Después de un siglo de centralismo, las reformas iniciadas en 1986 dieron inicio a una primera ola que quebrantó partes de los cimientos de la organización espacial del Estado. Cuatro grandes fuerzas concurrieron en los años setenta y ochenta en forzar las reformas: los movimientos cívicos populares, la tecnocracia neoliberal, un acuerdo reformista dentro del bipartidismo y el movimiento guerrillero.
“Desde abajo” los movimientos cívico populares tiñeron la geografía de las periferias del centralismo de perseverante actividad pueblerina contra la exclusión y la marginalidad. La represión de siempre, la ignorancia programada de los grandes medios de comunicación, la descalificación de sus liderazgos como infiltrados “agentes externos” de La Habana y el Kremlin, no contuvieron una marea ascendente. Los movimientos populares multi clases arrastraron en muchos lugares a los representantes del monopolio político bipartidista en exigencias que en una década se convirtieron en un programa estratégico: la descentralización de las oportunidades de desarrollo económico, el goce de políticas de bienestar social y la socialización del poder mediante la escala local de la democracia (Revista Foro No 1, 1986).
Por una parte, la demanda de carreteras, inversiones y crédito para el desarrollo, la presencia de empresas y de centrales de abasto, el apoyo a la economía local y a la economía campesina. Por el otro lado, la dotación de escuelas, puestos de salud, programas de alimentación y la presencia de empresas de servicios públicos domiciliarios. En tercer lugar, la exigencia de la desmilitarización de los territorios y el fin de la criminalización de la protesta social, se acompañó del reclamo de una socialización política del poder local por dos vías: la extensión de la democracia representativa, mediante la elección popular de alcaldes y gobernadores y mediante cuantiosos mecanismos de participación ciudadana y comunitaria: planes de desarrollo participativos, cabildos abiertos y elección de líderes sociales en los concejos locales.
“El Estado no es la solución, es el problema” que debe reemplazarse por la primacía de las reglas del mercado y sus agentes. Los adherentes a la religión del mercado (Stiglitz, 2012) en la década del setenta y ochenta pretendieron cambiar el paradigma del desarrollo, la democracia y el bienestar. La pretensión fue vaciar al Estado como instancia de resolución del conflicto distributivo. Por otra parte, flexibilizar y liberalizar todos los mercados: el financiero, el comercial, el productivo y el laboral. El objetivo fue la reducción de los costos del Estado, del capital y del trabajo. El paquete reformista incluyó, por una parte, la privatización de las empresas estatales, así como la búsqueda de los precios reales (no subsidiados) en la venta de bienes públicos. Por otra parte, la disminución de los costos tributarios al capital y la privatización de los gigantescos negocios de la seguridad social (pensiones y salud), así como de la educación y de las empresas de servicios públicos. En tercer lugar, la presión contra los costos del trabajo, mediante la flexibilidad laboral, la subcontratación y la responsabilidad individual respecto a la seguridad social.
¿Pero, qué hacer con lo que quedara del Estado, además de sus funciones básicas de seguridad, justicia, manejo monetario, equilibrio macroeconómico y representación externa? La respuesta: el sometimiento de todas las empresas y lógicas administrativas y políticas a las reglas del mercado (Restrepo, 1995). “El rediseño del Estado” (Banco Mundial, 1997) incluyó una nueva arquitectura institucional: la descentralización (Wiesner, 1992). Los objetivos esperados fueron: Transferir más competencias y responsabilidades que recursos del presupuesto nacional para obligar el alza de los impuestos locales, el descreme de los subsidios a las tarifas de los servicios públicos, la privatización de las empresas estatales, la competencia entre gobiernos locales por la atracción de las inversiones privadas y estatales, así como la disminución de los costos laborales, en particular mediante la “terciarización” de las funciones descentralizadas.
