En su reciente novela, “Serpiente de fuego”[2], Potdevin narra el extraordinario flujo de consciencia del caudillo Jorge Eliecer durante su agonía de una hora, víctima del tenebroso complot fraguado por la oligarquía colombiana en coalición secreta con el gobierno estadounidense, el 9 de abril de 1948, a la una y tres minutos de un viernes lluvioso en Bogotá. El escritor nos permite asomarnos al interior de un ser humano en el postrer debate con su propia consciencia. Cuando lo asesinaron, Gaitán contaba con 45 años de edad. Tras el magnicidio, el país cayó en una de las épocas más oscuras de su historia, la Violencia.
En un ensayo escrito el 24 de abril de 2021, inquiere Potdevin ¿Cómo evocar a Gaitán? “Esta puede ser la primera pregunta que asalta a quién desea aportar a la memoria colectiva. Más allá de organizar el inmenso acervo sobre el tema en registros de géneros como novela, cuento, teatro, crónica, poesía o en otros lenguajes como los visuales: documental, película, comic o fotografía, o auditivos como canciones populares”. El literato propone un abordaje sin precedentes. “Con todo, al parecer, aún falta por explorar una perspectiva, quizás la más seductora de todas. La voz de Gaitán, ficticia por supuesto, en primera persona, para que narre su vida, sus últimos días, sus últimos momentos, su agonía y muerte y, de allí en adelante, su legado. En un tema literario inagotable abordado por los mejores autores universales como, por ejemplo, Herman Broch en La muerte de Virgilio, Leon Tolstoi, en La muerte de Ivan Illich, William Faulkner en Mientras agonizo, Carlos Fuentes en La muerte de Artemio Cruz, García Márquez en El general en su laberinto, Marguerite Yourcenar, en Memorias de Adriano… la lista podría alargarse. Allí queda planteada una invitación para nuestros autores que quieran explorar una vena inédita sobre la memoria histórica en torno a Jorge Eliécer Gaitán”[3].
Transcurridos tres años, nadie respondió al llamado. Potdevin asume la exhortación. Con su brillante imaginación, el autor realiza “Un tour de forcé del delirio de un hombre abocado a la muerte mientras el país estalla en ira al conocer la noticia”. La novela está escrita a lo largo de tres líneas coplanarias, equidistantes, el plano narrativo las contiene a todas y apuntan hacia la misma dirección. Por definición, cada haz de rectas paralelas define un punto focal, pudiendo afirmar que las rectas paralelas se cortan en el infinito. Por tanto, tres ejes sirven de sostén al movimiento narrativo: i) agravio moral, subversión y magnicidio; ii) intelecto colectivo, lenguaje y flujo de conciencia; iii) metempsicosis y simbolismo.
Agravio moral, menosprecio y lucha por el reconocimiento. La evolución de la filosofía política conduce a modificaciones en los conceptos centrales, los que comportan a la vez cambios en las orientaciones normativas del orden político y las luchas sociales. El objetivo normativo contemporáneo no es la simple eliminación de la desigualdad y la pobreza, sino, además, la prevención de la humillación o del menosprecio; las categorías centrales de esta nueva visión ya no son la distribución equitativa o la igualdad de bienes, sino la dignidad, el respeto y el goce efectivo de los derechos humanos. Por tanto, los conflictos sociales de hoy adquieren de manera creciente el carácter de conflictos indivisibles. El reconocimiento de la dignidad de las personas o grupos constituye el elemento esencial del nuevo concepto de justicia.
En paralelo, el agravio moral hace referencia al sufrimiento humano y a la conciencia de la injusticia, presente en los propios afectados, y al carácter patológico o a las irracionalidades de la sociedad[4]. En la perspectiva positiva, las esferas de reconocimiento recíproco son el amor, la autoconfianza, los derechos humanos, el autorespeto, la solidaridad y la autoestima. En lo negativo, los malos tratos y la violación amenazan la integridad física; la exclusión y el despojamiento de derechos, la integridad social; y la humillación y la ofensa, el “honor” en sentido posconvencional y la dignidad de los miembros en tanto capaces de contribuir a la comunidad. La lucha por el reconocimiento aclara la lógica moral de los conflictos sociales: las formas de desprecio, ancladas en los sentimientos de indignación, son las que impulsan a la resistencia y al conflicto.
