RESUMEN
HACIA UN CONTRATO SOCIAL EN TORNO A LA ECONOMÍA CAMPESINA
LA ALIMENTACIÓN DE LOS Y LAS COLOMBIANAS
ES CON LOS CAMPESINOS O NO ES
Una apuesta democrática y sustentable por el desarrollo rural, la justicia con la ruralidad y el fortalecimiento de las economías campesinas
Este documento es una propuesta para el debate social amplio y democrático, preparado por la iniciativa de diferentes personas e instituciones con el propósito de proponer alternativas viables para la ruralidad colombiana y en espacial hacia las economías campesinas
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Pedro Santana; Absalón Machado; Darío Fajardo; Luis Jorge Garay; Héctor Mondragón; Carolina Corcho; Jaime Rendón; José Daniel Rojas; Wilson Arias; Jorge Iván González y Jorge Enrique Espitia.
Corporación Latinoamericana Sur
Centro de Estudios e Investigaciones Rurales (CEIR) de la Universidad de La Salle
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Bogotá, septiembre de 2021
COMPONENTES FUNDAMENTALES PARA UN ACUERDO EN TORNO A LA RURALIDAD Y AL CAMPESINADO[1]
- MOTIVACIÓN Y PRESENTACIÓN
¿Por qué este acuerdo?
El país atraviesa por una crisis económica y social de grandes proporciones generada en la coyuntura por la pandemia originada con el Covid 19. Esa situación se suma a la existente y originada por diversos procesos ligados al modelo de desarrollo en el que se ha embarcado al país. Son crisis estructurales y coyunturales que se combinan para escenificar una situación que obliga a repensar seriamente lo que se viene haciendo para la ruralidad, las consideraciones sobre las relaciones rurales-urbanas y el papel estratégico de la producción nacional de alimentos para garantizar la seguridad alimentaria de los más desprotegidos. Esta crisis ha mostrado claramente que el imaginado progreso de las ciudades era tan vulnerable como las deterioradas condiciones de vida en el campo.
Ante estas circunstancias se ha construido este ejercicio de discusión y de propuestas democráticas para Colombia, en esencia para la Colombia rural, el cual pretende generar alternativas que logren permear la agenda pública, tal y como lo ha hecho el proyecto de Ley de Renta Básica de Emergencia, que ha logrado posicionar con ese solo enunciado una reivindicación clara y concisa que logró concretarse en un proyecto de ley, que se espera conduzca a movilizar a la ciudadanía en esta coyuntura alrededor de un enunciado similar.
Este ejercicio busca construir una propuesta dirigida a la sociedad en su conjunto: sociedad civil, sociedad política, organizaciones sociales, academia, organizaciones campesinas, indígenas, afros, partidos políticos, en la búsqueda de la consolidación de la paz, de una transición democrática y a la justicia con el campo colombiano.
En la coyuntura actual ha quedado claro que la pandemia ha llegado a sensibilizar al conjunto de la población sobre la importancia de la economía campesina, la que ha provisto de manera sustancial el suministro de alimentos a los consumidores urbanos. Esto no ha pasado desapercibido para las mayorías nacionales que viven en los centros urbanos, pues hoy se tiene una mejor valoración del trabajo de los campesinos que ha permitido mantener una oferta de alimentos suficiente en estos largos meses de confinamiento y emergencias. La limitación para acceder a ellos está relacionada con la falta de ingresos para un sector de la población que no tiene recursos para comprarlos, y es ahí es donde entra con mucha fuerza propuestas como la de renta básica de emergencia.
Parte de esas reivindicaciones campesinas se resumen en el punto 1 de la Reforma Rural Integral de los Acuerdos de La Habana, pero, dadas las circunstancias de la escasa implementación que se han dado con el actual Gobierno, se requiere a nuestro juicio de una propuesta que sea un puente hacia la materialización y el cumplimiento de esos acuerdos. Por lo cual, una agenda de transición hacia una nueva democracia sería ese puente para que la sociedad pueda reivindicar el cumplimiento y el desarrollo integral de los puntos del Acuerdo con los complementos aportados por la Misión para la Transformación del Campo, conducentes a una valoración de la ruralidad y el trabajo del campesinado, hombres y mujeres de la ruralidad.
Esta propuesta pretende aportar a la producción de un breve documento que sintetice reivindicaciones muy concretas de apoyo a la economía campesina. El documento tendrá varios destinos: (1) Un proyecto de Ley, (2) unas acciones de apoyo, visibilización y respaldo a las iniciativas ya existentes como los mercados campesinos, las redes de cercanías para la distribución y venta de alimentos, los cinturones verdes, las zonas de reserva campesina, las redes de productores, la territorialidad y la cultura campesina, etc., y (3) una propuesta de política rural que contribuya a un programa de transición democrática para cerrar las brechas urbano rurales y trazar un compromiso decidido frente al desarrollo rural. Para avanzar en esos procesos se requerirá de gran capacidad de concertación con las redes de organizaciones, tanto campesinas como urbanas.
El proceso propuesto deberá concluir con la formulación de una propuesta de política pública sobre la economía campesina que tendrá como destinatarios a las organizaciones campesinas, indígenas y afros, pero también al conjunto de la sociedad política. El documento será presentando a todos los actores políticos de cara a los procesos electorales de 2022 tanto a las listas al Congreso como a la presidencia de la República. También deberá ser útil para promover la agenda legislativa y convidar a una reflexión permanente sobre el papel estratégico de la ruralidad y las economías campesinas, familiares y comunitarias en el desarrollo del país.
- LOS COMPONENTES[2]
Distribución y usos de la propiedad rural. Restitución, formalización.
Colombia tiene una distribución muy inequitativa de la tierra en el sector rural, acompañada de un inapropiado uso del suelo, lo cual obstaculiza el desarrollo y las posibilidades de fortalecer las economías productoras de alimentos de pequeños y medianos productores. Al tiempo existe una alta informalidad en la tenencia de la tierra que impide el acceso a recursos financieros y programas públicos que suministran bienes y servicios a los productores. Igualmente, el proceso de restitución de tierras despojadas durante el conflicto armado interno ha sido lento y requiere fortalecerse para garantizar un retorno sostenible y digno a los pobladores que fueron expulsados del campo.
A pesar de que el país cuenta con al menos dos leyes de reforma agraria en las cuales la atención a los campesinos no se limita a facilitar el acceso a la tierra, sino que han contemplado servicios de apoyo al mejoramiento de las condiciones de vida de las gentes del campo, estas leyes no han tenido cumplimiento. Peor aún, cuando ya eran muy graves la concentración de la propiedad y la necesidad de democratizar el reparto de la tierra, las dirigencias del país tomaron la decisión de paralizar la política reformista y, en su lugar impulsar programas de colonización en los bordes de la frontera agraria, alejando a los campesinos de los mercados y de un relativo bienestar. Con el agravante del debilitamiento de la institucionalidad agraria y de la creciente competencia desleal de las importaciones de alimentos subsidiados en sus países de origen. Fue allí en donde la única posibilidad económica que encontraron estos desterrados fue su vinculación con el narcotráfico, floreciente desde entonces en los mercados norteamericanos.
Peor aún, cuando ya eran muy graves la concentración de la propiedad y la necesidad de democratizar el reparto de la tierra, las dirigencias del país tomaron la decisión de paralizar la política reformista y, en su lugar impulsar programas de colonización en los bordes de la frontera agraria, alejando a los campesinos de los mercados y de un relativo bienestar. A lo anterior se añadió el agravante del debilitamiento de la institucionalidad agraria y de la creciente competencia desleal de las importaciones de alimentos subsidiados en sus países de origen, fue allí en donde la única posibilidad económica que encontraron estos desterrados fue su vinculación con el narcotráfico, floreciente desde entonces en los mercados norteamericanos.
Frente a los efectos sociales, económicos y ambientales de la concentración de la propiedad agraria y el uso inapropiado de los suelos es necesario impulsar una política que atienda estos procesos de manera coherente para facilitar un desarrollo rural potenciador de las capacidades de la población rural, además de ayudar a estabilizar condiciones de paz. El país no podrá seguir aplazando indefinidamente la búsqueda de soluciones a la estructura de la tenencia de la tierra, ello es una condición indispensable para avanzar en el desarrollo nacional y rural, y las iniciativas como la del catastro multipropósito siempre serán insuficientes para avanzar, si no se adopta una visión más holística sobre el problema de la tierra.
Derechos de la mujer rural y equidad de género[3]
La importancia de las mujeres en la economía campesina y la agricultura familiar siempre ha sido grande, pero ha sido invisibilizada, así como el trabajo doméstico. Las mujeres rurales han avanzado hasta ocupar mayor número de cargos directivos de las organizaciones sociales rurales y en muchos casos los puestos más destacados de la organización y del liderazgo público. Esta es una tendencia internacional que debe ser apoyada con normas específicas, desde la educación y desde la investigación social. Al mismo tiempo es indispensable impulsar la lucha contra la violencia doméstica, muy extendida en el campo, y para eliminar las diferentes formas de violencia contra la mujer, en especial el feminicidio y la violación sexual. El cambio de mentalidad sobre los papeles de género debe fortalecer el papel de las mujeres en las organizaciones y movilizaciones rurales, en las decisiones de la sociedad y las comunidades y en el protagonismo económico y cultural.
Es necesario mediante normas obligatorias, el trabajo de la mujer rural sea valorado. En efecto, las leyes 30 de 1988 y 160 de 1994 establecieron que la titulación de tierras de la reforma agraria debe hacerse a nombre de ambos cónyuges o compañeros permanentes y a partir de los 16 años, tanto para hombres como para mujeres. Las diversas normas agrarias, sociales y de reconocimiento y reparación de víctimas de desplazamiento forzado han reconocido los derechos de las madres solteras o cabeza de familia. También los acuerdos de paz han establecido la inclusión equitativa de las mujeres en los programas acordados. Aunque esta legislación, tanto como las normas generales civiles tienden a garantizar el derecho a la tierra y a la propiedad de las mujeres, hacerlas realidad depende también de un proceso social y cultural.
Sustitución de cultivos de uso ilícito[4]
Las condiciones de fondo para la articulación del país con la economía del narcotráfico están vinculadas directamente con la segregación sistemática de comunidades y territorios desde la construcción del poder y como parte de ella, de la representación política de estas comunidades. Son procesos profundamente arraigados en la configuración política y económica del territorio nacional, en la construcción del Estado y de las políticas que lo representan en el territorio, entre ellas las políticas de representación, las agrarias y las ambientales. A través de ellas se ha expresado y fortalecido el desarrollo desigual y con él la formación y captación de las rentas derivadas de él.
Consecuentemente, la superación de las condiciones que viabilizaron la articulación de Colombia con la economía internacional del narcotráfico, su arraigo y sus efectos estará vinculada con el reconocimiento de las comunidades marginalizadas y de sus territorios por parte del conjunto de la sociedad, con la construcción de capacidades y la dotación de recursos para tomar la ruta hacia el equilibrio del conjunto de la sociedad nacional. No se trata solamente de superar las vinculaciones con la economía del narcotráfico. Está presente, en primer lugar, el acceso a la tierra y a los demás componentes de un desenvolvimiento equilibrado de las regiones para las poblaciones excluidas de ellos; de superar los efectos que esa exclusión ha generado en la sociedad y en la economía colombianas; superar las condiciones de “desarrollo desigual” que viabilizaron esta articulación; se trata de la democratización de la sociedad, de sus expresiones políticas pero también económicas y territoriales.
Comunidades y territorialidades campesinas. Agencias para la trasformación.
El mundo de la ruralidad y sus territorios está configurado por una miríada de comunidades y organizaciones de la sociedad que ha sido duramente afectado por el conflicto. El deterioro del capital social ocurrido en ese proceso ha minado las comunidades de diferentes maneras, lo cual requiere un proceso de recomposición de los tejidos sociales y sus relaciones con las comunidades urbanas. En la geografía nacional también se han ido configurando desde temprano territorios caracterizados por una cultura y un modo de vida campesino, indígena, y afro especialmente, con sentidos de pertenencia que no siempre se reconocen en las políticas públicas. Las agencias gubernamentales encargadas del desarrollo rural actúan con los productores como si estos fueran universos individuales y con poco reconocimiento del sentido territorial del desarrollo. No sólo es necesario reconocer el proceso comunitario y de conformación de territorios específicos de la ruralidad, también se necesita que la institucionalidad pública y privada reconozcan esos procesos para potenciarlos y contar con un desarrollo donde la participación de la comunidad es esencial para el desarrollo de la democracia.
Financiación. Crédito. Socialización del riesgo
El modelo de desarrollo productivo y de los mercados obliga a contar con un acceso adecuado a fuentes de financiación adaptadas a las características de los productores y de los productos. El país ha realizado muchos avances en la tecnología institucional del financiamiento, pero ello no ha llegado de manera clara y oportuna a los productores pequeños y las economías familiares. Los problemas de costos de transacción, trámites, condiciones y garantías exigidas no han encontrado aún el camino adecuado, a pesar de conocer relativamente bien donde están los puntos críticos del proceso de financiación. Igualmente, los mecanismos previstos para la socialización del riesgo son deficientes y el Fondo de Garantías ha sido distorsionado en sus propósitos de ofrecer a los campesinos y pequeños productores la posibilidad de mantenerse en el mercado del crédito.
El tema de la financiación de la producción, el consumo rural y la intermediación de productos, espera aún transformaciones en el sistema financiero que potencien los aportes de los habitantes rurales al desarrollo nacional. Las transformaciones que propuso la Misión Rural sobre el Fondo Financiero Agropecuario y el sistema crediticio rural son una buena base para emprender acciones sobre el tema de financiación en la ruralidad.
Producción, productividad, tecnología, biodesarrollo.
Colombia es un país integrado a los mercados mundiales en condiciones que no son equitativas y generan serios conflictos con las políticas públicas que buscan abaratar las importaciones y generar cada vez más excedentes para los mercados internacionales, profundizando un modelo primario exportador que niega las posibilidades del desarrollo agroindustrial, donde pequeños y medianos productores tengan cabida. Los TLC han incrementado la dependencia alimentaria de Colombia e impuesto condiciones a favor de los inversionistas transnacionales, incluidas las empresas que desplazan la producción de alimentos y causan impactos ambientales que destruyen el hábitat de las comunidades rurales. Ese modelo y los problemas que genera no se resuelven solamente con una revisión de las negociaciones de los TLC; también requiere de una reconsideración sobre la reconversión productiva y las relaciones de la agricultura con los procesos de industrialización y el consumo interno. No existen dudas sobre la necesidad de fortalecer el sistema alimentario para el consumo nacional, especialmente con el uso de sistemas agroecológicos y regenerativos, lo cual implica incrementar el presupuesto público para la agricultura y en particular para la economía campesina, así como revisar los incentivos y subsidios otorgados a las economías exportadoras. Un Pacto Nacional sobre la Seguridad Alimentaria Nacional aparece como una opción a considerar, pues no es conveniente ni económica, ni social, ni institucionalmente, continuar con el permanente aumento de las importaciones de alimentos.
Es reconocido que la producción proveniente del sector agropecuario registra serios problemas de productividad y desarrollo tecnológico. Ello está ligado al acceso a recursos productivos, conocimiento, entrenamiento y capacitación para utilizar los progresos tecnológicos que pueden beneficiar al campo; así como a los procesos del mercado que no permiten a los productores recuperar siempre los costos y las inversiones realizadas, entre otros factores. El desarrollo tecnológico acelerado en la actualidad invita a una reflexión clara, tanto sobre los procedimientos y recursos necesarios para utilizar los nuevos conocimientos que benefician la producción, también para establecer límites y procedimientos en la modernización tecnológica para no afectar las fuentes de empleo e ingresos, especialmente en las economías campesinas, familiares y comunitarias.
El desarrollo sostenible de la ruralidad y de la sociedad toda, marca pautas para el uso de las tecnológicas, pues no se trata solo de hacer ganancias con el esfuerzo productivo, también de conservar los potenciales existentes en la naturaleza sin destruirla. Por ello, una reflexión sobre este tema es de la mayor importancia y urgencia, pues está relacionado con las posibilidades futuras de la producción de alimentos y el sustento y la vida de los habitantes rurales y urbanos.
Extensionismo rural
Las economías campesinas, familiares y comunitarias adolecen por lo general de mecanismos de extensión que les permitan conocer y utilizar las tecnologías disponibles adaptadas a sus condiciones productivas, para aumentar su productividad y utilizar los conocimientos disponibles para mantener los equilibrios agroecológicos. Por lo general, son más las compañías productoras de insumos agroquímicos las que suministran recomendaciones y conocimientos a los agricultores para controlar problemas fitosanitarios, con una visión que no ayuda a preservar las características naturales de los suelos. Esas prácticas deterioran continuamente las condiciones productivas y contaminan los suelos, dañan los equilibrios agroecológicos y evitan hacer uso de técnicas naturales de manejo de plagas y enfermedades.
Existe una disposición clara en la ley de ciencia y tecnología expedida después de las recomendaciones de la Misión Rural para reglamentar la asistencia técnica y la extensión bajo técnicas grupales y participativas y una articulación con los procesos de investigación que realiza Agrosavia para las agriculturas familiares. La Ley no se ha reglamentado y es urgente hacerlo y disponer de los recursos e instrumentos para que los agricultores mejoren el uso de la tecnología y sus ingresos, utilizando los conocimientos surgidos de los procesos nacionales de investigación y las adaptaciones de los provenientes del exterior.
Comercialización y mercadeo. Centros de distribución y logística. Circuitos cortos y verdes, mercados de cercanías.
Uno de los aspectos preocupantes de la vulnerabilidad de nuestro sistema agroalimentario es la poca atención que el Estado le ha dado a los procesos de comercialización e intermediación en la producción agropecuaria, en los cuales participan los productores sin una capacidad de negociación que les permita enfrentar los poderes del mercado. Los productores en general llevan la de perder en ese proceso, pues no disponen de la información ni de los mecanismos para enfrentarse al mercado de manera que les permita recuperar los costos de producción y obtener una ganancia adecuado para su esfuerzo productiva. Las fallas de los mercados de alimentos son numerosas, y la poca asociatividad de los productores aunada con el bajo interés de las instituciones para regular y modernizar los mercados y definir políticas de defensa de la producción nacional frente a los mercados externos, han llevado a deficiencias e ineficiencias en esos mercados que perjudican enormemente a los productores.
Las propuestas de los mercados de cercanías, circuitos cortos y verdes y similares constituyen una alternativa que puede ayudar de manera más eficiente a la modernización de los mercados de alimentos en beneficio de los productores. El Estado puede adoptar políticas en ese sentido, destinar recursos y prácticas de extensión, así como regulaciones de los mercados de alimentos y de productos agropecuarios en genera, que consideren más los beneficios de los productores. Pero los consumidores igualmente pueden proceder a cambiar sus hábitos y exigencias, en procesos articulados con los productores para avanzar en la disminución de las vulnerabilidades alimentarias y de la situación de los productores que surgen de los actuales esquemas de intermediación y comercialización. Productores, consumidores y Estado actuando de manera articulada pueden mejorar significativamente los sistemas actuales de mercadeo y conducir al establecimiento de plataformas de distribución y logísticas que mejoren apreciablemente el sistema actual de comercialización.
Asociatividad. Cooperación.
La información suministrada por el Censo Agropecuario del 2014 indica que el grado de asociatividad de los productores rurales es relativamente bajo. Ello no ayuda a enfrentar adecuadamente a los mercados, ni a los proveedores de insumos y servicios para la producción. Tampoco contribuye a fortalecer los tejidos sociales y el capital social que los productores necesitan para manejar relaciones más equitativas con los centros urbanos y realizar alianzas con los gobiernos locales, territoriales y nacional, en aras a mejorar los aportes de por sí muy importantes de los productores a la sociedad nacional.
Existe una riqueza enorme de formas de cooperación, desarrollo del capital social, relaciones de confianza y formación de tejidos sociales en las sociedades rurales, la cual es necesario potenciar y desarrollar para el mejoramiento de las condiciones actuales y la valoración que la sociedad hace del papel estratégico de las economías campesinas, familiares y comunitarias en el proceso de desarrollo nacional. Ese potencial no se puede seguir desperdiciando por falta de una política clara de estímulos y apoyos del Estado a esos procesos.
Compromisos urbanos y del país con la ruralidad. En pro de la construcción de territorios sostenibles y la eliminación de la dicotomía urbano-rural.
Si algo hay notorio en el país es el divorcio entre lo rural y lo urbano. Existen, como ya se anotó, serias brechas en calidad de vida, ingresos y oportunidades entre ambas realidades. Lo rural y lo urbano deben concebirse como una unidad orgánica que contiene funciones diferenciadas, pero altamente relacionadas, y que deben concebirse de una manera holística. La construcción de territorios sostenibles es un asunto que compete tanto a lo rural y lo urbano como al Estado y sus relaciones con la sociedad civil.
La eliminación de la dicotomía rural-urbana y de las brechas y no convergencias entre ambas esferas, se logrará especialmente cuando los ciudadanos urbanos y el Estado empiecen a valor las contribuciones estratégicas de la ruralidad para el desarrollo del país, la construcción de paz, el logro de la sostenibilidad ambiental, la seguridad alimentaria y el control de los territorios con el ejercicio productivo y de conservación de la naturaleza, Se trata de cambiar las miradas y apreciaciones que se tienen de lo rural, en un proceso de largo plazo que requiere construirse ya.
Renta básica campesina.
En el mismo sentido que se ha abierto la discusión sobre una renta básica para los sectores urbanos más desprotegidos, se requiere avanzar en la que compete a una renta similar para los habitantes rurales. Es claro que sin una renta de esa naturaleza los campesinos y agricultores familiares no contarán con las demandas apropiadas para la realización de su producción, como se ha observado recientemente con los productores de papa y otros artículos alimenticios. De igual manera, sin una renta básica para los rurales, los productores urbanos no tendrán el sustento necesario para sostener una demanda de bienes que les permita realizar sus producciones de bienes y servicios. Ambas rentas son complementarias y se necesitan la una a la otra.
El país ganará mucho en su estabilidad social, económica y política con ese tipo de instrumentos en lo rural y lo urbano. Es necesario seguir avanzando en propuestas bien sustentadas que contemplen las condiciones propias de lo rural para acercarse a una renta básica que llene unos mínimos para la eliminación de los desequilibrios existentes en la actualidad entre lo urbano y lo rural, y para lograr un sistema articulado de rentas que acople ambas esferas de la realidad.
Cinturones verdes y sustentabilidad[5]
Las grandes ciudades contemporáneas tienen que resolver además del abastecimiento alimentario, la sustentabilidad ambiental de su misma existencia urbana. Un cinturón verde puede articular reservas naturales, forestales y ecológicas, con producción de alimentos sanos y más baratos para la población urbana que garantice la soberanía y seguridad alimentaria, protección de la territorialidad y producción campesina, defensa de la diversidad cultural y las comunidades y territorios indígenas y afro, condiciones sociales más equilibradas, la estética urbano-rural, la educación ambiental y social y actividades recreativas de baja densidad. Varias ciudades colombianas podrían dotarse de cinturones verdes que unan reservas naturales, reservas agrícolas, reservas campesinas y otras formas de protección de la territorialidad campesina como los territorios campesinos agroalimentarios propiciados por algunas comunidades o el distrito campesino propuesto en los 5 corregimientos de Medellín, así como con resguardos indígenas y territorios colectivos afro. Bogotá, por ejemplo, es una ciudad que aún tiene los elementos que le permiten formalizar un cinturón verde.
El artículo 52 de la ley 160 de 1994 estableció la extinción de dominio o propiedad cuando los propietarios violen las disposiciones sobre conservación, mejoramiento y utilización racional de los recursos naturales renovables y las de preservación y restauración del ambiente, o las normas sobre reserva agrícola o forestal establecidas en los municipio o distritos con más de 300 mil habitantes.
HACIA UN CONTRATO SOCIAL EN TORNO A LA ECONOMÍA CAMPESINA
LA ALIMENTACIÓN DE LOS Y LAS COLOMBIANAS
ES CON LOS CAMPESINOS O NO ES
Una apuesta democrática y sustentable por el desarrollo rural, la justicia con la ruralidad y el fortalecimiento de las economías campesinas
Este documento es una propuesta para el debate social amplio y democrático, preparado por la iniciativa de diferentes personas e instituciones con el propósito de proponer alternativas viables para la ruralidad colombiana y en espacial hacia las economías campesinas
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Pedro Santana; Absalón Machado; Darío Fajardo; Luis Jorge Garay; Héctor Mondragón; Carolina Corcho; Jaime Rendón; José Daniel Rojas; Wilson Arias; Jorge Iván González y Jorge Enrique Espitia.
Corporación Latinoamericana Sur
Centro de Estudios e Investigaciones Rurales (CEIR) de la Universidad de La Salle
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Bogotá, septiembre de 2021
PRESENTACIÓN
Este ejercicio de debate sobre propuestas democráticas para Colombia, en esencia para la Colombia rural, es una iniciativa de la Revista Sur-Corporación Latinoamericana Sur, elaborada con un grupo de expertos conocedores a profundidad de la problemática agraria y de la gobernanza y la seguridad alimentaria en el país, con el fin de construir una propuesta movilizadora que sintetice la pos pandemia reivindicaciones básicas de los más de 10 millones de campesinos existentes en nuestro país.
Se trata de proponer políticas alternativas que logren permear la agenda pública, tal y como lo ha hecho el proyecto de Ley de Renta Básica de Emergencia, que ha posicionado con ese solo enunciado una reivindicación clara y concisa que pudo concretarse en un proyecto de ley, que se espera conduzca a movilizar a la ciudadanía en esta coyuntura alrededor de un enunciado similar. Este ejercicio busca construir una propuesta dirigida a la sociedad en su conjunto: sociedad civil, sociedad política, organizaciones sociales, academia, organizaciones campesinas, indígenas, afros, partidos políticos, en la búsqueda de la consolidación de la paz en clave territorial, de una transición democrática y con justicia para el campo colombiano.
En la coyuntura actual ha quedado claro que la pandemia ha llegado a sensibilizar al conjunto de la población sobre la importancia de la economía campesina, la que ha provisto de manera sustancial el suministro de alimentos a los consumidores urbanos. Esto no ha pasado desapercibido para las mayorías nacionales que viven en los centros urbanos, pues hoy se tiene una mejor valoración del trabajo de los campesinos que ha permitido mantener una oferta de alimentos suficiente en estos largos meses de confinamiento y emergencias sanitaria y social. La limitación para acceder a los alimentos está relacionada con la falta de ingresos para un sector de la población que no cuenta con recursos para comprarlos, y es ahí donde entra con mucha fuerza propuestas como la de renta básica.
Parte de esas reivindicaciones campesinas se resumen en el punto 1 de la Reforma Rural Integral de los Acuerdos de La Habana, pero, dadas las circunstancias de la escasa implementación que se han dado con el actual Gobierno, se requiere a nuestro juicio de una propuesta que sea un puente hacia la materialización, el cumplimiento, la complementación y profundización de esos acuerdos. Por lo cual, una agenda de transición hacia una nueva democracia sería ese puente para que la sociedad pueda reivindicar el cumplimiento, el desarrollo integral de los puntos del Acuerdo con los complementos aportados por la Misión para la Transformación del Campo, y por otras iniciativas diversas, conducentes a una valoración de la importancia estratégica de la ruralidad y el trabajo del campesinado, hombres y mujeres de la ruralidad.
