Las actividades de inteligencia y contrainteligencia también deben ser efectivas, especialmente en los aportes que hacen a la lucha contra el crimen organizado. De ahí su carácter supra legal, concretado en el principio de reserva que las rige y que, dado que no buscan en sí elementos probatorios para la judicialización de las conductas, sino elementos de información estratégica, estos deben encaminarse a fortalecer y enriquecer la toma de decisiones en el alto nivel de Gobierno, en pro de la protección de la Nación, la seguridad nacional y la defensa prioritaria de las garantías y derechos fundamentales.
Una mirada crítica a las políticas de seguridad nacional
Uno de los fines principales de las acciones de inteligencia y contrainteligencia es la seguridad nacional, de ahí que el concepto de seguridad nacional debe ser claro y coherente con el sistema democrático en que se desenvuelve, es decir el Estado Social de Derecho que trajo la Constitución de 1991. Un Estado centrado en la protección de las personas, por medio de la vigencia, realización y protección de sus derechos fundamentales, sistema democrático que derogó y que pretende superar el modelo estatal de la Constitución de 1886, donde el “Estado” primaba por encima de las personas y sus derechos.
Lamentables acciones como las ejecuciones extrajudiciales, la desaparición forzada, la tortura, la criminalización de la protesta social, el aniquilamiento de la Unión Patriótica, entre otras graves violaciones a los derechos humanos que involucraron a algunos agentes del Estado, han sido en parte cometidas por un equivocado concepto de “seguridad nacional” y, no en pocas ocasiones, por un mal uso de las acciones de inteligencia y contrainteligencia. Con lo cual vemos que, dichas acciones, no solo pueden afectar los derechos a la intimidad, la honra o el buen nombre, sino que pueden terminar impactando gravemente la vida, la libertad y la integridad de las personas, y con ello perjudicando también la paz y la convivencia pacífica.
La “seguridad nacional”, como concepto, tiene una historia compleja que es preciso comprender y superar integralmente a la luz del Estado Social de Derecho y de la búsqueda de la paz total. La necesidad de construir una visión más amplia, integral y democrática de la seguridad pasa por corregir su origen histórico restringido a la lucha anticomunista y, contemporáneamente, a la lucha antiterrorista, para pasar a una visión multidimensional de seguridad humana, base fundamental de la paz total expresada como política de Estado en la Ley 2272 de 2022.
Historia de la “seguridad nacional”, el “orden público” y el “enemigo interno”.
En Colombia, las políticas de “seguridad nacional” comenzaron a implementarse en el marco de las tensiones internacionales que trajo la Guerra Fría, como una reproducción de las estrategias de lucha anticomunista que se desarrollaron en los Estados Unidos y la “cacería de brujas” de todo lo que sonara a crítica al Estado con el macartismo. Al punto que, el entonces presidente de Colombia, El General Gustavo Rojas Pinilla, copió una enmienda del Senador McCarthy de 1952 y decretó ilegal al comunismo, haciendo extensiva esta persecución a todo pensamiento crítico a su gobierno. Un concepto militarista de seguridad interna, cuyo fin último era hacer frente a las amenazas de revolución, a la protesta y el descontento social, en defensa de la democracia liberal, el capitalismo y el statu quo.
Lo anterior coincide con el posterior desarrollo en Colombia de un régimen bipartidista luego del tratado de paz del Frente Nacional, que bloqueó las opciones de acceso al poder a las diferentes expresiones políticas existentes, pero especialmente a las clases populares. De esta forma se trasladó y configuró en el país la expresión del “enemigo interno”, con la cual se señaló a los recién creados grupos rebeldes alzados en armas, a sus redes de apoyo, pero también a toda expresión de descontento social que se manifestase en contra del Estado y que debía ser contundentemente reprimida. Así se llegó también a un concepto represivo y militar de “orden público”, cuyo fin era el mantenimiento del modelo bipartidista y la eliminación del comunismo, una “Doctrina de Seguridad Nacional” que combatía a toda persona o grupo con ideas contrarias o en oposición al gobierno bipartidista sustentado fuertemente en el régimen militar.
