Por imposición insuperable del acuerdo judicial que su defensa negoció varios meses con el Departamento de Justicia de los Estados Unidos para conseguir su libertad, no tuvo más opción que declararse culpable de haber cometido el delito de “conspiración para obtener y revelar información de defensa nacional”. En trueque negoció una condena igual a la prisión preventiva que por orden de un tribunal de Londres cumplió por poco más de cinco años en un establecimiento de máxima seguridad cerca de esa capital, mientras luchaba contra la amenaza de ser extraditado a los Estados Unidos donde le aguardaban 18 cargos relacionados con la “ley de espionaje”, y 175 años de cárcel solicitados por la fiscalía.
Firme, sin embargo, se negó a complacer al poder imperial que finalmente quebraba su prolongada resistencia, y exigió no comparecer en territorio continental norteamericano a la audiencia privada final que aseguraba su condición de hombre libre. Y de camino a casa en un vuelo privado paró en Sipán, Islas Marianas del Norte (un minúsculo archipiélago en medio del Pacífico convertido en colonia de los Estados Unidos desde que su ejército expulsó a los japoneses en la segunda guerra mundial), a surtir la última diligencia de trámite que legalizó su libertad plena ante un juez norteamericano, según el trato que se vio obligado a firmar.
Debió extenuarlo el inagotable poder de la trama judicial estadounidense; las sinuosas actividades de la CIA resentida y perjudicada con las filtraciones; el cabildeo de la diplomacia norteamericana en su contra; la causa judicial que le abrió Suecia por supuesto abuso sexual mientras estuvo de visita en Estocolmo; el desprecio y mala intención con que fue tratado por dirigentes de opinión en los medios de comunicación masiva; la felonía de Lenin Moreno, que negoció con los Estados Unidos revocarle el asilo y entregarlo a la policía londinense “por un puñado de dólares” del FMI, y el respaldo de la potencia a su gobierno; y la humillación de ser extraído a la brava de la embajada ecuatoriana donde vivió aislado por 7 años, y luego arrastrado como si fuese un hooligan ebrio y belicoso por un piquete de policías, que lo condujeron a una prisión de máxima seguridad donde permaneció aislado por 5 años.
Fueron 14 años aguantando demasiados golpes en gavilla sobre la cabeza de un hombre valiente, pero solo… muy solo; pese a que sus revelaciones periodísticas eran de interés público, y que el gobierno norteamericano jamás discutió la veracidad de los hechos expuestos por Assange en WikiLeaks. Justo por ello, ordenaron castigar a ese soplón de secretos criminales de Estado, para escarmiento de los que se atrevan a hacer algo semejante.
Porque en 2010, con la fundada convicción de estar revelando documentos de interés público universal, WikiLeaks divulgó los primeros de los 700.000 documentos militares clasificados que Chelsea Manning, una joven soldado exanalista de inteligencia del ejército sustrajo del Pentágono. Se trató de documentos secretos sobre la guerra de Irak (2001 a 2010) y la de Afganistán (2004 a 2009). Sobre la primera, es bien conocido el video hecho por los tripulantes de un helicóptero Apache, mientras ametrallan sin excusa y ríen, a doce civiles en una calle de Bagdad, entre ellos, dos reporteros de la agencia Reuters. Otros documentos evidencian la práctica sistemática de torturas realizadas por el ejército y la policía iraquíes colaboradoras de la fuerza de ocupación (USA, Reino Unido, principalmente), que el mando estadounidense no investigó. Y por WikiLeaks se conocieron las torturas a las que el ejército norteamericano sometía a los prisioneros musulmanes en Guantánamo.
The Guardian, The New York Times, Le Monde, Al Jazeera y Der Spiegel, entre otros diarios influyentes, publicaron más de 65.000 archivos de los llamados Diarios de la Guerra de Afganistán y los Registros de la Guerra de Irak, con un impacto profundo en la opinión mundial. Sin duda, se había producido la mayor filtración de documentos clasificados de la historia.
En el 2017, WikiLeaks inició la divulgación de cerca de 8.000 documentos y pruebas sobre el espionaje a gran escala de Estados Unidos a gobiernos extranjeros y organizaciones terroristas facilitados por Joshua Schulte, un exfuncionario de la CIA que estuvo 6 años dedicado a trabajos de espionaje y al desarrollo de herramientas para el hackeo de computadoras. En 2022, después de la condena a 40 años de prisión que un tribunal de New York le impuso al exagente civil; el fiscal Williams dijo que éste había cometido “algunos de los crímenes de espionaje más descarados y atroces en la historia de Estados Unidos”, con los que “causó un daño incalculable a nuestra seguridad nacional”. Con toda razón, pues desde el ataque con aviones del 11S, el sistema político y militar de USA no había recibido golpe tan demoledor.
Por las mismas razones, el Departamento de Justicia se concentró en encuadrar la actividad del fundador y director de WikiLeaks en el marco de la ley de espionaje aprobada en 1917, durante la intervención de EE.UU. en la primera guerra mundial.