Esta propuesta debe materializarse en un documento consensuado ampliamente que sintetice reivindicaciones muy concretas de apoyo a la economía campesina. El documento tendrá varios destinos (1) Un proyecto de Ley, (2) unas acciones de apoyo, visibilización y respaldo a iniciativas ya existentes como los mercados campesinos, las redes de cercanías para la distribución y venta de alimentos, los cinturones verdes, las zonas de reserva campesina, las redes de productores, la territorialidad y la cultura campesina, etcétera, y (3) una propuesta de política rural que contribuya a un programa de transición democrática que recoja, además, la propuesta del Manifiesto Rural de la Universidad de La Salle para cerrar las brechas urbano-rurales y trazar un compromiso decidido frente al desarrollo rural. Para avanzar en esos procesos se requerirá de gran capacidad de concertación con las redes de organizaciones, tanto campesinas como urbanas.
El proceso propuesto deberá concluir con la formulación de una propuesta de política pública sobre la economía campesina que tendrá como destinatarios a las organizaciones campesinas, indígenas y afros, pero también al conjunto de la sociedad política. El documento será presentando a todos los actores políticos de cara a los procesos electorales de 2022 tanto a las listas al Congreso como a la presidencia de la República. También deberá ser útil para promover la agenda legislativa y convidar a una reflexión permanente sobre el papel estratégico de la ruralidad y las economías campesinas, familiares y comunitarias en el desarrollo y la democracia del país.
Una vez construido el documento se debatirá con las organizaciones campesinas, indígenas, afros, de mujeres y organizaciones comunales para enriquecerlo y hacerle una labor amplia de divulgación y pedagogía. Al mismo tiempo este documento haría parte de las propuestas programáticas para una transición hacia una democracia nueva en el país. Al lado de la propuesta de renta básica de emergencia; reforma del sistema de salud; reforma tributaria; agua, fracking, medio ambiente; reindustrialización y producción limpia; seguridad humana y reforma política, entre otros, alternativas que deberán, por la fuerza de la sociedad civil, ser recogida por partidos políticos y aspirantes a regir los destinos de una nueva Colombia.
- EL MODELO DE DESARROLLO Y EL PAPEL DE LA PRODUCCIÓN AGROPECUARIA[6]
En el panorama internacional la pandemia del covid-19 ha generado una crisis en internacional en el crecimiento económico mundial, con diferentes grados de acentuación según los grandes bloques económicos. La crisis de crecimiento en países con los que Colombia tiene lazos comerciales, afecta las posibilidades de la recuperación económica interna. Ello hace pensar que las posibilidades, por lo menos de volver a los niveles de actividad económica de antes de la crisis, se extiendan a períodos más largos de los pensados. La crisis económica interna coincide con la externa que configura un panorama preocupante en el inmediato futuro.
A la disminución del crecimiento mundial y la crisis causada por la pandemia, se suma la crisis del multilateralismo que viene gestándose desde hace varios años, expresada con fuerza durante el gobierno estadounidense de Trump. Los tires y aflojes de los acuerdos y tratados comerciales entre bloques como el de Estados Unidos-China y China-Unión Europea, son una muestra de ese proceso, así como la formación reciente del bloque comercial más grande del mundo liderado por China y países asiáticos.
Con el agravante de que el modelo de desarrollo vigente ha privilegiado la mercantilización financiarizada de la gestión estatal y la prestación de servicios públicos sociales y de los mercados, la subordinación de lo público a las decisiones individuales y el consumismo desaforado de energía fósil, con ello el deterioro de los recursos naturales y del medio ambiente, y consecuentes con una creciente desigualdad. Esto ha propiciado severos procesos de concentración de la riqueza intra e inter nacionales, pero en particular, las destrucciones de los aparatos productivos en las naciones como producto de decisiones voluntarias de deslocalización, como ha sido el caso de los países industrializados quienes optaron por aprovechar la revolución en los transportes para trasladar su producción a países pobres, buscando la reducción al máximo de sus costos laborales en ciertos países del Sur global, o con las decisiones de privilegiar el libre comercio (en el caso de Colombia a través de la apertura económica y las consecutivas profundizaciones a través de los tratados de libre comercio de nueva generación).
Lo anterior ha conducido en países como Colombia a profundizar procesos de desindustrialización, pero en especial de desruralización y en particular de desagriculturización, dejando las estructuras económicas debilitadas, pero en particular consolidando un modelo de desarrollo que no es capaz de soportar las necesidades de producción interna y de consumo de los países.
La profundización de la globalización neoliberal se expresa en el desarrollo glocal/territorial mediante el proceso de titularización financiarizada de los bienes agrícolas y recursos naturales en los mercados mundiales de capitales, la adquisición masiva de tierras, el licenciamiento extensivo del subsuelo para la explotación de recursos naturales no renovables, la implantación de modalidades para la mercantilización del uso de la tierra como el derecho real de superficie (DRS) y la apertura a la inversión extranjera, y el acaparamiento del uso del suelo y del subsuelo y/o de la propiedad de tierras en los países en desarrollo por parte de capitales extranjeros y nacionales poderosos, productivos y financieros. Este proceso constituye uno de los rasgos distintivos de la etapa contemporánea de la globalización capitalista neoliberal (Garay 2013).
El riesgo de agravamiento de injusticias e inequidades con este tipo de proceso glocalizador (globalizador a nivel nacional/regional/local) al nivel de lo rural se hace aún mayor en el caso de un país como Colombia, ante la excesiva concentración de la propiedad de tierra, la muy elevada informalidad de la tenencia de la tierra, y el inadecuado uso de amplias extensiones (según su aptitud), el masivo abandono forzado y despojo de tierras, la sistemática victimización de la población rural, las falencias tradicionales de un modelo de desarrollo rural que no ha tomado en consideración a las víctimas ni a la población campesina excluida y vulnerable. Ese modelo acentúa los riesgos sistémicos y las consecuencias previsibles del cambio climático en determinados territorios, con en un inadecuado uso de la diversidad en la riqueza de recursos minero-energéticos, y una pérdida de la biodiversidad agrobiológica de la que sido dotado el país.
Ese modelo aplicado sin las debidas regulaciones del Estado y del ejercicio de su poder institucional ha abierto campo al ejercicio de poderes fácticos (tanto ilegales como grises, que se mueven entre la legalidad y la ilegalidad), a la ausencia de un verdadero mercado de tierras en buena parte del territorio nacional, y a la inexistencia de una institucionalidad tributaria sobre la tierra y las ganancias de ella derivadas, propiciando que los terratenientes y/o capitalistas se puedan apropiar casi plenamente de las rentas en su favor.
Las nuevas dinámicas de inversión global exponen el interés del capital de capturar rentas a nivel de diversas instancias de la producción capitalista relacionadas con la generación de valor, una práctica que ilustra ese interés es la del acaparamiento de tierras enmarcada en un fenómeno denominado La Fiebre Mundial por la Tierra, (Arezki, Deininger y Selod 2012), que evidencia una oleada transfronteriza de adquisición de tierras por parte de diversos agentes vinculados al agronegocio y al mundo financiero, principalmente en áreas de frontera.
En esas dinámicas inciden tanto las rentas absolutas como diferenciales de la tierra que pasan a ser apropiadas por el capital transnacional. La primera originada en la simple propiedad, y presenta situaciones en las que un propietario puede sacar provecho de no poner a producir su tierra y acumularla, lo que genera traumatismos en el equilibrio entre la oferta y la demanda con repercusiones en los mercados. “Entre mayor sea la concentración de la tierra en un país, más posibilidades existen de que los propietarios generen una escasez inducida, por lo tanto, que aumenten las rentas” (absoluta y diferencial) (UPRA 2013, p.25). La renta diferencial, por su lado, se fundamenta en aspectos de calidad y productividad del suelo, además de la ubicación de las tierras de cultivo respecto a los mercados de bienes.
Arias (2017) publicó un mapa diseñado por investigadores del FMI en el que se caracterizan las tierras del mundo. Tomando en consideración el fácil acceso a tierras no cultivadas con potencial agrícola, los investigadores desarrollaron un indicador para evaluar la potencial idoneidad agroecológica de las tierras en comparación con su uso actual. Para establecer un parámetro de referencia sobre el potencial de una zona que no está siendo desarrollada en términos agrícolas, utilizaron información climática y biofísica que incluye la calidad del suelo. De esta forma, obtuvieron un indicador que les permitió reconocer las zonas cuya expectativa de retorno de inversión son altas para desarrollar actividades rentísticas.
El mapa se superpone, en el caso colombiano, con las áreas de frontera agrícola que hacen de la posesión de estas tierras objeto de especulación a partir del acaparamiento y de las expectativas creadas por diversos gobiernos mediante el anuncio de inversiones públicas en aras de expandir la producción agroindustrial en la vía de explotar las últimas fronteras agrícolas.
Además de lo expresado, el modelo que rige los destinos de la economía nacional y de la sociedad colombiana se fundamenta en el paradigma internacional que define lo rural como subsidiario del desarrollo urbano industrial, financiero y de servicios. La forma como se maneja ese fenómeno ha acentuado las desigualdades rurales-urbanas y los desequilibrios regionales, pues las políticas urbanas prevalecen sobre las rurales en materia de prioridades de inversión, en relación con las rurales, y los ciudadanos no valoran lo rural como sector estratégico para el desarrollo. En la práctica, lo rural se va achicando en relación con lo urbano, fenómeno que sucede en todos los sistemas económicos. Por eso es tan necesario que la política pública busque aminorar las desigualdades en el desarrollo rural y urbano.
Otra característica de nuestro modelo de desarrollo se deriva de la importancia que se le otorga a la explotación de los recursos naturales con poco valor agregado (minería, petróleo y bosques), constituyendo el denominado modelo extractivista, expresión de la poca prioridad dada a los procesos de industrialización y a la agroindustria nacional. Es un modelo que concentra la atención del Estado en la explotación y exportación de los recursos naturales con poco valor agregado, pocos encadenamientos hacia adelante, y por tanto no permite la ampliación del mercado interno, ni el fortalecimiento de una clase media fuerte y dinámica que sea el sostén de una democracia y una economía dinámicas, al relegar a lugares secundarios el desarrollo industrial y agroindustrial.
Componente principal del modelo de desarrollo es la poca importancia que se ha otorgado por los gobiernos de turno a los presupuestos públicos para el sector rural en el periodo 2000-2020[7].
El Presupuesto General de la Nación (PGN) sin servicio de la deuda pública aumentó 7.5 puntos porcentuales del PIB en el periodo 2000-2021, al pasar de 16.4% del PIB en 2000 a 24.0% del PIB en 2021. Entre tanto, el Presupuesto para el sector Agropecuario y Desarrollo Rural decreció en 0.031 puntos porcentuales. El presupuesto apropiado para el año 2021, respecto al del 2013, año en que se alcanzó el mayor valor del presupuesto del sector Agricultura y Desarrollo Rural, representa un descenso del 60%. El deterioro del gasto público agropecuario viene agudizado por su composición, pues se priorizan los subsidios directos sobre las inversiones productivas, concentrándose principalmente en el Ministerio, dado que cerca del 20% de su presupuesto corresponde a una transferencia a Corpoica para el “Desarrollo de Funciones de Apoyo al Sector Agropecuario en Ciencia, Tecnología e Innovación” (Cuadro 1 y Gráfico 1).
Cuadro 1. Distribución del Presupuesto del Sector Agropecuario (MM$) | ||
Unidad Ejecutora | PGN 2020 | Distribución |
AGRICULTURA Y DESARROLLO RURAL | 1.848 | 100,0% |
170101 Ministerio de Agricultura | 844 | 45,7% |
170106 U. Planificación de Tierras Rurales | 29 | 1,6% |
170200 ICA | 302 | 16,3% |
171500 AUNAP | 58 | 3,2% |
171600 Gestión de Restitución de Tierras Despojadas | 249 | 13,5% |
171700 A. Nacional de Tierras – ANT | 219 | 11,9% |
171800 A. Desarrollo Rural – ADR | 147 | 8,0% |
El crecimiento del PGN primario lo explican en su orden: Salud, Protección Social y Trabajo, Educación, Defensa y Policía, Vivienda, Ciudad y Territorio, Transporte y Minas y Energía. Sobresale la importancia del Sistema General de Participaciones (Salud, educación y agua potable, entre otros), el pago de pensiones, así como los subsidios para los servicios públicos de energía eléctrica y gas.
Por su parte, cabe destacar que mientras el Presupuesto del sector de Defensa y Policía creció en un 13%, el del sector Agropecuario descendió en un 13% en el periodo 2000-2020 (Gráfico 2).
Gráfico 2. Evolución Presupuesto sector Agricultura y Desarrollo Rural
en el periodo 2000-2021
Agricultura y Desarrollo Rural (% del PIB) y participación en el PGN sin deuda (%) | Presupuesto General de la Nación sin Servicio de la Deuda (% del PIB) |
Fuente: PGN. Ministerio de Hacienda y Crédito Público. Cálculos propios. |
Finalmente, señalar que las pérdidas de apropiación (apropiación definitiva menos presupuesto comprometido) del sector Agropecuario entre el año 2000 y 2020 han representado cerca de 3.2 billones de pesos de 2020, es decir, casi el doble (1.7 veces) de lo asignado presupuestalmente para el sector en el año 2020.
Este marco presupuestal ayuda a explicar los resultados económicos y sociales del sector expuestos en el presente documento.
Los avances logrados relativamente en el sector rural en cuanto a educación, salud y agua potable tienen como base la constitucionalización de los recursos presupuestales para la provisión de estos bienes y servicios. Sin embargo, con la pandemia se observan deterioros significativos, por ejemplo, en educación con la consolidación de una nueva fuente de inequidad y discriminación, como es la asociada con la brecha digital en medio de una creciente virtualización de los espacios educativos y laborales.
Al estudiar los microdatos de la encuesta del DANE, en la que se les consulta a los hogares por el servicio y acceso a internet, los hallazgos son muy ilustrativos:
(i) El 42,0% de la población de hogares a nivel nacional manifestó que tenía acceso a internet en enero de 2020, y apenas el 49,4% un año después en medio de la pandemia. Así, la cobertura de internet creció apenas en un 7,0% durante los primeros 9 meses de la pandemia. Con una marcada diferencia de cobertura según ubicación: en las cabeceras municipales con una cobertura del 59%, mientras en el resto de país con una de solamente el 13%.
(ii) De igual manera, apenas un 31% de los hogares a nivel nacional cuenta con computador en la casa: 38% en las cabeceras de municipio y tan sólo el 5% en la zona rural.
Así, entonces, la brecha digital se constituye en una nueva fuente de profundización de las desigualdades sociales, así como en una barrera para avanzar en la calidad de la educación (Garay y Espitia 2021a).
Los más sacrificados con el proceso educativo en medio de la pandemia son los hogares pobres, ya que, según hallazgos de la UNESCO, en esta época cerca de “100 millones de niños no alcanzarán el nivel mínimo en lectura”. Por supuesto, la Colombia rural va a ser una de las más afectadas, dado los niveles de conectividad arriba expuestos.
Otros áreas de inversión pública que han de ser reforzadas en el sector rural, a su vez como importantes fuentes de empleo, son las de las vías terciarias, dada la deuda de infraestructura existente, pensando incluso en una institucionalidad pública que reemplace la de los antiguos Caminos Vecinales, la construcción tanto de vivienda de interés social dado el aumento del déficit cualitativo y cuantitativo en los centros poblados y rural disperso, como de infraestructura sanitaria, educativa y de saneamiento básico, el desarrollo de un sistema estable de asistencia técnica y transferencia de tecnología, entre otros.
1.2 LOS TRATADOS DE LIBRE COMERCIO Y LA AGRICULTURA
Un elemento sustancial del modelo liberalizador de los mercados son los tratados de libre comercio (TLC), especialmente los denominados de nueva generación implantados desde los 90´s con el modelo neoliberal. En América Latina, la dura posición de los Estados Unidos (EEUU) con la región, condujo al fracaso del intento de crear un área de libre comercio en el hemisferio. En 1994 el país del Norte buscó impulsar un Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA) que no fructificó, entre otras razones, por la negativa de los EEUU de exponer su sector agropecuario a una verdadera apertura a la competencia externa; Brasil, Argentina y Venezuela asumieron la misma posición, quedando la iniciativa sin mayor fuerza. A partir de allí, los EEUU asumieron una estrategia más acorde con su voluntad política de realizar negociaciones bilaterales (TLC) que se convirtieron en una herramienta política para garantizar la fidelidad de algunos países de la región, en medio de una ola de gobiernos progresistas o alternativos a las ideologías neoliberales en otros países americanos.
Colombia después de otros países como México y Chile, y con muchas dudas del gobierno de EEUU ante la debilidad institucional y estructural del país, firmó el TLC en mayo del 2012. Posteriormente y en el marco del capítulo XXIV de la Organización Mundial del Comercio, se han firmado otros acuerdos (hoy son 16 vigentes)[8], no solo con países americanos sino con grupos de países, que como en el caso de la Unión Europea, tienen a su sector agropecuario protegido como una prioridad en materia de seguridad alimentaria. Se trata de la idea de una multilateralidad estratégica a partir de acuerdos particulares de libre mercado, tomando provecho de las asimetrías existentes con los países socios, en particular las relacionadas con el sector agropecuario.
Tal vez el aspecto de mayor relevancia que han dejado los TLC ha sido el de restringir significativamente el grado de autonomía de las decisiones políticas domésticas que sean requeridas según las circunstancias. En otras palabras, los TLC han vuelto permanentes las decisiones (preferencias arancelarias unilaterales y discrecionales) asimétricas acordadas en los tratados.
El resultado primario de los TLC ha sido la profundización de lo que los procesos de apertura económica habían comenzado a evidenciar: agudización del déficit externo de difícil retorno en la medida que las importaciones ganaron una mayor participación (Ocampo 2004). La mayor expresión del fracaso de los TLC es el aumento de la dependencia alimentaria que llevó a aumentar las importaciones de alimentos desde un millón de toneladas a más de 12 millones en menos de dos décadas. La idea de abrir otros mercados para productos nacionales se ha ido desvaneciendo ante lo que ya se temía: la debilidad estructural de la producción, tanto manufacturera como rural.
Esto ha sido claro con los dos principales socios comerciales: EEUU y la Unión Europea. Con el primero se ha tenido un mayor dinamismo del comercio, mientras que paradójicamente con la Unión Europea la velocidad que se traía en el crecimiento de las relaciones comerciales descendió, probablemente por el efecto de la profunda crisis económica vivida en Europa desde el año 2009. El comercio exterior frente a estas dos potencias ha sido deficitario en el mediano plazo, en los tiempos de vigencia del tratado, lo que se manifiesta igualmente en cuanto a los productos agropecuarios.
En efecto, el saldo de la balanza comercial agropecuaria (OMC más pesca) se ha deteriorado sensiblemente desde la fecha de suscripción del TLC con EEUU al haber pasado de USD$ 1.450 millones a solo USD$ 76 millones, con una caída del 94.7%, e incluso del 98% si se excluye el sector de pesca (Zafra 2019).
Cuando se analizan los productos tradicionales como café, banano y flores, el resultado es favorable, pues han sido el soporte de las exportaciones agrícolas colombianas. Pero al analizar otros productos el resultado en estos años bajo los tratados no es positivo; por el contrario, las importaciones no solo han representado amenazas al aumentar la oferta interna trastocando los precios internos, además de los propios precios de importación que se elevan con la devaluación cambiaria con el aumento del costo de la canasta básica de consumo, lo cual genera la pérdida de rentabilidad y de competitividad interna. Las posibilidades de acceder a esos mercados no son fáciles, dadas las mismas condiciones de competitividad e incluso de protección que en esos otros países se les asigna a los productos rurales.
Las oportunidades entonces han sido pocas, es cierto que algunos productos como frutas exóticas o alimentos frescos (Rendón 2019) han disfrutado de mejores ofertas, pero se tendrían que hacer más esfuerzos en producción interna con el fin de aumentar cantidades puestas en esos otros mercados (se trata de producción y de logística). Es así como, de acuerdo con Zafra (2019), “sólo 67 sub-partidas arancelarias sin muestras comerciales se han exportado entre Junio 2012 a Mayo 2018 de manera permanente, mientras que otras 18 sub-partidas arancelarias, igualmente sin muestras comerciales, que ingresaron a los Estados Unidos en el periodo Junio 2012- Mayo 2015 desaparecieron a partir de Junio 2015”.
Lo contrario se vive en productos como cereales, carne y otros productos que vienen arrasando con la producción interna, en un escenario que tiende a complicarse ante la creciente desgravación producto de lo acordado en los mismos tratados. Aparte de los productos tradicionalmente importados provenientes de EEUU, siguiendo a Zafra (2019),”las importaciones de subpartidas arancelarias nuevas sin incluir muestras comerciales originarias de Estados Unidos, durante el periodo junio 2012 a Mayo 2018 de manera permanente ascienden a 99”.
A su vez, EEUU y la UE mantienen altos subsidios a la producción de sus productos agropecuarios, mientras estos son bajos comparativamente en Colombia. Cálculos realizados por Ocampo (2017) muestran que en el período 1991-2015, los apoyos totales frente a la producción agrícola fueron del orden del 21% en Colombia, el 28.1% en EEUU, el 39% en Europa. El último dato divulgado para Colombia es del 17%. Colombia importa esos productos altamente subsidiados, hundiendo la producción local de los mismos y dejando desprotegidas a las economías campesinas locales.
En este punto, conviene recordar que estudios sobre los impactos previsibles del TLC con EEUU en las economías campesinas, como el de Garay et al. (2010), ya estimaban que “el ingreso neto total de los hogares campesinos se disminuiría en un 10.5%, bajo un escenario de precios y tasa de cambio medios”.
Los TLC tienen un agravante: se centran en garantizar privilegios a los inversionistas, especialmente extranjeros, en especial la llamada “seguridad jurídica” que pretende blindar las inversiones con respecto a cambios legislativos, congelar las normas favorables a los inversionistas y establecer como reglas del juego económico las de la doctrina neoliberal. Varios TLC establecen tribunales de arbitramiento privados obligatorios para resolver los conflictos entre nacionales e inversionistas extranjeros.
Tales tribunales, según el TLC con Estados Unidos y varios tratados bilaterales de inversión, no deciden de acuerdo a la ley y la constitución de Colombia o el país de origen del inversionista, sino de acuerdo a “las costumbres del comercio internacional”. Ello ha llevado a múltiples demandas de empresas transnacionales contra países latinoamericanos, que pretenden anular las decisiones de los tribunales nacionales sobre temas ambientales y de derechos colectivos, y cobrar gruesas indemnizaciones[9].
A manera de conclusión general, la tendencia al crecimiento de la importación de alimentos en Colombia comenzó en 1954 con el trigo cuando se expidió el decreto 1520 que acogía la Ley 480 de excedentes de Estados Unidos. Se incrementaron las importaciones, primero durante el gobierno de Turbay Ayala y mucho más desde la llamada apertura económica, impulsada por César Gaviria, tras la cual ya el país dependía del maíz y el trigo importados, subsidiados por Estados Unidos a sus productores. Posteriormente, una empresa como Bavaria decidió desde comienzos de este siglo importar la cebada.
Los tratados de libre comercio han aumentado y consolidado cualitativamente la dependencia de las importaciones de alimentos, quedando protegidos apenas algunos productos de las grandes empresas: azúcar y aceite de palma. Así entonces, la soya y el algodón que se producían en Colombia pasaron a ser importados, incluso el país ha importado café de Perú, y ahora papa deshidratada y precocida de Bélgica y otros países.
La importación masiva de alimentos es resultado tanto de los TLC como de la destrucción de la institucionalidad agropecuaria tendiente a fomentar la producción nacional, la generación de tecnología como la que suministraba el ICA, el crédito de fomento, la regulación del mercadeo, aparte de la prioridad estatal brindada a otras actividades que han subordinado la vida rural como han sido la explotación de petróleo, la minería, las hidroeléctricas y los agro-combustibles.
Paradójicamente el país resolvió no solo debilitar las políticas públicas rurales, dejando en el mercado el peso de la determinación de los equilibrios, las ofertas y los precios, sino que abandonó la idea de fortalecer el sector agropecuario y la vida rural. Mientras negoció con países que tienen una clara decisión política para proteger a su propio sector agropecuario, Colombia dejó su suerte más a decisiones de multinacionales que a decisiones internas, afectando así seriamente a las economías campesinas.
Así, ha ido quedando en evidencia las asimetrías estructurales existentes con los países socios de los acuerdos de libre comercio, y en especial en cuanto a las políticas de cada uno respecto a su sector agropecuario. En los procesos que condujeron a las firmas se debieron considerar estas diferencias estructurales para proceder a la desgravación arancelaria, sin embargo lo negociado dista bastante de haber privilegiado a Colombia como la nación favorecida, pues los tiempos y los prerrequisitos estructurales de desgravación arancelaria debieron ser mucho más amplios y restrictivo para equilibrar las condiciones de competencia entre países socios. También quedó en evidencia la indecisión o incapacidad de Colombia para estructurar de manera sólida al sector agropecuario, y en particular a las economías campesinas, expuestas a la competencia de Europa, EEUU y ahora del Asia.
Han sido entonces los TLC una negociación asimétrica: sectores rurales de países que protegen desde las políticas públicas a sus campesinos, donde sus políticas agropecuarias ocupan lugar primordial en sus políticas públicas, en una clara protección a su seguridad alimentaria; en contraste con un campo colombiano puesto al vaivén de una libre acción de las fuerzas del mercado bajo condiciones de una competencia asimétrica con pocas opciones para enfrentar producciones internacionales favorecidas por políticas internas de índole estratégica. Todo esto atenta con la producción agropecuaria y deja en riesgo, tanto la producción nacional como la propia seguridad alimentaria del país.
La firma de los TLC como un paso más en la profundización de las reformas estructurales que dieron entrada al modelo neoliberal, también han privilegiado los modos de producción extensivos e incluso a la agroindustria, que ha concentrado buena parte de los limitados subsidios al sector agropecuario en las últimas tres décadas, incluyendo al café, y al cacao (Forero 2019).
A esto se suma que la producción agroindustrial, extensiva y de monocultivo, ocasiona problemas severos al medio ambiente, los recursos naturales y en general a los ecosistemas. Como se ha demostrado en diversos estudios, estos modos de producción no solo son responsables de por lo menos el 30% de la emisión de gases de efecto invernadero, sino que algunas producciones específicas generan un metabolismo social adverso, afectando la vida humana y ecosistémica en los territorios.
1.3 EL SISTEMA ALIMENTARIO CORPORATIVO
En los análisis de las coyunturas y posibilidades de transformaciones de la realidad rural, no debe perderse de vista que el sistema alimentario colombiano está sometido a una gran vulnerabilidad causada por la constitución a nivel mundial de un sistema alimentario corporativo dominado por grandes empresas transnacionales que controlan la tecnología agroalimentaria, las semillas, la maquinaria, los insumos agroquímicos, la información y los hábitos de consumo a través de la publicidad, aparte de grandes conglomerados agroindustriales y de industrias de alimentos, que manejan empresas comercializadoras de alimentos transnacionales. El resultado es el condicionamiento de las políticas alimentarias internas a los intereses del consorcio corporativo transnacional.
