La idea de las ciudades condujo a despreciar no solo la ruralidad sino, más complicado aun, la vida natural. La naturaleza y la producción de alimentos quedaron rezagadas por posturas que las condujeron a la marginalidad. La planificación se hace desde las ciudades y para las ciudades, lo demás no importa, desarticulando así los territorios y la integralidad ecológica en ellos. La lógica del sistema es la sobreexplotación de los recursos naturales y del medio ambiente y no la vida. En esta posición quedaron excluidos grupos que han resistido al exterminio y cuya relación con la tierra es directa: las comunidades étnicas y campesinas.
Estas comunidades se enfrentan a los ciclos propios de la naturaleza, distorsionados como se dijo por el calentamiento global. Para estas poblaciones los incendios, las sequias, las lluvias e inundaciones son parte de su vida cotidiana. Ahora nos dimos cuenta de ello porque se nos está quemando “nuestro patio trasero”, los incendios han llegado a los márgenes de las ciudades y nos sentimos frágiles. Cuando solo eran en la Colombia profunda, lo veíamos como una noticia o como un documental, que produce algo de pena, pero se pasa rápido. Como en pandemia, solo queda esperar que no se nos olvide cuando lleguen las lluvias.
Pero si bien esto es una realidad compleja que cada vez se entiende más (lo digo porque enseñar economía ecológica (bioeconomía) hace 15 años implicaba ser mirado como el hipee muy por fuera del modelo), lo que desde hace un par de semanas viene sucediendo en cuanto a incendios forestales es más complejo aún. En efecto, aunque las cifras son disímiles al comparar las diversas entidades oficiales y organizaciones de protección, lo cierto es que, de acuerdo con el Instituto Distrital de Gestión de Riesgos y Cambio Climático, entre 2010 y 2022 se registraron en Bogotá 577 incendios en promedio año; en el país, esa cifra puede llegar a ser de unos 17.000 incendios forestales año, aunque en los últimos tres años la cifra ha superado los 21.000. Se calcula que la recuperación de cada hectárea no solo puede llevar años, sino en promedio unos 60 millones de pesos, esto sin medir aun los efectos que se pueden tener sobre diferentes dimensiones bióticas, sociales y en general para la calidad de vida.
Es claro entonces que a las comunidades campesinas y étnicas les ha tocado enfrentar cada año, in crescendo, los incendios forestales que van desde ser accidentales hasta ser provocados, incluyendo los que se realizan para ayudar a deforestar, abrir monte o por prácticas agrícolas. También es cierto que los cambios en los bosques por especies comercializables e incluso su inapropiado proceso de producción y extracción, dejan en el terreno gran cantidad de residuos fácilmente quemables. Tampoco ha sido ajeno el que ardan las laderas de Bogotá, Cali o Medellín. Lo que pasa es que cada vez son más y más, incluso “ayudan” a la urbanización, a disponer tierras aptas para la venta y la construcción, al dejar las tierras sin los bosques que garantizan su no intervención. El fuego en los cerros orientales de Bogotá también dejó al descubierto construcciones ilegales, que no son solo viviendas humildes sino mansiones construidas sin los permisos pertinentes.
Lo que si llama poderosamente la atención es la cantidad de “pirómanos” capturados. Son más de 400 incendios, pero la policía ya ha reportado 26 personas capturadas y cientos de órdenes de comportamiento por acciones que pudieran derivar en quemas. Los propios mandatarios locales han denunciado estas acciones que pueden ir desde simples o ingenuas fogatas hasta acciones intencionadas. El fuego en los cerros en Bogotá comenzó, dicen las autoridades por fogatas, lo particular es que donde iniciaron los incendios estaban localizados en áreas de muy difícil acceso. Generar una crisis ambiental le viene muy bien a algunos sectores, cuyo propósito es mostrar un país literalmente incendiado, una perfecta cortina de humo para provocar desgobierno.
Unas y otras razones, del azar, como resultado de los desafueros que hemos hecho con la naturaleza, con los desperdicios, basuras que se dejan en los bosques o por los intereses mezquinos de algunos, con grandes ventajas tanto económicas como políticas, dejan al descubierto dos cosas: la frágil preparación del país y sus territorios para enfrentar desastres de estas magnitudes; y la sinrazón de los habitantes de las ciudades y sus propios mandatarios, que solo se alertan cuando el fuego se acerca a sus casas. Esto lo viven las familias campesinas cada año, las cabañuelas ya no funcionan, en esta época del año solo existen los calores, los incendios y las heladas.
Pero hay algo rescatable: para apagar estos incendios, y es un revés para quienes los han provocado, las comunidades se han unido a las autoridades, a los bomberos, a los voluntarios, en fin, a todas y todos que han aportado desde bebidas hidratantes, hasta empresas que han colocado sus equipos de aviación. ¡Quien lo creyera! En medio de las tragedias anuales por los incendios forestales y la “pesca en rio revuelto” por algunos avivatos buscando réditos económicos y en especial políticos, la respuesta social ha sido la unión, la colaboración, la solidaridad y la conciencia sobre el cuidado de los recursos naturales y del medio ambiente.
Esto último genera esperanzas, así que lo caminos de una mayor conciencia ecológica se van consolidando, un renovado relacionamiento con la naturaleza desde las ciudades, que también incluya ese necesario reconocimiento y justicia con las y los campesinos, también con los grupos étnicos, que desde sus territorios enfrentan cada año tragedias, pero mantienen la decisión de defender y proteger la vida.
Jaime Alberto Rendón Acevedo, Director CEIR, Centro de Estudios e Investigaciones Rurales
Foto tomada de: Radioacktiva.com
Maribel says
Buenísimo!!