Desde luego que Assange repudió los cargos de espionaje, y su abogado (Fitzgerald) dijo que el activista “está siendo procesado por participar en la práctica periodística ordinaria de obtener y publicar información clasificada, información que es a la vez verdadera y de evidente e importante interés público”. Assange, por su parte, sostuvo que se limitó a publicar documentos relevantes provenientes de fuentes seguras, que “mostraban la corrupción del gobierno de los Estados Unidos y la violación de los derechos humanos; y permitían conocer crímenes de guerra cometidos por los gobiernos de esa nación”. Una tremenda verdad para una audacia en solitario que el Estado perjudicado no dejaría pasar sin castigar.
Por ello, el caso de Assange sea ejemplar para diferenciar entre la libertad de expresión, y el derecho a la información, y de otra parte, para apreciar el retroceso de la doctrina de defensa norteamericana con detrimento grave de las libertades civiles.
Desde luego que Assange se atrevió a exponer las sucias entrañas de un sistema imperial que, violando los derechos humanos fuera y dentro de sus fronteras, sinembargo castiga por el mismo motivo a los gobiernos enemigos o desafectos, mientras guarda silencio sobre las fechorías de sus aliados incondicionales. Arabia Saudí, El Salvador, e Israel y el genocidio que comete en Palestina, al gobierno de Biden no le merecen censura estando a la vista de todos. Para las grandes potencias militares, los derechos humanos no son un concepto jurídico, sino un recurso ideológico que se instrumentaliza según las necesidades políticas.
Por esa razón, en 2017 el Departamento de Justicia, el FBI y la CIA, iniciaron trabajos encaminados a preparar cargos criminales contra el fundador y editor de WikiLeaks. Retrocedieron la investigación a las publicaciones de 2010, y en mayo de 2017, en el curso de un audiencia en el Senado, el director del FBI se refirió a WikiLeaks como un sitio “porno de inteligencia”, y afirmó que las revelaciones – por las que fue convocado a dar explicaciones –, buscaban causar daño a Estados Unidos en lugar de educar al público. Simultáneamente, la CIA declaró a WikiLeaks “un servicio de inteligencia hostil, no estatal”. Luego, después de superar las dudas de los fiscales si la Primera Enmienda protegía a Assange, hallaron en la centenaria ley de espionaje la forma de procesarlo.
Habiendo hecho la diplomacia y la CIA el trabajo de ablandar a Lenin Moreno, el 11 de abril de 2019 la Policía londinense entró a la embajada de Ecuador y lo arrestó, cumpliendo una orden de extradición del Departamento de Justicia de Estados Unidos. Estaba acusado de “conspiración para intentar piratear un ordenador” en relación con las publicaciones en 2010 que versaron sobre información militar clasificada suministrada por la exsoldado Manning. El 23 de mayo se acusó formalmente a Assange de 17 cargos adicionales, según la misma ley contra espías. De acuerdo con ella, cualquier persona que transmita información “con la intención de interferir con el enjuiciamiento de las fuerzas armadas estadounidenses en el esfuerzo de guerra o para promover el éxito de los enemigos del país”, puede ser enjuiciada y condenada a 20 años de prisión.
Sin duda, algo cambió drásticamente en los Estados Unidos desde 1970 a 2010. El escándalo periodístico conocido como “Los papeles del Pentágono” permite comprender esa transformación. En 1971, The New York Times divulgó por entregas un informe secreto del Departamento de Defensa de EEUU que obtuvo, igual que el Washington Post, por filtración de Daniel Ellsberg, un ex analista de inteligencia.
Los documentos contenían una revelación gravísima: Kennedy, Johnson y Nixon supieron que esa guerra era imposible de ganar, y continuaron engañando al Congreso y a la opinión pública en una escalada bélica que costó entre uno y tres millones de vidas vietnamitas, 58.159 muertes y 17.000 desaparecidos al ejército norteamericano. Porque Nixon llevó la guerra más allá de Vietnam del Sur, y desde marzo de 1969 a mayo de 1970, la marina atacó las costas de Vietnam del Norte, y la fuerza aérea bombardeó Camboya y Laos en secreto; con el riesgo de desatar una guerra directa con la Unión Soviética y China, si eran provocadas a intervenir a favor del gobierno comunista de Ho Chi Min.
A pesar de que para los días que se divulgaron los “papeles”, unas 500.000 tropas norteamericanas se encontraban combatiendo en Vietnam del Sur – serían retiradas casi por completo en 1973 –, el gobierno de Nixon acudió a la justicia para acallar el diario, pero el Tribunal Supremo rechazó la censura basado en dos precedentes recientes: “Todo sistema de censura previa del que conozca este Tribunal tiene una fuerte presunción de estar viciado de inconstitucionalidad”, y “El gobierno debe asumir la dura carga de justificar la necesidad de la censura”. Entonces el gobierno desistió.