En efecto, la lucha de los seres humanos por su dignidad es la motivación más poderosa; si muchos individuos se sienten humillados, explotados, ignorados, despreciados, engañados, excluidos o mal representados, estarán dispuestos a transformar su ira en acción en cuanto superen el miedo. Este miedo lo superan mediante la manifestación extrema de la ira en forma de indignación. A la vez, esta afirmación de la dignidad se convierte en clamor por la democracia radical, el reconocimiento, la justicia, los derechos humanos, la solidaridad, en síntesis, en el desarrollo de las fuerzas esenciales humanas, sus necesidades, valores y capacidades que conducen al florecimiento y autorrealización de las personas y los colectivos sociales.
El profesor de filosofía política en la Universidad de Harvard, John Rawls (1921-2002), afirmó que la justicia es la primera virtud de las instituciones sociales, como la verdad lo es de los sistemas de pensamiento. Siendo las primeras virtudes de la actividad humana, la verdad y la justicia no pueden estar sujetas a transacciones. No importa que las leyes e instituciones estén ordenadas y sean eficientes: si son injustas y engañosas han de ser reformadas o abolidas[5].
De acuerdo con Gloria Gaitán Jaramillo, hija de Jorge Eliecer Gaitán, “La injusticia y la mentira, en todas sus dimensiones, lo sublevaba. Fue la lucha contra ellas lo que le dio sentido a su existencia y, por eso, sufrirlas lo afectaban más que nada”[6]. Gaitán era un socialista raizal y un demócrata radical convencido: “si me van a juzgar que sea desde la historia, que me juzguen como un revolucionario” (Serpiente de fuego –SdF-, p. 62).
En la obra de Potdevin, “Serpiente de fuego”, el Caudillo recuerda en medio de su agonía: “soy amigo de los indígenas, de los obreros, de los campesinos, de los que viven en la ciudad y apenas alcanzan para sobrevivir, lo que ambiciono es forjar un partido impulsado por las ideas de transformación, de cambio social para que se angosten las abismales distancias entre unos pocos y una masa inmensa de desamparados” (SdF, p.p. 33-34).
Gaitán es conocedor de una trágica verdad que se repite de un modo crónico en la historia de Colombia: “y por eso me enfrento, en solitario, inerme e indefenso, no con un victimario vulgar, solitario homicida sino con la más sofisticada maquinaria de guerra, un elaborado esquema preparado durante años y años, generación tras generación, siglo tras siglo para estrangular cualquier intento de que el poder detentado por trecenas de tiranos traidores, de déspotas demagogos, de sumos sacerdotes, de banqueros abusivos, de familias endogámicas, de camarillas y compinches se les escape de las manos, es a esa urdimbre de podredumbre a la que me enfrento en la hora más aciaga de nuestra historia” (SdF, p. 16).
En medio del debate con su propia conciencia, el Caudillo agrega: “he sido derrotado, aniquilado por las balas de una patraña, el ángel de la historia abandona este lugar, huye despavorido, aterrado, he sido vencido por unos dioses, demonios, demiurgos, señores del mal, allí la antesis, allí lo que me he negado a aceptar en mi vida política y pública, la persistencia indeclinable de un antiguo régimen que se niega a sucumbir, y que por el contrario mantiene su poderío a sangre y fuego” (SdF, p. 115).
La historia de Colombia tiene un núcleo que por sencillo no es menos infame y criminal. La violencia sempiterna tiene como causa el menosprecio de los invasores europeos y sus descendientes respecto a los pueblos originarios; el no reconocerlos como seres humanos y considerarlos como “alimañas”. El agravio moral en contra de los pueblos originarios genera sufrimiento y menoscabo de la dignidad humana.