Ese sistema alimentario corporativo opera bajo la lógica de la acumulación capitalista; controla a su vez la información a los consumidores e incide en sus decisiones de consumo, induciendo patrones alimentarios basados cada vez más en productos procesados y ultra-procesados, los cuales no garantizan una dieta saludable ni condiciones de sostenibilidad ambiental.
Ese modelo alimentario corporativo ejerce un control monopólico en la cadena alimentaria mientras los productores primarios, los consumidores y el Estado pierden su capacidad de decisión. Amenaza las posibilidades de la agricultura campesina y de pequeña escala y las de agro-industrialización en pequeña y mediana dimensión. Además, ese modelo en el marco del neoliberalismo ejerce diferentes tipos de violencias en el sistema alimentario, unas visibles y otras invisibles, como las realizadas a través del mercado (Morales González 2018).
Según Morales, “la humanidad enfrenta hoy serias violaciones al Derecho Humano a la Alimentación y Nutrición Adecuadas. Estas violaciones se dan en un contexto caracterizado por: a) la ampliación de la pérdida de los recursos, bienes y territorios de los (as) productores (as) de alimentos, que Philip Michael (2014) ha llamado el arma de la desposesión, b) una transición nutricional donde declina el consumo de alimentos básicos tradicionales, imponiéndose el de productos comestibles ultra procesados, c) una relación creciente entre el cambio climático, el hambre y los conflictos, d) la violencia contra poblaciones específicas y el ataque a los DDHH y al ideal de la democracia, y e), la captura corporativa de los espacios de la gobernanza en materia alimentaria y gubernamental, y la interferencia de la industria en ellos”[10].
En ese régimen corporativo transnacional, como han indicado varios analistas, el agua, las semillas, la tierra y otros recursos naturales se convierten en negocios financiarizados alrededor de un pequeño grupo de empresas nacionales y transnacionales que configuran el corporativismo alimentario. Ese fenómeno a su vez genera una privatización cada vez mayor de la gobernanza de los sistemas alimentarios y la nutrición de los pueblos. Expresión de esas dinámicas son las frecuentes fusiones de empresas que acentúan su poder sobre los mercados, y la conducta de los consumidores, condicionan las producciones de alimentos y ejercen presiones sobre las políticas alimentarias nacionales. Los ejemplos recientes son la compra de Monsanto por Bayer, considerada como la mayor fusión de empresas agrícolas, de transgénicos, pesticidas y de semillas en 2019. Bayer controla buena parte de las semillas, fertilizantes, herbicidas y demás “fitosanitarios” y consolida la última de tres megafusiones en la industria de semillas y pesticidas, en un proceso que se viene acentuando en la era neoliberal, generando grandes riesgos en el sistema agroalimentario mundial. Ello hace parte de la consolidación del sistema corporativista alimentario surgido desde los años ochenta del siglo pasado.
De acuerdo con Miguel Jara (2018) cuando se inició el frenesí de las fusiones, “seis compañías globales controlaban aproximadamente dos terceras partes del mercado global de semillas y más del 70% del de pesticidas, ahora quedarán solamente cuatro compañías en ámbito de semillas y pesticidas: Bayer-Monsanto, que dominará; le siguen Corteva Agriscience (una nueva empresa derivada, resultado de la fusión del año pasado entre Dow y DuPont); la empresa resultado de la fusión anterior entre Syngenta (con sede en Suiza) y ChemChina (la ambiciosa compañía química asiática que se espera se fusione muy pronto con la aún más grande Sinochem); y finalmente la cuarta jugadora en el campo será BASF, la gigante alemana que ahora será más fuerte gracias a la parte de semillas de Bayer”[11]
Las preocupaciones geopolíticas de los países y los bloques de países, no solo están centradas en los aspectos militares, políticos y económicos. La geopolítica de los alimentos entra de lleno en los campos estratégicos mundiales, pues hace parte de las disputas internacionales estratégicas relacionadas con la supervivencia de la humanidad. El control de los sistemas alimentarios es una amenaza para la humanidad, como lo es el cambio climático, de allí que las principales potencias económicas tiendan a considerar la seguridad alimentaria como una política de seguridad nacional. El comercio global de bienes y servicios, está en el centro de las consideraciones de la geopolítica, siendo de importancia particular el comercio de los alimentos, como lo indica Martín Piñeiro (2020). La pandemia causada por el covid-19 a nivel mundial, ha puesto de presente la importancia que tiene la producción de alimentos en cada país, por lo cual se prevén relocalizaciones e intentos de recuperación de la soberanía alimentaria, especial pero no únicamente en los países con alta dependencia alimentaria.
Ello tendría expresiones en el debilitamiento de la OMC y las crecientes dificultades en lograr nuevos acuerdos comerciales. La tendencia a un sistema multipolar que compita con las tres potencias mundiales EEUU, China y UE, dependerán de muchos acontecimientos políticos y económicos difíciles de predecir, esos países seguirán en el centro de la toma de decisiones, será el escenario donde posiblemente se definan cambios en el sistema corporativo alimentario. Y en ese contexto, países como Colombia actuando en bloque con otros países latinoamericanos deberá tomar decisiones cruciales sobre su seguridad y soberanía alimentarias. La crisis causada por el Covid-19 acentuará reflexiones sobre esas posibilidades.
Piñeiro anota tres tendencias disruptivas mundiales: el cambio climático, las tendencias del consumo y la pandemia del covid-19. Estas disrupciones han puesto de manifiesto el papel de Estado en situaciones de crisis y su rol fundamental en el manejo de los sistemas alimentarios para la superación de la crisis. Y no se escapa el dilema que se le presenta al mundo como consecuencia de esas tendencias disruptivas cuando se debilitan las instituciones del multilateralismo. (Piñeiro 2020, p. 366).
Durante este siglo, la intensidad, la diversidad, la escala, la velocidad y la profundidad de la inversión y control del capitalismo financiero en los agronegocios han cambiado sustancialmente. El sistema financiero global considera cada vez más la tierra como una “clase de activo”, no necesariamente productivo al menos en el corto e incluso mediano plazos, y un negocio en sí mismo (Seufert et al. 2020). Y la necesidad constante de maquinaria e insumos, así como la fiebre por una producción creciente de materias primas agrícolas, ha obligado a las empresas de agronegocios a tomar préstamos y créditos de bancos y otros inversores financieros, además de optar por inyecciones de capital provenientes de corporaciones financieras o altamente financiarizadas. En consecuencia, la influencia y el poder de estos actores sobre la producción agrícola industrial se han incrementado durante las últimas décadas.
Como indica Seufert et al. (2020), bancos y fondos de inversión adquieren acciones o la propiedad plena de agronegocios y tierras, así como de las empresas que producen o comercializan alimentos. También las transnacionales que producen y comercializan alimentos establecen fondos y bancos de inversión para comprar tierras, derechos de superficie, puertos y empresas de generación de energía, tal y como lo ha hecho Cargill con Black River, que han acaparado tierras de colonización en el departamento del Vichada.
Los imperios internacionales de los alimentos han contraído enormes deudas para ampliar su cuota en el mercado y poder obtener cuantiosos lucros pasando a depender del capital financiero. Así, el mercado mundial de alimentos se ha visto afectado por la ola de insolvencias, en la medida en que los bancos están menos dispuestos a prestar para las operaciones diarias requeridas por los inversionistas y tanto las aseguradoras se niegan a respaldar los créditos, ya que cada transacción debe ser rentable. Si se producen pérdidas y no se amplían los plazos de los créditos, o los gobiernos y agentes privados no aumentan los saldos de las deudas, es posible que la cadena productiva alimentaria y demás bienes se interrumpan, y la seguridad alimentaria se afecte. La financiarización “aumenta las vulnerabilidades económicas y ecológicas en el sistema alimentario”, como lo indica Paula Álvarez (2013)[12].
Los seguros de crédito comercial son indispensables para que el sistema funcione. Hay algunas compañías de seguros poderosas. Las aseguradoras se han convertido en el centro nervioso del mercado, porque sin ellas no hay crédito. Tras la crisis del 2008, los gobiernos decidieron auxiliar preferentemente al sector financiero. Los bancos, por su parte, prefirieron refinanciar las deudas de las grandes empresas de alta tecnología y las salvaron, en tanto que los pequeños productores rurales demostraron ampliamente haber resistido mucho mejor la crisis. En 2020, para evitar que las compañías de seguros de crédito redujeran masivamente la cobertura de los seguros, varios gobiernos de Europa occidental consideraron intervenciones masivas para sostener la magnitud de los seguros y evitar una desaceleración más grave del comercio internacional (van der Ploeg 2020).
Observando los elementos principales de todo ese panorama internacional alimentario, es claro que el sistema alimentario colombiano presenta una alta vulnerabilidad, tanto por factores internos como externos. Internamente se destacan las debilidades estructurales de las economías productoras de alimentos de tipo campesino, familiar y comunitario, fundamentadas en los mercados y las políticas públicas, además de las provenientes de crisis como el covid-19. Internacionalmente es vulnerable por la acción del corporativismo alimentario que va “”acorralando” la producción campesina vía el modelo de desarrollo fundamentado en el crecimiento urbano.
Por supuesto, la vulnerabilidad no es solo del sistema agroalimentario, cobija a todo el sistema económico, por lo cual siempre será necesario contar con un sistema financiero sólido y un manejo adecuado de las crisis fiscales, para no caer en una dinámica económica insostenible.
Recuadro 1. Sobre la discusión de seguridad y soberanía alimentaria.
Una de las más importantes reivindicaciones actuales de la humanidad es el derecho a la alimentación. Esta pandemia ha demostrado que es precisamente la desigualdad productiva y de ingresos de las naciones las que han dificultado las capacidades para enfrentar los problemas de salud y económicos propios de la emergencia del virus. Valga entonces la necesidad de dilucidar un antiguo debate que desde el seno de los organismos multilaterales y desde los movimientos campesinos no se ha precisado adecuadamente.
Desde la FAO se ha insistido en el concepto de seguridad alimentaria y nutricional como el acceso físico y económico a alimentos suficientes para atender los requerimientos nutricionales de las personas, incluyendo las políticas públicas que desde allí se deriven.
En medio de los tratados de libre comercio y la aparente apuesta por el multilateralismo de la Organización Mundial del Comercio (OMC), que sin duda no se ha desenvuelto a cabalidad, el concepto de seguridad ha venido evolucionando y reconociendo la necesidad de políticas públicas concretas que garanticen el derecho a la alimentación y nutrición, convirtiéndolo en vinculante para las naciones y sus territorios internos. Esto también se ha venido reconociendo por parte de los Gobiernos y se han venido adaptando a las condiciones específicas de cada territorio para protegerse de los fenómenos políticos y comerciales. (Gordillo, 2013). Se trata entonces la seguridad alimentaria de un concepto que propende por garantizar el acceso a los alimentos y para esto los Estados han venido asumiendo responsabilidades de políticas públicas, de acuerdo con los propios compromisos emanados por los acuerdos internacionales.
Ahora bien, diferentes movimientos sociales han postulado el concepto de soberanía alimentaria como alternativo a la visión de la seguridad alimentaria y propone que sea de mayor integralidad, al menos con seis elementos esenciales para su comprensión: 1. Se centra en alimentos para los pueblos. 2. Pone en valor a los proveedores de alimentos. 3. Localiza los sistemas alimentarios. 4. Sitúa el control a nivel local. 5. Promueve el conocimiento y las habilidades territoriales. 6. Es compatible con la naturaleza.
Adicionalmente el concepto de soberanía ha insistido en la necesidad de posibilitar no solo la sustentabilidad de los procesos productivos, sino el respetar y posibilitar la amplitud de sistemas productivos locales, diversos y verdes, que, desde las pequeñas economías campesinas, posibiliten el acceso a los alimentos, en calidad y cantidad.
En definitiva, Si bien entonces los países han asumido el compromiso de la seguridad alimentaria y nutricional, involucrando cada vez más políticas públicas que aleje el tema del control absolutos de los mercados, también es cierto que se avanza en el reconocimiento adicional a la soberanía alimentaria como un imperativo ético y moral con la naturaleza, los pueblos y en particular con los sistemas productivos locales y las economías campesinas. (Santana, 2018). Seguridad y soberanía alimentaria deben constituirse en una reivindicación justa de las sociedades, de las comunidades en torno a sus derechos al desarrollo y a la alimentación.
2. SITUACIÓN COYUNTURAL COLOMBIANA
2.1 DESEMPLEO Y POBREZA
Como se observa en esta sección, la convergencia que se ha presentado entre los niveles de pobreza monetaria urbanos y rurales, no es el resultado de una política de cambio estructural que haya actuado de manera consistente durante varios años, sino de hechos circunstanciales causada por el covid-19. Se basa en un hecho triste: el aumento inusitado de la pobreza urbana frente a la rural, lo cual muestra la gran vulnerabilidad de un sistema fundamentado en una creciente aglomeración urbana.
El país atraviesa por una crisis económica y social de grandes proporciones agudizada por la pandemia originada con el covid-19. Esa situación se suma a la crisis originada por diversos procesos ligados al modelo de desarrollo en el que se ha embarcado al país. Son aspectos estructurales y coyunturales que se combinan para escenificar una situación que obliga a repensar seriamente lo que se viene haciendo para la ruralidad, las relaciones rurales-urbanas y en torno al papel estratégico de la producción nacional de alimentos para garantizar la seguridad y soberanía alimentaria, especialmente de los más desprotegidos. La crisis ha mostrado claramente que el imaginado progreso de las ciudades era tan vulnerable como las deterioradas condiciones de vida en el campo.
Las condiciones de vida urbana han soportado un fuerte deterioro en relación con las rurales durante la actual crisis causada por el covid-19, agudizada por el manejo gubernamental de esa situación crítica. Según la Encuesta GEIH 2020 del DANE, todavía sujeta a una revisión crítica entorno a la cobertura y representatividad de la muestra de hogares rurales, la pobreza monetaria rural habría descendido algunos puntos porcentuales del 47,5% observado en 2019, mientras la urbana habría crecido del 32,3% al 42,4% entre 2019 y 2020. Según lo indica el economista Jorge Iván González, las razones de ello pueden girar alrededor del mayor crecimiento del
PIB agropecuario, entre otras razones para el abastecimiento de alimentos a los mercados locales, regionales y nacional en medio del confinamiento, las ayudas recibidas por pobladores rurales en 2019 y el menor valor de la línea de pobreza monetaria en los dominios geográficos rurales.
A nivel nacional, entre 2019 y el 2020 la incidencia de la pobreza monetaria creció en promedio en 6.8 puntos porcentuales, en tanto que entre 2018 y 2019 había crecido 1,5 puntos porcentuales, lo cual refleja especialmente los impactos de la pandemia y la insuficiencia de las ayudas gubernamentales a los grupos más desprotegidos. En las 13 principales ciudades y áreas metropolitanas la pobreza alcanzó al 39,9% con un incremento del 11,3%, mientras en los centros poblados y rural dispersos habría habido un descenso del 4,6%.
De otra parte, y según los mismos datos del DANE, actualmente el 35,9% de los hogares se encuentra en pobreza monetaria, el 13% en pobreza extrema y el 22,9% en pobreza no extrema. Y el 42,6% de las personas son pobres, el 15,1% están en pobreza extrema y el 27,5% en no extrema. Según los expertos, el país retrocedió en pobreza más diez años, planteándosele un gran reto a la política pública.
A nivel de los centros poblados y rural dispersos, el 91% de las personas (98,9% de los hogares) vivirían en una situación de pobreza o en vulnerabilidad monetarias. El porcentaje de personas en pobreza sería del 42,9%, de los cuales el 18,2% estarían en pobreza extrema. El 48% de las personas del sector rural se encontrarían en situación de vulnerabilidad, en tanto que en las cabeceras la pobreza y la vulnerabilidad alcanzarían al 67,8% de la población. En el orden nacional la población vulnerable alcanzaría al 30,4% de los hogares. Según los datos observados el país retrocedió en pobreza unos once años y en desigualdad trece años, planteándosele un gran reto a la política pública.
El Boletín del DANE de septiembre 2 de 2021 anunció que el índice nacional de pobreza multidimensional (IPM) había aumentado en 0,6 puntos al pasar de 17,5% en 2019 a 18,1% en el 2020[13] afectando a 9,04 millones de personas en 2020. En las zonas urbanas y cabeceras ese índice fue en el 2020 de 12,5% y en los centros poblados y rurales de 37.1%; en estas últimas el incremento fue de 2,6%, en tanto que en las primeras solo alcanzó un aumento de 0,2 puntos. El Dane indicó que la brecha rural-urbana en pobreza multidimensional se amplió y llegó a ser de 3 veces.
Los datos anteriores no pueden conducir, como parecería inicialmente, a un regocijo por una eventual reducción que se habría presentado en los niveles de pobreza monetaria entre campo y ciudad, pues ese fenómeno no es el resultado de una política estructural de desarrollo rural con una intencionalidad política clara de cerrar brechas rurales-urbanas. Es una triste realidad basada en la tragedia de innumerables hogares urbanos que han caído en la pobreza extrema y de sectores de la clase media venidos a menos durante esta crisis. No se trata de una supuesta convergencia virtuosa en el mejor sentido del término, sino que más bien muestra la gran fragilidad del sistema socioeconómico conformado en el país.
En el mercado laboral, en el período mayo 2019-mayo 2020 se perdieron 586.000 puestos de trabajo. Además, en el 2019 la ruralidad aportaba el 26,9% de los ocupados en el país, pero en mayo del 2020 la participación bajó al 22,6%. En ese período, prácticamente todos los sectores perdieron puestos de trabajo, siendo los más relevantes: agricultura, silvicultura, caza y pesca (173.000), Comercio (88.000), Industria manufacturera (80.000), Administración pública y defensa, educación y atención de la salud humana (62.000), Construcción (67.000) y Alojamiento y servicios de comida (46.000).
Los auxilios hasta ahora entregados a los más pobres son muy pequeños y alcanzan a una proporción muy baja de la población. El gobierno ha incrementado recursos de los principales programas sociales que funcionan en el país, pero son insuficientes frente a la magnitud de la crisis (por ejemplo, la transferencias monetarias representan menos del 16% de la línea de pobreza monetaria de un hogar con más de 3 miembros).
La situación de los hogares pobres es muy crítica y el hambre se ha agudizado: en ciudades como Bogotá sólo el 71,4% de las familias puede comer tres veces al día, mientras que antes del coronavirus este porcentaje llegaba al 85%, según el DANE. En Cartagena la situación es todavía peor, ya que sólo 35% de los hogares cuentan con tres comidas al día, mientras que antes de la pandemia esta cifra llegaba al 85% de la población.
De acuerdo con el DANE, a nivel nacional el 2% de la población pertenece a la clase alta, el 25% a la denominada clase media, el 30% se encuentra en situación de vulnerabilidad y el 43% restante en pobreza monetaria. Esta estructura en las cabeceras es del 2%, 30%, 25% y 42% respectivamente. En tanto que en el resto (rural) es de 0%, 9%. 48% y 43%. Es notorio, entonces, que en el sector rural no se ha formado una clase media robusta, estando el 91% en situación de pobreza o vulnerabilidad monetarias, requiriendo de una atención urgente por parte del Estado.
De otra parte, en Colombia el 49% de la población son hombres y el restante 50,7% mujeres, con la característica de que a nivel nacional, en el conglomerado de las mujeres, el 73,2% están en situación de pobreza o vulnerabilidad: 43,4% pobres y 29,9% vulnerables. En el caso de los hombres esta composición es de 72.5%: 41,6% y 30,9%, respectivamente.
En el sector rural, las mujeres en pobreza o vulnerabilidad corresponden al 92,4%: 44,6% pobres y 47,8% vulnerables, en comparación con el caso de los hombres: 89,6%, 41,4% y 48,2%, respectivamente. Entre tanto, en la cabecera, las mujeres en pobreza o vulnerabilidad ascienden al 68,2%, 43,0% pobres y 25,2% vulnerables, en comparación en el caso de los hombres: 67,2%, 41,7% y 25,4%, respectivamente.
Las tasas de desempleo a diciembre del 2020 había llegado al 15,9%, según el DANE: el 12,7% en el caso de los hombres y el 20,4% en el de las mujeres, quienes presentan así una situación muy crítica. En el sector rural el desempleo alcanzó el 8,7%: 5,6% en el caso de los hombres y 16,1% en el de las mujeres.
A todas luces la situación social en términos de pobreza y empleo se ha agudizado de manera significativa por la crisis causada por la pandemia y la insuficiencia de las políticas gubernamentales, siendo diferenciada por sectores urbanos, rurales y según sexo. La protesta social que ha emergido a partir de fines del mes de abril de 2021 suma otros elementos no menos importantes explicativos del estallido social, pero no es el propósito de este documento entrar en esas consideracion.
2.2 EL PROBLEMA DE TIERRAS Y LA RURALIDAD
Colombia tiene un problema de tierras no resuelto, y las propuestas realizadas en el pasado sobre reforma agraria y política de tierras se han frustrado por una multitud de factores, especialmente por la falta de voluntad política y de decisiones estatales para avanzar en un serio proceso de modernidad. El problema de la distribución de la tierra en Colombia ha llegado a convertirse en un inamovible de la política pública (Machado 2017). Ello ha sido muy evidente desde fines de los 1950 cuando comenzó a promoverse el tema de la reforma agraria, el cual habría de plasmarse en la Ley 135 de 1961. A pesar de que este mandato proponía lo que Antonio García denominó una “reforma agraria marginal”, las dirigencias nacionales impidieron su aplicación y a partir del pacto que se denominó “Acuerdo del Chicoral”, la distribución de la tierra fue sustituida por programas de colonización en los bordes de la frontera agraria. Los campesinos sin tierra fueron encaminados hacia ellos con la oferta del acompañamiento del Estado en términos de titulación de las tierras, asistencia técnica para la producción y la comercialización, dotación de infraestructuras viales, etc. Pero, al fin de cuentas el Estado no llegó y quienes sí lo hicieron fueron los agentes del narcotráfico, mercado en expansión en los Estados Unidos, en ese entonces embarcados en la guerra contra Vietnam y en donde el consumo de estas drogas fue impulsado como disuasivo del movimiento por la paz (Fajardo 2021b).
La cuestión sobre la tierra en Colombia es sumamente compleja, pues atraviesa por vericuetos políticos, institucionales, socioeconómicos, por la acentuada violencia y carencia de un control democrático de los territorios por el Estado, así como por la falta de un apoyo urbano a las decisiones de transformación de la ruralidad. No es un tema que competa solamente a los aspectos productivos de uso y tenencia del suelo y al aprovechamiento de los recursos naturales no renovables en el subsuelo.
Vale la pena mencionar algunos elementos para recordar la compleja naturaleza del problema. La codicia por la acumulación de tierras con el fin de realizare valorizaciones futuras y ganancias por el uso de la explotación de las potencialidades intrínsecas del suelo y el subsuelo en un futuro inmediato (biodiversidad, agua, bosques, minerales), lo cual lleva a una lucha por el control de los territorios rurales por parte de especuladores, empresarios nacionales y extranjeros, y poderes de facto que violan derechos humanos y ambientales, haciendo que la propiedad rural no cumpla su función social y ecológica. Las tierras de territorios donde el Estado no tiene control se han convertido en instrumento para establecer corredores estratégicos para el contrabando de armas, el comercio y trasporte de cocaína y marihuana, la minería ilegal, la deforestación masiva e ilegal, en dominio y sojuzgamiento de los habitantes rurales, sean campesinos, comunidades étnicas incluso pequeños y medianos propietarios sometidos a la extorsión, la amenaza y el desconocimiento de sus derechos.
Cuando la tierra deja de cumplir su función social y ecológica, como lo establece la Constitución Nacional, se cierran las posibilidades de acceder a ella, convirtiéndose en un factor de poder político, social, económico y especulativo que abre espacio a los poderes fácticos. Se restringen y cierran los espacios para la democracia y las posibilidades de establecer asentamientos humanos en pro de la modernidad rural. El campesinado en general es arrinconado y sojuzgado por grupos armados y de quienes realizan actividades ilícitas, llegando a la eliminación de los líderes y las lideresas comunitarios que defienden los espacios sociales y comunitarios, además de las libertades, la democracia, los derechos humanos y el respeto a la naturaleza.
Los territorios dominados por el latifundio no tienen democracia, a los pobladores se les niegan oportunidades de empleo e ingresos para una vida digna. Se les relega a los pobladores a ser mano de obra barata, se les niega el ser propietarios de la tierra que explotan, participar en los debates sociales y políticos, ser elegidos democráticamente para ejercer cargos en sus respectivos territorios, o a nivel nacional. La tierra en Colombia no está gravada adecuadamente con impuestos. La carencia de un catastro multipropósito se combina con la no tributación de la tierra, para configurar el peor cuadro propiciatorio de acumulación codiciosa y rentística, y de despojo violento de tierras acompañado del desplazamiento forzado. Todo ello está agravado por el hecho de que más de la mitad de las tierras están en la informalidad de los derechos de propiedad.
Existen hechos incontrovertibles en el asunto de las tierras en Colombia. Basta mencionar que los gobiernos no usan los datos del censo agropecuario para construir una política pública de largo plazo que busque solucionar el problema de la tierra y los generados por el atraso rural; a manera de ilustración baste mencionar que el proceso del catastro multipropósito avanza con mucha lentitud. De otra parte, el tema de la tenencia de la tierra se ha convertido en un inamovible de la política pública desde fines de los años cincuenta, y el Estado continúa la tradición de acudir a la política de asignación de baldíos para atender las demandas de tierras de los campesinos, en tanto que abre los espacios de las tierras públicas a los grandes inversionistas. No se encuentra en ningún momento de la historia una política integral de tierras que muestre una visión holística y completa del problema. El atraso en la política pública de tierras es la nota característica, y ello no permite avanzar en la construcción de un sistema democrático y de buen aprovechamiento de los recursos naturales de que dispone el país, y salir de la pobreza rural. En este punto vale señalar que la expansión de las grandes propiedades está ejerciendo una presión creciente sobre las áreas protegidas, utilizando como punta de lanza a los colonos, quienes luego son desposeídos de las tierras que han trabajado, a través de las políticas de “áreas protegidas” con una nueva punta de lanza: la “Operación Artemisa”.
Los datos sobre la estructura de tenencia de la tierra del Censo Nacional Agropecuario de 2014 son indicativos del gran problema de distribución de la propiedad que existe en el país: el 0.4% de las Upas mayores de 500 hectáreas poseen el 40,1% de la superficie de las Upas, en tanto que el 69,9% de Upas menores de 5 hectáreas solo acceden al 4,8% de la superficie.
2.3 RENTISMO COMO MODELO DE RELACIONAMIENTO SOCIETAL[14]. RENTISMO, MERCADO INSTRUMENTAL DE TIERRAS Y DESPOJO MASIVO EN COLOMBIA
Una de las raíces de la ilegalidad y del (des-)ordenamiento/ (des-)arreglo social es la instauración del rentismo como modelo de relacionamiento social. El rentismo va más allá de la acepción tradicional sobre la “búsqueda de rentas” (rent seeking), y consiste en la reproducción de prácticas sociales impuestas de facto por grupos poderosos en usufructo de su privilegiada posición en la estructura política y económica para la satisfacción egoísta y excluyente de sus intereses a costa de los del resto de la población y sin una retribución a la sociedad que guarde proporción a los beneficios capturados para provecho propio (Garay 1999).