“O nos reformamos o nos tumban” fue la consigna que ganó un amplio consenso en el bipartidismo reinante (liberal y conservador), disidencias de cada partido incluidas. En las elecciones presidenciales de 1986 todos los candidatos tuvieron una oferta de descentralización dentro de sus programas de campaña. El régimen de repartición milimétrica primero, proporcional y adecuado luego, se había agotado; incluso las bases políticas locales de los partidos hacían parte de la “insurgencia de las provincias” (Fals, 1998). “La apertura democrática” del presidente conservador Belisario Betancur y de su ministro de gobierno, Jaime Castro, incluyó la oferta de descentralización política, fiscal y administrativa. Elección de alcaldes, cesión de hasta el 50% del Impuesto al Valor Agregado IVA y la transferencia de un paquete amplio de competencias a los gobiernos locales, debía ampliar la presencia estatal, el sistema político, el gasto público y los mecanismos de participación ciudadana y comunitaria a la “otra Colombia”: la de los márgenes externos al centralismo centro andino y sus redes de ciudades.
“Descentralizar para pacificar” (Castro, 1998) surge del temor a la confluencia entre un levantamiento social y popular de la mancha de los pueblos y barrios marginales de las ciudades, con el movimiento insurgente en la década del ochenta. Además, las conversaciones de paz de la época encontraron en la arquitectura institucional descentralizada una oferta para la inserción de las guerrillas a la vida civil y política, por la vía de los gobiernos y la democracia local (Castro, 1984). Los voceros de las guerrillas saludaron la oferta porque para algunos la perspectiva de gobiernos populares autónomos podía calzar con el ideario revolucionario, y para otros, hacía parte de la estrategia del comején de ir colonizando y derruyendo el Estado desde adentro y desde los cimientos locales. El proceso de descentralización como la Carta Política pactada de 1991 fueron las piezas claves, aunque insuficientes de la reforma del Estado para la paz.
Las fuerzas que elevan la marea de una segunda ola de descentralización
La primera ola ya perdió fuerza hace tiempo y se acumulan movimientos que empujan hacia una radicalización del proceso desde sentidos tan disimiles como los que confluyeron en los años ochenta: los pueblos étnicos y campesinos, la crisis sistémica del modelo neoliberal, las elites políticas territoriales y una vez más, los dilemas de la guerra y la paz.
Una vez más está en efervescencia la movilización desde las periferias socio territoriales excluidas, con varias diferencias. Por una parte, el carácter étnico y regional de las movilizaciones. A las demandas “tradicionales” de descentralización hacia los municipios, se le agrega el reconocimiento de la diversidad étnica y, por lo tanto, un sentido cultural a la demanda de autonomía y auto gobierno. Por otra parte, los pueblos indígenas y afros se concentran en las regiones de mayor riqueza ambiental y de recursos naturales sometidos a las guerras por su control. De tal manera, la dimensión cultural, ambiental y regional supera el carácter de la “descentralización municipalista de servicios” que se legisló en los años ochenta.
El modelo neoliberal atraviesa una crisis sistémica cuasi generalizada. La privatización del sistema de pensiones ha llevado a la negación del derecho a la pensión a millones de trabajadores. La privatización de la salud a la negación del derecho al acceso y al desvió de billones de pesos anuales, de la prestación de servicios de salud hacia negocios alternos de los intermediarios financieros del sistema. La desfinanciación programada desde 1993 contra de la educación pública superior no solo mantiene en la precariedad económica las universidades, sino en un masivo cíclico rechazo por las comunidades académicas. La privatización de servicios públicos no cesa de generar conflictos alrededor de las tarifas y la prestación misma de los servicios. La lógica pro mercado agenciada a través de la descentralización ha llevado a debilitar las posibilidades de incidencia estratégica de las comunidades territoriales sobre el destino y uso de los recursos, así como sobre los modelos de gestión sobre las competencias. La falta absoluta de autonomía sobre los asuntos legalmente propios genera malestar generalizado en todas las entidades territoriales de cualquier tamaño, nivel de desarrollo y capacidad. Más aun, los criterios de asignación que favorecen las grandes concentraciones de población y los niveles de desarrollo previos, castigan las regiones periféricas, la población rural, las entidades con mayor densidad étnica y a los pequeños poblados. El circulo se cierra, los criterios de asignación de la descentralización nutren el malestar que ayuda a levantar el reclamo de una segunda ola descentralista.