En 1504, en un golpe de astucia política de Fernando, el Católico, consigue que Alejandro VI, en su apostólico poder, done a perpetuidad a los reyes de Castilla y León, los territorios invadidos en América, con todos los seres vivos allí contenidos. La Bula alejandrina no reconoce como humanos a los habitantes de los territorios invadidos, son, para el Papa, otra especie de animales. Solo hasta 1537, con la Bula que expidió el Papa Paulo III, los españoles reconocen que “los indios algo tienen de humanos”. En las Juntas de Valladolid de 1550, el “humanista” Ginés de Sepúlveda reconoce la humanidad de los indios pero se niega a considerarlos análogos a los españoles en derechos, bajo el argumento artero de ser barbaros o menores de edad que necesitan de una tutoría para civilizarse. Esta ideología sirvió a los invasores para apaciguar sus conciencias durante un proceso que acometieron de opresión, expoliación, explotación y exterminio de tres millones de habitantes pertenecientes a los pueblos originarios; el genocidio más ignominioso y gigantesco de la historia humana.
En un texto de 2007, con el cual el escritor antioqueño Fernando Vallejo comunicaba que su colombianidad se acabó, escribe: “Desde niño sabía que Colombia era un país asesino, el más asesino de la tierra, encabezando año tras año, imbatible, las estadísticas de la infamia”. Y es que el agravio moral que la oligarquía (como solía denominarla Gaitán) inflige a los pueblos originarios se reproduce sin pausa ni demora. Las leyes sociológica, política y moral continúan rigiendo como lo anunció José M. Samper a mediados del siglo XIX, en su “Ensayo sobre las revoluciones políticas”: “si hoy atraviesan crisis todavía las repúblicas Hispano-Colombia es, evidentemente, porque la revolución de 1810 no se ha completado y subsisten muchas causas que produjeron la lucha. La vieja España no es ya nuestro terrible adversario pero todavía nos combate, sin quererlo, por medio de sus representantes, es decir, de los elementos que nos dejó profundamente arraigados en las instituciones, tradiciones y costumbre coloniales”.
Antonio García Nossa (1912-1982), economista, historiador, sociólogo, escritor y político socialista fue compañero de luchas de Gaitán. El sentencia: “La falla más dramática de la historia colombiana consiste en la enorme y creciente desproporción entre las fuerzas sociales que periódicamente emprenden la aventura de transformación –intentando romper los diques del represamiento, la estructura petrificada de la vieja sociedad de estilo colonialista, la dura costra helada del conformismo- y las fuerzas agrupadas y cohesionadas para impedirla, mediante la aplicación de una reaccionaria estrategia de regreso en la historia”[7].
En la novela de Potdevin, el flujo de conciencia del Caudillo le conduce a pensar: “este país cree estar vaciado en el molde del bipartidismo y no quiere admitir tercerías, pero eso es querer tapar el sol con las manos , aquí hay una larguísima tradición de ideas que incluso se remontan hasta nuestros ancestros prehispánicos que desarrollaron formas de organización y trabajo colectivo basadas en principios comunitarios y no de propiedad privada, luego vinieron los comuneros, rebelados contra la dominación que asfixiaba al pueblo con impuestos y alcabalas, y después las sociedades democráticas de mediados del siglo pasado conformadas por artesanos iletrados que no habían escuchado hablar de los grandes teóricos del pensamiento social, pero sí podían discernir que los pueblos son dominados y mantenidos en la ignorancia, y luego vino el general de los mil días que se atrevió hablar sin tapujos de las ideas socialistas, siendo rojo de ropaje pero socialista de corazón y así supe que debía retomar esa tradición de ideas que han agitado la inconformidad de nuestro pueblo” (SdF, p. 90).
Al deliberar con su propia consciencia, Gaitán advierte que “todas las baterías se enfilan contra mí, igual que contra el general de los mil días que hoy, tantos años después sigue sin decirse abiertamente que quien movió los hilos de los artesanos asesinos fue el arzobispo, como lo hacen hoy, en mi caso, el Monstruo (Laureano Goméz) y el tragaostias (Mariano Ospina Pérez); vidas paralelas, dirán algunos después de mi muerte” (SdF, p. 85).
