Pero más allá de la ausencia de recursos para desarrollar La Ley 1448 de 2011, que en gran parte es culpa de quienes se han dedicado sin ninguna consideración a desfalcar al Estado, también es clave entender que la corrupción en general, impacta de forma particularmente trágica la vida de las víctimas. Sino preguntémonos ¿por qué son los niños de zonas de guerra los que mueren por falta de agua potable? como en el Chocó o la Guajira, donde se robaron la plata para hacer los acueductos. ¿Por qué las madres gestantes pierden a sus bebes por falta de atención médica y ausencia de hospitales en zonas como en la Costa Pacífica o en Arauca, donde en medio de la guerra se robaron la plata de la salud. O ¿por qué eran desplazados las personas que murieron, porque sus casas corruptamente fueron construidas en zonas de alto riesgo?, como en la tragedia de Mocoa.
Pero para desarrollar integralmente la relación entre guerra, corrupción y desigualdad en Colombia, vamos a partir de un concepto más amplio de corrupción, que el que tradicionalmente manejamos, esto es, vamos a ir más allá de la mirada tradicional de la corrupción como una apropiación y malversación ilegal de recursos económicos, especialmente públicos, para centrarnos en una noción más profunda de corrupción como el uso indebido o el abuso del poder. Poder no sólo político, sino también social, económico, militar, burocrático, cultural, espiritual o familiar; y de esta forma, volvemos al origen de la discusión sobre la corrupción, planteada por Lord Acton en 1887, cuando acuñó su famosa frase: “El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente”.
Una mirada de la corrupción (como abuso del poder) desde los derechos humanos y desde las víctimas de graves violaciones a la dignidad humana, necesariamente nos llevará a asimilar la corrupción, más allá del dinero público, por el número de cientos de miles de vidas pérdidas, por los miles de desaparecidos, por los millones de desplazados internos, por el número de personas afectadas física y psicológicamente por la violencia, por la falta de acceso a la democracia y a los derechos políticos de la gran mayoría de los colombianos, por la falta de oportunidades y la negación de los derechos económicos, sociales y culturales de regiones enteras de nuestra abandonada geografía, y por la degradación de los bienes colectivos, especialmente al medio ambiente, que a diario envenenamos de diversas formas para satisfacer intereses particulares “legales” e ilegales, como el narcotráfico o la minería ilegal.
De esta forma, llegamos a un análisis del conflicto armado que, de fondo y en su origen, es un problema eminentemente político, social, económico y cultural basado en el abuso histórico del poder. Conflicto que, además, se ha degradado inimaginablemente en el tiempo, hasta convertirse en un gran y continuo acto de corrupción donde, en medio de la guerra, se corrompió gran parte de la clase política, de la sociedad, de los empresarios, las transnacionales, los militares, la guerrilla y hasta algunos miembros de la iglesia. Guerra en la que, después de 52 años de muerte y destrucción, las guerrillas ya saben que no pueden llegar al poder a través de la violencia, y el Estado ya sabe que no puede aniquilar a las guerrillas a través de las armas; por esto, estamos hablando de una guerra inmoral, una guerra inútil y corrupta que nos cuesta vidas, que nos degrada como país, y que profundiza la desigualdad y la miseria, guerra de la cual se lucran económica y políticamente fuerzas oscuras que subyacen al conflicto, y que son en últimas las enemigas declaradas del proceso de paz.
Hoy, como en su momento lo fue el proceso constituyente de 1991, la esperanza de alcanzar la paz se debate en un escenario contradictorio. Por un lado, apenas estamos cicatrizando las graves heridas que nos dejaron los capítulos recientes de la más degradada corrupción como el escándalo del Departamento Administrativo de Seguridad, DAS; organismo del Estado que participó en los seguimientos y asesinatos de líderes sociales, profesores universitarios, sindicalistas, defensores de derechos humanos; o el escándalo del despojo de más de seis millones de hectáreas, con participación de notarios, oficinas de instrumentos públicos y del Incoder; o de la infiltración al Congreso de la República, conocida como la parapolítica, donde vimos a una buena cantidad de parlamentarios involucrados en desplazamientos forzados, constreñimientos y fraudes electorales y hasta masacres; y ni hablar de los falsos positivos donde por el dinero de unas recompensas miles de jóvenes humildes fueron engañados, asesinados y presentados como guerrilleros dados de baja en combate; y por otro lado, la esperanza que da el inicio de la aplicación de los acuerdos de paz con la guerrilla de las FARC y el comienzo de las negociaciones con el ELN.
Esperanza que actualmente se encuentra atemorizada por una transición que no es para nada fácil, un claro oscuro que, como advertía Gramsci: “Cuando lo viejo no se ha acabado de ir y lo nuevo no ha empezado a llegar es el momento más peligroso para una sociedad, es cuando aparecen los monstruos”. Y en Colombia, a pesar de los acuerdos de paz con las FARC y del inicio del cese al fuego con el ELN, la guerra no se acaba de ir y la paz no ha empezado a llegar, y en medio de esta dicotomía y esta lucha entre la esperanza y el miedo, tenemos que construir la paz, que no es más que construir unas nuevas relaciones éticas en lo social, en lo político y en lo cultural, ya que si la guerra es fruto de un gran acto de corrupción degradado en el tiempo, la paz debe ser fruto de un gran acto de conversión ética donde participemos todos, que nos permita reconciliarnos a partir de la verdad, la justicia, la reparación a las víctimas y la no repetición de los hechos que nos degradaron como país.
Nos decía Italo Calvino que “el infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquél que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio.” En este momento de tanta confusión la lucha contra la corrupción debe ser eso, mirar con atención, ir paso a paso hasta encontrar el camino correcto para lograr la construcción de un país más justo, digno y en paz, será duro y peligroso, pero tengan la seguridad que si lo hacemos bien, habrá valido la pena.
GABRIEL BUSTAMANTE PEÑA: Abogado y Magister en Estudios Políticos; ha sido consultor en derechos humanos y política de víctimas de diversas instituciones nacionales y extranjeras; se desempeñó como Subdirector de Participación de la Unidad para las Víctimas; y como Defensor Delegado para la Orientación y Asesoría a las Víctimas del Conflicto en la Defensoría del Pueblo de Colombia
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