El rentismo es progresivamente contrario al desarrollo de la cultura cívica, al fortalecimiento del tejido social, a la vindicación de la política y representatividad legítima de pertenencias ideológicas, a la vigencia del denominado “bien común” y de lo público sobre intereses individuales egoístas y excluyentes, y a la consolidación de un ordenamiento/arreglo democrático en lo económico, político y social.
Con la aculturación del rentismo se agravan la precariedad de lo público, la pérdida de preeminencia de la ley en derecho, la falta de legitimidad del Estado y la fragilidad de la etnicidad colectiva alrededor de lo público.
Una de las implicaciones societales del rentismo en la esfera económica es la pérdida de la confianza y reciprocidad favoreciendo un ambiente propicio para reproducir prácticas ilegales como la corrupción al margen de la libre acción de las fuerzas en un mercado competitivo. El mercado resulta regulado no por la eficiencia sino por métodos ilegales y opacos para favorecer indebidamente intereses excluyentes de grupos poderosos. En efecto, la creciente pérdida de confianza de los agentes en el mercado motiva el oportunismo y su prevalencia sobre comportamientos ciudadanos y sobre la fidelidad al Estado de Derecho.
Una consecuencia es la creación de “mercados instrumentales” para favorecer intereses particulares poderosos en detrimento de intereses y propósitos públicos. Precisamente, aquellos mercados frágiles que pueden ser instrumentalizados constituyen un espacio social en el que tienden a operar estructuras como redes ilícitas/criminales, generando y canalizando a través de ellos recursos ilegales.
Un mercado especialmente vulnerable y propicio para ser instrumentalizado es el de tierras en países caracterizados por un “rentismo extractivo” (Garay 1999; Acemoglu y Robinson 2013) como régimen social agrario –mucho más profundo y estructural que el comportamiento tradicional de “búsqueda de rentas” (Garay 2014)–, siendo la tierra más una especie de activo político y social que un verdadero activo de inversión económica y de preservación y desarrollo ecológico, gobernado no sólo por su rentabilidad económica, sino especialmente por su utilidad para acumular poder de muy diversa índole: militar, político, social y económico.
En este contexto, en Colombia se ha producido históricamente una instrumentalización del mercado de tierras por parte y a favor de intereses poderosos como terratenientes, corporativos e incluso ilegales, mediante procesos de captura y cooptación institucional del Estado y aparatos del Estado a nivel local y nacional, que usufructúan la permanencia de una institucionalidad precaria, en términos de un Estado de Derecho, pero estrictamente funcional a los poderes dominantes, consistente en:
- Una elevada informalidad en la posesión de la tierra amparada bajo múltiples barreras para la formalización de los derechos legítimos a la propiedad de la tierra por parte del campesinado y en medio de una elevada concentración de la tierra en pocos agentes.
- La ausencia de una tributación tanto sobre el valor predial como a las ganancias efectivas y presuntivas del adecuado aprovechamiento productivo y responsable en términos ecológicos de las propiedades rurales, contribuyendo a la especulación con la acumulación de tierra, al uso inapropiado de las tierras respecto a la vocación del suelo en amplias regiones del país como en el caso de la ganadería extensiva y, en ocasiones, de monocultivos comerciales extensivos.
- La utilización de mecanismos de presión e incluso del uso de la fuerza para el reordenamiento de la posesión de la tierra a costa de los derechos de posesión de la tierra del campesinado y poblaciones indígenas y afrodescendientes.
- El mantenimiento de una elevada informalidad de las relaciones laborales en las actividades rurales como mecanismo de dominación y precarización del ingreso y las condiciones de trabajo de los trabajadores en el campo. Y, entre otros,
- La consolidación de un patrimonialismo desde el nivel local como estadio ulterior al clientelismo en su carácter de práctica (in-)visible extralegal con el consecuente bloqueo a una gobernanza democrática en los territorios, para no citar sino una de las expresiones del fenómeno en el país.
A manera de ilustración, la dinámica del masivo proceso de desplazamiento forzado interno y de abandono y despojo forzado de tierras que afectó a más de 7 millones de campesinos y campesinas en el país en las últimas décadas y comprometió a cerca de 7 millones de hectáreas, se reprodujo en el contexto de un mercado instrumental y espurio, ante una elevada proporción de tierras del campesinado sin derechos de propiedad debidamente formalizados por la existencia de barreras discriminatorias contra dicha población vulnerable, y una avanzada cooptación de ciertas instituciones y determinados funcionarios públicos responsables como notarios y miembros de fuerzas del orden a nivel local, entre otros factores.
El proceso se ha realizado bajo la violencia y la aplicación de acuerdos políticos ejecutados por guerrillas y paramilitares, narcotraficantes, políticos locales y regionales, y altos cargos electos como alcaldes locales, gobernadores departamentales y congresistas nacionales. Buena parte de estas tierras despojadas fue apropiada ilegalmente por los mismos victimarios, aunque también por terceros, y luego revendidas mediante transacciones con apariencia de legalidad a terceros. En este contexto ha sido especialmente relevante la intervención decisiva de terratenientes poderosos y corporaciones privadas que conocían los antecedentes de violencia y desplazamiento forzado masivo de campesinos en las respectivas regiones.
El Estado ha acudido históricamente a una política facilista de tierras: la adjudicación de baldíos. Pero esa decisión ha expandido la pobreza en el país y ha coadyuvado a mantener una situación altamente desigual en la tenencia de la tierra al interior de la frontera agropecuaria. En esas zonas de colonización no existen condiciones de una vida e ingresos dignos y estables, obligando a una parte significativa de las familias de colonos a vincularse a los cultivos ilícitos para poder sobrevivir. Así, han caído en manos y el sojuzgamiento de los grupos de narcotraficantes y de cuerpos ilegales armados que además explotan recursos minerales y del bosque, entre otros. Un estudio realizado por la UPRA-CEDE (2017) mostró que casi el 85% de los colonos que adquirieron títulos de tierras a partir de la Ley 160 de 1994, están por debajo de la UAF, es decir que no obtenían el ingreso mínimo para subsistir. Ello es resultado de una política de baldíos por demanda y no por oferta que propaga la pobreza.
Las tierras con los mejores suelos agrícolas dentro de la frontera agrícola y con las mejores vías de comunicación tienen precios cada vez más altos. La teoría marxista distingue entre dos tipos de renta diferencial 1. Producida por la calidad o ubicación, y 2. Resultante de la ganancia extraordinaria que resulta de las inversiones y la innovación tecnológica. La inversión de agentes poderosos se enfoca en obtener el máximo de renta diferencial comprando tierras más baratas, fuera o en los márgenes de la frontera agrícola, pero también aprovechar las rentas absolutas.
De esa dinámica deriva también el acaparamiento de tierras que además de ser un vehículo de especulación, es en sí mismo un mecanismo de poder y control como se indicó antes; la relación se explica, al menos en parte, en que la especulación tiene una alta dependencia de las expectativas que se derivan del desarrollo de políticas públicas, por lo cual es intrínseca a la incidencia política: la acumulación conlleva además a controlar otros recursos asociados como el agua y a transacciones de capital a gran escala, por lo cual también involucra relaciones de poder (Borras y otros 2013).
Las consecuencias de estos movimientos especulativos se hacen explícitas en la modificación exacerbada de los precios en el mercado, generalmente mediante burbujas inflacionarias, situación que se agudiza con el alto índice de concentración de la propiedad en Colombia. Fuerte y Suescún (2017), con base en el último Censo agropecuario realizado en 2015 en Colombia y en Jorge Iván González (2014), en el que se describen las formas de tenencia de las Unidades de Producción Agrícolas (UPA´s) han determinado un coeficiente Gini de propiedad rural del 0,902. Este sería el grado de concentración de la propiedad de la tierra con uso agropecuario en Colombia definido mediante UPA´s reconocidas como privadas en territorios no colectivos, denotando que la propiedad de la tierra en Colombia está muy cerca de la concentración absoluta.
Del mismo modo, OXFAM determinó que “el 1% de las explotaciones más grandes acapara más del 80% de las tierras rurales, según este indicador Colombia se convierte en el país con peor distribución de la tierra en toda la región latinoamericana”[15]. Ahora bien, no todos los bienes son acaparables, pues se requiere que la oferta de un bien susceptible a ser acaparado no tenga la capacidad de aumentar rápidamente en el corto plazo y que no existan bienes sustitutos en los mercados, además de la presencia de mercados altamente concentrados para reducir la capacidad de oferta y garantizar la colusión.
Es importante anotar que Como se señaló, la negativa de las dirigencias del país a la aplicación de la Ley 135/61 y en su lugar orientar la política de tierras hacia la colonización, facilitó la articulación de Colombia con la producción de los cultivos de uso ilícito. A su vez, los ingresos por narcotráfico retornados al país en buena parte fueron invertidos en compras de tierra como lo ilustró Alejandro Reyes. Así se agravó la concentración de la propiedad y el desplazamiento de comunidades campesinas productoras de alimentos, profundizando el deterioro de la oferta alimentaria desde el periodo 1960-1970, fenómeno observado en los censos agropecuarios. Este incremento de la concentración de la propiedad amplió el cerco de las grandes haciendas sobre pequeñas y medianas ciudades, lo cual ha implicado el control político-electoral expresado en el Congreso de la República.
- LA CRISIS Y EL CAMPESINADO
La pandemia ha agudizado la situación de los campesinos con la caída de la demanda urbana de bienes rurales y alimentos básicos en la dieta como la papa, el maíz, el frijol y otros, los cuales registraron en el 2020 una disminución de precios pues las cosechas fueron relativamente normales sin afectar la oferta interna, y las importaciones de algunos alimentos por lo menos se han mantenido sino aumentado. Un caso crítico ha sido el de la papa, dado que los productores de Boyacá y Cundinamarca se quedaron a finales del 2020 con la cosecha en la finca, porque el costo de producción llegaba a $40.000 pesos por bulto de 50 kg y en Corabastos sólo les pagaban $15.000; algunos optaron por salir a la carretera a ofrecer papa a precios tan bajos que no alcanzaban para recuperar los costos.
Las importaciones de papa precocida congelada, que equivalen al 5 a 6% de la producción, ahogan los esfuerzos de industrialización de la papa y “cuando el gobierno dice que hay que esperar a que despegue el centro de agroindustria de la papa en Villapinzón, oculta, como con la competencia desleal de las importaciones, esa agroindustria nunca despegará” (Mondragón 2014). Es necesario recordar que la mayoría de los productores de papa, el 85%, son pequeños con menos de 3 hectáreas y obtienen cerca del 45% de la producción. En Boyacá, el promedio de tamaño de finca es inferior a una hectárea y los grandes productores son el 2% y obtienen el 20% de la producción. Además, en Bogotá no se conseguía una libra de papa a menos de mil pesos, mientras que el campesino recibía sólo el 15% de esta suma si vendía por bultos a mayoristas en Bogotá, y entre 25 y 35% si negociaba en la carretera.
Por otra parte, se oculta algo fundamental: la apertura a las importaciones y los TLC han cercado a los agricultores impidiendo la rotación planificada de cultivos para estabilizar los precios, porque, por ejemplo, desde que Bavaria decidió importar cebada, una parte de los agricultores de la región se arruinaron y emigraron, y los demás quedaron sin alternativa factible para diversificar sus parcelas.
Colombia importa el 85% del consumo de maíz amarillo y los gobiernos han permitido su aumento año tras año; un producto que es altamente subsidiado y comercializado por transnacionales, mientras muchos campesinos maiceros colombianos no tienen tierra propia y deben arrendarla. Para completar el panorama, el gobierno haciendo uso de la declaración de emergencia económica expidió el decreto 523 de 2020 que fomenta y libera totalmente las importaciones de maíz, sorgo y soya, argumentando la conveniencia de la industria avícola, pero, en realidad, negándose a subsidiar y a hacer adquisiciones directas a los productores.
En este contexto, en Córdoba se represaron 20 mil toneladas de maíz en 2020, cuyo costo de producción fue de un millón de pesos por tonelada, pero al productor le pagaban solamente $800.000.
A las brechas existentes, que fueron expuestas por la Universidad de La Salle en el Manifiesto Rural por un pacto de la ciudad con el campo (Universidad de La Salle 2019), se suma la precariedad de los mercados laborales rurales que antes de la pandemia escasamente llegaban a una formalidad del 14%, sin ser menos acuciantes los temas de productividad, las problemáticas del financiamiento y comercialización, de la titulación y la tenencia de la tierra y de la salud, vías e infraestructura, la poca asistencia técnica y el no funcionamiento de un sistema de extensión rural que está previsto por ley, aunque sin haber sido reglamentada.
La pandemia también ha puesto en el escenario las difíciles condiciones de la educación rural, con las enormes desigualdades y precariedades de accesos a la conectividad, pero al tiempo ha mostrado las labores y esfuerzos titánicos de los y las maestras rurales, y de las y los estudiantes y sus familias para acceder a su derecho.
Además, conviene resaltar la brecha relacionada por la concentración de la tierra en la calidad de vida de las poblaciones rurales. El ingreso per cápita de las áreas rurales municipales pareciera estar inversa y significativamente relacionado (en términos estadísticos) con el nivel de concentración en la propiedad y tenencia de la tierra (índice Gini), en marcado contraste con el Índice de Pobreza Multidimensional que estaría directamente relacionado con dicha concentración, lo que mostraría el perverso impacto de la concentración de la tierra en la pobreza y la distribución del ingreso en la ruralidad colombiana (Garay y Espitia 2019).
La participación de la producción campesina de alimentos en el abastecimiento del país, estimada entre el 60% y el 70%, se alcanza a través del trabajo realizado por las distintas comunidades mestizas, indígenas y negras. Ello ha sido posible a pesar de las condiciones económicas y políticas adversas, como la violencia sistemática contra este sector social, las limitaciones crecientes al acceso a la tierra que evidencia el III Censo Agropecuario, las carencias de infraestructuras indispensables para la vida, la producción y la comercialización de los bienes producidos, entre otros factores.
Si bien el sector agropecuario creció un 1,5% en el 2020, ello fue insuficiente para recuperar las condiciones socioeconómicas de las actividades rurales. El mercado laboral rural se deterioró durante los meses críticos de abril y mayo del 2020, y la tasa de desempleo llegó al 11,2 %, un valor considerado atípico para el sector. Aunque las condiciones han mejorado a partir de esa fecha, los datos muestran que el desempleo rural está hoy por encima de las cifras de 2018 y 2019. A pesar del crecimiento positivo de la agricultura, los efectos rezagados de la pandemia probablemente terminarán profundizando las trayectorias de atraso de las zonas rurales.
Un tema relevante para la superación de la crisis es la asociatividad, entendido como cooperación y solidaridad. La información suministrada por el Censo Agropecuario del 2014 indica que el grado de asociación de los productores rurales es relativamente bajo, lo que dificulta relaciones más simétricas con los consumidores de alimentos. Tampoco ayuda a enfrentar adecuadamente a los mercados, ni a los proveedores de insumos y servicios para la producción. Y no contribuye a fortalecer los tejidos sociales y el capital social que los productores necesitan para manejar relaciones más equitativas con los centros urbanos, y realizar alianzas con los gobiernos locales, territoriales y de orden nacional, y enfrentar las crisis con algún éxito.
La situación de crisis agudizada con la pandemia del covid-19 ha conducido a que Estas circunstancias han hecho que en muchos países del Norte global ya se ha pregonado por una estrategia de seguridad alimentaria a nivel nacional, incluso en países de Europa con un mercado comunitario abierto. Así, entonces, debería darse cabal cumplimiento a la disposición constitucional de garantizar la seguridad alimentaria de la población colombiana con realce de la economía campesina, y posibilitar también la soberanía alimentaria.
- EFICIENCIA CAMPESINA
Uno de los temas más discutidos en los análisis socioeconómicos sobre la agricultura es el de la eficiencia de la pequeña producción en relación con las grandes explotaciones agropecuarias. Albert Berry ha sido pionero en sus análisis sobre las ventajas de la pequeña producción campesina, y sus conclusiones están consignadas y pueden consultarse en su libro Avance y fracaso en el agro colombiano, siglos XX y XXI (Berry 2017). Berry, al igual que otros analistas han mostrado que existe una relación inversa entre el tamaño de la finca y la productividad media de la tierra, mientras la productividad media por trabajador es más alta en las explotaciones más grandes. Estudios recientes de Jaime Forero et al. (2013) han concluido que el ingreso neto por hectárea no presenta una relación sistemática con el tamaño. Pero la alta intensidad de la mano de obra de las explotaciones más pequeñas, explica simultáneamente la mayor productividad de la tierra y la menor productividad laboral. En cultivos específicos, las unidades grandes alcanzan mayores rendimientos por hectárea por disponer de todos los factores productivos sin restricciones.
A diferencia de la productividad de la tierra o del trabajo, se ha intentado medir las diferencias entre los tamaños de las explotaciones en relación con la productividad total de los factores (PTF). La PTF es una medición estadísticamente difícil por las imperfecciones existentes en los mercados de insumos y bienes y las ayudas gubernamentales. De cualquier forma, según Berry, la evidencia sugiere que la productividad de la tierra sigue siendo más alta en las pequeñas fincas y la productividad total de los factores no difiere mucho entre tamaños.
De otra parte, si se considera un criterio de eficiencia más amplio, al agregar el mejor desempeño de la explotación en la generación de empleo, la disminución de la desigualdad y la pobreza, la seguridad alimentaria y económica, la contribución de la pequeña propiedad al bienestar económico y social en general, resulta muy por encima de las grandes explotaciones, como concluye Berry. A lo que agrega que si se tuviera en cuenta, además, los impactos ambientales en la medición de la eficiencia, sus ventajas serían aún mayores.
La agricultura campesina puede alcanzar, y en algunos casos sobrepasar, la eficiencia de grandes explotaciones. Independientemente del tamaño de la escala de su unidad productiva, los agricultores son eficientes cuando pueden acceden a los recursos, productivos y el entorno lo permite (Forero et al. 2013).
En Estados Unidos, un amplio movimiento social y económico transformó a los campesinos estadounidenses en granjeros (farmers) que abrieron el paso al desarrollo agropecuario de Estados Unidos: el movimiento contra la renta a partir de 1840, la ley de fincas (homestead) de 1862, el fraccionamiento de los latifundios esclavistas y la multiplicación de la pequeña propiedad en el noreste y el oeste. Para países como Colombia es importante introducir la discusión sobre el tamaño de las explotaciones y avanzar en la conversión de los minifundios en medianas propiedades o fincas de tamaño medio, además de discutir las posibilidades de la explotación en sistemas más comunitarios.
Las experiencias internacionales recientes demuestran las potencialidades de la vía campesina. Brasil es presentado como un ejemplo de modelo exitoso del gran agro negocio. Pero siendo cierto que los grandes agronegocios han sido allí protagonistas del crecimiento del sector agropecuario, de ninguna manera puede decirse que ello ha sido a costa de eliminar las economías campesinas, que poseyendo el 30,5% del área y recibiendo apenas el 25,3% crédito, suministraban el 37,9% de producción. (Caume 2003).
La investigación realizada en 2010 en Minas Gerais (Brasil), bajo la dirección de Rosemeire A. de Almeida, arrojó resultados sorprendentes sobre productividad de la economía campesina. Entre 1996 y 2006, la agricultura familiar de fríjol y arroz aumentó en 50% la producción por ha, mientras la agricultura empresarial de soja la incrementó en sólo 7%. La agricultura familiar genera un empleo cada 6,7 ha., y la empresarial un empleo cada 411,5 ha. Para completar, en esa región brasilera evaluada, aunque los campesinos reciben solamente el 2,4% del crédito, obtienen el 12,2% de la producción agropecuaria (CPT 2011).
El modelo vietnamita es muy diferente del brasilero. La gran propiedad fue abolida y las fincas no superan las 6 hectáreas (Nova 2011). El decreto 100 de 1981 promovió el predominio de las parcelas familiares y el respeto y fomento de la iniciativa campesina. A partir de ahí, la agricultura vietnamita se convirtió en un éxito de dimensión mundial (Merlet 2002).
Vietnam, de ser un importador de arroz se convirtió en el segundo exportador mundial de ese cereal, y ahora es también el segundo exportador de café y de nuez de marañón y un gran productor de ñame. La producción de alimentos pasó de 18,4 millones de toneladas en 1984 a 33,8 millones en 1999. Un aspecto importante del éxito vietnamita ha sido la generación de tecnología propia y adecuada que ha elevado la productividad del pequeño productor, demostrando que el avance tecnológico no es exclusivo de la gran agricultura. El Instituto de Ciencias Agronómicas y más de 40 institutos estatales y de organizaciones no gubernamentales, están dedicados sistemáticamente a la investigación sobre problemas agropecuarios específicos, por ecosistema, producto, forma de producción y problema a resolver, que en total empleaban, en 2003, a 2.964 científicos (Bui Ngoc Hung y Duc Tinh Nguyen 2002). .
A partir de 2015, el éxito de la economía campesina vietnamita permitió un cambio cualitativo hacia la agricultura y ganadería de alta tecnología con producción ecológica, limpia y segura, mediante aldeas agrícolas, granjas y pequeñas empresas con crédito subsidiado y fuerte inversión en generación y transferencia de tecnologías de punta. Para el año 2017 ya pudo poner en el mercado interno 300 productos nuevos y aumentar las exportaciones (Thao Vy 2017).
A su turno, expertos del Banco Mundial encontraron en Ucrania que la concentración de la tierra puede reducir el crecimiento de la productividad, y el aumento de los rendimientos y la rentabilidad no se correlaciona con el tamaño de la finca (Deininger, Denys y Singh 2013).
Por otra parte, Vandana Shiva ha demostrado que las pequeñas granjas que respetan la biodiversidad tienen una productividad mucho más alta en términos de uso eficiente de los recursos y una mayor producción de biomasa y de alimentos por unidad (Shiva 2005).
En Colombia, en 2002 los campesinos mantenían el 67,3% del área sembrada del país en cultivos legales y el 62,9% del valor de la producción agrícola. El 43 % del área sembrada corresponde a explotaciones de menos de 20 hectáreas, que apenas tienen menos del 9% de la tierra en propiedad. Predominantemente campesinos son el plátano, la panela, yuca, papa, frutales, fríjol, cacao, ñame y el 74% de la producción nacional de maíz. El café tras la crisis del mercado internacional del grano pasó a ser de nuevo netamente campesino (Forero 2002).
A raíz del debate sobre la finca Carimagua se supo que los estudios científicos realizados por el Centro Interamericano de Agricultura Tropical (CIAT) y el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA), demostraron que terrenos similares del Llano, pueden usarse por pequeños productores en arreglos agroforestales y agropastoriles con variedades novedosas adecuadas a sus suelos, de arroz, yuca, soya, sorgo, maíz y además con la tecnología comercial de sembrar el pasto asociado con el arroz, para que este último financiara los costos de la implantación de la pradera (Vergara 2008). Si los inversionistas consiguen su músculo con créditos bancarios, ¿por qué no permitir lo mismo a los campesinos?
La falta de tierra propia es un factor que conspira contra un mayor participación de las unidades campesinas en la producción y una mayor retribución por su producción, ya que el campesino que usa tierra ajena tiene que pagar arriendos que pueden representar el 29% de sus costos de producción, o someterse a aparcerías o mediería en las cuales el dueño de la tierra, aportando entre el 35 y 40% de los costos, se apodera del 60 al 65% de los ingresos (Forero 2010).
Por último, la causa fundamental de la elevada renta de la tierra es la alta concentración de la propiedad. El índice Gini de concentración de la propiedad de la tierra subió de 0,840 en 1984 hasta 0,875 en 2009 mencionado por el PNUD (2011), y luego se ubicó en 0.902 según el censo agropecuario de 2015. Para el campesinado, la alimentación y la economía nacional resulta fundamental superar la barrera de la alta renta de la tierra (Mondragón 2012).
- LA PRODUCCIÓN CAMPESINA Y LOS MERCADOS
El papel de la agricultura campesina familiar en la alimentación de los colombianos es significativo. De acuerdo con el Ministerio de Agricultura, el 87% de los productores del país son de economías campesinas, aunque las cifras de su participación en el total de la oferta de alimentos no son precisas, se plantea que durante la pandemia entre el 65% y el 80% de los alimentos han provenido de la economía campesina y de los territorios indígenas y afro. A manera de ilustración, el CRIC logró hacer una donación de alimentos en los barrios populares de Popayán, coordinada exitosamente con las organizaciones comunales de los barrios urbanos, lo que en escala más pequeña hicieron los campesinos e indígenas en Pradera (Valle). El 4 de mayo de 2020 múltiples organizaciones campesinas locales y nacionales de Colombia firmaron la Convocatoria “La alimentación de todos los colombianos y colombianas está en las manos de los campesinos y campesinas de Colombia“, por el derecho a la alimentación.
La experiencia de los mercados campesinos en Medellín y Bogotá entre 2005 y 2015 ha marcado un camino concreto a seguir. Ahora se desarrolla la venta por celular y envío a domicilio apoyada por las alcaldías. Son pequeñas experiencias, y desde ellas pueden construirse nuevas rutas para el desarrollo y la solución de problemas críticos de la comercialización de los alimentos provenientes de las fincas campesinas.
Lo que se ha visto en Colombia en cuanto a la importancia de la agricultura familiar para la seguridad y la soberanía alimentaria también se ha constatado en otros países: las brigadas campesinas salvaron del hambre a Guayaquil en el peor momento de la epidemia; el MST ha distribuido 3.400 toneladas de alimentos donados en los barrios populares de ciudades de Brasil; en China y otros países de Asia los campesinos han sido claves en el abastecimiento de alimentos durante la pandemia.
La experiencia concreta en Bogotá demostró que organizaciones campesinas locales y nacionales se pueden coordinar con las juntas comunales de los barrios urbanos y con las alcaldías (las alianzas “vereda-barrio”) para comercializar alimentos producidos por los campesinos, con un mejor precio tanto para el productor como para el consumidor. También mostró que ese trabajo construido desde la base social debe articularse con una construcción normativa.
En los mercados campesinos en Bogotá participaban regularmente productores de 34 municipios de Cundinamarca, 7 de Boyacá y uno del Tolima. Además, en 28 cabeceras municipales se realizaron mercados campesinos locales. En la mayoría de los municipios las alcaldías participaron y apoyaron el programa, independientemente de la filiación política del alcalde. En todos se crearon comités campesinos coordinadores del programa.
Los productos más vendidos fueron las frutas y, sorprendentemente, carnes y productos elaborados (mermeladas, dulces, jugos, encurtidos, cremas, vinos). Simultáneamente, el gobierno nacional expidió normas en contrario: La resolución 957 de 2008 del ICA persiguió la comercialización de gallinas campesinas que eran el producto más vendido en los mercados campesinos de Bogotá. Otras resoluciones obstaculizaron la venta de productos cárnicos (los campesinos se adaptaron) y panela (los campesinos las rechazaron). Decretos contra la venta de leche cruda fueron suspendidos tras movilizaciones nacionales de los campesinos lecheros.
Sigue siendo claro que los mercados de alimentos frescos en el país adolecen de serias fallas de mercado, que no fueron corregidas por la creación de las grandes centrales de abasto de las ciudades. El exceso de intermediarios, las deficiencias en la información sobre los precios y los mercados, el poder monopolista de grandes comerciantes en las centrales de abasto, las pérdidas pos cosecha en la comercialización, el bajo desarrollo de la agroindustria rural, el muy precario poder de negociación de los pequeños productores no asociados, los costos de transporte y falta de plataformas de acopio en los barrios urbanos y su relación con los consumidores, entre otros, son factores que configuran un sistema de comercialización con serias deficiencias y de una alta vulnerabilidad en la garantía de ingresos a los productores.