“Nuestro continente está dominado por quienes temen al pueblo insurrecto” (SdF, p. 31). Las oligarquías dominantes siempre han implementado la táctica de “combinar todas las formas de luchas” y de aplicar un principio que convirtieron en ley: “la culebra se mata por la cabeza”. Antonio García Nossa advierte: “Pero algo debe enseñarnos que, quienes han desempeñado esta misión de encarnar el instinto revolucionario del pueblo, hayan sido lapidados –como Obando, como Melo, como el propio general Bolívar- o asesinados –como Rafael Uribe Uribe o Jorge Eliecer Gaitán”.
La oligarquía no deshumaniza al pueblo, por una sencilla razón: porque nunca le ha reconocido su naturaleza, ser o esencia humana. Por eso las instituciones democráticas son una falsedad. Una manera de expresar el menosprecio es el uso de motes, de apodos denigrantes. “Me odian -reflexiona Gaitán- porque los llamo por su nombre oligarcas y les duele hasta la médula que siempre me refiera a ellos como lo que son, y entonces se desquitan llamándome el Indio o el Negro y lo que logran es hacerme un inmenso favor porque el pueblo se identifica conmigo” (SdF, p. 49); “un negro como yo, pues así denomina la petulante casta paisa a los que no tienen la blancura de su piel, en cambio, aquí, a los que no tenemos la tez clara nos llaman indios, de manera despectiva, dicen con saña cuando quieren insultar a alguien: ¡mucho indio!, las capas superiores de la sociedad no solo son clasistas sino desvergonzada y ostentosamente racistas” (SdF, p. 25).
Es una conducta tradicional el uso de apodos, por parte de la oligarquía, para tratar como alimañas a quienes no son de su clase o “raza”. Los invasores españoles renombraron a los habitantes de la Sabana cundí-boyacense, los Muiscas (en palabra chibcha significa gente, es decir, personas, o en lenguaje moderno: ciudadanos) con el mote de “moscas”, lo que les permitió, sin remordimiento ni piedad alguna, combatirlos como una plaga hasta exterminar a cerca de dos millones de indígenas. Al precursor de la independencia colombiana y quien difundió la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”, Antonio Nariño, la oligarquía lo apodaba “el bicho”. Además de llamarlo “Culo de Hierro”, al libertador Simón sus detractores le apodaban “Chorizo”, por aquello de la mezcla de carnes en tal embutido y como una forma de aludir a sus presuntos antecedentes mestizos y el origen negro de Hipólita, la nodriza del Libertador, llamada también la «madre negra» de Simón Bolívar.
El sociólogo Orlando Fals Borda (1925-2008), rescatando desde la propia historia de Colombia la lectura de los programas básicos, formulados para proyectos políticos de la democracia radical y el socialismo raizal, con el común denominador del humanismo social, como el programa del movimiento Unión Nacional de Izquierda Revolucionaria (UNIR) que creó Gaitán en 1933, recomendaba, unos pocos años antes de morir, investigar, conocer y apreciar nuestras raíces como pueblos y naciones. “Tomamos muy en cuenta, solía decir, a nuestros Pueblos originarios (indígenas primarios, negros libres, campesinos y artesanos antiseñoriales, colonos pioneros y el pueblo popular urbano) porque son los que realmente han construido la nación colombiana dándole su sabor y sentido particulares. No es la Colombia de las elites extranjerizantes que nos han gobernado de manera tan discutible”[8].
Intelecto colectivo, lenguaje y flujo de conciencia. Philip Potdevin orienta al lector señalando que “en esta novela, nos asomamos al interior de un ser humano en el postrer debate de su propia conciencia”. La conciencia es una de las tres líneas paralelas que convergen en el punto de fuga de la novela “Serpiente de fuego”, situado en el infinito. Por ello la pregunta básica del escritor: ¿en qué lugar reside la conciencia y hasta cuándo opera? En la narrativa, la noción de “conciencia” registra alrededor de treinta entradas.
