¿Qué tendencias son las que ve aparecer de resultas de las crisis social, sanitaria y económica producidas por la Covid-19? ¿Qué nos dicen las reconstrucciones post-pandémicas sobre la ‘crisis de la atención’?
Tanto la pandemia como la respuesta a la misma representan la irracionalidad y destructividad del capitalismo. La crisis de la atención ya existía antes de la aparición de la Covid, pero se vio enormenente exacerbada por ella. La situación preexistente, por así decir, era la del capitalismo financiarizado, la forma especialmente depredadora que ha predominado en los últimos cuarenta años erosionando nuestra infraestructura de atención pública por medio de la desinversión, en nombre de la ‘austeridad’. Pero de hecho, toda forma de sociedad capitalista funciona a base de permitir que la actividad empresarial actúe de balde sobre labores de cuidados no remuneradas. Al subordinar la dedicación a las personas al ánimo de lucro, alberga una tendencia inherente a la crisis reproductiva social.
Pero lo mismo vale para la actual crisis ecológica, que refleja una dinámica estructural profunda que prima al capital para que actúe de balde sobre la naturaleza, sin pensar en restaurar o reponer. Y otro tanto se puede decir de nuestra actual crisis política, que refleja el grave debilitamiento de los poderes públicos a manos de megacorporaciones, instituciones financieras, revueltas fiscales de los ricos, lo que tiene como resultado la paralización y falta de inversiones. Si bien esto ha resultado especialmente agudo a causa de la neoliberalización, expresa una tendencia a la crisis política que se conecta directamente a toda forma de sociedad capitalista. La crisis de la atención está inextricablemente entrelazada con otras disfunciones – ecológica, política, étnico-racial – lo cual se suma a una crisis general del orden social.
Los efectos de la Covid sobre los seres humanos serían horribles en cualquier coyuntura. Pero los ha empeorado el hecho de que el capital ha canibalizado en este periodo el poder público, las capacidades colectivas que podrían haberse utilizado, si no, para mitigar los efectos de la pandemia. Como consecuencia, la respuesta se ha visto dificultada en muchos países, incluidos los EE.UU., por decenios de desinversión en la infraestructura crucial de salud pública. Existe en los EE.UU. la tendencia a culpar a Trump, pero eso es un error. La desinversión lleva produciéndose desde hace décadas.
Los gobiernos de Clinton de los 90 dieron en esto el primer paso.
Sí, toda una serie de gobiernos norteamericanos, lo mismo demócratas que republicanos, desinvirtieron en infraestructuras esenciales de salud pública. Retiraron reservas de equipos esenciales como EPIs, respiradores, mascarillas, mermaron capacidades de vital importancia – rastreo de contactos, almacenamiento y distribución de vacunas – y dejaron sin financiación suficiente instituciones cruciales como centros de investigación, hospitales públicos, unidades de UCIs, agencias públicas de salud,. Los científicos avisaron de que era probable otra epidemia vírica, pero nadie les prestó oídos. De manera que cuando llegó la Covid, los EE.UU. estaban totalmente faltos de preparación. No hemos tenido prácticamente rastreo de contactos, y seguimos prácticamente sin tenerlos después de que haya pasado más de un año. Las autoridades de salud pública carecían llanamente de la capacidad de organizarlos y todavía no han logrado desarrollar esa capacidad.
El derrumbe de sistemas ya débiles de atención pública hizo recaer nuevamente todas las cargas sobre familias y comunidades, y especialmente sobre las mujeres, que llevan todavía la parte del león de la labor de cuidados no remunerada. En el confinamiento, el cuidado de los niños y la escolarización se desplazaron de pronto a los hogares de la gente, dejando que las mujeres se hicieran cargo de ese gravamen por encima de otras responsabilidades, y teniendo que hacerlo en espacios pequeños, incapaces de soportar esa carga. Muchas mujeres con empleo acabaron dejando su trabajo para cuidar de los niños y otros parientes; muchas otras fueron despedidas. Un tercer grupo, lo bastante afortunado como para haber mantenido su puesto de trabajo y trabajar a distancia desde casa, a la vez que realizaba también labores de cuidados, incluida la de atender a los niños en casa, ha tenido que llevar la multitarea a nuevas cimas de locura. Un cuarto grupo, el de las ‘trabajadoras esenciales’, se enfrenta a diario a la amenaza de contagio en primer línea, con el temor de llevar a casa el virus, a la vez que cumple con lo que es preciso hacer, con frecuencia a cambio de un sueldo muy bajo, para que otros, más privilegiados, puedan acceder a los bienes y servicios que necesitan con el fin de aislarse en casa. Qué mujeres se encuentran en según qué grupo tiene todo que ver con la clase y el color. Es como si alguien hubiera inyectado un líquido de contraste en el sistema circulatorio del capitalismo, iluminando todas sus líneas constitutivas de fractura.