La tercera fuerza activa en el reclamo de una segunda ola de descentralización viene de las elites políticas territoriales, en particular de aquella que aspira a un control estratégico de las rentas, competencias y políticas a escala departamental. Los reclamos van desde el respeto a la descentralización pactada en la constitución de 1991 y reversada por una re centralización fiscal y administrativa desde el gobierno de Pastrana, hasta estatutos autonómicos y el federalismo con base en los departamentos. En todos los casos se quiere debilitar el Estado central, compartir en mayor proporción los recursos nacionales, las competencias y las decisiones de política pública. El reclamo por un mayor poder territorial es también el rechazo relativo a los acuerdos que se trenzan a nivel nacional entre el poder ejecutivo y el legislativo. Es por ello que algunas propuestas debilitarían la negociación y financiación por el Estado central de las políticas de bienestar, supeditándolas a transacciones en cada departamento en relaciones de fuerza favorables a la clase política territorial.
Mientras que el acuerdo de paz fue un compromiso “central” entre el gobierno nacional y la dirección de las FARC-EP, la construcción de la paz estable y duradera sería “territorial”. Los municipios priorizados por el acuerdo combinaban una intensidad superior al resto de violencia, pobreza, ilegalidad y precariedad de las administraciones locales. Para lograr la paz en esa geografía de la guerra había que construir el Estado, las opciones de desarrollo y las políticas de bienestar con las comunidades, además de reconocerles participación política en el congreso de la república: las curules de paz. Hoy están abiertos 9 frentes de negociación de la “Paz total”. No hay duda alguna que, tengan éxito y fracasen, es impostergable una estrategia de desarrollo territorial con participación socio comunitaria en esos territorios para superar las causas históricas estructurales de la repetición de las guerras, la ilegalidad y las inequidades que en ellos campean.
Bibliografía
Banco Mundial. Informe sobre el desarrollo mundial 1997: el Estado en un mundo en transformación. https://documents.worldbank.org/en/publication/documents-reports/documentdetail/701691468153541519/informe-sobre-el-desarrollo-mundial-1997-el-estado-en-un-mundo-en-transformacion
Castro, Jaime. Descentralizar para pacificar. Bogotá: Ariel,1998
Castro, Jaime. La democracia local. Ideas para un nuevo régimen departamental y municipal. Bogotá: La Oveja Negra,1984
Fals, Orlando. Editor. La insurgencia de las provincias. Hacia un nuevo ordenamiento territorial para Colombia. Universidad Nacional de Colombia. Bogotá: Siglo XXI editores de Colombia, ltda, 1998
El municipio y la democracia local en Colombia. (1986). Revista Foro, Edición No 1. Bogotá: Ediciones Foro Nacional por Colombia
Restrepo, Darío I. “La descentralización: un modelo en construcción”. Colombia: gestión económica estatal de los 80’. Del ajuste al cambio constitucional. Tomo 1. Universidad Nacional de Colombia / Centro de Investigaciones para el desarrollo Internacional-CIID-Canadá. Bogotá: Presencia, 1995.
Stiglitz, Joseph E. El precio de la desigualdad. Bogotá: Taurus, 2012.
Wiesner, Durán. Director. Colombia: descentralización y federalismo fiscal. Informe final de la Misión de Descentralización. D.N.P. Bogotá: Presidencia de la República, 1992.
Darío I Restrepo
Foto tomada de: Informe Final Comisión de la Verdad
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