No pueden desconocerse algunos avances, como la llegada de las tecnologías digitales que permiten contactos más directos con los consumidores, aunque ello está circunscrito a agricultores de sitos cercanos a las ciudades, y en cierto tipo de productos, también algunas alianzas productivas con la agroindustria de alimentos, y el funcionamiento de mercados campesinos en áreas urbanas apoyados por las alcaldías municipales, etcétera. Pero la vulnerabilidad de los campesinos frente al mercado permanece en la medida que las políticas de apertura económica liberan las importaciones, el Estado se retira del mercado dejando en manos privadas su desarrollo, al tiempo que el individualismo en la producción no cede y sus poderes de negociación son precarios.
Son muy conocidos los tratamientos diferenciados y la discriminación de género existente en la sociedad, en los mercado laborales, la no remuneración y reconocimiento de las actividades de cuidado doméstico que realizan prioritariamente las mujeres; las brechas de ingresos y nivel de vida entre el campo y la ciudad con gran desventaja para las mujeres rurales; las deficiencias de las política públicas y el incumplimiento del Estado de disposiciones expedidas para beneficio de las mujeres y la disminución de las desigualdades de género. También diversos estudios han precisado las maneras como el conflicto armado y la operación de grupos al margen de la ley, han afectado a las mujeres, especialmente rurales (PNUD 2011).
Existe una insuficiencia de datos sobre la situación de la mujer rural en relación con la urbana, y pocos indicadores se han desarrollado para caracterizar con certeza la situación de las mujeres del campo y las afectaciones que han sufrido con la crisis provocada por el fenómeno pandémico y la recesión de actividades económicas. Sin embargo, los datos DANE de la Encuesta GEIH publicados a fines de abril del 2021 muestran determinadas variables críticas que permiten un acercamiento a la situación de las mujeres, algunos de ellos señalados antes en la sección 2.1 sobre desempleo y pobreza.
Unos datos generales permiten apreciar la situación de desventaja en que se encuentran las mujeres frente a los hombres. Por ejemplo, las horas dedicadas al trabajo por los hombres superan las 40 en la semana, en el caso de las mujeres no alcanza las 38. El tiempo usado en las labores del hogar en el caso de las mujeres es superior a las 25 horas a la semana, en los hombres alcanza máximo 12,3 horas.
Los trabajos de la economía del cuidado se han asignado de manera desproporcionada a las mujeres, por lo cual un grupo significativo de ellas se han visto obligadas a dejar sus trabajos remunerados durante la pandemia, como indica Ana I. Arenas[16], para: acompañar las tareas escolares de sus hijas e hijos; asumir la atención y acompañamiento de la salud de quienes lo necesitan; alimentar a sus familias; limpiar el hogar o cuidar del vestuario. En promedio se estima que el trabajo de cuidado no remunerado que las mujeres colombianas llevan en sus hogares ha aumentado en un 40% durante el último año.
Según el DANE, en enero de 2021 la tasa de desempleo para las mujeres fue de 22,7% y para los hombres del 13,4%. Las mujeres trabajan en mayor proporción en los sectores más afectados por la pandemia: comercio y servicios, donde son más fáciles los despidos pues sus costos son más bajos. El total de mujeres ocupadas disminuyó 15,5% entre 2019 y 2020, en contraste con el caso de los hombres con el 7,8%, al punto que por cada mujer ocupada hoy habría 1,5 hombres ocupados; en 2019 la proporción había sido de 1,0 a 1,4.
Las asimetrías del mercado laboral para las mujeres son una constante histórica. Y la pandemia ha conllevado una pérdida masiva de empleos, que ha sido peor para las mujeres. En los últimos períodos, esta brecha se había mantenido en un promedio cercano al 5%.
En el mercado laboral la situación tiende a ser más crítica para las mujeres por su menor tasa de ocupación. Ángela M. Penagos indica que ellas tradicionalmente presentan una menor tasa de ocupación, y que a junio el 73 y 61 % de los empleos formales e informales no agropecuarios perdidos durante la crisis fueron de mujeres. “Este resultado se debe, en parte, a que las mujeres rurales se vinculan laboralmente, en esencia, en empleos no agrícolas y por fuera del hogar, lo que indica una mayor probabilidad de afectación por las medidas de confinamiento, de acuerdo con el Análisis del Mercado Laboral Rimisp (2020)”[17].
Según la Encuesta ENUT del DANE septiembre–diciembre de 2020, entre la población de 15 años y más de edad que se identifica subjetivamente como campesina, la participación en actividades de trabajo remunerado vincula al 65,1% de los hombres y al 27,6% de las mujeres, mientras que la participación en actividades de trabajo no remunerado vincula al 93,2% de las mujeres y al 57,9% de los hombres.
La diferencia en participación en actividades de trabajo remunerado entre hombres y mujeres es de 37,5 puntos porcentuales en comparación con 23,3 puntos porcentuales en el promedio del total de personas. Lo mismo sucede con la diferencia en participación en actividades de trabajo no remunerado entre mujeres y hombres, donde para la población de 15 años y más de edad, identificada subjetivamente como campesina, es de 35,3 puntos porcentuales, mientras que en el promedio del total de personas es de 27,6 puntos porcentuales.
A ello se agrega el aumento de la pobreza femenina. En 2019 había 116 mujeres por cada 100 hombres en hogares pobres: el 38,2 % de estos hogares tenían jefatura femenina y el 34,4% masculina.
La Encuesta Integrada de Hogares (GEIH) de 2019 ya mostró que el ingreso promedio de las mujeres es inferior al de los hombres en un 34% y lo es en un 60% en el área rural, donde el ingreso promedio de los hogares era de $401.008 al mes, mientras el de las mujeres llegaba a $148.276. El ingreso promedio del sector rural es del 44% del ingreso nacional, del 52% para hombres y del 29% para las mujeres (Garay y Espitia 2021).
También indica Ana I. Arenas, que del total de las mujeres de la “población fuera de la fuerza laboral” en 2020, el 62,9% (1.100.000) se dedica a “oficios del hogar” y para los hombres esta cifra es 13,2% (240.000). Durante la pandemia aumentó la carga de esos oficios en el caso de las mujeres. Y agrega: “El gobierno no ha tomado medidas adecuadas frente a la destinación de tiempo de las mujeres al cuidado no remunerado, que en promedio nacional representa 7,14 horas diarias para las mujeres y 3,25 para los hombres. La brecha es mayor en las zonas rurales. Esto afecta negativamente la autonomía económica de las mujeres y los intereses más amplios de la sociedad”.
La Encuesta Nacional de uso del tiempo ENUT, DANE septiembre-diciembre de 2020, muestra también algunas características de interés para apreciar mejor las diferencias según género:
(i) Mientras las mujeres dedicaron en promedio 8 horas a actividades de trabajo no remunerado entre septiembre y diciembre de 2020, los hombres dedicaron 3 horas y 7 minutos a estas mismas actividades.
(ii) El 88,9% de las mujeres de 10 años y más de edad participó en actividades de trabajo no remunerado, mientras que en estas actividades participó el 61,3% de los hombres de 10 años y más. El 52,6% de los hombres y el 29,3% de las mujeres de 10 años y más de edad participaron en actividades de trabajo remunerado.
(iii) El tiempo dedicado a actividades de trabajo no remunerado relacionado con mantenimiento de vestuario, limpieza y mantenimiento de la vivienda, compras y administración del hogar, y suministro de alimentos fue mayor en promedio para las mujeres que para los hombres. En el caso de las actividades de suministro de alimentos, el tiempo dedicado por las mujeres en promedio es aproximadamente el doble que el de los hombres.
(iv) Mientras que en los centros poblados y las áreas rurales dispersas las mujeres dedican 30 minutos más que los hombres en promedio a actividades de apoyo a personas del hogar, en las cabeceras municipales las mujeres dedican 48 minutos más en promedio que los hombres. En actividades de cuidado pasivo, especialmente en centros poblados y rural disperso, las mujeres dedican aproximadamente 5 horas más que los hombres en el promedio diario.
(v) Entre la población que se identifica subjetivamente como campesina, el tiempo diario promedio dedicado a actividades de trabajo no remunerado es de 8 horas y 16 minutos para el caso de las mujeres, y de 3 horas y 16 minutos para el de los hombres. Respecto al tiempo diario promedio dedicado a actividades de trabajo remunerado, las mujeres destinan 6 horas y 27 minutos en promedio, en comparación con las 7 horas y 49 minutos en el caso de los hombres.
(vi) La ENUT señalada incluye un módulo de emergencia sanitaria que identifica algunas de las consecuencias que han sufrido los hogares como consecuencia de la pandemia de covid-19. En relación con la afectación sobre los ingresos provenientes de trabajo remunerado, en el periodo entre septiembre y diciembre de 2020, el 20,1% hombres, y el 30,7% de las mujeres ya no tienen estos ingresos en comparación con el mismo mes del año anterior.
(vii) Respecto a la afectación por ingresos laborales de jefes y jefas de los hogares, el 50,4% percibieron que, en comparación con el mismo mes del año anterior, sus ingresos disminuyeron. Además, 15,1% de los jefes de hogar ya no tienen ingresos laborales, lo que representa al 22,5% de las jefas de hogar y al 10,1% de los jefes de hogar.
En conclusión, como lo indican Garay y Espitia “… resulta evidente la profundidad y sistematicidad de la brecha existente entre los ingresos laborales en detrimento de las mujeres tanto por ocupación, por tipo de sitio de trabajo, por nivel educativo, y por dominio geográfico, lo que no solamente muestra el mayor grado de precariedad laboral de ellas respecto a los hombres, sino también su mayor vulnerabilidad socioeconómica, con especial gravedad en el caso de las mujeres jefas de hogar por su responsabilidad para la manutención, sustento y desarrollo de los miembros a su cargo” (Garay y Espitia 2021 p.53).
- LOS JÓVENES RURALES, MÁS SOMBRAS QUE LUCES
Como en el caso de las mujeres las estadísticas e indicadores sobre jóvenes de la ruralidad apenas están empezando a abrirse espacio, y son pocos los datos que se manejan sobre su situación económica y social, en especial la referente a sus perspectivas en un futuro caracterizado por la incertidumbre y una competencia aguda del desarrollo tecnológico que busca sustituir mano de obra para aumentar la productividad y la competencia. El estudio del DANE “Panorama socioeconómico de la juventud en Colombia” de septiembre del 2020 aporta algunos datos de interés que merecen revisarse en detalle con unas primeras anotaciones sobre los efectos de la pandemia sobre la juventud.
Los jóvenes en Colombia (de 14 a 26 años de edad, según clasificación del Ministerio de Salud) eran en el 2020 unos 10.990.268, el 21,8% de la población total. Entre los hombres son el 22,5% y entre las mujeres el 21,1%. En las cabeceras municipales se encontraba el 75,87% de los jóvenes y en los centros poblados y áreas rurales dispersas apenas el 24,13%: se trata de una población predominantemente urbana.
El 97,7% son alfabetos en el caso de las mujeres y el 95,7% en el de los hombres, lo que indica que la educación básica les habría llegado de manera significativa. En contraste, a la educación superior solo accedían el 28,51% de los hombres y el 38,92% de las mujeres, en posgrado solo el 0,64% de hombres y el 0,94% de las mujeres. Los años promedio de educación en las edades de 15 a 24 años de edad eran a nivel nacional de 10,1 años; el 10,6% en las cabeceras, y el 8,5% en centros poblados y áreas rurales dispersas.
Hoy los jóvenes tienen mayores conocimientos que sus progenitores, más oportunidades de acceder a la educación que antes, acceso a información y comunicación por medios digitales, más movilidad y opciones de trabajos que en el pasado, aunque ello es marcadamente diferenciado entre el campo y la ciudad. Las brechas inciden en la tendencia creciente a migrar desde el campo a los centros urbanos en busca de mejores oportunidades de bienestar, de trabajo, educación y salud. Los factores de expulsión del campo son diversos y en el caso de Colombia se agrega el fenómeno de las violencias derivadas de actividades ilícitas y el despojo lo realizados sobre las familias campesinas, sea de manera violenta o por medio del mercado.
Las tasas de desempleo por rango de edades de la población también indican desigualdades de oportunidades y de acceso al trabajo digno, lo que merece mayor consideración por parte de las políticas públicas. En el orden nacional y de acuerdo con la misma información del DANE (GEIH 2021), el desempleo total para las edades comprendidas entre 10 y 15 años fue de 3,6% para hombres y 5,1% para mujeres, con un promedio nacional el 4,1%. En las edades entre 16 a 30 años, el desempleo oscila entre 30.1% para las edades entre 16 a 20 años, y el 18,8% para las edades de 26 a 30 años, siendo muy superior al de las personas de mayor edad; por ejemplo los comprendidos entre 36 y 45 años tienen un desempleo del 13%, menos del doble de las edades más tempranas. Estos datos representan aumentos muy significativos respecto a los existentes a fines del 2019 cuando la pandemia no se había interrumpido.
Y en el caso de las mujeres, el desempleo resulta ser mayor que en el de los hombres en todos los rangos de edad. En promedio, los hombres tienen una tasa de desempleo del 12,7% y las mujeres del 20,4%. Además, en el sector rural el desempleo femenino es considerablemente superior al de los hombres en las edades de 16 a 45 años; por ejemplo, de los 16 a 30 años el desempleo femenino fluctúa entre 2l.4% y el 30,2%. En las cabeceras es aún mayor para la mujeres, alcanza al 21,2% versus el 15,1% para los hombres. Y fluctúa en el 25,8% para los 26 a 30 años, y en el 42,5% para 16 a 20 años de edad. En consecuencia, a medida que aumentan las edades el desempleo es menor, tanto para hombres como para mujeres.
Los jóvenes no cuentan con programas que los estimulen a quedarse en el campo, lo cual acelera la migración; aunque muchos preferirían quedarse en los territorios donde han nacido. Y aquellos que alcanzan a ingresar a la universidad, no cuentan con soportes económicos suficientes y una vez que egresan su incorporación al mercado laboral encuentra muchas dificultades y competencia con los jóvenes urbanos, que por conocer el medio y tener los contactos, se les facilita más incorporarse a un trabajo decente y de acuerdo con su capacitación y conocimientos; aunque ello no es garantía que consigan empleo.
El uso de las tecnologías de información es notorio en la juventud según el DANE. El 79,8% en la edad de 15 a 24 años tienen un celular, el 56,2% usa computador, el 83,9% usa internet y el 91,7% el celular, sólo el 39,2% escucha la radio.
Los jóvenes cuentan con un enorme potencial para adelantar transformaciones en la ruralidad, por su facilidad de acceder a las nuevas tecnologías, su mayor conciencia sobre las ventajas de la asociación y la cooperación, su facilidad para hacer las cosas de otra manera y acceder a la información. Pero necesitan estímulos y ofertas de bienes públicos que les garanticen sus ingresos y la estabilidad en los empleos, además de sus derechos y el respeto a la vida.
La Universidad del Rosario junto con la empresa Cifras y Datos realizó a comienzos del 2020 un estudio con 2,513 jóvenes de 10 ciudades, no tuvo en cuenta las áreas rurales. Sin embargo, merecen señalarse algunos resultados que reflejan la situación general de los jóvenes en la sociedad colombiana. Un hecho protuberante que expresa César Caballero, director de Cifras y Conceptos (El Tiempo, mayo 16 de 2021), es el de que la tristeza es el sentimiento que más prevalece, pues sólo un 5% de los jóvenes se sentía feliz, frente al 66% en enero de 2020. Algo muy grave está pasando en esta sociedad cuando se llega a esa situación de pérdida de la alegría. Ello es resultado como se indica, de un acumulado de problemas, frustraciones, ansiedades en una sociedad que “parece estar robando la alegría de su juventud”.
Es tan crítica la situación de los jóvenes de ambos sexos que se le está denominando como la generación sin futuro, en lugar de considerarla como el soporte para una sociedad con un futuro mejor para todos. Muchos de ellos perciben que son una generación sin esperanza. El estudio de la Universidad del Rosario realizado a comienzos del 2020 tiene una conclusión general que vista hoy parecería optimista ante el agravamiento de la situación social y económica para este sector de la población. Afirma al respecto:
“De esta manera, como conclusiones generales vemos que lo que más afecta personalmente a los jóvenes del país es la falta de empleo y oportunidades, entre ellas la de educarse. Entretanto la corrupción, junto con la falta de empleo, son los problemas que los jóvenes encuestados identifican como los mayores problemas que tiene actualmente el país. Entre tanto lo que más los indigna es la indiferencia y falta de cultura de la gente, seguido de la corrupción y la desigualdad. Por su parte, como soluciones a los problemas que se han señalado, los jóvenes de Colombia proponen más y mejor educación, empleo y salud; seguido de un replanteamiento de las instituciones y la forma de gobierno. Igualmente, y como rasgo altamente favorable, los jóvenes encuentran en el diálogo con sus amigos y familiares una manera de expresar sus inconformidades, siendo esta una estrategia que debe ser tenida en cuenta para entender buena parte de las insatisfacciones que se tienen hoy en día, siendo el diálogo una manera de reclamar ser escuchados por la sociedad y las instituciones. Junto con el diálogo se encuentra el uso de redes sociales, siendo en realidad la manifestación y la protesta una alternativa secundaria” (Universidad del Rosario, Cifras y Conceptos enero 2020).
Además, el director del DANE ha dicho recientemente que “el 27,7% de los jóvenes no participan en el mercado laboral ni están matriculados en los planteles educativos (los ninis, ni trabajan, ni estudian), la cuarta parte de jóvenes y las jóvenes del país están siendo excluidos de la posibilidad de un proyecto de vida, de movilidad social y bienestar económico”. Por ello, han pasado a engrosar tanto la sociedad de los inconformes, como la de aquellos que están perdiendo aceleradamente las esperanzas de un futuro mejor.
La Ley 1876 de 2017, que crea y pone en marcha del Sistema Nacional de Innovación Agropecuaria (SNIA), define la ruralidad como “el conjunto de interacciones sociales, económicas y culturales que se surten en espacios de baja e intermedia densidad poblacional y cuyas actividades económicas preponderantes están estrechamente relacionadas con el medio natural y sus encadenamientos productivos”. Esta noción puede tomarse como punto de partida para acercarse al ámbito donde se define, internacional y nacionalmente, el ser campesino, o el campesinado como tal.
La definición del ser campesino, y por lo tanto de las economías campesinas, así como de la agricultura familiar y comunitaria, no ha sido un asunto de fácil acuerdo entre los académicos, las organizaciones sociales y las instituciones públicas. De alguna manera, ello ha impedido que el país cuente con datos estadísticos precisos que permitan medir su incidencia en la economía colombiana, y particularmente en la producción y distribución de alimentos. Además, el Estado como tal no ha realizado esfuerzos históricamente para acercarse a una definición del campesinado que sirva de base para políticas públicas diferenciadas. Por ello, los datos existentes en torno a la participación de las economías campesinas en la producción alimentaria y en la economía nacional se basan en estimaciones que distintos analistas o centros de investigación han realizado.
A raíz de ello, y dada la no materialización de estos sujetos sociales en las encuestas y censos oficiales, Rodrigo Uprimny Socio fundador e investigador del Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad –Dejusticia– presentó el 23 de noviembre de 2017 una tutela contra el DANE y el Ministerio del Interior, en nombre de 1758 campesinos y campesinas. Ellos y ellas reclamaron ser incluidos como sujetos sociales y políticos en el censo de población, que estuvo antecedida de una solicitud similar en el Censo Agropecuario, la cual no tuvo acogida en esa entidad.
Ello condujo a que la Corte Suprema de Justicia se pronunciara en el fallo STP2028-2018, relacionado con la necesidad de incluir la categoría de campesino en los instrumentos censales. Ese proceso dio lugar al establecimiento de una Comisión, coordinada por el ICANH, que posibilita contar hoy con unas definiciones más precisas sobre el sujeto campesino, y la identificación de algunos instrumentos para cuantificar el peso del campesinado en la sociedad colombiana. Aquí se recogen estas aproximaciones y las internacionales, como referentes para avanzar en los planteamientos que se presentan para una política pública para el campesinado.
La Comisión del ICANH propuso que el campesino se entendiera como una persona, sin distingo alguno, “que se identifica como tal, involucrado vitalmente en el trabajo directo con la tierra y la naturaleza; inmerso en formas de organización social basadas en el trabajo familiar y comunitario no remunerado y/o en la venta de su fuerza de trabajo.” (Comisión de Expertos 2018, p. 4). Al campesino se le concibe entonces como un sujeto colectivo de carácter intercultural, territorialmente diverso, multiactivo desde el punto de vista de su actividad económica, involucrado en dinámicas que procuran su reconocimiento y su participación ciudadana, y que forma parte de la vida política nacional.
En esta línea conceptual, y de acuerdo con lo establecido en los Acuerdos de La Habana, la Mesa Técnica de Agricultura Familiar y economía campesina estableció en el año 2017 estableció unos lineamientos estratégicos de política pública para la Agricultura Campesina, Familiar y Comunitaria (ACFC), que sirvieron de elementos técnicos para la Resolución 464 de 2017 del Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural. Allí se concibe a la economía campesina, familiar y comunitaria como:
“(…) el sistema de producción, transformación, distribución, comercialización y consumo de bienes y servicios; organizado y gestionado por los hombres, mujeres, familias, y comunidades (campesinas, indígenas, negras, afrodescendientes, raizales y palenqueras) que conviven en los territorios rurales del país. Este sistema incluye las distintas formas organizativas y los diferentes medios de vida que emplean las familias y comunidades rurales para satisfacer sus necesidades, generar ingresos, y construir territorios; e involucra actividades sociales, culturales, ambientales, políticas y económicas. (Resolución 464, p. 12).
De esta manera, se parte del reconocimiento como campesinos y economías campesinas a los hombres, mujeres, jóvenes, niños y niñas que, siendo multiculturales, habitan la ruralidad y derivan de ella, no solo su sustento a través de diversas formas económicas y organizativas, no solo su sustento, sino que posibilitan el acceso a bienes y servicios del campo a otras personas y sociedades[18]. Esto, además, se constituye en un paso muy importante para: a) avanzar en el auto reconocimiento no sólo étnico sino como campesino o campesina y b) posibilitar una cuantificación precisa de las dimensiones y aportes de las sociedades campesinas al país.
Por otra parte, el campesinado y sus derechos tienen un reconocimiento internacional a pesar de que el gobierno colombiano se ha abstenido de apoyarlo. La Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó el 17 de diciembre de 2018 la Declaración sobre los Derechos de los Campesinos y Campesinas y de Otras Personas que Trabajan en las Zonas Rurales, que establece claros criterios para su aplicación en el país. Concretarlos dependerá desde luego de la capacidad de las organizaciones propias de los campesinos, cuyo derecho a expresarse y movilizarse debería estar garantizado desde la expedición del Convenio 141 de la OIT, que los gobiernos de Colombia se han negado a firmar.
El ser campesino no se agota en sus justas reivindicaciones sociales y económicas, trasciende a su lucha por el reconocimiento y redistribución en el campo jurídico, su lucha por su posicionamiento como sujeto social y político, y la búsqueda por trascender su invisibilidad en que se le ha tenido en diferentes instancias en esta sociedad, como muy bien ha quedado expuesto en el texto reciente de Dejusticia (Guiza et al. 2020). El campesinado es un sujeto social a quien le cubren derechos universales y políticos, espacios para participar no sólo en actividades productivas y sociales, también en las decisiones políticas, en los debates políticos y electorales, y en el proceso de decisiones de justicia redistributiva.
Como bien se expresa en la introducción del texto antedicho, “El campesinado colombiano ha enfrentado una triple injusticia histórica: discriminación socioeconómica, déficit de reconocimiento y represión de su movilización y participación”. De allí que Dejusticia se proponga como objetivo central de su texto, la lucha contra la invisibilidad jurídica del campesinado, en particular, en la dimensión constitucional. Esos déficits de reconocimiento han mantenido vivas las luchas del campesinado en Colombia y otros países, con diferentes expresiones en sus demandas.
Una consecuencia de la falta de reconocimiento del campesinado se refleja en el hecho de que las cifras para el mundo rural no son siempre las más pertinentes, el DANE tiene allí una gran deuda con el país. No obstante, se han hecho aproximaciones preliminares en la Encuesta Nacional Agropecuaria (ENA) de 2019, que indicarían que los productores rurales en condición de persona natural serían 2.033.967, de los cuales el 73,9% (1.503.999) se tratarían de hombres y el 26,1% (529.968) mujeres. Se consideran campesinos o campesinas el 95,1% de los productores rurales. La ENA muestra también la poca población joven en el mundo rural. De cualquier forma, datos aun parciales que muestran la importancia del campesinado en el país.
De otra parte, según la Encuesta de Calidad de Vida, en datos sintetizados por Duarte et al. (2920), se muestra que el 28,4% de las personas mayores de 15 años de edad se reconocen y viven como campesinas, ello corresponde aproximadamente a 10,76 millones de personas. De la población campesina, el 51,7% son hombres y el restante 48,3% mujeres. Un 79,6% de la población campesina se ubica en centros poblados y áreas rurales dispersas, y el restante 13,5% en cabeceras municipales. Y según la Encuesta del DANE sobre usos del tiempo, ENUT, septiembre–diciembre de 2020, el 31,5% de la población de 15 años de edad y más se reconoce subjetivamente como campesina y considera que vive en una comunidad campesina. Esto corresponde al 17,3% de la población de 15 años y más en cabeceras municipales y al 81,9% en centros poblados y rural disperso.
Cabría señalar adicionalmente que el tratamiento dado al campesinado en Colombia y en otros países en donde ha sido igualmente discriminado, contempla, de una parte, la invisibilización señalada, al tiempo que la sociedad en su conjunto se beneficia tanto de su participación en la producción de alimentos como en su incorporación masiva al servicio militar y a la legitimación del sistema político a través de su participación electoral, aprovechada para legitimar el sistema. En la perspectiva de la ampliación del espacio fiscal cabría considerar el establecimiento de un gravamen sobre las importaciones que afecten la producción en la cual participen campesinos.
4. PROPUESTA: UN CONTRATO SOCIAL SOBRE LA RURALIDAD Y EL CAMPESINADO
Desde hace décadas no se había ganado tanto consenso en el país en torno a la necesidad de fortalecer las políticas públicas rurales para suplir el déficit de valoración de la ruralidad y del reconocimiento social y político del campesinado. Igualmente avanzar en la provisión de bienes y servicios públicos, en los procesos de cooperación y solidaridad, en el fortalecimiento de los mercados justos y en el mejoramiento de la calidad de vida de las familias campesinas.
Ese consenso nacional que se ha ido formando sobre la urgencia de pagar la deuda social y política con la ruralidad, está expresado en los Acuerdos de la Habana, en el Informe de Desarrollo Humano del PNUD 2011, y en las recomendaciones de la Misión para la Transformación del Campo (Machado 2019), así como en diversas expresiones provenientes del ámbito internacional y nacional.