En los Estados Unidos, el brote de la Covid se vio seguido por una impresionante ola de protestas, dirigidas en su mayor parte por juventudes negras, contra la violencia policial racista. ¿Adoptó el lema Black Lives Matter un significado diferente durante la pandemia?
Se trata de una cuestión importante. ¿Por qué coincidió el resurgimiento de la actividad antirracista militante en los EE.UU. con la pandemia de la Covid? Hemos visto asesinatos de gente de color durante mucho tiempo, lo mismo que movilizaciones en contra de ello. Asi que, ¿por qué las protestas se hicieron tan amplias y continuadas justo en ese momento, en medio de una horrible crisis sanitaria? Hay quienes han sugerido que los meses de confinamiento crearon una intensa presión psicológica que encontró un desahogo muy necesario en las calles. Pero creo que hay razones más profundas, forjadas en la crisis, que provocaron algunos destellos importantes de percepción política. El darse cuenta de que esas dos expresiones aparentemente distintas de racismo estructural – vulnerabilidad dispar a la muerte causada por el virus y vulnerabilidad dispar a la muerte causada por la violencia policial– estaban en realidad ligados, que ambas estaban enraizadas en el mismo sistema social.
Para cuando estallaron las protestas en mayo de 2020, ya estaba claro que los norteamericanos de color, y los negros en particular, contraían y morían a causa de la Covid de forma desproporcionada. Tenían peor atención sanitaria y una mayor tasa de situaciones subyacentes, ligadas a la pobreza y la discriminación y vinculadas con las malas secuelas de la Covid: asma, obesidad, estrés, alta presión sanguínea. Afrontaban mayores riesgos de contagio, debido a sus trabajos en primera línea que no podían realizarse en remoto y a una situación de viviendas atestadas. De todo esto se había informado ampliamente en los medios informativos. Y eso caló hondo, dando un nuevo sentido a ‘Black Lives Matter’.
El lema llevaba circulando desde 2014, cuando el asesinato de Michael Brown en Ferguson, estado de Misuri, a manos de la policía desencadenó el Movement for Black Lives. Desde entonces, ha habido muchísima organización, sin que faltaran grupos de concienciación y de lectura, lo que ha formado a una nueva generación de activistas antirracistas militantes, sobre todo de jóvenes activistas de color. Ese fue el contexto, la atmósfera, en la que se recibieron y procesaron las noticias del impacto racializado de la Covid. Como remate de todo esto llegó el asesinato de de George Floyd a manos de la policía de Minneapolis, que captó para que todo el mundo lo viera ese video indignante y desgarrador. Y así se encendió la mecha. Dicho de otros modos, ese momento justo no fue una coincidencia.
La convergencia de las protestas por la pandemia y la violencia policial expresaban la expansión, la profundización de ‘Black Lives Matter’. Un primer nivel de significado era que, si las vidas de los negros de verdad le importaran al sistema de ‘justicia’ penal norteamericano, en ese caso no existirían las múltiples formas de violencia racializada. Cuando golpeó la pandemia, eso también vino a significar: no se deberían perder ni acortar las vidas negras con esta mezcla letal de exposición al contagio y a problemas de salud preexistentes, que señalan a su vez condiciones estructurales subyacentes.
La repercusión electoral de BLM fue enormemente positiva, de manera evidentísima en el estado de Georgia, que pasó del profundo rojo [color de los republicanos] al azul [color de los demócratas], otorgando sus votos electorales a Biden y dándole la vuelta a dos escaños del Senado, concediendo uno a un afroamericano y el otro a un judío (lo que es una gran noticia en el Profundo Sur), y entregando así de este modo a los demócratas el control del Senado. En la dinámica que opera aquí contó el rechazo de las zonas residenciales blancas, así como una participación masiva de los negros, galvanizados sin duda estos últimos por Black Lives Matter, pero también preparados gracias a años de organizarse en ese estado para ‘salir a votar’, una dura labor sostenida por activistas sobre el terreno, como Stacey Abrams.