Por cuenta del ataque del 11 de septiembre de 2001, el panorama judicial y político de los Estados Unidos y sus Estados satélites experimentó una regresión en la disposición a limitar las libertades civiles. La administración Bush adoptó la política infinita de la guerra contra el terrorismo, resguardado en la vieja tradición norteamericana restrictiva de las libertades civiles, principalmente, la de expresión.([i]) Bajo el paraguas de esa política, el gobierno ejecutó actos ilícitos protegidos por el silencio oficial: escuchas telefónicas sin autorización judicial, detención secreta de miles de extranjeros, deportaciones en secreto, seguimiento a grupos religiosos musulmanes, y la violación de todo derecho a los detenidos en Guantánamo.
Julián Assange sería tratado distinto al New York Times y al Washington Post. Mientras los diarios publicaron información secreta de una guerra en curso, sensible para la defensa nacional sin ser acusados de ningún acto criminal – el Departamento de Justicia sólo intentó parar las publicaciones–, Assange fue tratado y perseguido como espía sin que EEUU estuviese oficialmente en guerra, sin que se le hubiese probado servir a un país enemigo, sin haber realizado sustracción de documentos.
La peripecia de las persecuciones que ha padecido Assange, evidencia que la libertad de informar y el derecho a recibir información han entrado en choque irreconciliable en la sociedad actual. No es una tensión que pueda distenderse con un pacto amistoso entre partidos y periódicos, como solía suceder en tiempos definidos por una prensa con identidad nacional, diversidad y competencia paralela, antes del capitalismo global vigente. Para el unanimismo editorial, propio del control totalitario de las cadenas trasnacionales de comunicación de masas, las viejas libertades liberales estorban, y han sido cuestionadas, debilitadas, o suprimidas, poniendo de por medio “la seguridad nacional”.
Es el enroque perfecto del circuito de propietarios de los medios de comunicación masiva, dado que sus intereses económicos se confunden y entreveran con los de las dirigencias de los estados nodrizas de sus capitales.
Para acreditar que la sustracción y conservación privada de documentos altamente clasificados en Estados Unidos no configura per se el delito de espionaje, hay que recordar el proceso diferenciado que recibió el expresidente Trump. En una operación de registro realizada en agosto de 2022 en la famosa casa Mar-a-Lago de su propiedad en la Florida, el FBI recuperó varios documentos marcados como “clasificados” y “altamente secretos” que el expresidente poseía ilegalmente, “con violación de tres leyes diferentes, incluida la Ley de Espionaje”, según la NBC News. Se sabe que la fiscalía no ha formulado acusación tan grave contra el, de nuevo, candidato a la presidencia.
Y para señalar que el caso Assange tuvo un escondido carácter político, bastaría tener en cuenta el trato judicial desigual que recibió. Chelsea Manning, quien por sustraer los archivos que entregó a Assange fue condenada como espía por un tribunal militar a 35 años de prisión en el 2013, dos años antes de la detención de Assange fue indultada por Barak Obama, “por haber mostrado arrepentimiento”. Sólo cumplió 7 años de condena. El mismo Ellsberg, que entregó los documentos sobre Vietnam al New York Times y al Post, fue procesado por espionaje y enfrentó una condena probable de 115 años de cárcel, pero al final los cargos fueron retirados.
En algún momento Julián Assange debió considerar que había llegado el momento de poner fin a su sacrificio personal por la causa impersonal del derecho de los ciudadanos a estar debidamente informados de los asuntos que tienen interés público. Había hecho por esa utopía lo que nunca se le exigió a nadie; pues visto con objetividad, la declaración del derecho a ser informado de las actuaciones ocultas de los gobiernos y poderes públicos, ahora pertenece al cielo de las utopías, y en el mundo terrenal sólo impera la libertad que sirve a los poderosos.
Tal vez esa idea sombría lo asediaba al subir a un avión privado rumbo a su libertad. No mostró alegría. Y al llegar a Camberra, una expresión de cansancio lo definía.
Los palos que recibió quebraron su salud, han dicho. Hoy es un hombre en libertad, aunque siempre demostró haber sido libre. El submundo democrático que aun sobrevive en el mundo hegemónico, debe todo su respeto a ese propagador de graves secretos.
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[i] La Unión Americana tiene una antigua tradición de restricciones a las libertades civiles en tiempos de guerra, especialmente para para callar a los opositores políticos. John Adams, en 1789 clausuró y censuro la prensa opositora; Abraham Lincoln, en 1867 suspendió el habeas corpus; y Wodroow Wilson, “para mantener la seguridad pública”, en 1917 usó la Ley de Espionaje que contenía medidas de censura contra la prensa y restringía la libertad de expresión, que fue parcialmente derogada por el Congreso. En todos los casos, la Suprema Corte anuló las decisiones ejecutivas por contrariar la Primera Enmienda. En el gobierno de Roosevelt, dos meses después del ataque a Pearl Harbor, con base en el Smith Act expedida en 1940, cerca de 120.000 japoneses residentes en USA o americanos descendientes de japoneses, fueron concentrados en campos, sin mediar cargos criminales ni actuación judicial alguna. Se hizo previendo actos de espionaje o sabotaje en favor de la “del enemigo amarillo” al que se había declarado la guerra formalmente. Entonces, la Suprema Corte ajustó su jurisprudencia a conveniencia del ejecutivo.
Álvaro Hernández V
Foto tomada de: Radio Nacional de Colombia
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