Los Acuerdos de La Habana, a través del Punto 1 sobre Reforma Rural Integral, abrieron una ruta posible para iniciar un desarrollo que permita mejorar las condiciones de vida de la población rural campesina y comunitaria, reconocer sus derechos, trabajar por la dignidad campesina, y abrir canales a la democracia para resolver los conflictos en la ruralidad y buscar la paz. Esos Acuerdos son una propuesta mínima de modernidad que fue oportunamente complementada con el
Informe de la Misión Rural (DNP 2015). Los Acuerdos establecen la necesidad de una Reforma Rural Integral (RRI) como base para la transformación estructural del campo y la creación de condiciones de bienestar para la población rural –hombres y mujeres– de manera que contribuya a la construcción de la paz.
Un componente fundamental de la RRI es el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS). La RRI y los PNIS son mínimos necesarios para el inicio de un proceso de transformación de la ruralidad colombiana y de sus relaciones con lo urbano, que deben ser complementados con la incorporación con una visión sistémica e integral, además de consideraciones estratégicas de orden ecológico y ambiental, y acciones para su superación de los déficits de reconocimiento social y político del campesinado.
En la RRI se destaca por su potencial transformador, entre otros, la creación del Fondo de Tierras de distribución gratuita, que tiene un carácter permanente y habría de disponer de 3 millones de hectáreas durante sus primeros 12 años de creación para “lograr la democratización del acceso a la tierra, en beneficio de los campesinos y de manera especial las campesinas sin tierra o con tierra insuficiente y de las comunidades rurales más afectadas por la miseria, el abandono y el conflicto, regularizando los derechos de propiedad y en consecuencia desconcentrando y promoviendo una distribución equitativa de la tierra”.
El acceso a la tierra habría de ser integral con planes de acompañamiento en vivienda, asistencia técnica, capacitación, adecuación de tierras y recuperación de suelos, proyectos productivos, comercialización y acceso a medios de producción que permitan agregar valor, entre otros, y escalar la provisión de bienes públicos en el marco de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET).
También se contempla: (i) la Formalización masiva de la pequeña y mediana propiedad rural con una meta de 7 millones de hectáreas, priorizando áreas como las relacionadas con los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET), Zonas de Reserva Campesina y otras que el Gobierno defina, como pueden ser las de territorialidad campesina entre las que deben incluirse aquellas que la ley, el gobierno o las entidades territoriales definan; (ii) la restitución de sus derechos sobre las tierra a las víctimas del despojo y a las comunidades del desplazamiento forzado y a las comunidades sus derechos sobre la tierra, (iii) la formación y actualización del catastro e impuesto predial rural, (iv) el cierre de la frontera agrícola, (v) los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) cuya base es la participación activa de las comunidades para lograr tanto la transformación estructural del campo y el ámbito rural como un relacionamiento equitativo entre el campo y la ciudad, para lo cual es necesario elaborar de manera participativa un plan de acción para la transformación regional, (vi) la realización de Planes Nacionales para la Reforma Rural Integral, y (vii) un Sistema para la garantía progresiva del derecho a la alimentación. No sobra advertir la necesidad de articular estas propuestas con los planes de ordenamiento territorial.
El Acuerdo Final busca también aportar una solución al Problema de las Drogas Ilícitas relacionadas con los cultivos de uso ilícito en gran escala. La persistencia de esos cultivos “está ligada en parte a la existencia de condiciones de pobreza, marginalidad, débil presencia institucional, además de la existencia de organizaciones criminales dedicadas al narcotráfico”. Existe conciencia de que la solución a este problema es un asunto que requiere de consensos y definiciones de alcance global por parte de todos los Estados. Para ello se plantea la implementación de programas de sustitución de cultivos de uso ilícito en el marco de planes integrales de desarrollo con participación de las comunidades –hombres y mujeres– en el diseño, ejecución y evaluación de los programas de sustitución y recuperación ecosistémica y ambiental de las áreas afectadas por dichos cultivos. Y se acordó crear y poner en marcha un nuevo Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS) a través de un proceso de planeación participativa y desarrollo de los planes integrales comunitarios y municipales de sustitución y desarrollo alternativo (PISDA), siendo la sustitución voluntaria un principio fundamental del Programa.
Más allá de lo determinado por los acuerdos de paz, se constata el fracaso de la llamada “guerra contra las drogas”. Es necesario cambiar el enfoque de la política sobre estupefacientes. Ya 15 estados de Estados Unidos y su Distrito Capital, así como Canadá, Uruguay y Holanda dieron ejemplo regulando el consumo recreativo de la marihuana. Por otra parte, la educación de la niñez y la juventud en el tema de las drogas y la adicción y la adopción de un enfoque de salud pública para los adictos a la cocaína y otras drogas, deben regir un nuevo enfoque que posibilite la “quiebra” de las finanzas de los narcotraficantes y permita detener la destrucción de selvas y suelos de ladera por la expansión de cultivos ilegales.
Igualmente, se previó el desarrollo de Programas de Prevención del Consumo y Salud Pública, bajo el criterio de que el “consumo de drogas ilícitas es un fenómeno de carácter multicausal generado por condiciones económicas, sociales, familiares y culturales propias de la sociedad o el medio en el que se desenvuelven las personas que debe ser abordado como un asunto de salud pública”. Para tales efectos, el Gobierno nacional habrá de crear el Programa Nacional de Intervención Integral frente al Consumo de Drogas Ilícitas como una instancia de alto nivel, para articular las instituciones con competencia en la materia y coordinar un proceso participativo de revisión, ajuste y puesta en marcha de la política frente al consumo.
La política nacional frente al consumo de drogas ilícitas se ha de guiar por los principios de los enfoques de derechos humanos, de salud pública, diferencial y de género, y con la participación comunitaria y en el marco de la convivencia ciudadana.
Un proyecto para Colombia que contemple esos diversos aspectos empieza necesariamente por el campo y las sociedades campesinas, y sus relaciones con los sectores urbanos, en la medida que debe enmarcarse en una visión sistémica y holística. Retomar los propósitos enunciados con la óptica de recuperar y fortalecer las economías campesinas, aprovechar la productividad rural para garantizar los consumos locales y saludables, potenciar los mercados verdes, así como garantizar las infraestructuras suficientes para hacer de la vida en el campo un proyecto humanamente digno y en coevolución con la naturaleza, se convierte en un desiderátum ineludible en el camino de fortalecer la democracia y el reconocimiento y respecto de los derechos más universales.
No han sido pocos los intentos de pactos o de apuestas por el campo en la historia reciente, que han nacido de la voluntad de un sector económico o de los intereses específicos de grandes productores o terratenientes. La figura del Contrato Social aquí sugerido deberá convocar a los diferentes agentes sociales, productivos y políticos del país, rurales y urbanos, en torno a la defensa y fortalecimiento de la producción de alimentos, y la estabilidad económica, social e institucional para quienes deben desarrollar esa producción en condiciones debidas de dignidad y reconocimiento social. Las escalas de producción deberán conducir al aprovechamiento de las particularidades y las productividades específicas de cada rama de actividad del sector, bajo el propósito de asegurar la estabilidad del sistema alimentario, con el apoyo de mercados de excedentes y potenciación de producciones exportables.
No se trata de partir de cero para construir este Contrato, muchos de los aspectos sugeridos en este documento están consignados, aunque no necesariamente de manera integral y sistémica y con los énfasis señalados, en diversos documentos públicos y privados, incluso en proyectos de ley que no han hecho curso en el Congreso colombiano. La propuesta invita a una construcción innovadora que partiendo de lo existente, reinvente mucho de lo existente para la construcción de modelos alternativos de desarrollo que ayuden a superar limitantes y dificultades prevalecientes para avanzar en la construcción de una modernidad hecha a la medida de necesidades y prioridades societales, así como del reconocimiento de lo que somos como comunidad. Y, además, para avanzar decididamente en la superación de las vulnerabilidades y falencias estructurales del sistema agroalimentario y las economías y comunidades campesinas productoras de alimentos.
Se trata de un compromiso social y político para darle a la ruralidad la prioridad que merece como instancia nacional que no ha recibido la atención merecida por parte del Estado y la sociedad, como la que se ha otorgado a sectores urbanos. Modelo que ha generado profundos desequilibrios territoriales, desigualdades estructurales rural-urbanas en niveles de vida, oportunidades y posibilidades de un futuro mejor. Además, serias diferencias en movilidad social, todo lo cual ha estimulado un proceso de migración rural-urbano caótico acelerador de los problemas urbanos, que deja a la ruralidad sin las condiciones propicias para enfrentar los desafíos del presente y el futuro.
La pandemia y el confinamiento ofrecen aprendizajes en torno a cómo organizarnos como sociedad y comunidad resiliente; y sobre los propósitos, metas y medios para lograrlo. Parece que la vulnerabilidad humana como especie que ha quedado latente, está permitiendo repensar en volver a la esencia de la vida en comunidad, al rescate de la ruralidad como una base esencial y estratégica de la vida económica, social y ecológica del país como una sociedad más democrática.
La integración de la agricultura campesina, familiar y comunitaria con las producciones extensivas y de agroindustria, deben partir de criterios de solidaridad, corresponsabilidad, cooperación y asociatividad. No hay mejor momento que éste para posibilitar acuerdos productivos y de comercialización que garanticen los procesos socio-económicos y ecológicos que van desde las siembras hasta el abastecimiento de bienes agropecuarios al consumidor final, sea en los mercados locales, nacional o internacional.
Este momento histórico constituye también una oportunidad para concentrar inversiones en la ruralidad y en la denominada Colombia profunda, a través del apoyo desde el nivel nacional a los gobiernos regionales y locales en los planes de desarrollo territorial en materia de infraestructuras para servicios públicos, en particular de vías terciarias, instalaciones sanitarias, de saneamiento y educativas en el ámbito rural. La pandemia demostró las enormes brechas rural-urbana existentes en la educación, crecientes aún más en medio de una tendencia hacia la virtualización de la vida educativa y laboral acelerada por la irrupción de la pandemia del covid-19, pero también los esfuerzos de maestras y maestros rurales por educar, por hacer de los territorios rurales espacios socialmente construidos con la suficiente pertenencia para reivindicar desde ellos la vida digna.
La pandemia está dejando una estela de desempleo, pobreza y deterioro profundo de las condiciones sociales y de vida en el país; por ello existen las condiciones, la necesidad y oportunidad de este Contrato Social. Hacer del campo una opción de vida viable y digna será un elemento esencial no solo para garantizar la necesaria seguridad y soberanía alimentaria, también para permitir la generación de excedentes productivos, la diversificación de la producción para el mercado nacional y otros mercados, el desarrollo agroindustrial en pequeña y mediana escala, la conservación de la biodiversidad, las fuentes de agua y los ecosistemas, la garantía de una producción saludable y agroecológicamente amigable, y una relación con lo urbano que brinde un justo tratamiento a la ruralidad. Lo urbano y lo rural son co-dependientes y ambos necesitan apoyarse para avanzar en una ruta de modernidad sostenible y estable de índole económica y socio-ecológica.
Luis Jorge Garay (2020) ha señalado claramente que este Contrato Social ha de enmarcarse en la instauración de un modelo societal de relacionamiento no indebidamente mercantilizado ni desregulado con la Naturaleza bajo el propósito de desarrollar y potenciar la biodiversidad, las fuentes de agua, los ecosistemas prioritarios, los bosques, y de contribuir a la lucha contra el cambio climático y por la sustentabilidad y resiliencia socio-ecológica y ambiental en una perspectiva perdurable.
Las iniciativas de emprendimiento de procesos de transformación se han dejado históricamente en manos de los gobiernos, con resultados más que insatisfactorios, pues se han acentuado las desigualdades, la pobreza, los conflictos, la desconfianza en las instituciones, la incertidumbre, el desconocimiento sobre el rol estratégico de la ruralidad en el desarrollo. Es hora de avanzar en un emprendimiento nacional con este Acuerdo para reparar y superar las deudas históricas que no nos enaltecen ni nos generan reconocimientos entre propios y extraños.
Es la hora para que la sociedad civil actúe con responsabilidad y asuma iniciativas de desarrollo que terminen siendo apoyadas por la institucionalidad pública y privada del país, superando un paternalismo que no ha servido hasta ahora a los propósitos de un mayor bienestar y una vida diga para todos en la nación.
Todo ello requiere por supuesto, una institucionalidad rural diferente a la instaurada hasta ahora. Asunto complejo que requiere de una amplia reflexión social y académica que está pendiente en la agenda social e institucional. No basta hacer modificaciones en la estructura del Ministerio de Agricultura. Llegar a un consenso social y político sobre este complejo asunto, requiere de un proceso de reflexión innovador, por lo cual este Acuerdo hace un llamado a abrir el debate en la agenda social nacional, rural y urbana, sobre la institucionalidad para la ruralidad y las relaciones rural-urbanas compatibles con las propuestas indicadas en este documento, y otras de interés de la comunidad nacional, para avanzar hacia una democracia social participativa y no simplemente representativa.
Las comunidades indígenas, por ejemplo, han dado una lucha por construir una institucionalidad nueva desde la base, desde sus autonomías y planes de vida, con sus resguardos y con normas como los decretos 1088 de 1993 y 1953 de 2014, hasta los organismos centrales del país. Su avance tiene que ver con una estrategia de territorialidad que pueda plasmar sus objetivos fundamentales. Las comunidades negras con los consejos comunitarios de sus territorios colectivos y las comunidades campesinas han impulsado también proyectos territoriales de base que se han reflejado en las siete reservas campesinas delimitadas, territorios campesinos agroalimentarios, en el distrito campesino de Medellín y en diversas experiencias locales. Estos pueden llegar a ser los cimientos de un cambio institucional general, que garantice los derechos colectivos, la gestión y participación comunitaria en las decisiones, la relación con las comunidades urbanas, y que proteja la vida.
La institucionalidad rural y rural-urbana en ciernes y por venir, deberá considerar aspectos como:
- Culminar con una construcción sistemática que defienda los ecosistemas, garantice la sustentabilidad ecológica y ambiental, asegure la alimentación de todos los colombianos y fomente la producción agropecuaria nacional saludable para garantizar la seguridad y la soberanía alimentaria del país. Por ello es necesario fortalecer los organismos de gestión ambiental y de áreas protegidas, así como la capacidad y competencia autónoma de las comunidades en el campo ambiental.
- Garantizar los plenos derechos laborales de los trabajadores rurales, como son los de organización sindical, protesta, reconocimiento del carácter laboral de la contratación y de salarios y prestaciones debidamente reglados.
- Organizar entidades nacionales y descentralizadas para la generación de tecnología agropecuaria y ambiental propia acorde con las características de las agriculturas familiares, de diferentes formas de producción y de los ecosistemas tropicales, reorientando las funciones y la labor de Corpoica, así como fortaleciendo unidades técnicas agropecuarias municipales y comunitarias y programas de producción orgánica y agroforestal.
- Garantizar la justicia tributaria de manera que la gran propiedad contribuya debidamente a los municipios y a la nación con una debida tributación predial y sobre el uso de la tierra.
- Generar instituciones y programas nuevos para garantizar el crédito de fomento y los seguros de cosecha, así como la logística y normas que faciliten el mercadeo de los productos agropecuarios, reducir los costos y márgenes de intermediación, y estabilizar precios adecuados para el productor y los consumidores.
- Revertir el Estado de Cosas Inconstitucional propio de la democracia restringida por la violencia sistemática que ha llevado a negar el derecho a la vida, a la organización y a la tierra de la población rural, agudizados recientemente con el asesinato de líderes sociales y ambientales, y de excombatientes de las FARC.
Un llamado de atención respecto a estas consideraciones: ninguno de los temas enumerados anteriormente está aislado de la existencia de los cultivos de uso ilícito y del narcotráfico, de la ilegalidad en la minería, de la deforestación criminal y de las diversas violencias que azotan el campo colombiano. Aceptar este hecho es abrir el camino a una interpretación integral de la problemática agraria y el conflicto en Colombia, así como del abandono del campesinado derivado y agudizado con las políticas agrarias y el manejo macroeconómico del país. Existen razones estructurales diversas para entrelazar dichas problemáticas en el análisis estratégico conducente al Contrato Social propuesto, para entender así la magnitud de los desafíos que enfrenta la sociedad colombiana para superar los conflictos prevalecientes y cambiar el tratamiento otorgado a la problemática rural y las relaciones rural-urbanas.
Al respecto, las propuestas sobre cultivos de uso ilícito derivadas del Acuerdo de Paz deberían extenderse hacia la búsqueda de una solución más contundente, como sería la legalización de los de los cultivos y los consumos de dosis mínimas, y los orientados hacia fines terapéuticos y médicos. Muchos gobernantes y dirigentes mundiales han sugerido de manera convincente estas posibilidades. Igualmente, es necesario acabar con las prácticas de fumigación de esos cultivos con glifosato, pues está demostrado su inutilidad y el alto costo en la erradicación como sus efectos nocivos sobre la salud de los habitantes y la contaminación del ambiente con el envenenamiento de los cultivos, las aguas y la fauna.
- EL MODELO DE DESARROLLO, TRANSICIÓN ECOLÓGICA Y TERRITORIO[19]
Con el avance de la crisis socio-ecológica y el cambio climático a nivel mundial que ha develado la no sustentabilidad del modelo de desarrollo y de consumo, potencializado por el neoliberalismo imperante en las últimas décadas, surge como inevitable la adopción de cambios sustantivos en los patrones y niveles de consumo en el contexto internacional. Entre ellos, se resalta el caso de los combustibles fósiles y de otros recursos naturales escasos y/o no renovables, que harían claramente disfuncional y contraproducente el neo-extractivismo en países como los de la región, en una perspectiva de mediano y largo plazo.
Es clara la tendencia a erradicar la producción de carbón y disminuir sustantivamente el consumo de petróleo, entre otros, en el tránsito hacia el uso de tecnologías “limpias” en países como los europeos, que irán reduciendo de manera significativa la demanda internacional de recursos no renovables exportados entre otros por algunos países latinoamericanos. Exportar esos recursos tampoco resulta ser una buena opción desde el punto de vista socio-ecológico, como en términos de un crecimiento económico socialmente incluyente.
Aparte del modelo extractivista minero, y eventualmente el de fracking de petróleo y gas, también se ha observado un estilo de extractivismo con la explotación extensiva de monocultivos comerciales –destinados a la exportación como commodities en los mercados internacionales– en territorios de reconocida fragilidad ecosistémica que impactan perversamente sobre la biodiversidad, fuentes de agua y acuíferos, y en detrimento de la resiliencia socio-ecológica en los territorios.
En el marco de un modelo de desarrollo alternativo que priorice la transición ecológica, han de tomarse con la especial atención y valoración desde una óptica de socioecología política y de sustentabilidad ecosistémica y ambiental en una perspectiva perdurable, todos aquellos perversos y perdurables impactos socio-ecológicos de la realización de actividades económicas en fuentes de agua, acuíferos, ecosistemas de especial interés, contaminación y ambiente.
En este sentido resulta indispensable la adopción de principios y criterios rectores, así como arreglos institucionales formales e informales novedosos de eficiencia socio-económica, resiliencia socio-ecológica y medioambiental en una perspectiva de corto, mediano y largo plazo. Una modalidad alternativa para ciertos casos específicos podría ser la de “los comunes”, con la promoción de prácticas en común sobre la base de recursos comunes existentes, con el rediseño de las instituciones para la gobernanza de la gestión socio-ecológica y democrática de recursos comunes. Entre diversas políticas públicas en este campo resaltan las de:
- Impulsar una economía circular en lugar de la economía lineal predominante, consistente en priorizar el círculo producción-consumo/uso-reciclaje-procesamiento-reutilización-producción, y no en el actual ciclo de producción-consumo/uso-acumulación y vertimiento de residuos y desechos-contaminación ecológica, que aparte de contribuir a la sustentabilidad medioambiental, a su vez generaría oportunidades para el desarrollo de nuevas actividades productivas y de servicios con la consecuente generación de empleos, ingresos, etcétera.
- Realizar campañas masivas de conservación y desarrollo de la biodiversidad, de acuíferos, fuentes de agua, ecosistemas y bosques, que son actividades intensivas en mano de obra rural, con énfasis en la reforestación y recuperación de amplias zonas devastadas por la acción de agentes empresariales y grupos ilegales.
- Desincentivar la producción comercial extensiva de bienes agrícolas –como commodities– en territorios ecosistémicamente frágiles, para evitar sus nocivos impactos socio-ecológicos y ambientales de carácter duradero.
- Promover el desarrollo de nuevas fuentes de energía como la eólica y la solar en sustitución progresiva de energía fósil combustible que aparte de aprovechar condiciones naturales y de generar empleo y valor agregado doméstico, impulse la innovación técnica en ciertas actividades manufactureras, entre otros.
- Potenciar el desarrollo rural y la economía campesina y de pequeños productores con un aprovechamiento de la tierra y los recursos ecológicamente sustentables y resilientes con el impulso de la agroecología, la producción verde, etcétera.
En este último campo de política es de resaltar la necesidad de adecuar el aprovechamiento de la tierra a los cambios que se prevén sustantivos en muchas zonas del país por factores relacionados con el cambio climático y la crisis socio-ecológica, que implicarían la conveniencia, si no necesidad, de una relocalización de amplias poblaciones rurales y de una alteración de patrones de especialización en el mediano y largo plazos –producción, conservación y recuperación de biodiversidad, fuentes de agua y ecosistemas, reforestación, etc.–, que deberían ser realizados de una manera debidamente planeada desde una visión de lo público y de lo común, y en clave espacial/territorial a la luz de la estrategia de transición ecológica y de sustentabilidad socio-ecológica del desarrollo. El catastro multipropósito y la coordinación entre los planes de ordenamiento territorial, como el ordenamiento social y productivo son parte esencial de estas propuestas.
Es de recordar que el panel intergubernamental sobre cambio climático de la ONU hizo un llamado urgente en 2018, en el sentido de que se deben reducir las emisiones de gases efecto invernadero a nivel global a la mitad con antelación a 2030, y alcanzar cero emisiones netas de carbono en 2050 para evitar la extinción de la vida planetaria tal y como se la conoce. En ese entendido, las acciones de política pública del presente y de los próximos años son las más importantes en nuestra historia, ya que ante el tiempo perdido por insistir en modelos de desarrollo que han acelerado el calentamiento global, la humanidad se encuentra hoy ante la última oportunidad de corrección de políticas y acciones de índole pública, de lo común y privada.
Una propuesta de política pública para alcanzar los objetivos de soberanía alimentaria exige un cambio en el modelo de desarrollo, por ende, transformaciones estructurales gubernamentales e intergubernamentales, y no sólo cambios conductuales, comunitarios o tecnológicos. En el enfoque de economía financiarizada en el que prima la importación de alimentos y la producción extensiva de monocultivos en calidad de commodities, se dificulta todo esfuerzo a favor de la agricultura local, entre estos la sustitución de cultivos, por lo contradictorio e inconsecuente que resulta incentivar una producción campesina que en las condiciones de mercado no obtiene suficiente demanda y que ante la falta de oportunidades, debe doblegarse a actividades alternativas como la de cultivos ilícitos.
El sistema alimentario soberano involucra al conjunto de la sociedad, desde la ciudadanía campesina en la producción y la transformación, a la distribución, la investigación y el consumo. Lo que obliga a abordar dimensiones de toda índole que atraviesan la salubridad, la educación, la provisión de servicios públicos, la adaptación al cambio climático y, por supuesto, la adecuada financiación. En ese entendido, la propuesta no puede ser encasillada en un ministerio, tal y como ocurre con los programas de seguridad alimentaria, radicados en el ministerio de Agricultura; el enfoque de soberanía alimentaria se convierte en una dimensión transversal (González 2014).
La crisis actual brinda una oportunidad para que la iniciativa de desatar procesos que beneficien realmente a los productores de alimentos (pequeños y medianos), dígase economías campesinas, comunitarias, familiares, parta desde la sociedad civil organizada, tanto rural como urbana en un territorio. La sociedad rural actuando sola y dedicada más a solicitar los favores del Estado, no tiene el alcance que genera una alianza rural-urbana para buscar apoyos de la institucionalidad pública y pública-privada en el marco de una nueva política pública.
La ruralidad necesita de un asocio con los habitantes de los centros urbanos para doblegar la deuda social y política que existe con el campo colombiano, y para lograr un reconocimiento de su papel estratégico en el desarrollo nacional y el fortalecimiento de la democracia. Y ese asocio se ha de encaminar en su conjunto a una estrategia de largo plazo para, por ejemplo, dotar de bienes públicos a la ruralidad, tal como se ha hecho persistentemente en las grandes ciudades y centros urbanos intermedios.
Por tal razón, la propuesta de fortalecer un sistema agroalimentario nacional no corporativo, con una producción de alimentos provenientes de las economías campesinas y de pequeños y medianos empresarios rurales que laboran con criterios agroecológicos y generan alimentos sanos, parte de buscar asocios estratégicos con los consumidores urbanos de alimentos; los que practican un consumo responsable y son conscientes de la necesidad de defender el medio ambiente, darle un trato amable a la naturaleza, y valorar el trabajo de quienes producen alimentos sanos y saludables.
Profundizar y mejorar las experiencias de los mercados campesinos que operan en varias ciudades y las de proyectos de mercado justo o solidario, así como también las de procesos que varias zonas de reserva campesina y territorios agroalimentarios han avanzado para la organización de la producción y la comercialización, con el fin de profundizar alianzas del tipo “vereda-barrio” y asociaciones urbanas-rurales, las cuales ayudan a estabilizar y ampliar el abastecimiento y los intercambios que beneficien tanto a los campesinos como a las comunidades urbanas.
Este tipo de alianza es la mejor expresión de las denominadas cadenas cortas de comercialización de alimentos, mercados de cercanías, redes alimentarias sostenibles y saludables, etcétera. Y ello implica la actuación de dos actores que se necesitan: los consumidores urbanos y los productores de alimentos. Los primeros requieren evolucionar y formarse en el proceso de conformación de una ciudadanía alimentaria como la denominan Gómez y Lozano (2014), y de superación de las tradicionales organizaciones de consumidores, y los segundos organizarse para promover y estimular la producción agroecológica y diversa, evitando caer en el predominio de los monocultivos no orgánicos.
Si la sociedad civil, representada en este caso por esos dos actores, toma la iniciativa, como ya lo viene haciendo desde antes de esta pandemia, y busca en ese proceso articularse de manera selectiva con la institucionalidad pública para obtener los apoyos necesarios que permitan potenciar y darle sostenibilidad a la iniciativa, el proceso puede alcanzar dinámicas envolventes y virtuosas, las cuales terminarán por valorar el trabajo rural por parte de los ciudadanos en general. Esa iniciativa de la sociedad civil no es incompatible con las propuestas legislativas y normativas que puedan desarrollarse en paralelo, y que deberían encontrarse en el camino para reforzar el proceso transformador.
El apoyo de la institucionalidad a esta iniciativa puede darse de diversas maneras y de acuerdo con las características de los procesos que se originen en cada una de las regiones o territorios, atendiendo a las diferencias en las realidades territoriales y en las condiciones de los actores participantes. Un conjunto no exhaustivo de los apoyos abarca acciones como:
- Fortalecimiento de las organizaciones de productores y consumidores como iniciativa público-privada; así como de los procesos de cooperación y solidaridad.
- Desarrollo y sistematización de la investigación sobre sistemas alimentarios sostenibles y saludables, y transferencia de las tecnologías a través de renovados mecanismos de extensión, capacitación, información, y apoyos logísticos.
- Realización programas compras públicas y públicas-privadas de alimentos directamente a los productores.
- Desarrollo e implementación de la trazabilidad para los alimentos.