Al inicio de la novela, Gaitán interroga: “¿cuánto durará esta agonía?, salgo del letargo para caer en la cuenta de que mi función consciente está intacta, ¿será que la muerte va copando lentamente los intersticios de mi cuerpo hasta conquistar el último bastión, la conciencia?, estoy confundido, lo admito, qué difícil es ubicarme en este punto, no logro explicar por qué entonces, si muero, presente del indicativo o ya he muerto, pretérito perfecto compuesto, mi conciencia se ha agudizado de esta manera, (…), y no dejo de maravillarme , que la conciencia sea lo último a claudicar del soplo de vida que me resta” (SdF, p.p. 28-29). A mitad de camino, el relator indaga una vez más: “¿dónde se ubica exactamente, la conciencia?, definitivamente , ahora confirmo, no es en la cabeza donde tiene su asiento, no en el cerebro ni en la mente, pues si así fuera no podría en este momento ser consciente de mi conciencia, estar reflexionando con mi cerebro destrozado por una bala, la conciencia es, en consecuencia, autónoma, independiente del cerebro y la mente, qué maravilla, se refugia en algún lugar inasible, se rebela y se niega a ser aprehendida o reducida a un proceso físico-químico, ¡qué misteriosa es la conciencia” (SdF, p.p. 54-55). Hacia el final, el Caudillo profundiza en su soliloquio: “la conciencia, si los médicos lograran vislumbrarla en estos instantes, la conservo, se mantendrá alerta hasta el último segundo e incluso más allá de la vida del cuerpo físico, creo que ya nunca más me desprenderé de ella, así los órganos vitales dejen de funcionar, mi conciencia seguirá existiendo incansable para dar la bienvenida a la historia, a la memoria, al recuerdo, al tiempo sin tiempo, a la semilla que soy y de donde germinará el árbol con doctrinas que brillarán por encima de la vetusta inercia reaccionaria, pues las ideas no mueren cuando se mata a un hombre, así este sea vulnerable y frágil como yo, las ideas perduran y son eternas” (SdF, p.96).
Según Philip Potdevin, “Abordar el tema de la conciencia en la literatura es fascinante, pues me exige trascender lo puramente narrativo, lo anecdótico, lo histórico y factual para adentrarme en otros mundos más sutiles, complejos, indescifrables como es propiamente la conciencia; (…) Adentrarse en esta posibilidad literaria te exige desprenderte de tu propia perspectiva como autor, con tus sesgos y prejuicios, si se quiere, para asumir otra identidad, temporal, pero definitiva en la novela. Eso me parece que te lleva, como novelista, a otro plano con múltiples posibilidades, dificultades y desafíos”[9].
“Hablar de conciencia implica también hablar de su complemento: la inconsciencia o el inconsciente; de igual modo hablar de conciencia lleva a ocuparse de la dualidad cuerpo/espíritu; mente/alma”, agrega el novelista.
“La conciencia – como lo explica Potdevin– se refiere a un proceso muy específico de autorreferenciamiento de la mente, es pensar que se está pensado, es darse cuenta de que se está en el proceso de reflexionar. Es el pensamiento cuando se mira al espejo y se toma conciencia del acto mismo. La actividad, la mente y la razón son indispensables, desde una perspectiva puramente racional, para que la conciencia exista. Pero si nos salimos del mundo racional, igualmente podemos dar cuenta de la conciencia como algo más misterioso y fascinante: la conciencia como llama secreta e inexplicable, donde no se necesita actividad cerebral, masa encefálica, neuronas, corazón o músculos para poder generar ese diálogo consigo mismo. De allí lo fascinante del tema pues sigue eludiendo cualquier tipo de apresamiento teórico o racional”.
“El flujo de conciencia –explica el literato– en la literatura es un intento, un abordaje, necesariamente imperfecto, limitado y sesgado, de reproducir por escrito, con algún arreglo a la sintaxis y a la escritura convencional, un proceso tan complejo, confuso, a veces caótico, a veces secuencial, a veces circular, a veces perceptible y otras veces no, de lo que es el proceso de pensamiento y de reflexión sobre sí mismo. Muchos autores han intentado, con diferentes resultados, poder tender ese puente, entre el proceso inasible de la conciencia y una herramienta concreta como es la escritura. En literatura adopta muchas formas: el monologo interior, el soliloquio, el estilo libre indirecto, y propiamente el stream of consciousness o flujo de conciencia desarrollado, entre otros a finales del siglo XX por autores tan notables como Virginia Woolf o James Joyce, en el famoso Ulises. Autores como Ítalo Svevo tienen obras maestras como La conciencia de Zeno, La Yourcenar con sus Memorias de Adriano, Rober Graves con Yo, Claudio, Herman Broch con La muerte de Virgilio. De alguna forma u otra todas estas aproximaciones son el aporte que la literatura puede hacer, y ha hecho, a este tema tan difícil”.