La derrota de Trump fue aclamada como una victoria, pero no parece que la victoria de Biden despertase el mismo entusiasmo. ¿Qué lectura hace de los resultados de las elecciones norteamericanas? Ha vencido de manera decidida el ‘neoliberalismo progresista’ al populismo reaccionario del bloque de Trump y al populismo progresista de Sanders?
Seguimos, por recurrir a los términos de Gramsci, en un interregno, en el que lo viejo agoniza, pero sin que lo nuevo pueda nacer. En esa situación, se tiende a registrar una serie de oscilaciones políticas, con balanceos de un lado a otro entre alternativas que están agotadas y no pueden tener éxito. En el presente, sin embargo, no nos hemos columpiado todavía del trumpismo a la vuelta al ‘neoliberalismo progresista’ a gran escala encarnado por las administraciones de Clinton y Obama. Eso podría suceder todavía, por supuesto, pero a fecha de hoy el movimiento del péndulo lo controla un ala izquierda recrecida en el Partido Demócrata. La derrota de Trump quedó asegurada gracias a una alianza entre el centro neoliberal del establishment del Partido, el ala Clinton-Obama, y su oposición populista de izquierdas, el ala de Sanders-Warren-AOC [Alexandria Ocasio-Cortez]. Cierto es que los centristas habían maquinado la brutal expulsión de Sanders del proceso de primarias, pese – o a causa de – su sólida proyección, con el fin de abrir camino al entonces tambaleante Biden para que se convirtiera en el candidato designado por el Partido. Pero a diferencia de 2016, las dos alas se fusionaron para las elecciones generales. La facción de Sanders prestó apoyo total a Biden contra Trump, y a cambio consiguió tener una mayor voz política.
El resultado es que los populistas progresistas y los neoliberales progresistas están hoy en coalición. Los populistas son la parte más débil de esta alianza y no están representados en el gabinete de Biden. Pero su influencia ha crecido, sin embargo. Sanders encabeza hoy el poderoso Comité Presupuestario del Senado y le entrevistan con frecuencia en las televisiones nacionales, lo cual es algo nuevo: antes nunca le dispensaban tratamiento de portavoz o comentarista clave. Además, asimismo ‘The Squad’, el grupo de AOC en el Congreso, ha doblado su número, y ha vencido en algunas contiendas importantes en las elecciones de 2020.
Y en política interior, los centristas se han movido a la izquierda. Los demócratas de ambas cámaras votaron unánimemente a favor de la ley de ayudas para la Covid de Biden, cifrada en 1.9 billones de dólares, que contiene varios puntos de la lista de preferencias progresista-populista. Ese paquete refleja claramente la fuerza e influencia del ala de Sanders. Sin embargo, ha tenido el apoyo de los asesores económicos de Biden, los cuales, aunque no estén, ciertamente, ‘a la izquierda’, representan al menos una ruptura parcial con los ex-alumnos de Goldman-Sachs que han gestionado durante décadas el departamento del Tesoro y nos trajeron la financiarización. Dirigidos por Janet Yellen, la orientación del nuevo equipo es neo- o cuasi-keynesiana; si bien todavía comprometidos con el ‘libre comercio’, al menos han renunciado temporalmente a la lógica de la austeridad y han dado prioridad al pleno empleo por encima de una inflación baja.
El actual estado de la administración Biden representa una formación de compromiso. Sus políticas de (re)distribución mezclan algunos elementos reactivados del pensamiento del New Deal con el lado de libre comercio propio de la economía política neoliberal, mientras sus políticas de reconocimiento incluyen elementos tanto meritocraticos como igualitarios. Se acumulan aquí muchas tensiones inherentes, que van a aparecer tarde o temprano. Está todavía por ver cuándo y de qué manera, y también si se resolverán y en qué términos. En general, la alianza de la izquierda y los liberales es endeble, y no durará siempre. Pero sigue sin estar claro qué es lo va exactamente a substituirla.
Una variable clave reside en la medida en que las políticas de Biden van a satisfacer a una población que se tambalea no sólo a causa de los efectos colaterales sanitarios y económicos de la pandemia, sino también debido a las ‘condiciones preexistentes’. Son cuarenta años de desindustrialización y deslocalización, financiarización, acoso a los sindicatos, trabajos basura, declive industrial, además de violencia policial, destrucción ambiental, deshilachamiento de la red de seguridad social: todo lo que ha operado para empeorar las condiciones de vida de los pobres, la clase trabajadora y las clases medias y medias bajas.