En el seno de las políticas de seguridad nacional nace y se desarrolla también el fenómeno paramilitar en Colombia, Desde el Decreto 3398 de 1965, que permitió armar civiles y participar en operaciones militares; pasando por el Estatuto de Seguridad de Julio César Turbay iniciando los años 80; la creación de las Convivir en 1994; hasta su deslinde del Estado y consolidación organizativa nacional con las Autodefensas Unidas de Colombia, AUC, en el 2001, y su total criminalización, especialmente derivada del narcotráfico, con el actual proceso de conformación de Grupos Armados Organizados, GAO, como el Clan del Golfo, surgido después del proceso de paz con las AUC.
El fenómeno paramilitar se desarrolló y potenció en los años 80, cuando paulatinamente se agudizaba el conflicto armado y la violencia con la llegada y fortalecimiento del narcotráfico, mientras se daban, a la vez, importantes intentos de paz desde el gobierno de Belisario Betancur. El narcotráfico terminó permeando estructuras guerrilleras, empresariales, políticas y sociales en el país, y convirtió al paramilitarismo en la extensión armada de su proyecto de control territorial y, por su parte, el Estado lo utilizó como una de sus principales estrategias antisubversivas. Y todo esto en un marco de desmonte del Estado de bienestar que afectó aún más la situación de pobreza y miseria de millones de excluidos en Colombia y que posteriormente agravó aún más las problemáticas de las zonas rurales con la apertura económica de inicios de los 90, que sumo desplazados económicos a los millones de desplazados por la violencia. El paramilitarismo, que surgió como una estrategia de “seguridad nacional”, paradójicamente terminó convertido en una grave amenaza para el mismo Estado y la sociedad, que en muchas partes cohonestó o patrocinó su creación y puesta en marcha.
Como se puede evidenciar, históricamente las políticas de seguridad en Colombia han respondido con la excesiva militarización del Estado y la sociedad, en medio de un profundo y prolongado conflicto armado y múltiples manifestaciones de violencia en los territorios. Desde el Plan Lazo, el Plan Andes, el Estatuto de Seguridad de Turbay, el Plan Colombia, o la política de seguridad democrática en los gobiernos de Uribe Vélez, en el marco de la lucha antiterrorista; se ha limitado la seguridad a la represión militar y al continuismo de la doctrina de seguridad nacional, donde la figura del “enemigo interno” terminó extendida peligrosamente, por la vía del terrorismo, hacia manifestaciones críticas de la sociedad como el sindicalismo, las ONG de derechos humanos, los partidos de oposición, el periodismo independiente, el poder judicial y hasta los representantes diplomáticos en Colombia, quienes fueron víctimas de perfilamientos, seguimientos, interceptación de comunicaciones, entre otras acciones ilegítimas e ilegales en un Estado Social de Derecho y que estamos llamados a corregir y superar.
Los servicios de inteligencia y contrainteligencia en el marco del Estado social de derecho y la paz total
¿Responden las políticas de seguridad actuales al Estado Social de Derecho y a los fines esenciales de la búsqueda de la Paz Total?
Para responder a esta pregunta es fundamental entender que el único concepto de seguridad compatible con el Estado Social de Derecho es el que garantice el goce de los derechos fundamentales a las personas y, por ende, toda política de seguridad, entre ellas las de inteligencia y contrainteligencia, que viole derechos fundamentales, es contraria a la Constitución y a los valores esenciales de la democracia moderna.
En un Estado Social de Derecho la seguridad es un medio para proteger los derechos humanos y no un fin en si misma. La seguridad es para proteger a los ciudadanos, antes que para mantener el “orden público”. Las políticas de seguridad no pueden desvalorizar los fines esenciales de la Constitución, colocándolos por debajo de un modelo de seguridad sostenido en la fuerza del Estado.