En un sentido histórico, el surgimiento de la vida a partir de la materia inorgánica fue un extraordinario salto evolutivo. Después de una serie de transformaciones, el desarrollo del cerebro pensante y consciente, producto de la vida social y el trabajo colectivo, fue otro. La materia-energía adquirió conciencia del mundo y de sí misma. La conciencia es un fenómeno biológico pero también socio-histórico. Al analizar el carácter humano de ser-consciente, hallamos la socialidad, la historicidad, la praxis, la libertad, la existencia genérica (experiencia individual que refleja y exhibe las facultades básicas de la especie humana) y la universalidad de su conciencia. La conciencia como sistema dinámico de las relaciones interfuncionales, varía con los estadios d+el ciclo vital humano, del nacimiento a la muerte, en su doble e inseparable relación del ser humano consigo mismo y con el mundo[10].
En resumen y de manera simple, la consciencia es lo “común” de la especie humana, en su especificidad espacio-temporal. En “lo común”, la consciencia es la propiedad emergente de la dialéctica “intelecto colectivo” y “lenguaje”. De una parte, el “general intellect” es una metáfora muy sugestiva que utiliza Marx para referirse al conjunto de conocimientos acumulados históricamente que forman el epicentro de la producción social y que predeterminan todas las áreas de la vida. El “general intellect” establece las premisas analíticas de todas las praxis, es la potencia cognitiva. De otra parte, gracias a Wittgenstein y su obra “Tractatus lógico-Philosophicus, sabemos que los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo consciente.
Metempsicosis y simbolismo. Tanto la realidad social como la subjetiva se articulan en el nivel simbólico e imaginario. La metempsicosis y el simbolismo conforman la tercera línea coplanaria, equidistante, en el plano narrativo de “Serpiente de fuego”, la reciente novela de Philip Potdevin.
De una parte, por metempsícosis se entiende la doctrina religiosa y filosófica de varias escuelas orientales, y renovada por otras de Occidente, según la cual las almas transmigran después de la muerte a otros cuerpos más o menos perfectos, conforme a los merecimientos alcanzados en la existencia anterior. De otra parte, según el psiquiatra y psicoanalista francés Jacques Marie Émile Lacan (1901-1981), toda realidad humana está organizada por tres órdenes: lo simbólico, lo imaginario y lo real; Lacan señala que sobre la cuestión del simbolismo hay que tener presente que se trata de un lenguaje que opera en dos instancias: un primer nivel universal, común y que convive con el resto de las lenguas y un segundo nivel subjetivo, por el hecho de darse a conocer vinculado al deseo del sujeto.