- Adecuación de espacios para las transacciones en áreas urbanas, y de infraestructuras digitales que faciliten los contactos entre ambos actores.
- Reforzamiento publicidad con apoyo público y privado para que la ciudadanía consuma lo propio y lo saludable, lo de su región cercana, y lo que está en cosecha, antes que lo importado.
- Potenciación de liderazgos, garantizar rentas básicas tanto urbanas como rurales, para los consumidores de menores ingresos o sin ingresos, y para los productores más desprotegidos. Ello a su vez requiere potenciar los protagonismos de los municipios y sus instituciones.
- Defensa conjunta de los cordones alimentarios de las ciudades y pueblos para garantizar su relativa autonomía alimentaria; así como de las territorialidades campesinas y comunitarias.
- Provisión de educación desde la niñez a consumidores y productores sobre el consumo alimentario saludable y sostenible, y sobre nuevos criterios alimentarios y de dietas saludable.
En mayo de 2019 comenzó a desarrollarse la “Convocatoria por el derecho a la alimentación”, llamado al reconocimiento de la participación de las organizaciones campesinas en el abastecimiento alimentario del país y a la asignación de recursos del Estado para fortalecerla, al cual han acudido más de 500 organizaciones, con experiencias y propuestas para la comercialización de productos en mercados de cercanías.
Estas iniciativas pueden apoyarse y ampliarse teniendo en cuenta las necesidades de ciudades alrededor de las cuales es posible extender anillos de abastecimiento. Varias capitales departamentales están experimentando distintas iniciativas de abastecimiento campesino, que pueden ser estabilizadas y ampliadas, incorporando tanto a las organizaciones rurales como a las urbanas de pequeños comerciantes y transportadores, organizaciones civiles y religiosas de comedores comunitarios, asociaciones de padres de familia en torno a la alimentación escolar, cooperativas para asistencia técnica, etcétera, para trabajar y mejorar abastecimientos urbanos de barrios populares. Un ejemplo notorio de lo que puede hacerse en ese sentido es la experiencia del Distrito Rural Campesino de Medellín, fundamentado en la pequeña producción alrededor de la ciudad capital, y ejemplo de la búsqueda de una alianza campo-ciudad.
Los asocios reales-urbanos tienen virtudes que es necesario aprovechar: la cooperación y solidaridad como necesidades para al desarrollo y el intercambio de experiencias; la equidad y la justicia en las transacciones, la generación de nuevas conciencias con visiones diferentes de la vida y con capacidad de valorar lo que realmente debe valorarse, el desarrollo del tejido social, la recuperación y el fortalecimiento de las tiendas de barrios y comunas, la valoración de los mercados minoristas y campesinos, la recuperación del medio ambiente, el alivio para los sistemas de salud por la disminución de consultas como resultado de consumos saludables, la conservación de la diversidad como una característica del desarrollo y la ampliación de los mercados internos, entre otros aspectos.
Es necesario potenciar y desarrollar la enorme riqueza de formas de cooperación, de desarrollo del capital social, del fortalecimiento de relaciones de confianza y la formación de tejidos sociales en las sociedades rurales, para el mejoramiento de las condiciones actuales y la valoración de la sociedad sobre el papel estratégico de las economías campesinas, familiares y comunitarias en el proceso de desarrollo nacional, y en la producción de alimentos.
Todo lo anterior conduce a la necesidad de redimensionar la potencialidad del sector agropecuario, en especial de la economía campesina y la agricultura de tamaño medio, por su potencial para afianzar la seguridad y la soberanía alimentaria de la población colombiana. Parte fundamental de ese proceso es la necesaria y paulatina innovación de canales de comercialización que eviten los elevados sobrecostos de los sistemas tradicionales de mercadeo. Consecuentemente, ha de promoverse la reversión en buena medida del proceso de desagriculturización observado en el país.
Para ello, corresponde impulsar en el corto plazo la construcción y rehabilitación de vías terciarias y nacionales para facilitar el acceso de bienes agrícolas y agropecuarios a los mercados locales y regionales, como una de las prioridades del programa de inversión pública y de empleo del Estado en un plan de reconstrucción pospandémico. Además, diversificar la pauta productora en consulta con nuevas oportunidades como la agroecología, y fortalecer canales de comercialización vía digital que durante la pandemia han comprobado ser una perspectiva exitosa para reducir los márgenes de comercialización y mejorar los ingresos de los productores, especialmente campesinos y pequeños, sin incrementar sus precios al consumidor final.
Además, resultaría recomendable avanzar comprometidamente en la reducción de los exagerados niveles de informalidad en el campo –que se estiman en el 86%– y en la superación de la injustificable precariedad de las condiciones laborales relacionadas con ingreso salarial, seguridad social y jornada de trabajo.
En este contexto, se demanda adecuar y reformar, en lo que convenga, determinados aspectos relacionados con el Punto 1 del Acuerdo final de paz con las FARC, tomando provecho de la poca experiencia observada hasta ahora con la materialización del acceso efectivo a la tierra y con el diseño y aplicación de mecanismos como el de los PDET. Y en congruencia, complementar y profundizar en el avance de esos procesos, como el desarrollo rural integral con una presencia comprensiva del Estado social de derecho, en sus funciones de promoción social y protección de derechos ciudadanos.
Y en lo necesario, recurrir a programas gubernamentales especializados de sustentación de ingresos y de precios de referencia, de provisión de asesoría y capacitación, de construcción/rehabilitación de vías de acceso a los mercados locales, entre otros, a fin de asegurar la sustentabilidad de la estrategia en el marco de la búsqueda de creación del ambiente favorable para el mejoramiento de condiciones de vida de las comunidades y para la paz territorial.
- LA PERTINENCIA DE UNA POLÍTICA SOCIAL DE RENTA BÁSICA O DE INGRESO MÍNIMO VITAL A LA POBLACIÓN RURAL Y CAMPESINA
En el mismo sentido que se ha abierto la discusión sobre una renta básica para los sectores urbanos más desprotegidos, se requiere avanzar en la que compete a una renta similar para los habitantes rurales. Es claro que sin una renta de esa naturaleza en medio de la crisis social y económica que está viviendo el país en esta época, los campesinos y agricultores familiares no contarán con las demandas apropiadas para la realización de su producción, como se ha observado recientemente con los productores de papa y otros artículos alimenticios. De igual manera, los productores urbanos no tendrán el sustento necesario para sostener una demanda de bienes que les permita realizar sus producciones de bienes y servicios. Ambas rentas son complementarias y se necesitan la una a la otra.
El país ganará mucho en su estabilidad social, económica y política con ese tipo de instrumentos en lo rural y lo urbano. Es necesario seguir avanzando en propuestas bien sustentadas que contemplen las condiciones propias de lo rural para acercarse a una renta básica que llene unos mínimos para contrarrestar en cierta medida los desequilibrios existentes en la actualidad entre lo urbano y lo rural, y para lograr un sistema articulado de rentas que acople ambas esferas de la realidad social.
En las circunstancias actuales, y ante la ausencia de políticas de sustentación –de precios o de ingresos– o de apoyo suficiente y oportuno para los productores de bienes agrícolas –especialmente en periodos de precios “anormalmente” bajos o de pérdidas de cosechas por fenómenos climáticos, por ejemplo–, resulta evidente la conveniencia de adoptar una política social de transferencias monetarias incondicionales a la población rural campesina para garantizarle unas condiciones de vida dignas como la de un ingreso mínimo vital campesino, o de una renta básica.
Por ahora, una política de carácter de emergencia para el segundo semestre del presente año 2021 –a la espera de poder implantar una política de esa naturaleza como política permanente de Estado– consistiría en una transferencia tal que garantizara al menos la línea de pobreza de cada hogar para un total de 3,2 millones de hogares campesinos en el país, el cual implicaría una carga fiscal bruta de cerca de $ 6,2 billones –esto es, un 0,62% del PIB–. Sin embargo, el costo fiscal neto sería de 0,45% del PIB para el segundo semestre del año 2021, una vez descontado el costo fiscal de los programas actuales de transferencias como “Familias en acción”, “Jóvenes en acción” y “Adulto mayor”[20].
Ahora bien, de acuerdo con el proyecto de ley sobre renta básica como política permanente de Estado, resultado de la Cumbre Social y Política sobre renta básica celebrado a comienzos de marzo de 2021 y actualmente en debate en la Comisión Tercera del Senado de la República, que prevé una transferencia mensual promedio ponderada por hogar de cerca de 417.500 pesos al mes, implicaría un costo fiscal correspondiente al total de hogares campesinos de un 1,6% del PIB al año, con un costo neto fiscal anual del orden del 1,3% del PIB.
Una razón justificativa adicional para superar el grado de pauperización de la población campesina y garantizarle condiciones de responder a las demandas de la sociedad, reside en su invaluable e insustituible contribución a la seguridad y soberanía alimentaria del país, demostrada fehacientemente a raíz de la pandemia del covid-19 y la estrategia de aislamiento social, cuando más del 60% de la cantidad de alimentos demandados fue provista por la economía campesina, especialmente de cercanías. Aún más, en la medida en que tanto en el Norte global como en el Sur global muchos países están reconociendo la conveniencia de brindarle prioridad a la soberanía alimentaria, con el reforzamiento de la producción agrícola doméstica y el cumplimiento de estándares ecológicos-verdes que, entre otros propósitos, contribuyen a la transición ecológica.
Por supuesto, esa apuesta social se complementaría con otras políticas para un desarrollo rural transformador social y ecológicamente. Para mencionar apenas una a manera de ilustración: la de renegociar las medidas de apertura del mercado a la producción de bienes agrícolas de países miembros de tratados de libre comercio en la medida en que se constaten que han variado las condiciones de competencia en el mercado ampliado respecto a las previstas en el respectivo tratado, entre otras razones.
Además, no está por fuera de esas consideraciones, la canalización urgente de recursos públicos para compras masivas de alimentos (productos como la papa, el maíz, el fríjol, las frutas, la cebolla y otros) que presentan dificultades de mercadeo para distribuirlos como auxilios de emergencia en los barrios donde el hambre hace estragos.
Con la renta básica y mientras dure la pandemia, es necesario implementar programas de emergencia de empleo para jóvenes, hombres y mujeres, tanto rurales como urbanos. El trabajo de mantener y recuperar vías terciarias y construir nuevas en las zonas rurales, además de la construcción de infraestructuras sanitarias, educativas y de saneamiento, es un tipo de actividad que puede intensificarse para paliar los impactos de la crisis, sin dejar de mencionar otras como las actividades de reforestación y otras relacionadas con el cuidado del medio ambiente y la naturaleza. Jóvenes y mujeres pueden ser grandes protagonistas en ello.
Es indudable que la solución al problema de tierras en Colombia exige una alta dosis de compromisos con el país y el futuro de la sociedad, para dar cumplimiento al mandato constitucional de la función social y ambiental de la propiedad rural. No puede asumirse a la ligera con una sola medida un problema complejo y diverso, ni tampoco pretender el manejo simultáneo y precipitado de los componentes de la política sin tener definidas estrategias e instrumentos necesarios para adelantar una política seria, consistente y definida para un horizonte razonable. Se da por supuesto que es necesario enfatizar en los aspectos de mayor atraso y con impactos más perdurables en la sociedad.
El país no podrá seguir aplazando indefinidamente la búsqueda de soluciones a la estructura de la tenencia de la tierra. Ello es una condición indispensable para avanzar en el desarrollo nacional y rural, en la democracia, en la consolidación de la paz y la convivencia, y en el desmantelamiento de factores de vulnerabilidad de los campesinos y comunidades rurales y la consolidación de la seguridad y soberanía alimentaria. Adoptar una visión más holística sobre el problema de la tierra, y una visión de futuro de la ruralidad, ayuda a visualizar mejor la importancia de este tema para el desarrollo social y económico, la potenciación de capacidades humanas, ecológicas y ambientales, y así comprender la necesidad de su emprendimiento de manera responsable, en la medida que afectará decisivamente a las futuras generaciones.
La política integral de tierras puede prefigurarse como un Hexágono que integra y articula sus diferentes componentes, como se indica en la siguiente Figura 1.
- Catastro y registro
Avanzar en la conformación de un catastro multipropósito para la actualización de la información catastral existente, y contar con una base cierta sobre los derechos de propiedad que permita la defensa de los legítimos propietarios, como instrumento invaluable para el ordenamiento social, productivo y territorial de la propiedad y su uso[21]. Y al tiempo modernizar los instrumentos de registros sobre la propiedad rural y articularlos con el catastro.
- Tributación
Este es uno de los componentes de la política que muestra mayor atraso en el país, que busca sentar las bases para una cultura tributaria rural moderna. El pago de adecuados tributos relacionados con la propiedad y uso de la tierra; y en especial aquellos orientados a dar término al exacerbado rentismo y la especulación alrededor de la tierra, es parte central de una política orientada a: fortalecer los frágiles presupuestos municipales para el desarrollo local; superar el rentismo y la especulación con los precios de la tierra y su sustracción de la producción acorde con su aptitud para mantenerla como futura valorización de un activo sobre el cual no se realiza ninguna inversión; movilizar y dinamizar el mercado de tierras; racionalizar los precios de la tierra para hacerlos acordes con la rentabilidad de los potenciales usos productivos; y no menos importante, avanzar en la construcción de una democracia moderna e incluyente.
Igualmente, el país necesita avanzar en sistemas tributarios audaces, donde el propietario puede fijar el precio de su finca para efectos tributarios pero el Estado tiene la potestad inmediata de comprarle al precio que el propietario ha definido. Mucha innovación debe hacerse en este campo para fortalecer una cultura tributaria moderna que permita un mercado de tierras ágil y transparente, el pago adecuado de impuestos prediales a los municipios y el uso apropiado de los recursos de la tierra, entre otros aspectos.
- Distribución y uso de la propiedad
Colombia tiene una alta concentración de la propiedad y una distribución muy inequitativa de la tierra en el sector rural, la cual está acompañada de un inapropiado uso del suelo expresado en serios conflictos de su uso. Esto obstaculiza el desarrollo económico y social, el fortalecimiento de la democracia y las posibilidades de consolidación de las economías productoras de alimentos de pequeños y medianos agricultores. Como lo reconoce el artículo IV de la Declaración de las Naciones Unidas de 2018, las campesinas y campesinos tienen derecho a poseer tierras, colectiva o individualmente, para su vivienda y para sus cultivos, ganados y a trabajar y aprovechar su propia tierra.
La distribución y uso de la propiedad contempla varios componentes: un Fondo de Tierras como el creado con los Acuerdos de la Habana, la recomposición del minifundio y la desconcentración de la propiedad, las zonas de reserva campesina, la extinción del dominio y la política de baldíos como aspectos centrales.
Poner en marcha, fortalecer y reglamentar adecuadamente un Fondo de Tierras como el previsto en los Acuerdos de la Habana, definir una política seria de titulación de baldíos para no seguir reproduciendo pobreza en el campo y garantizar condiciones de vida dignas y estables, son parte de las decisiones que la sociedad colombiana debe asumir con responsabilidad para poder ampliar la democracia y aclimatar la paz. Igualmente, dar curso a la creación de zonas de reserva campesinas previstas en la Ley 160 de 1994 y el fortalecimiento de los territorios rurales, hacen parte de una ruta que ayudará a avanzar en un proceso de modernidad en la posesión y uso de las tierras para la seguridad y la soberanía alimentarias como política estratégica de seguridad nacional.
La recomposición del minifundio y la redistribución de la tierra es una deuda histórica con la ruralidad colombiana. El minifundio es un mar de pobreza e incertidumbres para los productores, y el latifundio en grandes propiedades no utilizadas de acuerdo con la función social y ambiental, dedicadas a la valorización especulativa sin pago de tributos, genera condiciones para la restricción de la democracia al fortalecer las desigualdades, y el desperdicio de recursos societales. Son dos fenómenos extremos que generan una gran desigualdad en las condiciones y oportunidades en la vida rural, que además conforman una estructura generadora de vulnerabilidades a la seguridad y soberanía alimentaria, fortaleciendo procesos de violencia. Es urgente resolver este problema agrario para avanzar en un proceso de modernidad a la medida, haciendo además uso efectivo del instrumento de extinción de dominio.
En caso de los baldíos, el Estado debe verificar que esas tierras sean entregadas en condiciones adecuadas de dignidad que aseguren el mejoramiento de los ingresos y la calidad de vida de sus legítimos destinatarios. Esos terrenos solamente deben entregarse a los particulares a través del trámite de adjudicación administrativa, en tanto se cumplan dos condiciones estrictas e innegociables: (i) que el peticionario sea un sujeto de reforma agraria y (ii) que los baldíos adjudicados no superen individualmente los topes de hectáreas: la Unidad Agrícola Familiar (UAF), que varía según las características de cada región para así evitar la concentración de la tierra. Los baldíos deberían entregarse por oferta y no por demanda, en coherencia con las políticas de ordenamiento territorial, como lo propuso la Misión para la Transformación del Campo en el año 2015.
- Formalización y restitución de tierras
Existe una alta informalidad en la tenencia de la tierra que aparte de desconocer derechos adquiridos por los tenedores de larga duración, impide el acceso a recursos financieros y programas públicos que suministran bienes y servicios a los productores. Además, esta es una de las razones por las que el proceso de restitución de tierras despojadas durante el conflicto armado interno ha sido lento, y por lo que se requiere un fortalecimiento institucional para garantizar un retorno sostenible y digno a los pobladores que fueron expulsados del campo.
Los procesos de formalización y restitución de tierras despojadas especialmente durante el conflicto armado, deben mantenerse y fortalecerse con una articulación a las políticas de desarrollo rural y el fortalecimiento del Estado en las regiones. Una política que atienda estos factores de manera coherente podrá facilitar un desarrollo rural potenciador de las capacidades de la población rural, además de ayudar a consolidar condiciones de paz.
A su vez, darle cumplimiento al establecimiento de las zonas de reserva campesina previstas en la Ley 160 de 1994 con el adecuado acompañamiento de las instituciones públicas, es otro elemento central en la política de robustecimiento la producción alimentaria proveniente de sistemas campesinos. Así como el cumplimiento de los acuerdos que distintos gobiernos han adquirido con las comunidades indígenas para el otorgamiento de terrenos aptos para la producción de alimentos.
- La jurisdicción agraria
Este es otro asunto pendiente en la política pública, es una deuda institucional y jurídica de vieja data que además fue propuesto en los Acuerdos de la Habana y que hace casi un siglo se intentó adelantar con la Ley 200 de 1936. Esa jurisdicción es indispensable para garantizar la protección efectiva de los derechos de tenencia y uso de la tierra rural, y dirimir las controversias cuando el litigio se refiera al suelo rural.
- COMERCIALIZACIÓN Y MERCADEO
Uno de los aspectos preocupantes de la vulnerabilidad del sistema agroalimentario colombiano es la poca atención estatal a los procesos de comercialización e intermediación en los cuales participan productores sin una capacidad de negociación que les permita enfrentar los poderes del mercado y el corporativismo alimentario. Los productores en general llevan las de perder en ese proceso al no disponer de la información ni de los mecanismos para afrontar debidamente un mercado controlado por intermediarios y agentes comerciales, de manera que les permita recuperar los costos de producción y obtener una ganancia adecuada para su esfuerzo productivo. La notoria debilidad de la asociación y la cooperación entre los pequeños productores es un enemigo poderoso que introduce una gran desigualdad en las negociaciones mercantiles.
Las fallas de los mercados de alimentos son numerosas, y la poca cooperación entre los productores aunada con el bajo interés de las instituciones para regular y modernizar los mercados y definir políticas de defensa de la producción nacional frente a los productos provenientes de mercados externos, ha llevado a ineficiencias en la comercialización con un perjuicio enorme para a los productores nacionales, especialmente los más pequeños.
Las propuestas de los mercados de cercanías, circuitos cortos y verdes y similares constituyen alternativas que puede contribuir de manera más eficiente a la modernización de los mercados de alimentos en beneficio tanto de los productores como de los consumidores. El Estado puede adoptar políticas en ese sentido, destinar recursos y prácticas de extensión, así como regulaciones de los mercados de alimentos y de productos agropecuarios en general, para beneficio de los productores y la comunidad en general.
Los consumidores por su parte, pueden proceder a cambiar tanto sus hábitos alimentarios como sus exigencias de calidad y sanidad de productos consumibles, a través de procesos articulados con los productores para avanzar en la disminución de las vulnerabilidades alimentarias y en el mejoramiento de la situación de los productores frente a los mercados. Productores, consumidores y Estado actuando de manera articulada y más sistémica, pueden mejorar significativamente los sistemas actuales de mercadeo, y conducir al establecimiento de plataformas de distribución y logísticas que hagan de la comercialización y del mercado de alimentos, un sistema más equitativo entre productores y consumidores y al mismo tiempo más eficiente. Esas plataformas son un instrumento de desarrollo territorial en la medida que implica el mejoramiento de vías, calidad, información, trazabilidad y responsabilidad en el consumo saludable y sostenible.
Colombia es un país integrado a los mercados mundiales en condiciones no equitativas y justas. Las actuales políticas públicas que se concentran en abaratar las importaciones y generar cada vez más excedentes para los mercados internacionales, reproducen serios conflictos. Profundizan un modelo primario exportador que niega o debilita la posibilidad de desarrollos agroindustriales domésticos, en los que pequeños y medianos productores puedan desarrollar su potencial productivo y sus capacidades de competencia. Ese modelo y los problemas que genera no se resuelven solamente con una revisión o denuncia de las negociaciones de los TLC.
Requiere también una seria reconsideración sobre la reconversión productiva y las relaciones de la agricultura con los procesos de industrialización y consumo interno. No existen dudas sobre la necesidad de fortalecer el sistema alimentario para el consumo nacional, especialmente mediante sistemas agroecológicos, regenerativos y una agricultura circular, lo cual implica revisar la distribución del presupuesto público para la agricultura, así como modular los incentivos y subsidios al comercio internacional agroalimentario.
Las plazas públicas y tiendas de mercado de alimentos y otros bienes han ido desapareciendo ante la irrupción en los pueblos de supermercados, lo cual se agudiza con las tecnologías de la información y las ventas a pedido. La recuperación de ese espacio público parece al menos necesaria para garantizar condiciones propicias a la realización de la producción campesina, como puede hacerse en las ciudades con los mercados campesinos. Muchas plazas de mercado requieren reconstruirse en sus infraestructuras y logísticas, para adaptarlas a las necesidades tanto de consumidores como de productores, y el Estado debe hacer presencia en las inversiones necesarias y en común acuerdo con la comunidad local (productores y consumidores), no solo con los comerciantes.
La producción agropecuaria registra serios problemas de productividad y desarrollo tecnológico, relacionados entre otros, con factores vinculados al acceso a recursos productivos, la investigación y generación de conocimiento, el entrenamiento, la capacitación y la financiación para adaptar y utilizar los progresos tecnológicos, y los procesos del mercadeo que no permiten a los productores recuperar siempre los costos y las inversiones realizadas. El desarrollo tecnológico acelerado en la actualidad invita a una reflexión clara, tanto sobre los procedimientos y recursos necesarios para utilizar los nuevos conocimientos que benefician la producción, como también para establecer límites y procedimientos en la modernización tecnológica para no afectar las fuentes de empleo e ingresos, ni el medio ambiente, especialmente en las economías campesinas, familiares y comunitarias.
El desarrollo sostenible y equilibrado de la ruralidad y de la sociedad toda marca pautas para el uso de las innovaciones tecnológicas. No se trata solo de obtener ganancias con el esfuerzo productivo, sino también de conservar los potenciales existentes en la naturaleza sin destruirla y ofrecer a los consumidores bienes saludables, garantizando a las generaciones futuras un buen vivir. Una reflexión sobre este tema es de la mayor importancia y urgencia, pues está relacionado con las posibilidades futuras de la producción de alimentos, el sustento y la vida digna de los habitantes rurales y urbanos, y su permanencia en sus territorios.
El esquema de investigación y generación de tecnología agropecuaria merece una revisión para eliminar los desequilibrios presentados entre el desarrollo de tecnologías para las grandes explotaciones de cultivos agroindustriales y modernos, reforzadas por los fondos parafiscales, y las originadas para las explotaciones pequeñas y de tradición campesina. Agrosavia ha realizado avances importantes en la organización de la investigación tecnológica para la agricultura, pero los énfasis en la atención a la pequeña y mediana producción, a los sistemas agroecológicos, la agricultura regenerativa y los sistemas asimilables no es suficiente, aparte de que no cuenta con los recursos suficientes y continuos, marcando desequilibrios notorios en el suministro de tecnologías e información, según el tipo de productores.
La Ley 1876 del 2017 que creó el Sistema nacional de Innovación agropecuaria (SNIA) es una plataforma que brinda posibilidades en ese sentido, pero requiere reglamentarse adecuadamente y suministrarle los recursos técnicos y financieros necesarios para su adecuada implementación. Las recomendaciones elaboradas por la Misión para la Transformación del Campo (Misión Rural) en esta materia, conviene que sean recuperadas, revisadas y complementadas a la luz de la coyuntura actual y el futuro de la producción de alimentos en el país.
Por lo general, las economías campesinas, familiares y comunitarias han adolecido de pertinentes mecanismos de extensión que les permita conocer y acceder a tecnologías disponibles adaptadas a sus condiciones productivas, aumentar su productividad y utilizar los conocimientos disponibles en aras de mantener los equilibrios agroecológicos. Son más las compañías productoras de insumos agroquímicos las suministradoras de recomendaciones y conocimientos a los agricultores para controlar problemas fitosanitarios y de uso del suelo, con una visión que no necesariamente ayuda a preservar las características naturales de los suelos y el medio ambiente. Esas recomendaciones están conduciendo crecientemente al uso de semillas híbridas y de transgénicos que implican reconversiones productivas no deseables.
Esas prácticas deterioran continuamente las condiciones productivas y contaminan los suelos, dañan los equilibrios agroecológicos y evitan hacer uso de técnicas naturales de manejo de plagas y enfermedades. Ello está también vinculado al tipo de formación brindada especialmente a los profesionales en agronomía y zootécnica respecto al uso de prácticas ligadas a un sistema productivo que conduce al uso de agroquímicos y plásticos (cultivos en invernaderos) contaminantes de los suelos, las aguas y el medio ambiente.
Existe una disposición clara en la Ley 1876 que creó el SNIA, expedida después de las recomendaciones de la Misión Rural, sobre el sistema de extensión y la asistencia técnica, que no ha sido reglamentada aún[22]. Allí la asistencia técnica y la extensión se conciben bajo técnicas grupales y participativas articuladas con los procesos de investigación que realiza Agrosavia, y que deben potenciarse para las agriculturas campesinas, familiares y comunitarias, con las debidas consideraciones de los sistemas existentes y las culturas bajo las cuales operan. Es urgente reglamentar la ley, realizando los ajustes necesarios, y disponer de los recursos presupuestales e instrumentos para que los agricultores mejoren el uso de la tecnología, utilizando los conocimientos surgidos de los procesos nacionales de investigación y las adaptaciones de los provenientes del exterior adaptables a una agricultura sostenible y saludable.
El modelo de desarrollo productivo y de los mercados obliga a contar con un acceso adecuado a fuentes de financiación adaptadas a las características de los productores y de los productos. El país ha realizado avances en la tecnología institucional del financiamiento, pero ello no ha llegado de manera cierta y oportuna a los productores pequeños y las economías familiares. Los problemas de costos de transacción, trámites, condiciones y garantías exigidas no han encontrado aún el camino adecuado, a pesar de conocerse relativamente bien dónde están los puntos críticos del proceso de financiación. Igualmente, los mecanismos previstos para la socialización del riesgo son deficientes y el Fondo de Garantías se ha distorsionado en sus propósitos de ofrecer a los campesinos y pequeños productores la posibilidad de mantenerse en el mercado del crédito.