Son esos los procesos que desencadenaron el abandono masivo del ‘neoliberalismo progresista’, en la revuelta populista, de dos filos, de 2016: Trump, por un lado, Sanders, por otro. Y ambos movimientos continuarán de una forma u otra, mientras continúen esos procesos. De manera que el compromiso de Biden depende de su capacidad de hacer suficientes concesiones favorables a la clase trabajadora para mantener a bordo a los populistas de izquierda y mellar la fuerza de los populistas de derechas. Y además, hay que mantener contenta a la clase inversora. No es un trabajo fácil.
La elección de Kamala Harris ha provocado reacciones encontradas en la izquierda, entre quienes recalcan que hay una mujer negra de vicepesidenta y los que critican sus anteriores posturas sobre la pena de muerte y su encubrimiento de abusos de autoridad como Fiscal General de California. ¿Qué análisis hace de ello?
Nunca he sido muy partidaria de lo que Anne Phillips llamó en cierta ocasión la ‘política de la presencia’, la idea de que elegir a alguien que se te parece – a una mujer o a una persona de color, por ejemplo – es por si misma un gran logro. A nadie con una pizca de feminismo en los huesos se le ocurrió apoyar a Thatcher. En los EE.UU. de hoy esto lo tenemos más claro, creo, después de haber elegido a un afroamericano para la presidencia en 2008. Mucha gente depositó su voto con tremendas esperanzas en un cambio de envergadura, que el candidato cultivó deliberadamente mediante una elevada retórica de campaña. Y el resultado fue una profunda decepción. Una vez en el poder, Obama se desprendió rápidamente de esa inspiradora oratoria y gobernó como neoliberal progresista. Después de esa experiencia, nadie que piense en la política con cierta hondura se va a sentir muy estimulado por el ascenso de Harris a la vicepresidencia. Hay un viejo dicho que afirma: ‘si me engañas una vez, tuya es la culpa; si me engañas dos veces, la culpa es mía’.
En cualquier caso, Harris no es – a diferencia de Obama –ni una desconocida política ni una oradora de gran altura. Tiene un largo historial político como fiscal y administradora ‘dura con la delincuencia’ y como agente político ambicioso. Habría que estar voluntariamente ciego para pensar en ella como un faro de ‘esperanza y cambio’. Por otro lado, es muy brillante y muy flexible, sabe leer bien la dirección del viento y ajustar su rumbo como corresponde. Entra dentro de lo posible que pudiera moverse un poco a la izquierda si ese rumbo le conviniera a sus ambiciones, que incluyen la presidencia para la que ahora la están preparando como número dos y supuesta sucesora de Biden. Pero en la medida en que se trata de alguien que sigue la corriente, es más importante analizar la corriente.
Cuando se derrumbe el compromiso de Biden, como tiene que pasar, los liberales atacarán probablemente a la izquierda y tratarán de resucitar el neoliberalismo progresista con algún nuevo disfraz, igual que las fuerzas del MAGA [Make America Great Again, el trumpismo del “Hacer de Nuevo Grande a Norteamérica”] tratarán de resucitar su alternativa reaccionaria-populista. Y en ese punto, la izquierda se enfrentará a una encrucijada. En una hipótesis, redoblaría las formas de superficiales políticas de identidad que impulsan la cultura de la cancelación y el fetichismo de la diversidad, En otra, haría un serio esfuerzo por construir una tercera alternativa, articulando una política inclusiva de reconocimiento con una política igualitaria de redistribución. La idea consistiría en separar a los elementos favorables a la clase trabajadora de cada uno de los otros dos bloques y unirlos en una nueva coalición anticapitalista, que se comprometiera a luchar por el conjunto de la clase trabajadora, no solamente por la gente de color, los inmigrantes y las mujeres que apoyaron a Sanders, sino que atrayera – sobre la base de sus intereses económicos – a quienes se pasaron a Trump. Esa coalición podría entenderse como una versión de izquierdas del populismo. Pero lo veo menos como un punto de llegada que como un estadio transicional, en camino hacia algo más radical, una transformación estructural profunda de todo nuestro sistema social. Eso requeriría no sólo una política de populismo de izquierda, sino algo más parecido al eco-socialismo democrático.
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