Philip Potdevin dice en la novela comentada que Gaitán fue “un hombre necesario para su época que da paso a la enigmática serpiente de fuego”. La serpiente de fuego da el nombre a la novela; registra unas 25 entradas a lo largo de la narración. En su agonía, el Caudillo recuerda que “en ocasiones me veo, yo humano, surcando los aires pero con la misma figura a mis espaldas, como si fuera mi animal espejo o protector, una serpiente de fuego, voy al rescate de unos infortunados que necesitan y claman mi ayuda” (SdF, p. 89). En el flujo de conciencia, Gaitán evoca que “en alguna ocasión, por los lados de una laguna, un anciano, quizá un poco tocado de la cabeza, me reveló: usted es la serpiente, aquella que regresó a la gran laguna cuando la diosa y su hijo-esposo se transformaron en serpientes encendidas por el sol de nuestro altiplano, usted tiene poderes como ellas” (SdF, p. p. 94-95). Se pregunta: ¿y si es cierto que soy serpiente de fuego, podré volar por los aires y llegar a todos los confines de esta geografía para acompañar el pueblo a fundar un nuevo país? (SdF, p. 96). En la voz muisca de los antepasados del Caudillo, percibe que se encuentra “en el vestíbulo de una metamorfosis” (SdF, p. 122); “he dejado de ser el que fui y ahora soy serpiente de fuego” (SdF, p. 123). Al final de la agonía, “lo sucedido en esta última hora, desde el instante de los tres funestos disparos hasta este presente que se vuelve eternidad, hago tránsito a semilla, una buena semilla que caerá en tierra fértil, si mi trasmutación tiene alguna germinación que sea la del árbol de la libertad, de la justicia social, de la cooperación y armonía en su más científica y no utópica expresión” (SdF, p. 127); “¡a la carga!, así, ahora muero, vivo, transformado en serpiente de fuego y regreso a la chucua que me abraza y acoge amorosa” (SdF, p. 130), de este modo, concluye el flujo de conciencia del Caudillo. Los Muiscas se llamaban a sí mismos “hijos del agua”. “Nada más blando que el agua y vence lo más duro”, enseña Lao Tse.
“Serpiente de fuego” es la nueva novela experimental de Philip Potdevin. En esta se amalgaman, de manera creativa, literaria y estética, el hipemodernismo, la novela histórica-social crítica y el movimiento artístico y cultural de fines del siglo XX conocido como “posmodernidad”. Encontramos los antecedentes en su novela “En esta borrasca formidable” (2014) que trata sobre el magnicidio del “general de los mil días”, Rafael Uribe Uribe, el 15 de octubre de 1914, y en su novela “Palabrero” (2017), cuyo contenido es un llamado de justicia para lo que ocurre con el pueblo wayuu en La Guajira. “Palabrero representa un cambio en la narrativa de Potdevin; el autor entra en un terreno a primera vista conocido, pero en realidad no tanto en la novela colombiana. Desde luego, el tema de la identidad, ya muy trabajado en América Latina, es popular, pero ahora con un enfoque más específico de los pueblos originarios de Colombia”[11].
“Personalmente -escribe Potdevin- me interesa abordar el tema de la conciencia, dada la dificultad y complejidad de llegar a respuestas absolutas desde la racionalidad que brinda la ciencia y del pensamiento, en el enfoque más irracional de la conciencia, en lo que podría llamarse, según algunos, la tradición secreta del alma o de la conciencia o el fuego secreto de los alquimistas o la llama misteriosa, toda esa tradición que tiene que ver con los pueblos originarios, el mito, el folclore, aquella también llamada la filosofía perenne que no se adscribe a una escuela de pensamiento platónica o aristotélica o tomista o cartesiana o de la filosofía analítica inglesa o continental, sino que apela a un saber vivo y universal, arquetípico, de un inconsciente colectivo, de leyendas, de mitologías, de héroes y poemas épicos, que dan cuenta de los fenómenos que siempre han interrogado al ser humano en su existencia: la vida, la muerte, la conciencia, el espíritu. Aquello que ha sido estudiado de manera sistemática por psicólogos como Jung y antropólogos como Ernesto de Martino en El mundo mágico o James Frazer en La rama dorada o Dodd que buscó los orígenes del pensamiento griego en la tradición hermética oriental”.
Existe una estrecha interrelación entre la praxis humana y sus cosmovisiones. En la tradición de la filosofía Zen, la profunda visión de la impermanencia y del interser nos enseña que no puede existir un ente eterno, separado, y la primera ley de la termodinámica –la ley de la conservación de la energía- nos dice que nada puede ser destruido o creado: solo puede ser transformado. Mientras estamos vivos, nuestra vida es energía, y tras la muerte seguimos siendo energía. Esa energía cambia y se transforma constantemente. Nunca se perderá, enseña el maestro Zen Thich Nhat Hanh.
En las escrituras budistas pali, en un libro titulado Itivuttak, aparece una frase en la que Buda dice: “Hay un no nacido, no originado, no creado y no formado. Si no fuese así, no habría liberación del mundo de lo nacido, originado, creado y formado”.