El tema de la financiación de la producción, del consumo rural y de la intermediación de productos, espera aún transformaciones en el sistema financiero que contribuyan a potenciar los aportes de los habitantes rurales al desarrollo nacional, entre ellas la fijación de tasas de interés acordes con la producción agropecuaria y de alimentos que son muy altas y facilitan la expropiación de los predios por atrasos y dificultades en los pagos de los créditos. Las transformaciones propuestas por la Misión Rural sobre el Fondo Financiero Agropecuario y el sistema crediticio rural, son una buena base para emprender acciones sobre el tema de financiación en la ruralidad (Misión, capítulo 10, pp. 137-140). Especial atención debe ponerse a la propuesta de que Finagro actúe como banco de segundo piso, al fortalecimiento de sus funciones de banca de inversión apoyando especialmente el desarrollo de la red de comercialización y de infraestructura con prioridad para aquellas que beneficien la agricultura familiar. Además, se debe fortalecer el Fondo de Capital de Riesgo y aumentar su aporte a la creación de una institucionalidad fuerte para el seguro agropecuario, en el sentido de que no se le siga regulando como si fuera un banco comercial, entre otras recomendaciones.
Las actuales modalidades de crédito, ligadas a la creación de dinero bancario, han promovido la concentración de la tierra y la financiación de actividades intensivas en capital, y en consecuencia, a la carbonización de la economía y al debilitamiento de la financiación de la producción campesina. Para conducir las dinámicas agrícolas hacia la seguridad y la soberanía alimentaria deben desarrollarse mecanismos que irriguen liquidez a bajo costo, más aún en un momento en el que el sector privado se halla sobre-endeudado, frágil, falto de confianza en el futuro. El costo del crédito no hace rentable las inversiones agrícolas, y requiere de un mayor papel del Estado como garante de recursos. En consecuencia, se deben articular la política monetaria en cabeza del banco central con la política fiscal para permitir la reactivación del sector.
En materia de financiación es clave que el Estado proporcione y apalanque el capital adecuado, incluyendo subsidios, subvenciones comunitarias, créditos a bajo costo a través de bancos públicos y otras opciones de financiamiento, para comunidades, cooperativas, organizaciones, asociaciones y entes territoriales, tanto para labores de almacenamiento, y compras de excedentes en momentos críticos del mercado, como para estímulos a fondos de compensación. Como afirmó Keynes: podemos permitirnos lo que podemos hacer, haciendo alusión al sistema financiero, que como sistema existe para hacer lo que podemos y necesitamos para el desarrollo de los mercados, respetando límites fijados previamente que beneficien a la comunidad.
La Ley 30 de 1988 y la Ley 160 de 1994 establecieron que la titulación de tierras de la reforma agraria debe hacerse a nombre de ambos cónyuges o compañeros permanentes y a partir de los 16 años de edad, tanto para hombres como para mujeres. Las diversas normas agrarias, sociales y de reconocimiento y reparación de víctimas de desplazamiento forzado han reconocido los derechos de las madres solteras o cabeza de familia. También los acuerdos de paz han establecido la inclusión equitativa de las mujeres en los programas acordados.
Aunque esta legislación, como las normas generales civiles, tienden a garantizar el derecho a la tierra y a la propiedad de las mujeres, hacerlas realidad depende también de un decidido proceso social, institucional y cultural. La política de tierras requerirá darle real cumplimiento a las normas establecidas para alcanzar la equidad de género en la asignación de tierras que hace el Estado a través de sus instituciones.
Las mujeres rurales han avanzado hasta ocupar mayor número de cargos directivos de las organizaciones sociales rurales y en muchos casos los puestos más destacados de la organización y del liderazgo público. Esta es una tendencia internacional que debe ser apoyada con normas específicas. Se requerirá brindar especial atención al desmonte de las raíces de la exclusión y discriminación laboral contra la mujer, ante la existencia de brechas salariales de hasta más del 60% en las zonas rurales a favor de los hombres, aparte de niveles de informalidad superior al 86%, y el desconocimiento social del trabajo de cuidado que realizan.
Por otra parte, el cambio de mentalidad sobre los papeles de género debe fortalecer el papel de las mujeres en las organizaciones y movimientos rurales, en las decisiones de la sociedad y de las comunidades, y en el protagonismo económico y cultural.
Es necesario volver a insistir en la necesidad de la reglamentación de la Ley 731 de 2002 (enero 14) por la cual se dictan normas para favorecer a las mujeres rurales. Esta ha sido una promesa incumplida por sucesivos gobiernos que se han limitado a establecer oficinas y programas para la mujer rural sin recursos suficientes y con alcances muy limitados. Igualmente, hace parte de ese propósito la revisión de la institucionalidad existente para atender a las mujeres y su respectiva gobernabilidad.
En la coyuntura actual e inmediata se requiere diseñar un programa de empleo para jóvenes de ambos sexos, como una apuesta permanente de las políticas estatales con la suficiente continuidad para que tenga impactos relevantes. Propuestas como las de Diego Otero de la Academia Colombiana de Ciencias Económicas[23] son de gran valía frente a la que el actual gobierno ha anunciado. Otero propone un plan de empleo con salario mínimo y sus prestaciones garantizado por el gobierno con las condición que se realicen trabajos que le sirvan a la comunidad, implementado en forma descentralizada, y que sean las comunidades las que decidan los tipos de trabajos a realizar, tanto a nivel de las áreas urbanas como rurales. Ni los políticos ni los alcaldes deben intervenir en su implementación, pues son trabajos voluntarios acordados por la comunidad. El costo para brindar empleo a 1.600.000 desocupados sería de $1,5 millones mensuales, equivalente a un total de $24 billones al año, que irá disminuyendo a medida que se reactive y se creen más empleos en la economía. El programa es de demanda y no de oferta como lo propone el gobierno, con impactos claros y posibles.
De la misma manera se necesita reforzar las ayudad gubernamentales a las mujeres jefes de hogar para suplir las necesidades básicas y evitar que los niveles de pobreza sigan agudizándose, tanto en el campo como en la ciudad.
Además, en materia de acceso a la educación por parte de hombres y mujeres, aparte de los programas ya anunciados de matrícula cero para jóvenes de estratos 1, 2, y 3 y beneficios para la compra de viviendas, se requiere eliminar las barreras que impiden que los bachilleres continúen sus estudios, sean técnicos, tecnológicos o universitarios por la barrera de costos y cupos, que se constituyen en un factor de expulsión[24]. En ese caso, becas, subsidios e infraestructura son opciones a tener en cuenta, pero no son suficientes, la renta básica enunciada es una buena opción para evitar esas expulsiones del sistema educativo. Es igualmente necesaria la implementación de medidas encaminadas a la renovación y los relevos generacionales en las empresas, para abrir espacios al empleo de los y las jóvenes. De otra parte, se requiere revisar las políticas propuestas recientemente para la juventud en el Documento Conpes 4040 de agosto 9 de 2021, para evitar los sesgos urbanos en la ejecución de recursos y hacer los ajustes necesarios para darle prioridad a programas en las áreas rurales.
Las grandes ciudades contemporáneas tienen que resolver, además del abastecimiento alimentario, la sustentabilidad ambiental de su misma existencia urbana. Diferentes soluciones para ambos problemas surgieron en ciudades del pasado como la llamada Huerta de Valencia con sistemas de irrigación que datan de la época árabe, o las huertas de cada barrio y los canales de Tenochtitlán. El aumento de la densidad y la extrema concentración urbana de la población han agudizado al límite el problema ambiental.
Londres, en primer lugar, y otras ciudades de Inglaterra se preocuparon desde principios del siglo XX por la sustentabilidad alimentaria y ambiental y adoptaron la idea de los cinturones verdes, que se concretaron después de la Segunda Guerra Mundial. El cinturón verde alrededor de Londres tiene actualmente 513.860 hectáreas. A partir de estas experiencias se han construido las propuestas de “agriculturas urbanas y periurbanas”, sistematizadas por la FAO y sobre las cuales se han desarrollado proyectos de asistencia técnica de distinto alcance en diferentes países. A semejanza, las grandes y medianas ciudades colombianas podrían definir estos espacios para garantizar su seguridad alimentaria con productos de cercanías, además de controlar la invasión urbana desordenada a las áreas productivas que van desalojando, vía mercado, a los campesinos productores, generándose así una huella ecológica mayor.
Bogotá ha realizado algunas acciones en ese sentido, pues cerca del 70% de los alimentos consumidos llegan de municipios de Cundinamarca y Boyacá, y siguen en importancia como proveedores municipios de Boyacá, Tolima y Meta. Los cerros orientales fueron declarados reserva natural protectora desde 1976, y se creó la reserva forestal y productora Van der Hammen, con 357 hectáreas, de las cuales el 35% son aprovechables para la agricultura. Bogotá también se dotó con el decreto 327 de 2007 de una política de ruralidad, en el marco de la cual además de la preservación de los ecosistemas estratégicos y las reservas forestales y agrícolas, se propuso tanto la creación de la reserva campesina de Sumapaz, aparte de la que existe en el municipio Cabrera, como la exclusión de las zonas de expansión urbana de los territorios indígenas (en Bosa y Suba).
Dentro del territorio del Distrito Capital de Bogotá existen comunidades campesinas en 9 localidades, estando la mayor cantidad de predios agropecuarios en Sumapaz, Usme, Ciudad Bolívar y Suba. En la Sabana se encuentran los resguardos indígenas de Cota y Chía, y el resguardo en reestructuración de Sesquilé. El censo de población de 2018 registró una desaceleración del aumento de la población distrital y un acelerado crecimiento poblacional de los municipios vecinos convertidos en ciudades dormitorio, sin que se hayan regulado las zonas de reserva agrícola y ambiental de cada municipio, ni del área metropolitana. Esta situación es muy similar a la que existe en otras ciudades colombianas.
Otro ejemplo del establecimiento por parte de las comunidades cinturones de cinturones de defensa de la producción de alimentos es el Distrito Rural Campesino de Medellín, además de los intentos de establecer distritos agrarios en los municipios del oriente antioqueño en cabeza de municipios y sus asociaciones.
Ese tipo de corredores verdes puede articular reservas naturales, forestales y ecológicas, con producción de alimentos sanos y más baratos para la población urbana con el fin de garantizar la soberanía y seguridad y alimentaria, la protección de la territorialidad y la producción campesina, la defensa de la diversidad cultural y de las comunidades y territorios indígenas y afro; así como condiciones sociales más equilibradas, favorables a la estética urbano-rural, a la educación ambiental y social, y a actividades recreativas de baja densidad. Se trata de un instrumento del ordenamiento territorial aprobado por las comunidades y de la creación y mantenimiento de las condiciones ambientales propicias para una vida sana y saludable de los habitantes urbanos y rurales.
De otra parte, el artículo 52 de la Ley 160 de 1994 estableció la extinción de dominio o propiedad cuando los propietarios violen las disposiciones sobre conservación, mejoramiento y utilización racional de los recursos naturales renovables y las de preservación y restauración del ambiente, o las normas sobre reserva agrícola o forestal establecidas en los municipio o distritos con más de 300 mil habitantes. Insistir en el cumplimiento de esta norma es indispensable para avanzar en la creación de una conciencia mayor sobre el manejo y uso de los recursos disponibles en la naturaleza.
En síntesis, los cinturones verdes y alimentarios son una necesidad ineludible en el proceso de búsqueda de alternativas al modelo de desarrollo actual de las relaciones rural-urbanas y de la integración de las comunidades campesinas, indígenas y afro de los alrededores de las ciudades para la protección de los ecosistemas estratégicos y reservas ambientales, y para preservar la seguridad alimentaria de las ciudades con base en la producción local. Por supuesto que ello no es suficiente, se requiere discutir además el tema del cierre del borde urbano para que los precios de los predios destinados a la producción agropecuaria no continúen aumentando por la presión urbanística y especulativa con la tierra, y para que la producción alimentaria no se distancia cada vez más de las ciudades.
El mundo de la ruralidad y sus territorios está configurado por una miríada de comunidades y organizaciones que ha sido muy afectados por el conflicto armado y por la ilegalidad y las violaciones en zonas rurales. El deterioro del capital social y del tejido comunitario ocurrido en ese proceso ha minado las comunidades de diferentes maneras, requiriéndose un proceso de recomposición de los tejidos sociales y sus relaciones con las comunidades urbanas. En la geografía nacional se han configurado desde temprano territorios caracterizados por una cultura y un modo de vida campesino, indígena y afro especialmente, con sentido de pertenencia que no siempre son reconocidos por las políticas públicas.
Las agencias gubernamentales encargadas del desarrollo rural tratan a los productores como si fueran universos individuales, con poco reconocimiento del sentido tanto comunal como territorial del desarrollo. No sólo es necesario reconocer el proceso comunitario de conformación de territorios específicos de la ruralidad, también se necesita que la institucionalidad pública y privada valoren debidamente esos procesos para potenciarlos y contar con un desarrollo donde la participación de la comunidad es esencial para la modernización de la democracia.
Si algo hay notorio en el país es el divorcio entre lo rural y lo urbano, dos territorialidades que se superponen y son funcionales la una a la otra, aunque de manera asimétrica y desigual. Existen serias brechas en calidad de vida, ingresos y oportunidades entre ambas realidades. Lo rural y lo urbano deben entenderse como una unidad orgánica con funciones diferenciadas, pero altamente relacionadas, por lo que requieren ser concebidas de una manera holística. La construcción de territorios sostenibles es un asunto que compete tanto a lo rural y lo urbano como al Estado y sus relaciones con la sociedad civil.
La eliminación de la dicotomía rural-urbana y de las brechas y fracturas entre ambas esferas se logrará especialmente cuando los ciudadanos urbanos y el Estado valoren las contribuciones estratégicas de la ruralidad para el desarrollo del país, la construcción de paz, el logro de la sostenibilidad ambiental, la seguridad y soberanía alimentaria y el control de los territorios con el ejercicio productivo y de conservación de la naturaleza. Un cambio societal en la manera de mirar y valorar lo rural, es un proceso de largo plazo que requiere el emprendimiento comprometido de acciones inmediatas.
Las territorialidades mencionadas son un instrumento a la vez de transformación de las condiciones de vida de las comunidades, en la medida que allí es donde pueden desarrollarse y potenciarse la solidaridad, la asociación y las relaciones de confianza, así como la cooperación diversa para enfrentar los mercados, el acceso a recursos públicos y la financiación de proyectos de desarrollo rural con enfoque territorial. Además, las territorialidades campesinas y comunitarias, facilitan a través de mecanismos participativos, el acceso al conocimiento y la tecnología, las alianzas con los consumidores, la asistencia técnica no individualizada, el acceso a información calificada y a menor costo, y la concreción de lo que la comunidad quiere y necesita.
No menos importante, mejoran y fortalecen las relaciones de la comunidad con las instituciones, contribuyen al avance en la práctica de ciudadanía y potencian la democracia. Las territorialidades terminan potenciando las capacidades individuales y colectivas, consolidan los tejidos sociales y las relaciones más equitativas con el desarrollo urbano; y son un soporte de la democracia y el fortalecimiento institucional. Fortalecerlas, garantizar su desarrollo y su reconocimiento social y político es un objetivo nacional ineludible.
Una estrategia de esta naturaleza ha de ir más allá del Acuerdo de la Habana y enmarcarse, al menos, en un modelo de desarrollo no extractivista resiliente socio-ecológicamente, bajo una visión territorial comprehensiva que rebasase una concepción político-administrativa convencional, en la que han de privilegiarse rasgos distintivos de los procesos sociales y ecológicos de territorialización sustentados en patrones de socialización del espacio por parte de las poblaciones en su diversidad –campesina, indígena, afrodescendiente–, y en íntima relación con su configuración ecosistémica, ambiental, climática, acuífera, de biodiversidad. Todo esto como requisito para erigir al (re-) ordenamiento territorial como una clave de índole estratégica de la política pública en el país.
6. El gasto involucrado en las propuestas
Es necesario tener conciencia sobre la magnitud de los esfuerzos fiscales y presupuestales necesarios para realizar las propuestas para una transición democrática que ponga la ruralidad y al campesinado en el lugar que les corresponde en su papel estratégico en un desarrollo rural integral, territorial y participativo. Aquí se presenta un avance sobre el costo de las propuestas de la Misión para la Transformación del campo, que cubre buena parte de los aspectos críticos a remover en la ruralidad y son un indicativo de los gastos en que debe incurrir el país para avanzar en una transformación rural.
- Cuantificación de tierras para el Fondo Agrario
El CEDE de la Universidad de los Andes, la UPRA y el Centro de Memoria Histórica realizaron en 2017 un estimativo del monto de tierras de que podría disponer el Fondo de Tierras previsto en el Acuerdo Agrario de la Habana[25]. El CEDE propuso que se considerara un Fondo Ampliado a partir del Fondo Núcleo del Acuerdo. Según sus estimativos, el Fondo de Tierras podría ascender entre 11.2 millones de hectáreas y 12,6 millones si se suman a lo previsto en el Acuerdo, los baldíos disponibles y otras tierras de dominio estatal adjudicables, y la formalización de predios a desplazados (baldíos asignados sin formalizar, y predios presumiblemente baldíos que la población ocupaba antes de la migración forzada).
Para el Fondo Núcleo definido en la Habana habrían disponibles 2,659.953 has. (37,6% de baldíos indebidamente apropiados, 41,2% por extinción judicial de dominio y 21,2% de sustracción de reservas forestales). Si se añaden los baldíos y otras tierras de dominio estatal adjudicables, el Fondo se incrementaría entre 3.945.992 has., y 5.365.317 has. Y si se suma la formalización de predios de los desplazados se aumentaría en 4.610.000 has. En total la asignación al Fondo estaría entre 11.216.005 y 12.635.330 has. Se considera además que el Fondo debiera ajustarse a la demanda potencial de tierras de los hogares sin tierra y con tierra insuficiente, estimada entre 1.127.000 has., y 4.801.740 has. Y además ello se complementaría con la dotación de capital y bienes públicos productivos para mejorar las condiciones de vida de la población. Está pendiente hacer un costeo de estas propuestas.
- Estimativos de las propuestas de la Misión para la Transformación del Campo (2015)[26].
En el 2016 FEDESARROLLO calculó el impacto fiscal indicativo vinculado al logro de los objetivos planteados en las diferentes estrategias de la Misión: la inclusión social con un enfoque de derechos, inclusión productiva y agricultura familiar, un sector competitivo, un desarrollo ambientalmente sostenible, el ordenamiento y desarrollo territorial, y un arreglo institucional y multisectorial, las cuales se alcanzarían, en general, en un lapso de 15 años. El costo total neto estimado fue de $195.524.061 millones de pesos de 2015. Ello representaría el 1,2% del PIB nacional, con un gasto promedio de $13.034.937 millones cada año. Junto a ello deben adelantarse reflexiones compartidas sobre las estrategias de financiación, y tener en cuenta la necesidad de una reforma fiscal estructural y la recomposición del gasto público sectorial.
Jorge E. Espitia realizó una aproximación actualizada al 2021 de los costos de las intervenciones elaborados por la Misión para la Transformación del Campo[27] teniendo en cuenta los rezagos en las intervenciones anuales entre los presupuestos solicitados y los realmente asignados, y una actualización del costeo de vías terciarias y del acceso a internet. El costo asciende a $373.329.876 millones de pesos de 2021, para un promedio de $24.888.658 millones de pesos durante 15 años, como se observa en el siguiente cuadro.
Costeo de las estrategias MTC 2022 – 2036 (Millones de $ de 2021) | ||
Estrategia | Total gasto | |
Inclusión social | 63.401.491 | |
Inclusión productiva | 25.516.931 | |
Competitividad – Ad. Tierras: Riego | 15.483.153 | |
Competitividad – CTI | 42.358.378 | |
Competitividad – Vías Terciarias * | 174.000.000 | |
Competitividad – ICR | 12.410.269 | |
Ordenamiento – Catastro | 3.822.126 | |
Ordenamiento – Formalización | 1.544.849 | |
Ordenamiento – Compra de Tierras | 17.912.070 | |
Sostenibilidad ambiental | 8.880.608 | |
Acceso a Internet * | 8.000.000 | |
TOTAL | 373.329.876 | |
Fuente: Misión para la Transformación del Campo.
* Jorge E. Espitia (2021). Cálculos propios |
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[1] Fuentes: Texto básico, Manifiesto Rural de la Universidad de La Salle; resumen A. Machado; notas H. Mondragón
[2] Del resumen de A. Machado
[3] De Versión de H Mondragón
[4] D. Fajardo
[5] De versión de H. Mondragón
[6] Esta sección está basada en los planteamientos de Garay, L. J. (2020).
[7] El resto de esta sección es un aporte de Jorge Enrique Espitia, mayo 28 de 2021.
[8] Entre ellos con la CAN (1973), Panamá y Chile (1993), Caricom y México (1995), Cuba (2001), Mercosur (2005), Triángulo Norte (2009), EFTA y Canadá (2011), EEUU y Venezuela (2012), Unión Europea (2013) y Corea, Costa Rica y Alianza del Pacífico (2016).
[9] Tal es el caso de Chevron-Texaco, que cobra una inmensa indemnización porque fue condenada por los tribunales de Ecuador por los daños ambientales que causó. También es el caso de las mineras en Guatemala, una de las cuales, la canadiense Kappes, Cassidy & Associates logró que los árbitros condenaran a ese país a pagar una indemnización por no haber reprimido a las comunidades rurales opuestas a la minería.
[10] Esta cita está tomada del texto de Absalón Machado, La ruralidad que viene. Un despertar de la conciencia, inédito.
[11] Ver, entre otras lecturas, la publicación de Amigos de la Tierra Internacional, “Concentración de poder. El sistema agroalimentario mundial y la amenaza de los grandes datos (big data)”, abril de 2019.
[12] En su artículo: “Multinacional estadounidense concentra tierras en el Vichada: Caso Cargill”, Oxfam.
[13] Este índice mide las condiciones de vida de las familias y sus necesidades insatisfechas a través de 15 indicadores.
[14] Esta sección se basa especialmente en Garay, L. J. (2020). Aparatos de Estado y luchas de poderes: de la captura a la cooptación y a la reconfiguración. Fundación Böell. Bogotá. Diciembre; Garay, L. J. y Salcedo-Albarán, E. (2018). El gran libro de la corrupción en Colombia. Editorial Planeta. Bogotá. Noviembre; Garay, L. J. et al. (2016). Derechos patrimoniales de víctimas de la violencia: Reversión jurídica y material del despojo y alcances de la restitución de tierras en procesos con oposición. Escuela Judicial Rodrigo Lara Bonilla. Bogotá. Septiembre; Garay, L. J. (1999). Construcción de una nueva sociedad. Cambio-Tercer Mundo. Bogotá.
[15] El diccionario de términos económicos define el acaparamiento como una forma de conducta especulativa de parte de los agentes económicos, sean estos productores, intermediarios o de otra índole; consiste en ejercer controles artificiales sobre la oferta de un bien acumulado en grandes cantidades, del mismo, por sobre las necesidades del propio consumo, con el fin de influir en el precio del mercado o de obtener otro tipo de ganancias no monetarias. Es un concepto referido a una forma anormal de especulación. Es una práctica monopolística tendiente a encarecer un producto a través de la congelación de su oferta.
Ana I. Arenas (2021). “La falta de políticas económicas para las mujeres durante la pandemia”. Razón Pública, marzo 15.
[17] Ángela M. Penagos (2021). “¿Cómo está el campo tras un año de pandemia?”. El Espectador, marzo 9.
[18] Es importante aclarar que en la definición de ser campesino y de productores de alimentos de pequeña escala están incluidos los pescadores artesanales que hace un aporte muy significativo a la dieta alimenticia de los colombianos y la propia.
[19] Esta nota se basa, entre otros, en: Garay, L. J. (2020a). Lineamientos básicos de un Plan Estratégico de Transición y Transformaciones Estructurales para América Latina y el Caribe. ISALC. Bogotá. Diciembre, y Garay, L. J. (2020). Colombia. Transformaciones estructurales bajo un contexto internacional en transición. Planeta Paz. Ediciones desde abajo. Bogotá. Agosto.
[20] Para mayor detalle sobre la renta básica inmediata de emergencia, puede consultarse a: Garay, L. J. y Espitia, J. E. (2021b). “Una propuesta de renta básica inmediata de emergencia Julio-diciembre 2021”. Bogotá. Mayo 12; y Garay y Espitia (2021c). “La renta básica de emergencia para la erradicación de la pobreza monetaria de los hogares en el sector rural colombiano”. Bogotá. Junio 3.
[21] El Documento Conpes 3859 de junio de 2016 lo define así: “El catastro multipropósito se define como un sistema de información de la tierra basado en el predio, el cual excede los fines fiscales o tributarios, propios del catastro tradicional, en dos aspectos: (i) brindar seguridad jurídica por medio de la inscripción o representación de los intereses sobre la tierra, relacionados con su ocupación, valor, uso y urbanización; y (ii) apoyar las decisiones de ordenamiento territorial y de planeación económica, social y ambiental, mediante la integración de información sobre derechos, restricciones y responsabilidades, en concordancia con el principio de independencia legal”.
[22] La ley define la extensión agropecuaria como: “Proceso de acompañamiento mediante el cual se gestiona el desarrollo de capacidades de los productores agropecuarios, su articulación con el entorno y el acceso al conocimiento, tecnologías, productos y servicios de apoyo; con el fin de hacer competitiva y sostenible su producción al tiempo que contribuye a la mejora de la calidad de vida familiar. Por lo tanto, la extensión agropecuaria facilita la gestión de conocimiento, el diagnóstico y solución problemas, en los niveles de la producción primaria, la postcosecha, y la comercialización; el intercambio de experiencias y la construcción de capacidades individuales, colectivas y sociales. Para tal efecto, la extensión agropecuaria desarrollará actividades vinculadas a promover el cambio técnico en los diferentes eslabones que constituyen la cadena productiva, la asesoría y acompañamientos a productores en acceso al crédito, formalización de la propiedad, certificación en SPA, entre otros”.
[23] Otero, D. (2021). “Propuesta de un plan garantizado de empleo para los jóvenes”, mayo 13.
[24] Ver artículo de Jorge Coronel en Portafolio: “Dinámicas de las expulsiones”, mayo 20 de 2019.
[25] Arteaga et al (2017). Fondo de Tierras del Acuerdo Agrario de la Habana: Estimaciones y propuestas alternativas. Serie Documentos CEDE #41, junio de 2017.
[26] Ramírez, Juan, M, Delgado, M, Cavalli, G, Perfetti, J. “Impacto fiscal de las recomendaciones de la Misión para la Transformación del Campo. FEDESARROLLO, Coyuntura Económica Vol. VI #1, julio 2016, pp.51-105.
[27] Espitia, J (agosto 2021). “Actualización del Costeo de las intervenciones propuestas por la Misión para la Transformación del Campo”.
Duviel Antonio Suárez says
Solo fortaleciendo la economía campesina se puede reivindicar tantos años de abandono de quienes proveen de alimentos a la ciudad y se democratiza la riqueza Rural……