Un Estado Social de Derecho funda su legitimidad en la participación ciudadana y en la protección irrestricta de los derechos humanos de todos los ciudadanos, y no en la protección de ciertos intereses particulares, económicos, políticos o sociales, que en muchos casos son presentados como intereses generales y prioritarios ante la opinión pública. Intereses que, bajo un ropaje ambiguo, han sido comúnmente mostrados como altos intereses nacionales, para ser posteriormente colocados por encima de los derechos fundamentales y de las personas mismas.
Ante esto, el artículo 2 de la Ley de Paz Total, Ley 2272 de 2022, define la seguridad como “seguridad humana” que es la que “consiste en proteger a las personas, la naturaleza y los seres sintientes, de tal manera que realce las libertades humanas y la plena realización del ser humano por medio de la creación de políticas sociales, medioambientales, económicas, culturales y de la fuerza pública que en su conjunto brinden al ser humano las piedras angulares de la supervivencia, los medios de vida y la dignidad.”
Luego, el mencionado artículo 2 de la Ley de Paz Total, responsabiliza al Estado frente a la realización efectiva de dicha seguridad humana y el logro de alcanzar la Paz Total, manifestando que: “El Estado garantizará la seguridad humana, con enfoque de derechos, diferencial, de género, étnico, cultural, territorial e interseccional para la construcción de la paz total. Para ello, promoverá respuestas centradas en las personas y las comunidades, de carácter exhaustivo y adaptadas a cada contexto, orientadas a la prevención, y que refuercen la protección de todas las personas y todas las comunidades, en especial, las víctimas de la violencia. Asimismo, reconocerá la interrelación de la paz, el desarrollo y los derechos humanos en el enfoque de seguridad.”
Esta concepción de la seguridad humana rompe con la restringida visión de la seguridad limitada a la fuerza militar para el control del territorio y las personas, supera la visión de seguridad centrada en la lucha anti terrorista, que fue una reconfiguración contemporánea de la doctrina de seguridad nacional, y pretende superar el error histórico del Estado colombiano de responder militarmente a la irrupción de conflictos sociales.
La seguridad humana entiende que la política social y la protección de la naturaleza son las bases para generar las condiciones necesarias para la convivencia pacífica en los territorios y alcanzar la paz total, y deja a un lado la visión de militarizar los inconformismos sociales bajo la tesis del “vacío de autoridad”. Posición bajo la cual se pretende responder militarmente a conflictos por la tierra, por ausencia de presencia estatal en salud, educación o a problemas ambientales y, obviar, o aplazar las soluciones que deberían surgir de políticas públicas efectivas e integrales en el territorio y construidas con las comunidades, y no contra ellas.
La seguridad humana configura al Estado como un garante de derechos y generador de oportunidades, y no como una máquina de guerra que concentra sus acciones en el poder militar para terminar los brotes de inconformismo social. Con el agravante que, en su accionar de aparato bélico, el Estado genera un dualismo social entre “buenos y malos”, la protección de los “buenos ciudadanos” de los terroristas, de los vándalos, donde se incluyen paulatinamente a todos los opositores o críticos del Estado (ONG, periodistas, sindicatos, partidos de oposición, líderes sociales, entre otros) , se diluyen las fronteras entre civiles y combatientes, entre ciudadanos críticos y crimen organizado, bajo la paranoia del “enemigo interno” y la consiguiente polarización, estigmatización y militarización de la sociedad en su conjunto.
Una seguridad humana que construye las políticas públicas sociales con las comunidades, a partir de su particular visión territorial, étnica, social o de género, y que no confunde la participación comunitaria con el involucramiento indebido de la sociedad civil en operaciones militares a través de la línea dura del paramilitarismo, o la blanda de las redes de informantes, cooperantes, caza recompensas o la inadmisible utilización de menores en acciones de seguridad bélica, es decir, una política de seguridad centrada en los derechos humanos y respetuosa del Derecho Internacional Humanitario, DIH.
Gabriel Bustamante Peña
Foto tomada de: El Tiempo
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