el futuro, IEPRI-Planeta, Bogotá.
[2] El testimonio fotográfico de esa propaganda y de esa visión delirante de la política puede verse en López de la Roche, Fabio (2019). “Posverdad, ideología y odio en la movilización del Centro Democrático del 1º. de abril de 2017 contra el presidente Santos y el proceso de paz: análisis del registro fotográfico del evento”, pp. 41-79, en: Roncallo-Dow, Sergio, Juan David Cárdenas Ruiz y Juan Carlos Gómez Giraldo (editores académicos) (2019). Nosotros, Colombia… Comunicación, paz y (pos) conflicto, Universidad de La Sabana, Chía.
[3] Un análisis de las prácticas de adoctrinamiento ideológico de sus audiencias contra el proceso de paz de La Habana, desarrolladas desde el noticiero televisivo “Noticias RCN”, puede consultarse en López de la Roche, Fabio, “Noticias RCN de Claudia Gurisatti y la indisposición sistemática de su audiencia televisiva contra el proceso de paz entre el gobierno Santos y las Farc”, en López de la Roche, Fabio y Edwin Gerardo Guzmán (Editores) 2018. Retos a la comunicación en el posacuerdo: políticas públicas, legislación y renovación de las culturas políticas, Centro de Pensamiento en Comunicación y Ciudadanía – IEPRI Universidad Nacional de Colombia, Bogotá. El caso de la revista “Semana” desde su adquisición por el grupo Gilinski, para poner ese medio al servicio de los intereses políticos y electorales del uribismo y de la derecha ha sido bastante evidente en sus carátulas y en sus contenidos.
[4] Acerca del delito del secuestro, cuyo principal perpetrador fueron las Farc, hay que anotar que en 2013 se tenía un registro de 39.058 víctimas (p.121). Centro Nacional de Memoria Histórica CNMH (2013). Una sociedad secuestrada. Informe del Centro Nacional de Memoria Histórica, Bogotá.
[5] Derivamos esta convicción del trabajo que hemos desarrollado sobre víctimas y memoria con los investigadores Matthew Brown, María Teresa Pinto, Julia Paulson y Martín Suárez, conjuntamente entre el IEPRI de la Universidad Nacional de Colombia y la Universidad de Bristol, en el proyecto “Memorias desde las Márgenes. Justicia Transicional Inclusiva y procesos de memoria creativos para la reconciliación en Colombia”.
[6] Ver nota 6
[7] Fabio López de la Roche (con la colaboración de Martín Felipe Suárez Guarín y Sebastián Cárdenas Maestre) (2022). “De la memoria registrada a una memoria comunicada. La comunicación y la cultura en la memorialización del conflicto armado interno en perspectiva de reconciliación. Análisis de cinco experiencias regionales” (inédito, en proceso de publicación).
Fabio López de la Roche, Historiador, Ph.D en Lenguas y Literaturas Hispanoamericanas de la Universidad de Pittsburgh, Analista cultural, de cultura política y medios de comunicación. Profesor asociado del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales IEPRI de la Universidad Nacional de Colombia. Miembro del Proyecto “Conflicto Violento y Paz” del Centro de Pensamiento Región-Nación de la Universidad Nacional de Colombia, coordinado por los profesores Carlos Mario Perea y Socorro Ramírez.
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