En la humanidad se ha conservado siempre la conciencia de su parentesco y de su semejanza con la divinidad. En “Serpiente de fuego”, Potdevin narra: “”ya no soy el caudillo, ya de nada me sirve el título, ahora soy serpiente de fuego, garra de leopardo, águila, venado, liebre, cuy, tortuga, cóndor, tapir, guagua, guatín, iguana, chigüiro, murciélago, colibrí y culebra de agua, ahora puedo convertirme en cualquier especie a voluntad, mi espíritu muda, mi naturaleza transmuta a su especie, mi astucia humana cede y es copada por la animal, ahora entiendo que los dos pequeños objetos que me entregó mi padre cuando me echaron los pantalones largos me dan ese poder, más allá de protegerme y cubrirme de los males y amenazas; la transformación en un animal protector es mi salvación y la llave para continuar en mi misión sagrada” (SdF, p. p. 101-102).
Como la abuela, Gaitán también es orgulloso de sus “ancestros muiscas” (SdF, p. 57). La nación muisca creo una cosmovisión con la cual habitó el altiplano cundiboyacense. Ese conjunto de ideas sistematizadas permitió a los antepasados de Gaitán fundamentar la posición adoptada dentro de su mundo. Este fue asumido como lugar de su realización comunitaria, mediante la consagración al trabajo, el respeto mutuo, el amor a la paz, la verdad y la justicia, orientados por valores religiosos, morales y filosóficos[12]. Cosmovisión que permite el reconocimiento y otorga identidad a Jorge Eliecer Gaitán, a través del flujo de conciencia narrado por Philip Potdevin en su novela “Serpiente de fuego”.
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[1] Williams, Raymond y Medrano, José. (2018). 90 años de la novela moderna en Colombia (1927-2017). De Fuenmayor a Potdevin. Ediciones desde abajo, Colombia, p.p. 172-195.
[2] Potdevin, Philip. (primera edición: agosto, 2024). Serpiente de fuego. Ediciones Opus Magnum, Colombia, 130 páginas.
[3] Potdevin, Philip. (24 de abril, 2021). Un hombre, una fecha, una huella. Periódico desdeabajo Nº278, abril 20 – mayo 20 de 2021, Colombia.
[4] Honneth, Axel: i) (2009). Crítica del agravio moral. Patologías de la sociedad contemporánea. Fondo de Cultura Económica, Argentina; ii) () (2010). Reconocimiento y menosprecio. Sobre la fundamentación normativa de una teoría social. Katz Editores, España.
[5] Rawls, John. (1978). Teoría de la justicia. Fondo de Cultura Económica, México, p.p. 19-20.
[6] Gaitán, Gloria. (1998). Bolívar tuvo un caballo blanco, mi papá un Buick. LCA, Colombia, p. 51.
[7] García Nossa, Antonio. (2007). La insurrección de las clases altas. El 10 de mayo de 1957 desde una perspectiva histórica; en: Revista CEPA, Octubre/diciembre 2007 Nº 5, Colombia, p. 4.
[8] Fals Borda, Orlando. (2006). Pueblos originarios y valores fundantes; en: Revista Cepa, Nº 1 Noviembre 2006, Colombia, p. 18.
[9] Amable respuesta escrita por parte de Philip Potdevin a un cuestionario que elabore y le envié con el fin de profundizar en el análisis literario y político de la novela “Serpiente de fuego” (24 de agosto 2024).
[10] Sarmiento Anzola, Libardo. (2016). Ontología humana crítica. Ediciones desde abajo, Colombia, p.p. 129-145.
[11] Williams, Raymond y Medrano, José. (2018). Óp. Cit. p. 221.
[12] Beltrán Peña, Francisco. (1993). Los muiscas. Pensamiento y realizaciones. Editorial Nueva América, Colombia, p. 15.
Libardo Sarmiento Anzola, Economista y filósofo. Investigador, escritor y consultor independiente.
Foto tomada de: Comisión Intereclesial de Justicia y Paz
Oscar Gomez says
QUE BELLEZA,QUE HERMOSURA.NO MÁS HUMILLACIÓN,NO MÁS MENOSPRECIO. DIGNIDAD.